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“Historia de una gaviota y de el gato que le enseñó a volar”.

Una novela para jóvenes de 8 a 88 años.

Luis Sepúlveda prometió un día a sus hijos escribir una historia sobre lo mal que gestionamos los humanos nuestro entorno.

Lee el primer capítulo.

“Mar del Norte.

-¡Banco de arenques a babor! -anunció la gaviota vigía, y la bandada del Faro de Arena Roja recibió la noticia con graznidos de alivio.

Llevaban seis horas de vuelo sin interrupciones y, aunque las gaviotas piloto las habían conducido por corrientes de aires cálidos que hicieron placentero el planear sobre el océano,  sentían la necesidad de reponer fuerzas, y qué mejor para ello que un buen atracón de arenques.

Volaban sobre la desembocadura del río Elba, en el mar del Norte. Desde la altura veían los barcos formados uno tras otro, como si fueran pacientes y disciplinados animales acuáticos esperando turno para salir a mar abierto y orientar allí sus rumbos hacia todos los puertos del planeta.

A Kengah, una gaviota de plumas color plata, le gustaba especialmente observar las banderas de los barcos, pues sabía que cada una de ellas representaba una forma de hablar, de nombrar las mismas cosas con palabras diferentes.

-Qué difícil lo tienen los humanos. Las gaviotas, en cambio, graznamos igual en todo el mundo  -comentó una vez Kengah a una de sus compañeras de vuelo.

-Así es. Y lo más notable es que a veces hasta consiguen entenderse -graznó la aludida.

Más allá de la linea de la costa, el paisaje se tornaba de un verde intenso. Era un enorme prado en el que destacaban los rebaños de ovejas pastando al amparo de los diques y las perezosas aspas de los molinos de viento.

Siguiendo las instrucciones de las gaviota piloto, la bandada del Faro de la Arena Roja tomó una corriente de aire frío y se lanzó en picado sobre el cardumen de arenques. Ciento veinte cuerpos perforaron el agua como saetas y, al salir a la superficie, cada gaviota sostenía un arenque en el pico.

Sabrosos arenques. Sabrosos y gordos. Justamente lo que necesitaban para recuperar energías antes de continuar el vuelo hasta Den Helder, donde se les uniría la bandada de las islas Frisias.

El plan de vuelo tenía previsto seguir luego hasta el paso de Calais y el canal de la mancha, donde serían recibidas por las bandadas de la bahía del Sena y Saint Malo, con las que volarían juntas hasta alcanzar el cielo de Vizcaya.

Para entonces serían unas mil gaviotas que, como una rápida nube de color plata, irían en aumento con la incorporación de las bandadas de Belle Ille, Oléron, los cabos de Machichaco, del Ajo y de Peñas. Cuando todas las gaviotas autorizadas por la ley del mar y de los vientos volaran sobre Vizcaya, podría comenzar la gran convención de las gaviotas de los mares Báltico, del Norte y Atlántico.

Sería un bello encuentro. En eso pensaba Kengah mientras daba cuenta de su tercer arenque. Como todos los años, se escucharían interesantes historias, especialmente las narradas por las gaviotas del cabo de Peñas, infatigables viajeras que a veces volaban hasta las islas Canarias o las de Cabo Verde. 

Las hembras como ella se entregarían a grandes festines de sardinas y calamares mientras los machos acomodarían los nidos al borde de un acantilado. En ellos pondrían los huevos, los empollarían a salvo de cualquier amenaza y, cuando a los polluelos les crecieran las primeras plumas resistentes, llegaría la parte más hermosa del viaje: enseñarles a volar en el cielo Vizcaya. 

Kengah hundió la cabeza para atrapar el cuarto arenque, y por eso no escuchó el graznido de alarma que estremeció el aire: 

-¡Peligro a estribor! ¡Despegue de emergencia!

Cuando Kengah sacó la cabeza del agua se vio sola en la inmensidad del océano”.

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