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La atracción hacia lo extraño de Ricard Solé en “La lógica de los monstruos”

¿Hay alternativas a la naturaleza tal como la conocemos?

 

Se diría que la mente humana carece de límites a la hora de imaginar monstruos y formas de vida que se apartan de la norma: seres fabulosos como sirenas, cíclopes y toda clase de alienígenas pueblan las historias de ficción.

La naturaleza tampoco se queda corta a la hora de desafiar las fronteras de lo posible: hay animales que parecen plantas, organismos que se coordinan para crear superindividuos o calamares gigantescos que pululan en el fondo de los océanos; este libro explora la atracción que los seres humanos sentimos por lo extraño al tiempo que analiza por qué la evolución prefiere ciertas formas, pautas y estructuras y no otras.

En un fascinante recorrido que nos lleva por las sendas de la cosmología, la neurolingüística, la antropología cultural o la inteligencia artificial, Ricard Solé nos invita a pensar en “La lógica de los monstruos” no sólo por qué <<todo>> -la mente, el lenguaje, la configuración molecular de la vida, la ley de la gravitación, los múltiples universos cuánticos o la creatividad artística- es como es, sino también si otros mundos y formas de vida podrían (o podrán alguna vez) haberse dado.

Te compartimos un pequeño fragmento de sus páginas introductorias, el cual lleva por título ‘Lo esperable, lo inesperado’:

“Introducción; Lo esperable, lo inesperado

¿Cuántas piernas tendría un extraterrestre? ¿Cuántos ojos? Si pudiéramos viajar a un planeta distinto del nuestro, ¿encontraríamos vida en él?, ¿sería ésta totalmente incomprensible, basada en una lógica imposible de descifrar?, ¿existirían organismos o, en su lugar, una sopa de moléculas indiferenciada? ¿Habría enfermedades contagiosas?, ¿sería posible la inmortalidad?, ¿descubriríamos formas de vida dotadas de conciencia? La lista de preguntas que podríamos plantearnos es casi inacabable. El arte, el cine y la literatura han expandido el horizonte de nuestro mundo real y lo han enriquecido con su creación de criaturas únicas con cabezas extra, cuerpo de humano y cola de pez, un solo ojo o múltiples brazos.

Los monstruos, en definitiva, nos han acompañado a lo largo de nuestra historia evolutiva y constituyen una parte esencial del legado cultural de todas las civilizaciones. San Jorge matando al dragón, Ulises enfrentándose al cíclope o un extraterrestre con boca retráctil encerrado con siete tripulantes humanos en una nave espacial de la que nadie puede escapar. Y no olvidemos a los monstruos de feria, que definen a su vez otra dimensión de lo imaginario: la mujer barbuda, el gigante, el hombre con piel de lagarto o las siamesas unidas entre sí se encuentran cerca de una delgada línea que separa el mundo real del universo literario: de algún modo existen como productos posibles de la imaginación, aunque a la vez nos desconcierte su aparente imposibilidad”

Disponible a partir del 16 de septiembre en http://corta.me/logicamonstruos y en librerías.

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Una sugerente invitación a repensar la naturaleza desde la diferencia.

“El Azar y la necesidad”, Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna.

Del escritor francés, Jacques Monod, uno de los más polémicos textos jamás escritos sobre la relación entre Ciencia y Filosofía.

 

Primer capítulo:

“Lo natural y lo artificial.

La distinción entre objetos artificiales y objetos naturales nos parece inmediata y sin ambigüedad. Un peñasco, una montaña, un río o una nube son objetos naturales; un cuchillo, un pañuelo, un automóvil, son objetos artificiales, artefactos. Que se analicen estos juicios, y se verá sin embargo que no son inmediatos ni estrictamente objetivos. Sabemos que el cuchillo ha sido configurado por el hombre con vistas a una utilización, a una performance2 considerada con anterioridad. El objeto materializa la intención preexistente que lo ha creado y su forma se explica por la performance que era esperada incluso antes de que se cumpliera. Nada de esto ocurre para el río o el peñasco, que sabemos o pensamos han sido configurados por el libre juego de fuerzas físicas a las que no sabríamos atribuir ningún «proyecto». Todo ello suponiendo que aceptamos el postulado base del método científico: la Naturaleza es objetiva y no proyectiva.

Por referencia a nuestra propia actividad, consciente y proyectiva, por ser nosotros mismos fabricantes de artefactos, calibramos lo «natural» o lo «artificial» de un objeto cualquiera. ¿Sería entonces posible definir por criterios objetivos y generales las características de los objetos artificiales, productos de una actividad proyectiva consciente, por oposición a los objetos naturales, resultantes del juego gratuito de las fuerzas físicas? Para asegurarse de la entera objetividad de los criterios escogidos, lo mejor sería sin duda preguntarse si, utilizándolos, se podría redactar un programa que permitiera a una calculadora distinguir un artefacto de un objeto natural.

Un programa así podría encontrar aplicaciones de sumo interés. Supongamos que una nave espacial deba posarse próximamente en Venus o en Marte; una cuestión importantísima sería el conocer si nuestros vecinos están o han sido habitados por seres inteligentes capaces de una actividad proyectiva. Para descubrir tal actividad, presente o pasada, son evidentemente sus productos lo que se debería reconocer, por diferentes que pudieran ser de los frutos de la industria humana. Desconociéndolo todo de la naturaleza de tales seres, y de los proyectos que podrían haber concebido, sería necesario que el programa no utilizara más que criterios muy generales, basados exclusivamente en la estructura y la forma de los objetos examinados, prescindiendo de su eventual función.

Vemos que los criterios que habría que emplear serían dos: 1.º regularidad; 2.º repetición.

Mediante el criterio de regularidad se trataría de aprovechar el hecho de que los objetos naturales, configurados por el juego de las fuerzas físicas, no presentan casi nunca estructuras geométricamente simples: superficies planas, aristas rectilíneas, ángulos rectos, simetrías exactas por ejemplo; mientras que los artefactos presentarían en general tales características, aunque sólo fuera de forma aproximada y rudimentaria.

El criterio de repetición sería sin duda el más decisivo. Materializando un proyecto renovado, artefactos homólogos, destinados al mismo uso, reproducen, de modo muy aproximado, las intenciones constantes de su creador. A este respecto, el descubrimiento de numerosos ejemplares de objetos de formas bastante bien definidas sería pues muy significativo.

Tales podrían ser, definidos brevemente, los criterios generales utilizables. Debe precisarse, además, que los objetos a examinar serían de dimensiones macroscópicas, pero no microscópicas. Por «macroscópicas» hemos de entender las dimensiones medibles, digamos, en centímetros; por «microscópicas» las dimensiones que se expresarían normalmente en Angström (1 cm = 108 Angström). Esta precisión es indispensable porque, a escala microscópica, se tendría acceso a estructuras atómicas o moleculares cuyas geometrías simples y repetitivas no testimoniarían evidentemente una intención consciente y racional, sino las leyes químicas.

Las dificultades de un programa espacial

Supongamos el programa escrito y la máquina realizada. Para someter sus performances a la prueba, no habría nada mejor que hacerla operar sobre objetos terrestres. Invirtamos nuestras hipótesis, e imaginemos que la máquina ha sido construida por los expertos de la NASA marciana, deseosos de detectar en la Tierra los testimonios de una actividad organizada, creadora de artefactos. Y supongamos que la primera nave marciana aterriza en el bosque de Fontainebleau, por ejemplo cerca de Barbizon. La máquina examina y compara las dos series de objetos más destacables de los alrededores: las casas de Barbizon por un lado y las peñas de Apremont por otro. Utilizando los criterios de regularidad, de simplicidad geométrica y de repetición, decidirá fácilmente que las peñas son objetos naturales, mientras que las casas son artefactos. Centrando ahora su atención sobre objetos de dimensiones más reducidas, la máquina examina unos pequeños guijarros, al lado de los cuales descubre unos cristales, por ejemplo de cuarzo. Según los mismos criterios, deberá evidentemente decidir que, si los guijarros son naturales, los cristales de cuarzo son objetos artificiales. Juicio que parece delatar un «error» en la estructura del programa. «Error» cuyo origen además es interesante: si los cristales presentan formas geométricas perfectamente definidas, es porque su estructura macroscópica refleja directamente la estructura microscópica, simple y repetitiva de los átomos o moléculas que los constituyen. El cristal, en otros términos, es la expresión macroscópica de una estructura microscópica. Este «error» sería por otra parte fácil de eliminar ya que todas las estructuras cristalinas posibles son conocidas.

Pero supongamos que la máquina estudia ahora otro tipo de objeto: una colmena de abejas silvestres, por ejemplo. Encontraría evidentemente todos los criterios de un origen artificial: estructuras geométricas simples y repetitivas del panal y de las células constituyentes, por lo que la colmena sería clasificada en la misma categoría de objetos que las casas de Barbizon. ¿Qué pensar de este juicio? Sabemos que la colmena es «artificial» en el sentido que representa el producto de la actividad de las abejas. Mas tenemos buenas razones para creer que esta actividad es estrictamente automática, actual pero no conscientemente proyectiva. Además, como buenos naturalistas, consideramos a las abejas como seres «naturales». ¿No hay pues una contradicción flagrante al considerar como «artificial» el producto de la actividad automática de un ser «natural»?

Prosiguiendo la encuesta pronto se vería que si hay contradicción no es por un error de programación, sino por la ambigüedad de nuestros juicios. Porque si la máquina examina ahora no la colmena, sino las mismas abejas, sólo podrá ver objetos artificiales altamente elaborados. El examen más superficial revelará evidentes elementos de simetría simple: bilateral y translacional. Además y sobre todo, examinando abeja tras abeja, el programa notará que la extrema complejidad de su estructura (número y posición de los pelos abdominales por ejemplo, o nervaduras de las alas) se encuentra reproducida en todos los individuos con una extraordinaria fidelidad. Prueba segura de que estos seres son los productos de una actividad deliberada, constructiva y del orden más refinado. La máquina, sobre la base de tan decisivos documentos, no podría más que señalar a los oficiales de la NASA marciana su descubrimiento, en la Tierra, de una industria mucho más evolucionada que la suya.

El rodeo que hemos efectuado, a través de lo que sólo es en pequeñísima parte ciencia ficción, estaba destinado a ilustrar la dificultad de definir la distinción que, sin embargo, nos parece intuitivamente evidente, entre objetos «naturales» y «artificiales». En efecto, sobre la base de criterios estructurales (macroscópicos) es sin duda imposible llegar a una definición de lo artificial que, incluyendo todos los «verdaderos» artefactos, como productos de la industria humana, excluya objetos tan evidentemente naturales como las estructuras cristalinas, así como los seres vivientes mismos, que no obstante querríamos igualmente clasificar entre los sistemas naturales.

Reflexionando sobre la causa de las confusiones (¿aparentes?) a las que conduce el programa, se pensará sin duda que surgen por la limitación a que lo hemos sometido al ceñirnos a consideraciones de forma, de estructura, de geometría, privando así a la noción de objeto de su contenido esencial: que un objeto de este tipo se define, se explica ante todo, por la función que está destinado a cumplir, por la performance que de él espera su inventor. Sin embargo se verá enseguida que programando en adelante la máquina para que estudie no sólo la estructura, sino las performances eventuales de los objetos examinados, se llegaría a resultados aún más engañosos. Objetos dotados de un proyecto.

Supongamos por ejemplo que este nuevo programa permite efectivamente a la máquina analizar correctamente las estructuras y las performances de dos series de objetos, tales como caballos corriendo en un campo y automóviles circulando por una carretera. El análisis llevaría a la conclusión de que estos objetos son estrechamente comparables, en cuanto están concebidos unos y otros para ser capaces de desplazamientos rápidos, aunque sobre superficies diferentes, lo que demuestra sus diferencias de estructura. Y si, para tomar otro ejemplo, propusiéramos a la máquina comparar las estructuras y las performances del ojo de un vertebrado con las de un aparato fotográfico, el programa sólo podría reconocer las profundas analogías; lentes, diafragma, obturador, pigmentos fotosensibles: los mismos componentes sólo pueden haber sido dispuestos en los dos objetos, con vistas a obtener performances muy parecidas.

He citado este ejemplo, clásico, de adaptación funcional en los seres vivos, para subrayar lo estéril y arbitrario de querer negar que el órgano natural, el ojo, representa la culminación de un «proyecto» (el de captar imágenes) tan claro como el que llevó a la consecución del aparato fotográfico. Esto sería tanto más absurdo cuanto que en último análisis, el proyecto que «explica» el aparato sólo puede ser el mismo al que el ojo debe su estructura. Todo artefacto es un producto de la actividad de un ser vivo que expresa así, y de forma particularmente evidente, una de las propiedades fundamentales que caracterizan sin excepción a todos los seres vivos: la de ser objetos dotados de un proyecto que a la vez representan en sus estructuras y cumplen con sus performances (tales como, por ejemplo, la creación de artefactos). En vez de rechazar esta noción (como ciertos biólogos han intentado hacer), es por el contrario indispensable reconocerla como esencial para la definición misma de los seres vivos. Diremos que éstos se distinguen de todas las demás estructuras de todos los sistemas presentes en el universo, por esta propiedad que llamaremos teleonomía.

Se notará sin embargo que esta condición, aunque necesaria para la definición de los seres vivos, no es suficiente ya que no propone criterios objetivos que permitirían distinguir los seres vivientes de los artefactos, productos de su actividad.

No basta con señalar que el proyecto que da origen a un artefacto pertenece al animal que lo ha creado, y no al objeto artificial. Esta noción evidente es todavía demasiado subjetiva, y la prueba de ello es que sería difícil utilizarla en el programa de una calculadora: ¿cómo decidiría que el proyecto de captar imá- genes —proyecto representado por un aparato fotográfico— pertenece a un objeto distinto del aparato mismo? Por el solo examen de la estructura acabada y el análisis de sus performances, es posible identificar el proyecto, pero no su autor.

Para lograrlo, es preciso un programa que estudie no sólo el objeto actual, sino su origen, su historia y, para empezar, su modo de construcción. Nada se opone, al menos en principio, a que un programa así pueda ser formulado. Aunque fuera bastante primitivo, ese programa permitiría discernir, entre un artefacto por muy perfeccionado que sea y un ser vivo, una diferencia radical. La máquina no podría en efecto dejar de constatar que la estructura macroscópica de un artefacto (se trate de un panal, de una presa erigida por castores, de un hacha paleolítica, o de una nave espacial) es el resultado de la aplicación, a los materiales que lo constituyen, de fuerzas exteriores al objeto mismo. La estructura macroscópica, una vez acabada, no atestigua las fuerzas de cohesión internas entre átomos o moléculas que constituyen el material (y sólo le confieren sus propiedades generales de densidad, dureza, ductilidad, etc.), sino las fuerzas externas que lo han configurado.

Máquinas que se construyen a sí mismas.

El programa, en contrapartida, deberá registrar el hecho de que la estructura de un ser vivo resulta de un proceso totalmente diferente en cuanto no debe casi nada a la acción de las fuerzas exteriores, y en cambio lo debe todo, desde la forma general al menor detalle, a interacciones «morfogenéticas» internas al objeto mismo. Estructura que atestigua pues un determinismo autónomo, preciso, riguroso, que implica una «libertad» casi total respecto a los agentes o condiciones exteriores, capaces seguramente de trastornar ese desarrollo, pero no de dirigirlo o de imponer al objeto viviente su organización. Por el carácter autónomo y espontáneo de los procesos morfogenéticos que construyen la estructura macroscópica de los seres vivos, éstos se distinguen absolutamente de los artefactos, así como también de la mayoría de los objetos naturales, cuya morfología macroscópica resulta en gran parte de la acción de agentes externos. Esto tiene una excepción: los cristales, cuya geometría característica refleja las interacciones microscópicas internas al objeto mismo. Por este único criterio, los cristales serían pues clasificados junto a los seres vivientes, mientras que artefactos y objetos naturales, configurados unos y otros por agentes exteriores, constituirían otra clase. Que por ese criterio, así como por los de regularidad y de repetitividad, deban ser agrupadas las estructuras cristalinas y las de los seres vivos, podría hacer meditar al programador, aunque ignorara la moderna biología: debería preguntarse si las fuerzas internas que confieren su estructura macroscópica a los seres vivos no serían de la misma naturaleza que las interacciones microscópicas responsables de las morfologías cristalinas. Que es realmente así constituye uno de los principales temas desarrollados en los siguientes capítulos del presente ensayo. Por el momento, buscamos definir por criterios absolutamente generales las propiedades macroscópicas que diferencian los seres vivos de todos los demás objetos del universo. Habiendo «descubierto» que un determinismo interno, autónomo, asegura la formación de las estructuras extremadamente complejas de los seres vivientes, nuestro programador, ignorando la biología, pero experto en informática, debería ver necesariamente que tales estructuras representan una cantidad considerable de información de la que falta identificar la fuente: porque toda información expresada, o recibida, supone un emisor. Máquinas que se reproducen Admitamos que, prosiguiendo su investigación, haga por fin su último descubrimiento: que el emisor de la información expresada en la estructura de un ser vivo es siempre otro objeto idéntico al primero. Habrá identificado ahora la fuente y descubierto una tercera propiedad destacable de estos objetos: el poder de reproducir y transmitir ne varietur la información correspondiente a su propia estructura. Información muy rica, ya que describe una organización excesivamente compleja, pero integralmente conservada de una generación a la siguiente. Designaremos esta propiedad con el nombre de reproducción invariante, o simplemente de invariancia. 24 El azar y la necesidad (QXP) 8/5/07 00:23 Página 24 Se verá aquí que, por la propiedad de la reproducción invariante, los seres vivos y las estructuras cristalinas se encuentran una vez más asociados y opuestos a los demás objetos conocidos en el universo. Se sabe en efecto que ciertos cuerpos, en solución sobresaturada, no cristalizan, a menos que no se hayan inoculado gérmenes de cristales a la solución. Además, cuando se trata de un cuerpo capaz de cristalizar en dos sistemas diferentes, la estructura de los cristales que aparecerán en la solución será determinada por la de los gérmenes empleados. Sin embargo las estructuras cristalinas representan una cantidad de información muy inferior a la que se transmite de una generación a otra en los seres vivos más simples que conocemos. Este criterio, puramente cuantitativo, permite distinguir a los seres vivientes de todos los otros objetos, incluidos los cristales.

* * *

Abandonamos ahora al programador marciano, sumido en sus reflexiones y supuesto ignorante de la biología. Esta experiencia imaginaria tenía por objeto el constreñirnos a «redescubrir» las propiedades más generales que caracterizan a los seres vivos y los distinguen del resto del universo. Reconozcamos ahora que sabemos la suficiente biología (en la medida en que hoy pueda ser conocida) para analizar de más cerca e intentar definir de forma más precisa, si es posible cuantitativa, las propiedades en cuestión. Hemos encontrado tres: teleonomía, morfogénesis autónoma, invariancia reproductiva.

Las propiedades extrañas: invariancia y teleonomía.

De estas tres propiedades, la invariancia reproductiva es la más fácil de definir cuantitativamente. Ya que se trata de la capacidad de reproducir una estructura de alto grado de orden, y ya que el grado de orden de una estructura puede definirse en unidades de información, diremos que el «contenido de invariancia» de una especie dada es igual a la cantidad de información que, transmitida de una generación a otra, asegura la conservación de la norma estructural específica. Veremos que es posible, mediante ciertas hipótesis, llegar a una estimación de esta magnitud.

Asentado esto nos permitirá asediar desde más cerca la noción que se impone con la más inmediata evidencia por el examen de las estructuras y de las performances de los seres vivos: la de la teleonomía. Noción que, sin embargo, se revela al análisis profundamente ambigua, ya que implica la idea subjetiva de «proyecto». Recordemos el ejemplo del aparato fotográfico: si admitimos que la existencia de este objeto y su estructura realizan el «proyecto» de captar imágenes, debemos evidentemente admitir que un «proyecto» parecido se cumple en la emergencia del ojo de un vertebrado.

Mas todo proyecto particular, sea cual sea, no tiene sentido sino como parte de un proyecto más general. Todas las adaptaciones funcionales de los seres vivos, como también todos los artefactos configurados por ellos, cumplen proyectos particulares que es posible considerar como aspectos o fragmentos de un proyecto primitivo único, que es la conservación y la multiplicación de la especie.

Para ser más precisos, escogeremos arbitrariamente definir el proyecto teleonómico esencial como consistente en la transmisión, de una generación a otra, del contenido de invariancia característico de la especie. Todas las estructuras, todas las performances, todas las actividades que contribuyen al éxito del proyecto esencial serán llamadas «teleonómicas».

Esto permite proponer una definición de principio del «nivel» teleonómico de una especie. Se puede en efecto considerar que todas las estructuras y performances teleonómicas corresponden a una cierta cantidad de información que debe ser transferida para que estas estructuras sean realizadas y estas performances cumplidas. Llamemos a esta cantidad «la información teleonómica». Se puede entonces considerar que el «nivel teleonómico» de una especie dada corresponde a la cantidad de información que debe ser transferida, por término medio, por individuo, para asegurar la transmisión a la generación siguiente del contenido específico de invariancia reproductiva.

Se verá fácilmente que el cumplimiento del proyecto teleonómico fundamental (es decir, la reproducción invariante) pone en marcha, en las diferentes especies y en los diferentes grados de la escala animal, estructuras y performances variadas, más o menos elaboradas y complejas. Es preciso insistir en el hecho de que no se trata sólo de las actividades directamente ligadas a la reproducción propiamente dicha, sino de todas las que contribuyen, aunque sea muy indirectamente, a la sobrevivencia y a la multiplicación de la especie. El juego, por ejemplo, entre los individuos jóvenes de mamíferos superiores, es un elemento importante de desarrollo físico y de inserción social. Tiene pues un valor teleonómico como coadyuvante a la cohesión del grupo, condición de su supervivencia y de la expansión de la especie. Es el grado de complejidad de todas esas estructuras o performances, concebidas para servir al proyecto teleonómico, lo que se trata de averiguar.

Esta magnitud teóricamente definible no es medible en la práctica. Permite al menos ordenar groseramente diferentes especies o grupos sobre una «escala teleonómica». Para tomar un ejemplo extremo, imaginemos un poeta enamorado y tímido que no osa declarar su amor a la mujer que ama y sólo sabe expresar simbólicamente su deseo en los poemas que le dedica. Supongamos que la dama, al fin seducida por estos refinados homenajes, consiente en hacer el amor con el poeta. Sus poemas habrán contribuido al éxito del proyecto esencial y la información que contenían debe pues ser contabilizada en la suma de las performances teleonómicas que aseguran la transmisión de la invariancia genética.

Está claro que el éxito del proyecto no comporta ninguna performance análoga en otras especies animales, en el ratón por ejemplo. Pero, y este punto es el importante, el contenido de invariancia genética es casi el mismo en el ratón y en el hombre (y en todos los mamíferos). Las dos magnitudes que hemos intentado definir son pues muy distintas. Esto nos conduce a considerar una cuestión muy importante que concierne las relaciones entre las tres propiedades que hemos reconocido como características de los seres vivos: teleonomía, morfogénesis autónoma e invariancia. El hecho de que el programa utilizado las haya identificado sucesiva e independientemente no prueba que no sean simplemente tres manifestaciones de una misma y única propiedad más fundamental y más secreta, inaccesible a toda observación directa. Si éste fuera el caso, distinguir entre esas propiedades, buscar definiciones diferentes, podría ser ilusorio y arbitrario. Lejos de aclarar los verdaderos problemas, de asediar el «secreto de la vida», de diseccionarlo realmente, no estaríamos más que exorcizándolo.

Es absolutamente verdadero que esas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética sólo expresa y se revela a través de (y gracias a) la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico.

Una primera observación se impone: el estatuto de esas tres nociones no es el mismo. Si la invariancia y la teleonomía son efectivamente «propiedades» características de los seres vivos, la estructuración espontánea debe más bien ser considerada como un mecanismo. Veremos además, en los capítulos siguientes, que este mecanismo interviene tanto en la reproducción de la información invariante como en la construcción de las estructuras teleonómicas. Que ese mecanismo en definitiva dé cuenta de las dos propiedades no implica sin embargo que deban ser confundidas. Es posible, es de hecho metodológicamente indispensable, distinguirlas, y esto por varias razones.

1. Se puede al menos imaginar objetos capaces de reproducción invariante, pero desprovistos de todo aparato teleonómico. Las estructuras cristalinas pueden ser un ejemplo, a un nivel de complejidad muy inferior, por cierto, al de todos los seres vivos conocidos.

2. La distinción entre teleonomía e invariancia no es una simple abstracción lógica. Está justificada por consideraciones  químicas. En efecto, de las dos clases de macromoléculas biológicas esenciales, una, la de las proteínas, es responsable de casi todas las estructuras y performances teleonómicas, mientras que la invariancia genética está ligada exclusivamente a la otra clase, la de los ácidos nucleicos. 3. Como se verá en el capítulo siguiente, esta distinción es, explícitamente o no, supuesta en todas las teorías, en todas las construcciones ideológicas (religiosas, científicas o metafísicas) relativas a la biosfera y a sus relaciones con el resto del universo.

* * *

Los seres vivos son objetos extraños. Los hombres, en cualquier época, han debido saberlo más o menos confusamente. El desarrollo de las ciencias de la naturaleza a partir del siglo XVII, su expansión a partir del siglo XIX, lejos de borrar esta impresión de extrañeza, la volvían aún más aguda. Respecto a las leyes físicas que rigen los sistemas macroscópicos, la misma existencia de los seres vivos parecía constituir una paradoja, violar algunos de los principios fundamentales sobre los que se basa la ciencia moderna. ¿Cuáles exactamente? Esto no es fácil de explicar. Se trata pues de analizar precisamente la naturaleza de esa o esas «paradojas». Ello nos dará ocasión de precisar el estatuto, respecto a las leyes físicas, de las dos propiedades esenciales que caracterizan a los seres vivos: la invariancia reproductiva y la teleonomía.

La «paradoja» de la invariancia.

La invariancia parece en efecto, desde el principio, constituir una propiedad profundamente paradójica, ya que la conservación, la reproducción, la multiplicación de las estructuras altamente ordenadas parecen incompatibles con el segundo principio de la termodinámica. Este principio impone en efecto que todo sistema macroscópico sólo pueda evolucionar en el sentido de la degradación del orden que lo caracteriza.3

No obstante esta predicción del segundo principio sólo es válida, y verificable, si se considera la evolución de conjunto de un sistema energéticamente aislado. En el seno de un sistema así, en una de sus fases, se podrá observar la formación y el crecimiento de estructuras ordenadas sin que por tanto la evolución de conjunto del sistema deje de obedecer al segundo principio. El mejor ejemplo nos lo da la cristalización de una solución saturada. La termodinámica de tal sistema es bien conocida. El crecimiento local de orden que representa el ensamblaje de moléculas inicialmente desordenadas en una red cristalina perfectamente definida es «pagado» por una transferencia de energía térmica de la fase cristalina a la solución: la entropía (el desorden) del sistema en su conjunto aumenta en la cantidad prescrita por el segundo principio.

Este ejemplo muestra que un crecimiento local de orden, en el seno de un sistema aislado, es compatible con el segundo principio. Hemos subrayado sin embargo que el grado de orden que representa un organismo, incluso el más simple, es incomparablemente más elevado que el que define a un cristal. Es preciso preguntarse si la conservación y la multiplicación invariante de tales estructuras es igualmente compatible con el segundo principio. Es posible verificarlo con una experiencia en gran modo comparable a la de la cristalización.

Tomemos un mililitro de agua conteniendo algunos miligramos de un azúcar simple, como la glucosa, así como sales minerales que incluyan los elementos esenciales partícipes de la composición de los constituyentes químicos de los seres vivos (nitrógeno, fósforo, azufre, etc.). Sembremos en este medio una bacteria de la especie Escherichia coli, por ejemplo (longitud 2µ, peso 5 × 10–13 g aproximadamente). En el espacio de 36 horas la solución contendrá miles de millones de bacterias. Constataremos que alrededor del 40 % del azúcar ha sido convertido en constituyentes celulares, mientras que el resto ha sido oxidado en CO2 y H2O. Efectuando el experimento en un calorímetro se puede determinar el balance termodinámico de la operación y constatar que, como en el caso de la cristalización, la entropía del conjunto del sistema (bacterias+medio) ha aumentado un poco más que el mínimo prescrito por el segundo principio. Así, mientras que la estructura extremadamente compleja que representa la célula bacteriana ha sido no solamente conservada sino multiplicada miles de millones de veces, la deuda termodinámica que corresponde a la operación ha sido debidamente regulada.

No hay pues ninguna violación definible o medible del segundo principio. Sin embargo, asistiendo a este fenómeno, nuestra intuición física no puede dejar de turbarse y de percibir, todavía más que antes del experimento, toda su rareza. ¿Por qué? Porque vemos claramente que ese proceso es desviado, orientado en una dirección exclusiva: la multiplicación de las células. Éstas, ciertamente, no violan las leyes de la termodinámica, sino al contrario. No se contentan con obedecerlas; las utilizan, como lo haría un buen ingeniero, para cumplir con la máxima eficacia el proyecto, realizar «el sueño» (F. Jacob) de toda célula: devenir células.

La teleonomía y el principio de objetividad.

Se tratará, en un próximo capítulo, de dar una idea de la complejidad, del refinamiento y de la eficacia de la maquinaria química necesaria para la realización de este proyecto que exige la síntesis de varias centenas de constituyentes orgánicos diferentes, su ensamblaje en varios millares de especies macromoleculares, la movilización y la utilización, allá donde sea necesario, del potencial químico liberado por la oxidación del azúcar, la construcción de los orgánulos celulares. No hay sin embargo ninguna paradoja física en la reproducción invariante de esas estructuras: el precio termodinámico de la invariancia es pagado, lo más exactamente posible, gracias a la perfección del aparato  teleonómico que, avaro de calorías, alcanza en su tarea infinitamente compleja un rendimiento raramente igualado por las máquinas humanas. Este aparato es enteramente lógico, maravillosamente racional, perfectamente adaptado a su proyecto: conservar y reproducir la norma estructural. Y esto, no transgrediendo, sino explotando las leyes físicas en beneficio exclusivo de su idiosincrasia personal. Es la existencia misma de este proyecto, a la vez cumplido y proseguido por el aparato teleonómico lo que constituye el «milagro». ¿Milagro? No, la verdadera cuestión se plantea a otro nivel, más profundo, que el de las leyes físicas; es de nuestro entendimiento, de la intuición que tenemos del fenómeno de lo que se trata. No hay en verdad paradoja o milagro; simplemente una flagrante contradicción epistemológica.

La piedra angular del método científico es el postulado de la objetividad de la Naturaleza. Es decir, la negativa sistemática a considerar capaz de conducir a un conocimiento «verdadero» toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir de «proyecto». Se puede fechar exactamente el descubrimiento de este principio. La formulación, por Galileo y Descartes, del principio de inercia, no fundaba sólo la mecánica, sino la epistemología de la ciencia moderna, aboliendo la física y la cosmología de Aristóteles. Cierto; ni la razón, ni la lógica, ni la experiencia, ni incluso la idea de su confrontación sistemá- tica habían faltado a los predecesores de Descartes. Pero la ciencia, tal como la entendemos hoy, no podía constituirse sobre estas únicas bases. Le faltaba todavía la austera censura impuesta por el postulado de objetividad. Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza.

Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia, ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente, o en un ámbito limitado, sin salir del de la misma ciencia.

La objetividad sin embargo nos obliga a reconocer el carácter teleonómico de los seres vivos, a admitir que en sus estructuras y performances, realizan y prosiguen un proyecto. Hay pues ahí, al menos en apariencia, una contradicción epistemológica profunda. El problema central de la biología es esta misma contradicción, que trata de resolver si es que sólo es aparente, o de declararla radicalmente insoluble si así es verdaderamente.”

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Uno de los más polémicos textos jamás escritos sobre la relación entre Ciencia y Filosofía.