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LA NOVELA «YO, LA PEOR» DE MÓNICA LAVÍN LLEGA A GRUPO PLANETA

Sor Juana nunca se acaba” es lo que dice la prestigiada escritora mexicana, Mónica Lavín al publicar la nueva edición de su libro Yo, la peor. Obra icónica de Sor Juana Inés de la Cruz que revela algunos aspectos ocultos de la monja jerónima.

Lo nuevo que el lector encontrará en Yo, la peor bajo el sello Planeta son textos de la religiosa y en la sección “Papeles sueltos”, los poemas, fragmentos y extractos que vienen a cuento en algunos de los capítulos para que se enriquezca la experiencia lectora como dice la propia autora.  Lavín obtuvo por este libro el Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska en 2010.

Yo, la peor se ha vuelto un referente para hablar de Sor Juana Inés de la Cruz y conocer a la mujer de carne y hueso que vivió bajo el hábito religioso y el yugo de una época. 

Mónica Lavín (México, 1955) Novelista, cuentista, ensayista. Sus cuentos aparecen en antologías nacionales e internacionales (Italia, Canadá, Francia, Estados Unidos). Ha publicado también libros de divulgación científica estudió biología en la Universidad Autónoma Metropolitana  y crónica gastronómica. Realizó una antología de cuento mexicano de autores nacidos en los cincuenta y sesenta que fue publicada por la editorial City Lights de San Francisco (Points of Departure). Ha sido  editora, guionista, conductora de radio. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores.

Disponible en formato físico y también en eBook. Da click en la ficha y lee el primer capítulo.

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Una de las mejores novelas jamás escritas sobre Sor Juana.

Respeta a tu madre, regálale un libro: 5 recomendaciones de lectura para mamá

Celebramos la dedicación y entrega de las madres con las mejores historias. Te dejamos cinco recomendaciones para intercambiar el regalo de siempre, por un lindo libro.

1 Confesiones de una mala feminista

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La lucha por los derechos de las mujeres ha tomado el mundo por asalto, pero ¿por qué muchas de sus simpatizantes caen en tantas contradicciones? ¿Por qué parece haber tantas malas feministas? Roxane Gay, profesora universitaria, colaboradora de The New York Times, ensayista y novelista con más de un millón de visitas en su charla TED sobre feminismo, tiene algunas respuestas a esas preguntas.

Sus ensayos no exigen la credencial de «feminista» para ser leídos. Son una invitación abierta a analizar el entorno en el que estamos inmersos bajo la promesa de que, después de leerlos, creerás firmemente que, como dice la propia Roxane, «tenemos el derecho al mismo respeto».

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Roxane Gay

¿Es incompatible querer ser independiente y a la vez ansiar que cuiden de ti, que te gusta la música reggaeton pero te revuelva por dentro lo machista de algunas de sus letras?

 

2 Los amantes de Praga

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«Hay dos sensaciones que siempre se recuerdan a lo largo de la vida: la primera vez que la persona amada sostiene tu mano y la primera vez en que un bebé recién nacido te toma de un dedo. En esos precisos momentos quedas unido al otro por el resto de la eternidad».

En la Praga de los años treinta, los sueños de Josef y Lenka se hacen añicos ante la inminente invasión nazi. Décadas más tarde, a miles de kilómetros de distancia, en Nueva York, dos extraños se reconocen a través de una mirada. El destino les otorga a los amantes una nueva oportunidad.

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Alyson Richman

Una novela de amor en tiempos de  guerra

 

3 Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes

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Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes reinventa los cuentos de hadas. Elizabeth I, Coco Chanel, Marie Curie, Serena Williams y otras mujeres extraordinarias narran la aventura de su vida, inspirando a niñas ―y no tan niñas― a soñar en grande y alcanzar sus sueños; además, cuenta con las magníficas ilustraciones de sesenta mujeres artistas de todos los rincones del planeta.

Un libro que debe estar en la mesa de noche de todas las niñas y la de sus mamás.

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Elena Favilli | Francesca Cavallo

Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes es una colección de historias protagonizadas por «princesas» reales de los más diversos entornos y épocas.

 

4 Carlota

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1863. Carlota toma las riendas de un Segundo Imperio que se desvanece por momentos y no descansará hasta lograr el apoyo de las fuerzas tradicionalistas de Europa, a pesar de que esto contradiga sus ideales. Sin embargo, es otra la carga que soporta su corazón. Su matrimonio es una farsa: Maximiliano la deja marchitarse poco a poco, sin dedicarle jamás un solo gesto de complicidad o pasión. Carlota, rebelada contra la desdicha que intenta imponerse como su destino, se deja arrastrar por un amor desbocado hacia otro hombre sin prever las consecuencias.

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La emperatriz que enloqueció de amor.

 

5 Yo, la peor

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«Confieso que no ha sido fácil. Que aproximarme a sor Juana, a su vida, a su tiempo, a su deseo de saber por encima de todo e intentar darle vida, me pareció un atrevimiento. Pero el atrevimiento ha valido la pena. Me acerqué temerosa al cementerio de las luminarias mexicanas; mi quimera era rozar lo inalcanzable. Me quería meter detrás de los ojos de Juana Inés, en su piel, en sus oídos, escuchar su respiración». MÓNICA LAVÍN

La novela definitiva sobre sor Juana Inés de la Cruz. Una mujer fuera de época, una escritora flagrante, apasionada y sensual que entregada a la razón y consagrada en su fe, tomó los retos más grandes para lograr que su alma se dejara conducir por los seductores caminos del conocimiento.

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Una de las mejores novelas jamás escritas sobre Sor Juana.

Confrontación con el pasado y tragedia en cada paso dentro de los «Zapatos italianos» de Henning Mankell

Fredrik Welin, médico retirado, vive solo y alejado del mundo en una isla junto a la costa sueca; pero su reclusión voluntaria se ve perturbada un día por la llegada de un antiguo amor al que abandonó en el pasado. Se trata de Harriet, quien, gravemente enferma, ha venido a pedirle que cumpla una antigua promesa de juventud: llevarla a una laguna del norte del país. Con su presencia, Harriet saca a Fredrik de la apatía en que éste vive sumido y es el detonante para que él se decida a saldar viejas cuentas con su pasado. Entre otras, el terrible secreto que lo alejó de la profesión y por el que decidió huir del mundo, o el conocimiento de Louise, la hija que Harriet tuvo de él y cuya existencia le había ocultado. Los vínculos que se establecen entre padre e hija mientras cuidan de Harriet durante su lento y doloroso final ayudarán a Fredrik, al tiempo que expía su propia culpa, a recuperar la capacidad de vivir sin esconderse de la realidad.

«Zapatos italianos», de Henning Mankell, es un emocionante relato de un hombre sacudido por la tragedia al que le ha llegado el momento de afrontar su propio pasado.

Disfruta sus primeros párrafos:

«Primera parte: El hielo

Siempre me siento más solo cuando hace frío.

El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Me veo atacado desde dos frentes. Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. De ahí que, cada mañana, salga a cavar un agujero en el hielo. Si alguien me observase desde la helada bahía con unos prismáticos, creería que estoy loco y que lo que hago es preparar mi propia muerte. ¿Un hombre desnudo en el gélido frío invernal, con un hacha en la mano cavando un agujero en el hielo?

En realidad, tal vez sea eso lo que espero, que un día haya alguien ahí fuera, una negra sombra que se recorte contra la inmensa blancura que me rodea, que me mire y se pregunte si llegará a tiempo de intervenir antes de que sea demasiado tarde. Pero no necesito que nadie me salve, puesto que no tengo intención de suicidarme.

Hace años, cuando la gran catástrofe, la desesperación y la ira se apoderaban de mí con tal violencia que, en alguna ocasión, sopesé la posibilidad de acabar con mi vida. Pero jamás lo intenté. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. Entonces, como ahora, pensaba que la vida consiste en no cejar. La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo. Y seguiré colgado de ella tanto tiempo como yo mismo resista. Después me precipitaré al fondo, como todos, y no sé qué me espera. ¿Habrá algo sobre lo que caer o no existirá nada más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí?»

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El emocionante relato de un hombre sacudido por la tragedia al que le ha llegado el momento de afrontar su propio pasado.

Insanos recuerdos de la Edad Media del manual de literatura para caníbales I; las «Señales de humo» de Rafael Reig

Martín es un catedrático recluido en un sanatorio mental. Desde allí recuerda que empezó a realizar auténticos viajes en el tiempo desde que, muy joven, intentó suicidarse. Ahora ya no los controla a voluntad y, sin proponérselo, aparece en una ciudad medieval oyendo cómo cantan las jarchas mozárabes un grupo de brujas, o cómo los juglares escenifican el Cantar de Mío Cid, o cómo el arcipreste de Hita le desvela su libro repleto de anécdotas en verso.

Desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro, desde Berceo hasta Cervantes, desde La Celestina hasta Lope de Vega, nunca antes se nos había explicado la literatura española con tanta originalidad y humor, con tanta erudición como placer.

Una divertida y original historia de la literatura española desde la Edad Media hasta el Quijote, esto y más es «Señales de humo; Manual de literatura para caníbales I», novela escrita por Rafael Reig; aquí te compartimos un pequeño fragmento de su primer capítulo, el cual se titula ‘Una mano en la pared’:

«Una mano en la pared

(1)

En el nombre de la Santa Trenidat, Padre, Fijo, e Spíritu Santo, tres personas e un solo Dios verdadero, sin el cual cosa nin puede ser bien fecha, ni bien dicha, comencada, mediada, nin finida; eso iba diciendo en mi interior, y supe de inmediato que estaba en el año 1453, en el reinado del muy prepotente don Juan el segundo, y era el 28 de mayo. Llevábamos demasiadas horas doblando el lomo y removiendo tierra con la azada. Sabía que mi compañero, Marcos Gómez, era sanguíneo, que es una de las cuatro complisiones de los hombres, según sus cualidades e la constelación de sus planetas, siendo yo en cambio malenconioso e por ende triste, pensativo e muy dado a hablar en susurros.

A Marcos le correspondía el aire, húmido e caliente, e por ende de toda alegría es amigo e ríe de grado, e toma plazer con toda cosa y en el su coracón reyna la piedad; a mí, en cambio, diéronme los astros el cuarto elemento, la tierra, fría e seca, e que hace por lo mismo a los malencónicos dar tantas veces de la cabeza a la pared y así vivimos tan sin tiento nin mesura»

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Una divertida y original historia de la literatura española desde la Edad Media hasta el Quijote.

‘Un trastorno propio de este país’, un libro incómodo de Ken Kalfus

Joyce siempre había sabido que los policías y los bomberos de Nueva York eran más atractivos que los de otras ciudades: por sus elegantes cortes de pelo, sus exóticas raíces étnicas, su manera de hablar, su vivacidad. Pero ahora habían adquirido además el halo de los héroes clásicos, aquellos seres de ojos claros y anchos de pecho, viriles y amables, y se les aplaudía cuando pasaban por las avenidas o entraban en las tiendas con la tragedia grabada en sus rostros. Pese a todo lo sufrido, esos rostros seguían siendo inocentes y hermosos. Los bomberos, en particular, ocupaban un lugar preeminente en el duelo del 11 de septiembre de la ciudad. Hablaban en voz baja. Reconocían que padecían insomnio y falta de apetito. Era obvio que ni se daban cuenta de la sucesión tan prolongada y antinatural de los cielos transparentes de aquel otoño. Todos sin excepción, en los cinco distritos de la ciudad, habían perdido al menos a un «hermano» de su cuartel o a un amigo de otro; algunos lloraban a hermanos de verdad, a padres e hijos. En esos días, en cualquier parte de la ciudad, cuando aparecía un bombero los civiles se apartaban para dejarle paso, y su cuerpo de niño grande bajo el mono tejano negro de protección parecía moverse como las bielas de una locomotora antigua. Cada paso que daba con sus botas de goma era intencionado.

Dos de las colegas jóvenes de la oficina de Joyce trabajaban por las noches como voluntarias en una cocina de campaña cerca de la Zona Cero, que daba comidas a los trabajadores de los equipos de rescate al finalizar sus turnos. Dora y Alicia llegaban tarde al despacho, cansadas y sin fuerzas, pero irradiando también ese brillo que suele atribuirse a las embarazadas. Se pasaban el resto del día hablando de la Zona Cero a cualquier pequeño grupo que se congregase alrededor de sus cubículos. En aquellos días nadie parecía encontrarle mucho sentido el trabajo. A Alicia la habían acompañado por la mañana temprano a la zona de excavación, con casco y un impermeable amarillo de bombero que le quedaba muy grande; bajo las lámparas de haluro metálico de dos mil vatios, debía de parecer asombrosamente atractiva. Estaba saliendo con uno de los bomberos, un tipo italiano de Bay Ridge, que había perdido a la mitad de su compañía en la Torre Dos, un hombre casado, y ella hablaba del dolor y del quebranto de él como si hubiera asumido parte de su sufrimiento. La bajada al foso parecía haberla acercado de algún modo a los hombres que trabajaban allí, además de acercarla también a su yo verdadero, decía. Y hacer el amor con su bombero no podía compararse con nada que hubiera hecho antes: «Es muy fuerte y me necesita mucho. No sé qué pasará con lo nuestro. Pero ahora mismo, en este momento, tengo que estar con él: soy yo la que le necesita».

Extracto de Un trastorno propio de este país, de Ken Kalfus.

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Un trastorno propio de este país, de Ken Kalfus, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Ken Kalfus

Uno de los autores contemporáneos estadounidenses más interesantes de los últimos años.

‘Un momento de descanso’, un libro hilarante de Antonio Orejudo

Me encontré con Arturo Cifuentes en junio de 2009. Yo estaba firmando ejemplares en la Feria del Libro de Madrid cuando apareció en la caseta de la editorial.

Dice uhhh, uhhh, soy un fantasma del pasado que viene a perturbar el presente.

Lo reconocí de inmediato. Estaba igual, o esa impresión me dio vestido con sus habituales tejanos negros y la camiseta americana de siempre.

Digo ¡Cifuentes!

Y salí de la caseta a darle un abrazo.

Tenía algo menos de pelo, pero apenas había engordado.

Dice soy un fantasma, ¿no te doy miedo?

Digo no, hombre, no. Cómo me vas a dar miedo, me has dado una alegría. Vaya aparición. Digo ¿qué haces tú aquí?

Dice yo vivo aquí, el que vive fuera eres tú.

Digo ¿cómo que vives aquí? ¿Te has vuelto de Estados Unidos?

Dice sí, hace ya más de un año que volví.

Digo ¿y Lib? Digo ¿y Edgar?

Dice han pasado muchas cosas, Antonio, muchísimas, desde quen os escribimos por última vez. Algunas son grotescas, otras escalofriantes y otras…, bueno, otras no te las vas a creer.

Hacía diecisiete años que no nos veíamos. Habíamos intentado mantener el contacto por carta, pero al final dejamos de escribirnos. A mí me hubiera apetecido que allí mismo, en aquel momento, Cifuentes me contara todas esas cosas grotescas, escalofriantes e increíbles que le habían sucedido, pero aquella mañana no podía quedarme con él mucho tiempo. Le propuse que comiéramos juntos al día siguiente en Bartleby, pero Cifuentes se negó en redondo. No se negó a que comiéramos juntos, sino a hacerlo en Bartleby. Estaba harto de hojaldres de puerro al lecho de mariscos con mermelada de plátano caramelizado. La alta cocina se había hecho demasiado accesible al gran público, dijo y soltó una carcajada.

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Un momento de descanso, de Antonio Orejudo, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Antonio Orejudo

Una brillante y divertida novela sobre el desmoronamiento de las certezas, la recuperación de la memoria y la autoficción.

‘La grandeza de la vida’, un libro sobre el gran amor de Franz Kafka

El doctor llega a última hora de la tarde, un viernes de julio. El tramo final que recorre desde la estación en un automóvil descubierto no se acaba nunca, sigue haciendo mucho calor y está exhausto, pero ya ha llegado, Elli y los niños lo esperan en el vestíbulo. Apenas le da tiempo a dejar el equipaje y ya Félix y Gerti corren hacie él y le hablan sin cesar. Han estado por la playa desde la mañana temprano, y les encantaría volver y enseñarle lo que han construido, un enorme castillo de arena, la playa está repleta de ellos. Pero dejadle tranquilo, les exhorta Elli mientras sostiene a Hanna dormida en brazos, sin embargo, ellos le siguen contando cómo ha ido el día. Elli pregunta: ¿Qué tal el viaje? ¿Quieres comer algo? El doctor piensa si quiere comer algo, porque apetito no tiene. No obstante, sube a la casa donde están pasando las vacaciones y los niños le enseñan dónde duermen, tienen once y doce años y encuentran miles de excusas para no irse a la cama aún. La «señorita» ha preparado un plato con nueces y fruta, también hay una jarra de agua, él bebe y da las gracias a su hermana, pues las próximas tres semanas comerá allí, pasarán mucho tiempo juntos, aunque está por ver, a la larga, qué le parece todo aquello.

El doctor no tiene grandes expectativas respecto de esta visita. Viene arrastrando unos meses malos y no quería seguir en casa de sus padres, así que la invitación al Báltico llegó en el momento oportuno. Su hermana había encontrado el alojamiento a través del periódico, el anuncio prometía unas camas formidables y precios decentes, además de balcones, verandas y miradores, todo al pie del oquedal y con maravillosas vistas al mar.

Su habitación está al otro extremo del pasillo. No es demasiado grande, pero hay un escritorio y el colchón es firme, además tiene un estrecho balcón que da al bosque y promete tranquilidad, aunque se oyen voces infantiles, procedentes de un edificio cercano. El doctor deshace el equipaje: unos pocos trajes, ropa interior, lectura, papel para escribir. Podría contarle a Max cómo han ido las conversaciones con la nueva editorial, pero ya lo hará los próximos días. Le había resultado extraño volver a Berlín después de todos esos años y, veinticuatro horas más tarde, allí está, en Müritz, en una casa llamada Glückauf, que significa «suerte». Elli ya ha hecho una broma al respecto: espera que el doctor gane unos kilos a orillas del mar, aunque ambos saben que es poco probable. Todo se repite, piensa él, los veranos que pasa desde hace años en algún hotel o sanatorio, y luego los largos inviernos en la ciudad, en los que, a veces, no sale de la cama durante semanas. Se alegra de estar solo y se sienta un rato en el balcón, donde aún se oyen esas voces, luego se va a la cama y concilia el sueño sin esfuerzo.

Extracto de La grandeza de la vida, de Michael Kumpfmüller.

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La grandeza de la vida, de Michael Kumpfmüller, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Cortafuegos’, el posible último caso del detective Kurt Wallander

Presa de un profundo malestar, Kurt Wallander se sentó en el coche estacionado en la calle Mariagatan. Eran poco más de las ocho de la mañana del 6 de octubre de 1997. Mientras se alejaba de la ciudad se preguntaba por qué no habría declinado aquella invitación. En efecto, pese al rechazo profundo e intenso que sentía por los funerales, aquella mañana se encontraba camino de uno. Dado que había salido con tiempo, decidió no tomar la carretera que lo conduciría directamente a Malmo. Por el contrario, se desvió para tomar la de la costa, en dirección a Svarte y Trelleborg. A su izquierda, vislumbraba el mar. Un transbordador arribaba al puerto en aquel momento.

Calculó que aquel era el cuarto funeral al que acudía en siete años. El primero había sido el de su colega Rydberg, que había fallecido víctima de un cáncer, tras un largo y doloroso periodo de convalecencia, durante el cual Wallander lo visitó a menudo en el hospital en el que estuvo ingresado hasta consumirse. La muerte de Rydberg había constituido un fuerte golpe en su vida personal, pues era él quien lo había convertido en un policía de verdad. De hecho, le había enseñado a formular las preguntas adecuadas y, gracias a él, había llegado a dominar de forma gradual el difícil arte de interpretar el escenario de un crimen. Antes de comenzar a trabajar con Rydberg, Wallander había sido un policía más bien mediocre y no fue hasta mucho después de la muerte de Rydberg cuando comprendió que no sólo poseía energía y perseverancia, sino también no poca pericia. Así, pese a los años transcurridos, seguía manteniendo con cierta frecuencia una silenciosa conversación interior con el colega, siempre que se enfrentaba a una investigación compleja y dudaba sobre el giro que habría de dar el curso de la misma. Echaba en falta a Rydberg casi a diario, consciente de que aquella añoranza jamás se extinguiría.

Después de Rydberg falleció, de forma repentina, su propio padre, de un ataque de apoplejía que acabó con él en su taller de Löderup hacía ya tres años. A veces, Wallander se sorprendía a sí mismo pensando en lo inexplicable del hecho de que su padre ya no estuviese allí, rodeado de sus cuadros y envuelto en aquel sempiterno aroma a disolvente y a pintura. Tras su muerte, la casa de Löderup se había vendido. Wallander había pasado ante el inmueble en varias ocasiones, aunque nunca había llegado a detenerse. Ahora eran ya otras las personas que lo habitaban. También visitaba su tumba de vez en cuando, aunque siempre con una sensación, vaga e imprecisa, de remordimiento de conciencia. Sabía que el tiempo transcurrido entre una visita y la siguiente era cada vez mayor y advertía que, a medida que pasaban los años, le costaba más rememorar el rostro del anciano.

Un hombre muerto terminaba por ser un hombre que jamás había existido.

Extracto de Cortafuegos, una novela de la serie del detective Kurt Wallander, escrita por Henning Mankell.

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Cortafuegos, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Voces que susurran’: el detective Charlie Parker contra El Coleccionista

El doctor Al-Daini ocupaba dos cargos en el museo. Además de ser conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, título profesional que no hacía justicia a la profundidad y amplitud de sus conocimientos, ni siquiera de hecho a las responsabilidades asumidas y no remuneradas con que había cargado de manera extraoficial, también era conservador de las piezas no catalogadas, otro nombre que no describía ni remotamente el alcance de los esfuerzos hercúleos que aquello exigía. El sistema que tenía el museo para inventariar era antiguo y complicado, y existían decenas de millares de objetos pendientes de consignarse. Una parte del sótano del museo era un laberinto de estanterías llenas a rebosar de piezas, algunas metidas en cajas y otras no, la mayoría de escaso valor monetario, o al menos la mayoría de las ya catalogadas —una pequeña parte— por el doctor Al-Daini y sus predecesores, y sin embargo cada una era una huella, un vestigio de una civilización transformada en el presente hasta un punto irreconocible, o erradicada ya de este mundo por entero. En muchos sentidos ese sótano era la parte del museo que el doctor Al-Daini prefería, porque quién sabía qué podía descubrirse aún allí, qué tesoros insospechados podían salir a la luz. De momento, a decir verdad, había encontrado pocos, y el fondo de objetos pendiente de catalogar seguía siendo tan grande como siempre, ya que por cada fragmento de cerámica, por cada trozo de estatua que se añadía formalmente a los archivos del museo, llegaban otros diez mil, y así, a la vez que aumentaba el volumen de lo conocido, crecía también la masa de lo desconocido. Un hombre inferior a él podía haberlo considerado una labor infructuosa, pero el doctor Al-Daini era un romántico en lo que atañía al conocimiento, y la idea de que la cantidad de aquello que quedaba por descubrir se incrementara permanentemente lo llenaba de júbilo.

En ese momento, linterna en mano, seguido por el soldado Patchett, que a su vez llevaba otra luz, el doctor Al-Daini recorría los desfiladeros del archivo, al que había accedido sin necesidad de hacer uso de su llave, porque la puerta estaba reventada. En el sótano hacía un calor sofocante y aún se percibía en el aire el olor acre de la gomaespuma quemada, que los saqueadores habían empleado en la confección de antorchas, ya que el suministro eléctrico se había cortado antes de la invasión, pero el doctor Al-Daini apenas lo notaba. Concentraba toda su atención en un punto, en un único punto. Los saqueadores habían dejado su huella también allí, volcando estanterías, desparramando el contenido de cajas y cajones, incluso prendiendo fuego a algún archivo, pero pronto debieron de advertir que allí pocas cosas merecían su atención, y por consiguiente los daños eran menores. Aun así, saltaba a la vista que se habían llevado algunos objetos, y conforme el doctor Al-Daini se adentraba en el sótano, su inquietud iba en aumento, hasta que por fin llegó al lugar que buscaba y fijó la mirada en el espacio vacío del estante ante él. Estuvo a punto de rendirse, pero aún quedaban esperanzas.

—Aquí falta algo —dijo a Patchett—. Le ruego que me ayude a encontrarlo.

—¿Qué buscamos?

—Una caja de plomo. No muy grande. —El doctor Al-Daini indicó con las manos una longitud de poco más de cincuenta centímetros—. Muy sencilla, con un cierre corriente y una cerradura pequeña.

Juntos rastrearon las zonas accesibles del sótano lo mejor que pudieron, y cuando Patchett fue reclamado por su jefe de pelotón, el doctor Al-Daini prosiguió la búsqueda, todo ese día y ya entrada la noche, sin hallar el menor rastro de la caja de plomo.

Si uno desea ocultar algo de gran valor, rodearlo de cosas insignificantes es una buena táctica. Y mejor aún si puede revestirlo de un atuendo más pobre, disfrazándolo tan bien que pueda hallarse a la vista sin atraer una sola mirada. Uno incluso podría catalogarlo como algo que no es: en este caso, un cofre de plomo, persa, del siglo XVI, que contenía una anodina caja sellada, algo más pequeña, aparentemente de hierro pintado de rojo. Fecha: desconocida. Procedencia: desconocida. Valor: mínimo.

Contenido: nada.

Todo mentira, en particular lo último, porque si uno se acercaba lo suficiente a esa caja dentro de una caja, casi habría pensado que en el interior había algo que hablaba.

No, no hablaba.

Susurraba.

Extracto de Voces que susurran, una novela de John Connolly protagonizada por el detective Charlie Parker.

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Voces que susurran, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Pisando los talones’, uno de los casos más complejos del detective Kurt Wallander

El miércoles 7 de agosto de 1996, Kurt Wallander estuvo a punto de morir en un accidente de tráfico al este de Ystad.

Sucedió poco después de las seis de la madrugada. Acababa de cruzar Nybrostrand, en dirección a Osterlen, cuando de repente vio surgir delante de su Peugeot un camión que venía directo hacia él. Cuando oyó el claxon del camión, dio un volantazo y se salió al arcén. En ese momento lo atenazó el miedo. El corazón empezó a latirle bajo el pecho, y luego sintió tal mareo, tal vértigo, que creyó que iba a desmayarse. Durante un buen rato mantuvo las manos aferradas al volante de forma compulsiva.

Una vez que hubo recuperado la calma, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Se había dormido al volante. Sólo había dado una cabezada, apenas duró una fracción de segundo, pero fue suficiente para que su viejo vehículo invadiera, haciendo eses, el carril opuesto.

Un segundo más y ahora estaría muerto, aplastado bajo el peso del camión. 

La idea lo dejó helado por un momento. Lo único que le venía a la cabeza era aquella ocasión, hacía ya algunos años, en que le faltó poco para chocar contra un alce a las afueras de Tingsryd.

Pero entonces había niebla y estaba oscuro. En cambio, esta vez se había dormido al volante.

El cansancio.

No lo comprendía. Le había sobrevenido sin previo aviso, poco antes de marcharse de vacaciones, a principios de junio. Precisamente este año había decidido tomarse el descanso a comienzos del verano. Pero la lluvia le había amargado las vacaciones. Hasta que no se hubo incorporado al trabajo, poco después de San Juan, no llegó el buen tiempo a Escania.

Desde entonces, el cansancio ya no le había abandonado. Era capaz de quedarse dormido sentado en una silla. Incluso después de una larga noche de sueño ininterrumpido, tenía que hacer un esfuerzo para levantarse de la cama. Con frecuencia, cuando iba al volante, se veía obligado a pararse un rato en el arcén para echar una cabezada.

No comprendía aquel cansancio. Su hija Linda le había preguntado al respecto durante la semana de vacaciones que habían pasado juntos y en la que habían paseado en coche por Gotland. Fue una de las últimas noches, y estaban alojados en una pensión de Burgsvik. Había hecho una tarde magnífica. Habían pasado el día deambulando por el extremo sur de Gotland y, antes de regresar a la pensión, cenaron en una pizzería.

Linda le preguntó por qué estaba tan agotado. Kurt contempló el rostro de su hija, iluminado por la luz del candil, y comprendió que ella había meditado bien la pregunta. Sin embargo, le contestó con evasivas, le dijo que no le pasaba nada, que era muy normal que dedicase parte de sus vacaciones a intentar recuperar las horas robadas al sueño. Linda no insistió, pero él notó que no quedaba muy convencida.

Extracto de Pisando los talones, una novela de Henning Mankell protagonizada por el detective Kurt Wallander.

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Pisando los talones, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.