El amor, a veces, es una maldición

Siempre pensé que Gatlin, mi pueblo, oculto en lo más profundo de los bosques de Carolina del Sur, encajonado en las embarradas profundidades del valle del río Santee, era un lugar perdido en medio de ninguna parte. Aquí nunca ocurría nada y nunca cambiaba nada. Hoy igual que ayer saldría y se pondría un sol radiante sin molestarse en levantar ni la más leve brisa. Hoy igual que mañana mis vecinos se mecerían en la hamaca del porche y el calor, los chismes y la rutina se irían derritiendo con los cubitos de su té helado como venía sucediendo desde hacía más de cien años. Mi pueblo vivía arraigado en tradiciones que era muy difícil abandonar. Se advertían en todo lo que hacíamos o, para ser exactos, en todo lo que no hacíamos. En Gatlin ya podías nacer, casarte o morir, que los metodistas seguirían cantando sus himnos.

Los domingos había que ir a misa, los lunes a Stop & Shop, el único supermercado del pueblo. El resto de la semana era un plato bien lleno de nada y, de postre, otro poquito de pay; sólo había postre, eso sí, para quien, como yo, tenía la suerte de vivir con una persona como Amma, la mujer que estaba al cuidado de la casa de mis padres y todos los años ganaba el concurso de repostería de la Feria del Condado. En mi pueblo, la señorita cuatro dedos Monroe, mujer ya entrada en años, todavía enseñaba a bailar el cotillón y recorría con orgullo la pista de baile acompañando a los debutantes mientras el dedo vacío de su blanco guante se doblaba primero a un lado y luego al otro. Maybelline Sutter aún cortaba el pelo en Snip’n’ Curl aunque hubiera perdido la mayor parte de la visión al complir los setenta (la mitad de las veces se le olvidaba poner el peine en la máquina y te ibas de la peluquería con su famoso corte a lo zorrillo, o sea, con un trasquilón en la nuca).

Gatlin, mi pueblo, era nuestro dueño, lo cual era bueno y malo a la vez. Conocía de nosotros cada centímetro, cada pecado, cada secreto, cada costra. Por eso la mayoría no se molestaba en marcharse, por eso quienes lo hacían no volvían jamás. De no haber conocido a Lena, so habría hecho yo a los cinco minutos de graduarme en el Jackson High. Irme.

Pero me enamoré de una Caster.

Meses atrás yo creía que en este pueblo nunca cambiaría nada. Ahora que conozco la verdad, cuánto me habría gustado que eso fuera cierto.

Desde que me enamoré de una Caster, ninguna de las personas a las que yo apreciaba estaba a salvo. Lena creía que la maldición sólo la afectaba a ella, pero se equivocaba.

Desde el preciso instante en que me enamoré de ella, su maldición es también la nuestra.

Extracto de Hermosa Oscuridad, de Kami García y Margaret Stohl.

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Hermosa Oscuridad, de Kami García y Margaret Stohl, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Espasa.

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