“Querido Escorpión” un libro de Benito Taibo

«Derramar café sobre la mesa del jefe de redacción trae por lo menos siete años de mala suerte.

O eso dice Saturna, que sabe de estas cosas y lleva en el períodico toda la vida. La cabrona mira divertida cómo intento fructuosamente, con una servilleta, hacer que el líquido marrón no llegue hasta no llegue hasta la línea privada que comunica en exclusiva con la Dirección General.

Yo tengo la culpa. Yo y esos desplantes ridículos de gran señor que tengo y que llevaron a sentarme donde no debía para aparentar quien no soy.

El café sobre la mesa de caoba hace meandros cada vez más rápidos e inaccesibles. Se cuela entre la máquina de escribir y la pequeña figura metálica de Marilyn Monroe, esa que recrea la escena donde ella aplaca su vestido blanco la corriente de aire que sale de las rejillas del metro, y que insiste en querer mostrar sus bragas a la posteridad.

Por otro lado, un hilillo tenaz de líquido avanza decididamente sobre el diccionario de sinónimos. Si quito la servilleta de papel, que como un dique ha impedido el desastre, en segundos el café hará de las suyas sobre el libro y mi cabeza caerá el cesto después de que Ferreira, con una sonrisa, haga accionar la palanca de la guillotina que lleva consigo a todas partes.

Miro hacia una y otra posible catástrofe, sopesando el tamaño de la desgracia y no me decido, más bien me quedo inmóvil, como un perfecto imbécil, mirando cómo avanza en forma de café mi destino.

Saturna, con un cigarrillo entre los labios, dice <<¿Quita inútil>> y con una mano repleta de uñas pintadas de rojo sangre levanta el teléfono y con otra el diccionario.

Tomo unas cuantas cuartillas y las pongo sobre la mesa; al instante se tornan marrones. Las cenizas del cigarrillo de Saturna crece sin caerse mientras sostiene teléfono y libro y mira impaciente mi torpeza para las cosas domésticas, que hoy más que nunca ha quedado de manifiesto.

Pero a pesar de todo y de mí mismo lo logro. Y eso que era un café corto, lo que en Colombia llamarían un <<tintico>>; menos mal que no puse una gaseosa sobre la mesa cuando levanté los pies para saber qué se sentía ser el jefe, ese jefe que constantemente los sube y que recibe a todos, tirios y troyanos, repantigado en el asiento, con las piernas cruzadas y los zapatones de suelas de cuero sobre la caoba.

Tengo en las manos una apelmazada mezcla de celulosa y café que empieza a gotearme en los pantalones. Saturna mira la mesa y deposita los artículos de un solo golpe en el lugar donde estaban antes de mi burrada, toma el cigarrillo con una mano de pulseras tintineantes y sin que caiga una brizna de ceniza lo aplasta contra el cenicero de latón que dice Canaima Cruises.

–¿Tú has mirado películas de los Hermanos Marx?– me pregunta con esa forma en que solo ella sabe hacerlo.

–Sí, claro– digo, buscando con la vista el cesto de papeles que no se vislumbra por ningun sitio.

– ¡Coño, viejo! ¡Igual, igual!– y se carcajea como una vieja cotorra, subiendo y bajando la cabeza.

El papel comienza a deshacerse. Salgo de la oficina y voy corriendo hasta el baño de caballeros a tirar el revoltijo que traigo en las manos.

Detrás escucho las carcajadas de Saturna mientras corro por el pasillo.

Esa misma noche, la vieja cotorra moriría de un súbito infarto masivo, y yo heredaría la sección de <<Horóscopos>> de El Faro del Caribe, Diario de las Américas desde 1855.

Para mi puñetera desgracia.»

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