Archivos de la categoría Crítica

‘El universo en una cáscara de nuez’, un divertido viaje por el espacio-tiempo escrito por Stephen Hawking

Albert Einstein, el descubridor de las teorías especial y general de la relatividad, nació en Ulm (Alemania), en 1879, pero al año siguiente la familia se desplazó a Múnich, donde su padre, Hermann, y su tío, Jakob, establecieron un pequeño y no demasiado próspero negocio de electricidad. Albert no fue un niño prodigio, pero las afirmaciones de que sacaba muy malas notas escolares parecen ser una exageración. En 1894, el negocio paterno quebró y la familia se trasladó a Milán. Sus padres decidieron que debería quedarse para terminar el curso escolar, pero Albert odiaba el autoritarismo de su escuela y, al cabo de pocos meses, la dejó para reunirse con su familia en Italia. Posteriormente completó su educación en Zúrich, donde se graduó en la prestigiosa Escuela Politécnica Federal, conocida como ETH, en 1900. Su talante discutidor y su aversión a la autoridad le impidieron ser demasiado apreciado por los profesores de la ETH y ninguno de ellos le ofreció un puesto de asistente, que era la vía normal para empezar una carrera académica. Dos años después, consiguió un puesto de trabajo en la oficina suiza de patentes en Berna. Fue mientras ocupaba este puesto que, en 1905, escribió tres artículos que le establecieron como uno de los principales científicos del mundo e inició dos revoluciones conceptuales -revoluciones que cambiaron nuestra comprensión del tiempo, del espacio y de la propia realidad.

Extracto de El universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking.

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El universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Booket.

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Stephen Hawking, uno de los pensadores más influyentes de nuestro tiempo, se ha convertido en un icono intelectual no sólo por la osadía de sus ideas científicas, sino también por la claridad y agudeza con que sabe expresarlas.

‘Crónicas del espacio’, un libro que se toma en serio a la NASA y Star Trek

Algunas personas piensan con más frecuencia de manera emotiva que política. Algunos piensan con más frecuencia de manera política que racional. Otros nunca piensan de manera racional acerca de nada.

No hay un juicio implícito en lo dicho. Es solo una observación.

Algunos de los saltos más creativos dados por la mente humana han sido decididamente irracionales, incluso primitivos. Las  fuerzas emotivas son las que conducen las expresiones artísticas e inventivas más grandes de nuestra especie. ¿De qué otra manera podría entenderse la frase “Es o un loco, o un genio”?

Está bien ser completamente racional, siempre y cuando todos los demás lo sean también. Pero aparentemente este estado sólo ha sido alcanzado en la ficción en el caso de los Houyhnhnms, la comunidad de caballos inteligentes que se encuentra Lemuel Gulliver durante sus viajes en el siglo XVIII (el nombre “Houyhnhnm” se traduce en el lenguaje local como “perfección de la naturaleza”). También hallamos a una sociedad racional entre la raza Vulcana en la serie de ciencia ficción por siempre popular, Star Trek. En ambos mundos, las decisiones de la sociedad se toman con eficiencia y distancia, sin pompa, apasionamientos ni fingimientos.

Para gobernar una sociedad que comparten las personas de emoción, las personas de razón y a todos los que se hallen entre estos extremos ―así como a personas que piensan que sus acciones están conducidas por la lógica pero en realidad son los sentimientos y las filosofías no empíricas las que les dan forma― se necesita de la política. En el mejor de los casos, la política navega entre todos estos estados mentales en pos del bien común, cuidadosa de los escollos pedregosos de la comunidad, la identidad y la economía. En el peor, la política prospera en la divulgación incompleta y la tergiversación de los datos requeridos por un electorado para tomar decisiones informadas, ya sea que se llegue a ellas a través de la lógica o la emoción.

En este paisaje hallamos posturas políticas ntratablemente diversas, sin que haya una esperanza obvia de consenso o convergencia. Algunos de los temas más candentes dentro de los temas candentes incluyen el aborto, la pena de muerte, el gasto en defensa, la regulación financiera, el control de las armas de fuego y las leyes hacendarias. Tu postura ante estos temas se correlaciona fuertemente con el portafolio de creencias de tu partido político. En algunos casos es más que una correlación: es la base de una identidad política. Todo esto puede dejarte pensando cómo es que puede suceder algo productivo bajo un gobierno tan fracturado políticamente. Como el comediante y presentador de televisión Jon Stewart dijo, si con es el opuesto de pro, entonces el Congreso debe ser el opuesto de Progreso.

Hasta hace poco, la exploración científica estaba por encima de la política partidista. La NASA era algo más que bipartidista; era apartidista. En específico, el apoyo de una persona para la NASA no tenía correlación con que esa persona fuera liberal o conservadora, demócrata o republicana, urbana o rural, pobre o rica.

El sitio de la NASA en la cultura estadounidense apoya aún más este punto. Los diez centros de la NASA están distribuidos a lo largo de ocho estados. Después de la elección federal de 2008, estos estaban representados en la Cámara por seis demócratas y cuatro republicanos; en la elección de 2010 la distribución se invirtió. Los senadores de aquellos estados estaban balanceados también, con ocho republicanos y ocho demócratas. Esta representación “izquierda-derecha” ha sido una característica constante del apoyo que recibía la NASA durante los años. La Ley Nacional de Aeronáutica y el Espacio (National Aeronautics and Space Act) de 1958 entró en vigor durante el gobierno del presidente republicano Dwight D. Eisenhower. El presidente demócrata John F. Kennedy lanzó el programa Apollo en 1961. La firma del presidente republicano Richard M. Nixon está en la placa que los astronautas del Apollo 11 dejaron en la Luna en 1969.

Y quizá sea sólo una coincidencia, pero veinticuatro astronautas han salido del estado clave de Ohio ―más que de ningún otro estado―
incluido John Glenn (el primer estadounidense en orbitar la Tierra) y
Neil Armstrong (el primer hombre en caminar sobre la Luna).

Si en algún momento las políticas partidistas se filtraron hacia las actividades de la NASA, estas aparecieron en los márgenes de las operaciones. Por ejemplo, el presidente Nixon pudo, en principio,
haber enviado al portaaviones recién comisionado USS John F. Kennedy para sacar del Océano Pacífico el módulo de mando del Apollo 11. Habría sido un buen gesto. En cambio, envió el USS Hornet, una opción mucho más oportuna en ese momento. El Kennedy nunca vio el Pacífico y estaba en el dique seco en Portsmouth, Virginia para el momento del regreso a Tierra en julio de 1969. Consideremos este otro ejemplo: con cobijo del presidente republicano y amigo de la industria Ronald Reagan, el Congreso aprobó la Ley de Lanzamiento Espacial Comercial (Commercial Space Launch Act) en 1984, que no sólo permitía sino que promovía el acceso de civiles a las innovaciones financiadas por la NASA relacionadas con los vehículos de lanzamiento y el hardware espacial; de esa manera abría la frontera espacial al sector privado. Un demócrata podría o no haber concebido esa legislación, pero tanto un Senado republicano como una Cámara de representantes democrática la aprobaron, y el concepto es ahora tan estadounidense como la caminata espacial.

Extracto de Crónicas del espacio, un libro de Neil DeGrasse Tyson.

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Crónicas del espacio, de Neil DeGrasse Tyson, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Crítica.

¿De dónde vienen los nombres de los doce meses del año? Esto y más en ‘Palabralogía’, de Virgilio Ortega

Mes, en latín, se decía mensis, palabra de la misma raíz que el inglés moon, Luna, pues inicialmente los meses romanos eran lunares.

Muy al principio, en Roma sólo había diez meses, y el año empezaba en marzo. Pero ya Numa Pompilio, el segundo rey de Roma, reorganizó el calendario sagrado e introdujo los dos primeros meses actuales.

Para designar al primero de los dos, no pudo elegir un nombre más adecuado: el de Jano, el dios bifronte (del latín bifrons, ‘de dos frentes’), que con una cara (una ‘frente’) miraba hacia el pasado y con la otra al futuro, con una frente hacia el año que terminaba y con la otra hacia el que empezaba. Por eso era el dios de las puertas: podía mirar hacia dentro y hacia fuera, vigilando así tanto la entrada como la salida. En honor del dios Jano (Ianus en latín), el mes se llamaría ianuarius, de donde viene nuestro enero. La bahía de Río de Janeiro fue descubierta por los portugueses el 1 de enero de 1502 y por eso llamaron la futura ciudad Rio de Janeiro, ‘río de enero’, donde la etimología queda aún más clara.

¿Y febrero? Pues viene del mes latino februarius, que era el mes de las purificaciones o februa. Hacia el 15 de febrero se celebraban en Roma las fiestas Lupercales, cerca de la gruta donde la lupa, la ‘loba’, había alimentado a los fundadores Rómulo y Remo, situada en la colonia Palatina (¡se puede subir!). En ese festival de las februa, los celebrantes azotaban a la gente (sobre todo a las mujeres) con unas februa, o tiras de piel de macho cabrío, para así purificarla. Nuestra fiebre (del latín febris) aún tiene que ver con esas purificaciones. Al igual que ocurre con otros nombres de meses, también aquí el nombre latino se ha conservado en las principales lenguas europeas modernas: febbraio en italiano, february en inglés, février en francés, februar en alemán, fevereiro en portugués…

¿Quieres saber cuál es el origen de marzo, abril, mayo, junio, etcétera?

Entonces lee Palabralogía, de Virgilio Ortega.

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Palabralogía, de Virgilio Ortega, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Crítica.

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Virgilio Ortega Pérez

Un apasionante viaje por el origen de las palabras.

‘Cinco mil millones de años de soledad’, de Lee Billings

En la ladera de una colina cerca de Santa Cruz, California, al pie de las secuoyas de la costa, había un rancho en niveles del mismo color que los árboles. A lo largo de la casa, junto a un bosquecillo de cítricos, se encontraban enclavados tres pequeños invernaderos con control climático. Y en el jardín trasero pulcramente podado, se erigía una antena satelital dirigida al cielo. La luz solar se colaba a la sala a través de una ventana de vidrio color cobalto y salpicaba sombras marítimas sobre un hombre mayor que descansaba en un sofá afelpado. Frank Drake se veía azul. Se reclinó, ajustó sus grandes lentes bifocales, cruzó las manos sobre el vientre y evaluó la mala suerte del campo científico de su elección: SETI, acrónimo en inglés para «búsqueda de inteligencia extraterrestre» (search for extraterrestrial intelligence).

«Las cosas se han desacelerado un poco y estamos en mala forma en varios aspectos -murmuró Drake-. Sencillamente no hay dinero en estos tiempos; y además, estamos envejeciendo. Muchos jóvenes llegan y dicen que quieren formar parte del proyecto, pero luego descubren que no hay empleo. Ninguna empresa contrata a gente en busca de mensajes alienígenas. Casi nadie cree que nos puedas beneficiar en algo. Me parece que la falta de interés se debe a que la mayoría de la gente no se da cuenta de lo que una simple detección significaría en verdad. ¿Cuánto valdría descubrir que no estamos solos?». El científico sacudió la cabeza con incredulidad y se sumió aún más en el sofá.

Además de algunas arrugas y kilos adicionales, Drake, de 81 años, apenas se diferenciaba un poco del joven que más de medio siglo antes condujo la primera búsqueda moderna SETI. En 1959 Drake era astrónomo del Observatorio Nacional de Radioastronomía de Green Bank, West Virginia (NRAO, por sus siglas en inglés). En aquel entonces tenía 29 años y era delgado y ansioso, pero ya poseía la ecuánime seguridad en sí mismo y el cabello plateado de un estadista de mayor edad. Un día, en el trabajo, Drake empezó a preguntarse de qué era capaz la antena satelital de 26 metros de ancho que acababan de construir en el observatorio. Realizó algunos cálculos someros en una hoja de papel basándose en la sensibilidad y el poder de transmisión de la antena, y luego quizá los revisó con un regocijo creciente. Los datos de Drake mostraban que si, en un planeta en órbita alrededor de una estrella a tan sólo unos 12 años luz, existiera otra antena idéntica a la de 26 metros de Green Bank, podría transmitir una señal que ésta última sería capaz de recibir. Todo lo que se necesitaba para romper la soledad cósmica de la tierra era que el radiotelescopio receptor fuera dirigido a la zona del cielo adecuada en el momento indicado, y que escuchara la frecuencia radial correcta.

Extracto de Cinco mil millones de años de soledad, de Lee Billings.

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SINOPSIS: Cuando los científicos empezaron la ambiciosa búsqueda de señales extraterrestres en la década de los sesenta, la carrera por descubrir el espacio estaba en su punto más álgido, financiada por la NASA y sus generosos y entusiastas proyectos. Hoy en día, el alguna vez admirado proyecto de SETI cuenta con solo una fracción del considerable presupuesto que tuvo en sus mejores épocas, así que los astrónomos pasan cada vez más tiempo fijando la mirada más allá de nuestro sistema solar para señalar mundos distantes llamados exoplanetas. Últimamente, no hay un mes en el que no escuchemos en los medios un anuncio acerca de nuevos descubrimientos espaciales.

La detección de exoplanetas es el campo más novedoso y cotizado de la ciencia del espacio, y Lee Billings lo explora con claridad excepcional mientras mira sobre los hombros de los cazadores de planetas más importantes del mundo. Desde la interesante historia de apariciones de cuerpos celestiales en la Antigua Grecia hasta las primeras aproximaciones de Galileo, el autor mezcla la experiencia, el conocimiento y las anécdotas de los astrofísicos, astrónomos y científicos que no pueden dejar de preguntarse si aún en el auge tecnológico y de investigación que vivimos tenemos alguna oportunidad -aunque sea remota- de encontrar vida fuera de nuestro planeta.

Cinco mil millones de años de soledad cuenta la historia de quienes han tratado de responder esa pregunta.

‘El Día D: La batalla de Normandía’, de Antony Beevor

Antony Beevor ha alcanzado justa fama universal con sus libros de historia del siglo XX.

Ahora, el genial escritor vuelve a maravillarnos con su narración de El Día D, una obra total sobre la experiencia de la guerra: los preparativos de la invasión de Normandía por las fuerzas aliadas, la disciplinada resistencia de los soldados alemanes, el enfrentamiento, terrible, en las cabezas de playa, el penoso avance en territorio francés con batallas tan fieras como las que se libraban en el frente oriental, el calvario de los civiles franceses masacrados por ambos bandos, las miserables disensiones entre los jefes militares, o la visión, casi insoportable, de la exacción más terrible de la guerra: los heridos, los desnudos y los muertos.

Para este libro ha manejado documentación de más de 30 archivos de media docena de países, hasta ahora no consultados. El secreto de su éxito está en su portentosa capacidad para dotar de carne y sangre, de vida, a las criaturas históricas que pueblan sus libros. El puntilloso rigor del documentalista se convierte, por arte de Beevor, en brillante narración donde no se sabe qué admirar más, si su solvencia histórica o la irresistible adicción literaria que suscita.

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El Día D, de Antony Beevor, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Crítica.

‘La partícula divina’, un libro revelador de Leon Lederman

La Partícula Divina es el bosón de Higos, «tan fundamental para la física de nuestros días -nos dice el autor-, tan crucial para el conocimiento final de la estructura de la materia y, sin embargo, tan esquiva».

Leon Lederman, Premio Nobel de Física, nos conduce en este libro a lo largo de la historia de la ciencia, desde Demócrito hasta nuestros días, siguiendo las investigaciones y los hallazgos de los hombres que han tratado de penetrar los secretos de la materia, hasta llegar al momento presente, en que los científicos parecen hallarse en el umbral de ese último descubrimiento en que, gracias al gran acelerador LHC, que se está construyendo en el CERN, podrá encontrar la «Partícula Divina» y, con ella, esa hermosa explicación final en que todas las leyes de la naturaleza pueden expresarse en una única y sencilla ecuación.

Lederman consigue el milagro de hacernos fácilmente comprensibles los aspectos más complejos de la física actual, nos lleva a apasionarnos por los misterios de la materia y, lo que puede parecer más sorprendente, consigue divertirnos. Porque su libro, entreverado de anécdotas y ocurrencias, está escrito con un profundo sentido del humor, hasta el punto que un crítico ha dicho: «A partir de ahora, ver a alguien leyendo un libro y riéndose a carcajadas no excluye la posibilidad de que se trate de una obra de física escrita por un consagrado Premio Nobel. Leon Lederman lo ha logrado. Su obra La partícula divina va cargada de un corrosivo sentido del humor.»

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La partícula divina, de Leon Lederman, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Crítica.

‘Historia abreviada de la Primera Guerra Mundial’, de Gordon Kerr

Fue una de las guerras más largas de la historia. Se movilizaron a más de 70 millones de militares, de los cuales 10 millones eran no europeos y 16.5 millones murieron en el campo de batalla. También se peleó a escala global. Por supuesto que habían habido otras guerras en las que el conflicto se extendió a nivel mundial. Winston Churchill denominó a la guerra de los Siete Años como la primera guerra mundial, ya que después de todo se peleó en Europa, Norteamérica, América del Sur, África, India y las Filipinas. Las guerras revolucionarias en Francia se extendieron más allá del Medio Oriente y hubo batallas en los océanos del mundo; mientras que las guerras napoleónicas  se desarrollaron en Europa y otras ubicaciones, como las Indias Occidentales y Norteamérica. La que conoceríamos como la Primera Guerra Mundial o la Gran Guerra -como se le llamaba con frecuencia antes de que se iniciara la Segunda Guerra Mundial- fue un verdadero conflicto mundial en el sentido de que entre los países beligerantes había algunos tan lejanos a Europa como Japón, Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, y hubo batallas en China y en los océanos del mundo.

Este fue un nuevo tipo de guerra: por primera vez se trató de un conflicto que no se peleó solamente en el campo de batalla, involucró también a las personas en sus hogares, a miles de kilómetros de distancia. Se creó el término «guerra total» para describir el nuevo concepto en el que la economía de un país estaba centrada totalmente en el conflicto: las fábricas de adaptaron para producir armas y municiones, y se esperaba que la gente soportara tiempos difíciles debido a la limitada oferta de alimentos. Esta limitación fue en Gran Bretaña resultado de la campaña alemana submarina en la que se atacaba a los barcos que traían provisiones desde Estados Unidos y Canadá. Por otro lado, el eficiente bloqueo de Alemania realizado por la Marina Real estaba encaminado a llevar a los alemanes a la sumisión por medio del hambre.

También fue una guerra que se caracterizó por nuevas formas de enfrentamiento. Las trincheras habían destacado en otros conflictos, pero nunca de una manera tan contundente y a través de grandes extensiones de territorio.

Extracto de Historia abreviada de la Primera Guerra Mundial, de Gordon Kerr.

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Historia abreviada de la Primera Guerra Mundial, de Gordon Kerr, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Crítica.

‘La ocupación: Israel y los territorios palestinos ocupados’, un análisis de Ahron Bregman

¿Deben considerarse «ocupados» los territorios capturados por Israel en 1967? ¿Es Israel un «ocupante»? Hallar respuestas definitivas a estas preguntas es más difícil de lo que uno podría suponer, pero son importantes porque son importantes pues si Israel es en verdad un ocupante, entonces, de acuerdo con el derecho internacional, tiene ciertas obligaciones para con la tierra y el pueblo ocupados.

El convenio de La Haya (1907), breve y general, y el IV Convenio de Ginebra (1949), más extenso y detallado, de los que Israel forma parte, exigen al ocupante acatar numerosas normas en los territorios que ocupa. Por ejemplo, se prohíbe la imposición de cambios demográficos dentro del territorio ocupado: el artículo 49 del IV Convenio de Ginebra declara que una potencia ocupante «no podrá efectuar la evacuación o el traslado de una parte de la propia población civil al territorio por ella ocupado» y que «los traslados en masa o individuales de índole forzosa, así como las deportaciones… del territorio ocupado… están prohibidos, sea cual fuere el motivo». Estas reglas tienen como objetivo impedir la colonización del territorio conquistado por parte de los ciudadanos del estado conquistador mediante, por ejemplo, la construcción de asentamientos en él y la explotación de sus recursos, el agua entre ellos. Además, el ocupante ha de proteger a la población ocupada y sus bienes: el artículo 53 del IV Convenio de Ginebra señala que «está prohibido que la potencia ocupante destruya bienes muebles o inmuebles»; y el artículo 46 del Convenio de la Haya de 1907 especifica que «la propiedad privada no puede ser confiscada» por el ocupante; por ejemplo, las tierras o edificios pertenecientes a los habitantes del territorio ocupado. Asimismo, de acuerdo con el artículo 55 del IV Convenio de Ginebra, la potencia ocupante «tiene el deber de abastecer a la población de víveres y productos médicos». Y el artículo 56 deja claro que «la potencia ocupante tiene el deber de asegurar y mantener… los establecimientos y los servicios médicos y hospitalarios, así como la sanidad y la higiene públicas en el territorio ocupado. De hecho, la Sección III del IV Convenio de Ginebra («Territorios ocupados») contiene más de treinta artículos acerca de los deberes y obligaciones de la potencia ocupante.

Extracto de La ocupación: Israel y los territorios palestinos ocupados, de Ahron Bregman.

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La ocupación: Israel y los territorios palestinos ocupados, de Ahron Bregman, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Crítica.

“La Primera Guerra Mundial contada para escépticos” un libro escrito por Juan Eslava Galán

La carnicería del Somme

1 de julio de 1916. 7:30 de la mañana. En el valle del río Somme, en la picardía francesa, la región famosa por sus bosques, por sus pintorescos pueblecitos, por sus bellas abadías y por sus canelones de queso, jamón y setas (la ficelle picarde), los ingleses preparan un ataque devastador contra las líneas alemanas. El objetivo inmediato es aliviar la presión que el enemigo ejerce sobre Verdún; después, Dios dirá.

Más de mil piezas de artillería han bombardeado las líneas alemanas durante una semana. Millón y medio de granadas.

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–Es imposible que quede nada en la zona batida– comenta el general Haig.

Más le vale, porque los alemanes ocupan las cotas más altas, como de costumbre, y poseen un buen abasto de ametralladoras.

Cuando cesa la artillería, se produce un tenso silencio que zumba en los oídos (los cañonazos se percibían, como el rumor de una tormenta lejana, incluso en Londres).

En la trinchera de vanguardia, una desacostumbrada aglomeración de tommies aguarda expectante el trueno gordo de la demostración pirotécnica, el estallido de diez minas que sus zapadores han excavado pacientemente bajo las líneas enemigas.

Los británicos han decidido usar minas, un procedimiento de asedio tan viejo como la pólvora. Se excava una galería subterránea hasta el subsuelo de la posición enemiga, se abre una cámara justo por debajo, se rellena de explosivos y los enemigos vuelan por los aires.

Las minas más potentes, cebadas con veinticuatro toneladas de explosivos detonan cerca de La Boisselle, levantando un surtido de tierra que alcanza casi kilómetro y medio de altura. La explosión destruye unas trincheras comodísimas, dentro de lo que cabe, con residencias de oficiales, retretes, luz eléctrica, cables telefónicos enterrados a salvo de la artillería (es un decir)…y hasta un piano.

Suenan los silbatos de los oficiales británicos. La tropa sale de las trincheras y, sorteando los cráteres, corre hacia el enemigo con sus mochilas lastradas con casi treinta kilos de equipaje.

–¡Adelante, adelante!– gritan los oficiales tan jóvenes como los soldados a los que mandan, apenas adolescentes, revolver Wembley 455 en mano, sujeto al uniforme por un cordón.

Catorce divisiones de infantería británica y seis francesas <<en estado de ánimo espléndido>>, según anota en su diario el general Haig, abandonan sus trincheras y marchan cuesta arriba. Después de la voladura a la que acaban de asistir, esperan encontrar escasas resistencia.

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Los alemanes que sobrevivieron al bombardeo brotan de sus refugios de cemento como hormigas de ala un soleado y lluvioso día de primavera. Las explosiones los han dejado aturdidos, pero, nos obstante, emplazan cuidadosamente sus ametralladoras y levantan el alza de los fusiles. Aguardan a que el enemigo se acerque a distancia adecuada.

La trinchera británica se ha vuelto a llenar de soldados para la segunda oleada. Suenan  nuevos silbatos. Allá van, a internarse en la nube de polvo y balas tras los camaradas que los precedieron.

Llegan las primeras remesas de heridos. Por lo visto, las trincheras alemanas estaban mucho más enteras de lo que se preveía y las alambradas casi intactas y tan tupidas como siempre. a pesar del castigo artillero.

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Fracasado el ataque, se evalúan los daños: 19, 240 muertos; 35, 493 heridos; 2 152 desaparecidos. Lo que parecía un paseo militar se ha convertido en la jornada más sangrienta de la historia de Inglaterra. Los alemanes han perdido ocho mil hombres, entre muertos y heridos.

Un extracto de “La Primera Guerra Mundial contada para escépticos”, un libro escrito por Juan Eslava Galán.

9786079377304

Adquiere el libro bajo el sello Crítica en su versión impresa y versión digital.

‘Descubriendo al general’, un relato de Graham Green sobre su amistad con Panamá y su presidente

En el invierno de 1976, estando yo en Antibes, recibí un telegrama de Panamá firmado por un tal señor V., nombre que me era totalmente desconocido, que me dejó sorprendido y desconcertado. Se me comunicaba que el general Omar Torrijos Herrera me había invitado, en calidad de huésped, a visitar Panamá, y que me sería enviado un boleto de avión de la compañía aérea que yo eligiese.

Hasta hoy desconozco el motivo que pudo impulsar al General a enviar dicha invitación, pero no vacilé un solo instante en aceptarla. Me había olvidado completamente de aquel general Torrijos que tan cerca estuvo de comprometer a John Sterling en una peligrosa empresa, pero sí sabía que Panamá había rondado con persistencia mi imaginación, aún más que España. De niño había presenciado una espectacular obra de teatro escrita por Stephen Phillips en la que podía verse a Drake, en el gran escenario de Drury Lañe, atacando un cargamento arrastrado con gran realismo por una recua de mulas, a su paso por la ruta del oro desde Ciudad de Panamá hasta Nombre de Dios. Y me sabía de memoria gran parte del poema, bastante mediocre, de Drake’s Drum de Newbolt:

Drake está en su hamaca a mil millas de distancia

(¿está durmiendo ahí abajo, capitán?), 

meciéndose en las profundidades de la Bahía Nombre de Dios…

¿Qué podía importar que el poema de Newbolt fuera inexacto y que el cuerpo de Drake se hundiera en el mar en la Bahía de Portobelo, a solo unas millas de Nombre de Dios?

Para un chiquillo la atracción de la piratería se situaba en Panamá y en la historia de cómo Sir Henry Morgan atacó y destruyó Ciudad de Panamá. Y ya con más años leí sobre el desastroso asentamiento escocés en la linde de las densas selvas de Darién, que aún hoy día siguen siendo en su mayor parte intransitables e inmutables.

Cierto día, en la ciudad de David, observé que un agente de seguridad negro llevaba inscrito en la camisa el nombre de Drake.

Divertido, le pregunté:

-¿Es acaso descendiente de Sir Francis Drake?

-Tal vez, señor -repuso con ancha sonrisa complacida.

Y entonces le recité parte del poema de Newbolt.

En aquel momento me dije:

-Al fin lo he logrado. Realmente me encuentro aquí, en Panamá.

Para entonces ya había comprobado que la ruta del oro casi había desaparecido y pronto visitaría Nombre de Dios, que ya no era más que una aldea india sin acceso alguno, siquiera en mula. Pero yo me encontraba extrañamente familiarizado con aquel pequeño y lejano país de mis sueños, como nunca me había sentido antes en ningún otro país de América Latina. Al cabo de un año, parecía absolutamente natural que viajara a Washington con pasaporte diplomático panameño, como miembro acreditado de la delegación panameña para la firma del Tratado sobre el Canal con los Estados Unidos. Una de las grandes cualidades del general Torrijos era su sentido del humor.

Extracto de Descubriendo al general, de Graham Greene.

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Descubriendo al general, de Graham Greene, está disponible bajo el sello Crítica.