«Wakolda» un libro de Lucia Puenzo.

«Parte uno Herlitzka

Ese era el día en el que una mezcla de cloruro de sodio y nitrato magnesiano, inyectado con infinita paciencia en cada globo ocular, cambiaria para siempre el curso de la ciencia. Las esterilizaciones masivas, las vivisecciones, los intentos frustrados por alterar el color de la piel con inyecciones subcutáneas y hasta la noche en que creyó haber enlazado por fin las venas de unos hermanos gemelos para crear siameses, horas antes de encontrarlos boqueando como pescados… todos sus fracasos serian olvidados si lograba cambiar el color de los ojos de ese chico. Mil veces había imaginado que sostenía al único gemelo rumano al que la tinta le había teñido el iris izquierdo (después de que una dosis excesiva le quemara el derecho), de pie en la tarima de cada congreso medico de Higiene Racial en los que había participado la ultima década, con los nervios ópticos paralizados por el exceso de químicos, en brazos de quien lo había pinchado una y mil veces hasta arrancarlo de la mediocridad. Lo había soñado con la cabeza afeitada para que la pelusa negra de sus orígenes fuera eclipsada por un futuro ario. Pero antes de entender que no era mas que un sueño, las imágenes de esa primera vida en la que todo era posible quedaron ensombrecidas por la certeza de que su victoria era la punta del iceberg de todas las transformaciones que vendrían 8hasta modelar genéticamente a los ciudadanos de una nación entera), aunque hasta ahora no hubiera mas que pieles laceradas, gangrenas y amputaciones. No en vano habían invertido millones en el. Por la pureza de la sangre y de los genes. Porque esa era la verdadera guerra: Pureza o mezcla.

Se sentó en la cama con la excitación de un niño que se prepara para otro día en el parque de diversiones. Recién ahí el contorno de los pocos adornos de la habitación lo devolvieron a su raquítico presente. Su piel cada vez mas flácida y el derrumbe de la tonicidad de sus músculos eran los de un hombre viejo. Su existencia entera se había teñido de gris, días y noches de una rutina idéntica que repetía hasta la nausea, con la secreta esperanza de que algo pasara. Alguien iba a comunicarle que por fin habían desistido de encontrarlo. Le había dedicado la vida a liberar al mundo de las ratas y ahora-huidizo y cobarde, desterrado a los márgenes-empezaba a transformarse en una.

La vida no puede reducirse a esto, pensó.

Cuando recibió la alerta de que estaban tras sus huellas no lo dudo: congelo las muestras de bacteriología en organismos terminales sobre las que había trabajado los últimos meses, salió del laboratorio, paso por un banco para vaciar su cuenta y manejo hasta salir de la ciudad. Dinero no iba a faltarle nunca: a la inagotable fortuna familiar se le sumaban los aportes de su eterno mentor, el profesor Von Verschuer, director del Instituto de Antropología en Berlín. Siempre se había encargado de conseguir las subvenciones necesarias para su trabajo, a cambio de ser el primero en recibir los resultados de sus experimentos. No era el único que aportaba de manera anónima a su bienestar. Había muchos que seguían creyendo en el: lo apoyaban a la distancia, le escribían cartas en las que lo traban como un mesías.

En una estación de servicio compro provisiones y un mapa de la Argentina antes de llamar a su mujer. No le dijo hacia donde iba. Le explico que estaría lejos un tiempo, le pidió que se quedara en casa de un matrimonio amigo un par de semanas y corto sin darle tiempo de resistirse. Manejo diez horas antes de detenerse en un motel de ruta en las afueras de Chacharramendi. En realidad no había afuera ni adentro de ese pueblo: terminaba en la misma cuadra que empezaba. Se quedo en el cuarto hasta que oscureció. Aunque su español era fluido, saco el diccionario y el cuaderno en el que hacia diariamente su clase por correspondencia. Como todo sobreviviente, sabia que tenia que borrar ciertas huellas cuanto antes. Su mente, antes que la de un científico, era la de un soldado.»

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Nada es más fuerte que la sangre…

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