“España, 7 de diciembre de 1960
Eran cerca de las nueve de la noche y la estación de tren de Príncipe Pío de Madrid era un hervidero de personas.
Gentes de distintas partes de España se habían reunido allí para tomar un tren que los llevaría a un nuevo presente, dispuestos a mejorar su pasado y a labrarse un futuro.
Familias enteras se despedían con los ojos llenos de lagrimas. El país no pasaba por un buen momento económico y eran muchos los que debían emigrar al extranjero para que sus seres queridos pudieran tener, al menos, un plato de comida al día y vivir con dignidad.
Entre todas aquellas personas estaba don Miguel Rodríguez despidiendo a dos de sus hijas, a pesar de ser un director de banco al que no le faltaba un plato de comida en la mesa. Por suerte para ellos, no sufrían las carencias de muchos otros de los que estaban allí, pero las chicas querían buscar un trabajo en Alemania.
-Escúchenme un segundo, Lolita y Carmencita-dijo don Miguel muy serio-. Sé que son juiciosas, pero necesito que me prometan que van a tener mucho cuidado y que se van a apoyar la una en la otra para todo, ¿entendido?
-Si, papá. Ya te lo hemos prometido.-Carmen sonrió al escucharlo.
-Te lo prometemos, papá-insistió Loli.
-Y tú- le dijo el hombre a Carmen con seriedad-, sé que siempre te ha dado igual lo que piense la gente, pero haz el favor de controlar ese carácter endiablado que tienes. Allí no estaré yo para…
-Tranquilo, papá-lo cortó Loli-. Ya la meteré yo en vereda.
Carmen, al escuchar a su hermana mayor, le dio un golpe con la cadera y, divertida, respondió:
-Ten cuidado, no te meta yo a ti.
Don Miguel sonrió a su ocurrente hija.
Tenia seis maravillosos hijos: cinco chicas y un varón. ¡Una bendición de Dios!, como decía su mujer. Pero también era consciente de lo diferentes que eran todos, y a Carmen, aunque responsable, nunca le había importado lo que la gente pensara de su carácter rebelde y respondón.
Sin perder el porte serio que su trabajo le exigía, don Miguel miro a sus hijas. Todavía no entendía como se había dejado convencer por aquellas dos para dejarlas marchar. Las iba a añorar muchísimo y, perdiendo durante unos segundos su aparente frialdad, abrió los brazos y dijo:
-Denme otro abrazo. Ya las hecho de menos y aún no se han ido.
Encantadas, las jóvenes se tiraron a los brazos de su padre. Era cariñoso con ellas, a pesar de que en publico siempre se mostraba serio y distante. Como él decía, había que ser consecuente cada segundo del día para mantener un equilibrio en la vida.
Acabado el abrazo, don Miguel se metió la mano en el bolsillo del abrigo y, tendiéndoles a las chicas dos cajitas murmuró:
-Aquí tienen caramelos para que lea endulcen el viaje. Sé lo mucho que les gustan.
-¡Gracias, papá!
-Mmmm… ¡de La Violeta! Gracias, papá.-Carmen sonrió al ver aquellos caramelos de esencia de violeta que tanto les gustan.
En ese instante, por los altavoces de la estación anunciaron que los pasajeros con destino a Hendaya debían subir al tren, que iba a salir en un minuto.”