Miro el reloj. Las nueve y cuarto de la noche. Hace quince minutos que Darío debería haber llegado a sesión. Es muy raro, se trata de un paciente puntual, jamás faltó sin avisar, sería la primera vez. A ver, acá está su historia clínica. ¿De qué estuvimos hablando en el último encuentro? Veamos si hubo algo que pudo haber motivado esta demora y…
Timbre.
Debe ser él.
-Hola. Sí, Darío, sube.
Abro la puerta y me quedo esperando a que llegue el elevador. No más de un minuto. Ya está acá.
-Pasa, por favor.
Está desencajado. Se lo ve nervioso. Vamos hasta mi consultorio. Cierro la puerta, deja su portafolio apoyado contra la pared y se tira en el diván. Me siento en mi sillón y espero a que hable. Pasan unos minutos.
-Tocamos fondo, Gabriel.
-No sé a qué te refieres.
-Hoy llegué tarde porque me quedé haciendo algo.
-¿Qué te quedaste haciendo?
-¿Recuerdas eso que estuvimos hablando de mis diferentes disfraces, mis personajes?
-Sí.
-Bueno, apareció uno nuevo. Pero este no me gusta nada, no puedo justificarlo desde ningún punto de vista.
-¿Y de qué te disfrazaste esta vez?
Toma aire y suspira.
-De detective privado.
Detective privado. Eso implica que estuvo hurgando en la privacidad de otro, tal vez revisando una agenda, un correo electrónico y observando escondido detrás de un árbol. ¿Qué habrá hecho? Sólo tengo una manera de saberlo.
-Bien, Darío. Te escucho.
Darío comenzó a analizarse conmigo hace dos años. Me lo derivó Andrés, otro paciente que era su amigo. Yo lo conocía por dichos de Andrés, quien lo describía como un ganador, un tipo seductor, «entrador» era la palabra que utilizaba. Alguien que se convertía de inmediato en el centro de la escena en cualquier lugar y en cualquier circunstancia. Un docente con una altísima capacidad, que lograba llegar a los alumnos con una facilidad envidiable.
-Mi amigo Darío me pidió tu teléfono, ¿se lo puedo dar?
-Sí, claro.
-La verdad es que no me imagino para qué quiere ver a un psicólogo, si todo le sale bien.
A veces es curioso ver cómo la gente se confunde y genera una imagen de alguien que tan poco tiene que ver con la realidad.
Darío era, efectivamente, un joven simpático y agradable. Su ingenio, su buen humor, eran tan excesivos que su conducta parecía algo maníaca.
Cuando lo conocí tenía treinta años. Era profesor de música, egresado del Conservatorio Nacional, y además tocaba el piano y componía maravillosamente bien.
Trabajaba en el mismo colegio secundario en el que Andrés daba clases de matemática. Como suelo hacer, en las primeras entrevistas indagué un poco en su historia y pregunté por su familia de origen. Darío es hijo único.
-Mis padres tuvieron siempre la mejor relación del mundo- me dijo-. En mí eso de que la culpa es de los padres no se aplica ni un poco. Debo de ser la excepción que confirma la regla. Mis padres tienen una pareja hermosa. Siempre han sido muy compañeros, jamás los he visto pelearse. Por supuesto que han tenido alguna discusión tonta por cosas sin mucha importancia, pero nada de consideración. Es más, yo siempre soñé con llegar a tener algún día una pareja como la de mi padre… Bueno -se corrige- como la de mis padres debí decir.
Debió decir, pero no dijo.
Dijo que siempre soñó tener una pareja «como la de su padre». Y la pareja de su padre, es su madre.
Si no hubiera sido una entrevista preliminar yo habría marcado el lapsus y lo hubiera puesto a trabajar, pero debía resistir la tentación. El análisis aún no había empezado. De todas maneras lo había escuchado. En algún momento, seguramente, lo que Darío había dicho nos iba a ser de gran utilidad.
El motivo de la consulta era su relación con Silvina, su novia. Una chica que por esos días tenía veintiséis años, y que trabajaba como profesora de educación física en el mismo colegio que Darío.
-Es hermosa, tiene un cuerpo… si la vez te mueres ahí mismo donde estás sentado. Acá tengo una foto, pero no te la voy a mostrar porque si no «tú también» me la vas a codiciar -bromea.
-¿Yo también… y quién más te la codicia?
-Todos.
-¿Todos… no será mucho?
-Te juro que no. Tiene un trasero infernal. Es increíble.
-Bueno, te felicito. Tienes una novia que te encanta. ¿Puedo saber cuál es el problema, entonces?
-Que no solo me encanta a mí. Como te decía, todos mueren por ella, todos la miran. Ella prepara a las alumnas para las competencias de gimnasia artística del colegio, y cuando ensayan va con las mallas y el leotardo que le ciñen tan bien el trasero, y los babosos de los pafdres y otros profesores no dejan de mirarla. Se les cae la baba.
Lo primero que me llama la atención es la fuerza que la mirada tiene en el discurso de Darío: «Si la ves te mueres», «Todos la miran», «Aquí tengo una foto» (que solo mira él, siendo de alguna manera dueño de lo que yo puedo o no mirar). Una vez más decido guardar este dato y no marcarlo por ahora. Prefiero que me siga contando qué le pasa a él con la atracción que Silvina parece tener sobre los demás que «no dejan de mirarla».
-Y eso te molesta.
-¿Si me molesta? Me pone loco. Es el motivo de todas nuestras discusiones.
-¿Discuten seguido?
-Todos los días, todo el tiempo.
-¿Quién de los dos empieza las discusiones?
-Ella, o no, en realidad yo… bah, no sé.
-Discúlpame. ¿Ella, tú, o no sabes?
-Bueno, ella empieza cuando decide ponerse esos pantalones que le marcan todo, o esas minifaldas que son ya una provocación.
-Espero un poquito. ¿Me estás diciendo que consideras que cada vez que ella se viste está iniciando una discusión?
Si quieres saber como termina la historia de Darío y los celos, entonces tienes que leer Historias de diván: nueve relatos de vida, de Gabriel Rolón.

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Relatos de vida basados en casos reales