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Desdichas extravagantes y sexo contundente en la “Avenida de los misterios”, de John Irving

Un Irving inolvidable; una novela repleta de ternura y humor sobre la infancia, el destino y la memoria, la cual aborda los temas favoritos del autor con gran sutileza: catolicismo, sexo, muerte.

Juan Diego, un maduro y exitoso escritor de origen mexicano que reside en Iowa, acepta una invitación a viajar a Filipinas para hablar de sus novelas. En el curso del viaje, lleno de peripecias y mujeres insinuantes, sus sueños y recuerdos, no se sabe si por efecto (o falta) de la medicación que debe tomar, le retrotraen a su infancia: Juan Diego fue uno de los llamados «niños de la basura», crecido en un inmenso vertedero de Oaxaca. Si él leía con pasión los libros que rescataba entre la inmundicia, a su vez su hermanastra Lupe, una niña muy peculiar, era capaz de leer —peligrosamente— la mente de quienes la rodeaban y entrever su futuro. Hijos de una prostituta, ambos sobrevivieron gracias a la protección de uno de los capos del vertedero, hasta que, cuando Juan Diego tenía ya catorce años, sufrió un accidente que cambió su destino para siempre.

A continuación, te compartimos un fragmento de uno de los capítulos iniciales (8) de “Avenida de los misterios”, una novela de John Irving.

“Dos condones

8

¿Qué puede creerse de los sueños de un literato? Juan Diego, en sus sueños, obviamente imaginaba a su antojo las reflexiones y sentimientos del hermano Pepe. Pero ¿desde qué punto de vista se narraban los sueños de Juan Diego? (No el de Pepe.)

Juan Diego habría hablado con mucho gusto de esto y de otros aspectos de su renacida vida onírica, pero le pareció que ése no era el momento. Dorothy jugueteaba con su pene; como el novelista había observado, la joven se abstraía en el juego poscoital con la misma concentración inalterable que acostumbraba a dedicar a su teléfono móvil y su portátil. Y Juan Diego no era muy propenso a las fantasías masculinas, ni siquiera como literato.

–Creo que puedes volver a hacerlo –decía la chica, desnuda–. Bueno…, quizá no inmediatamente, pero sí dentro de poco. ¡Tú fíjate en este muchacho! –exclamó. Tampoco la primera vez había pecado de tímida.

Juan Diego, a su edad, no se miraba mucho el pene, pero Dorothy sí lo miraba…, desde el principio.

¿Qué ha sido del juego previo?, se había preguntado Juan Diego. (No es que él tuviera mucha experiencia en cuestiones de juego previo, o de juego posterior.) Había estado intentando explicar a Dorothy la glorificación de Nuestra Señora de Guadalupe. Mientras se hallaban acurrucados en la cama tenuemente iluminada de Juan Diego, donde oían apenas la radio sin sonido –como desde un planeta lejano–, la chica, con todo su descaro, había apartado la sábana y echado un vistazo a su erección cargada de adrenalina y potenciada con Viagra.

–El problema empezó con Cortés, que conquistó el imperio azteca en 1521: Cortés era muy católico –decía Juan Diego a la joven. Dorothy, con el rostro cálido recostado en el abdomen de él, mantenía la mirada fija en su pene–. Cortés era extremeño; la Guadalupe de Extremadura, me refiero a una imagen de la Virgen, fue tallada presuntamente por san Lucas, el evangelista. Se descubrió en el siglo XIV –prosiguió  Juan Diego– cuando la Virgen se descolgó con una de sus hábiles apariciones; ya me entiendes, una de esas apariciones ante el típico pastor humilde. Le mandó que cavara allí donde ella había aparecido; el pastor encontró el icono  en ese lugar.

–Esto no es el pene de un viejo; esto que tienes aquí es un muchacho bien alerta –declaró Dorothy, una observación del todo ajena al tema de Guadalupe. Así había empezado; Dorothy no perdía el tiempo. Juan Diego procuró permanecer impasible”.

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Un Irving inolvidable. Una novela repleta de ternura y humor sobre la infancia, el destino y la memoria.

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