“The Walking Dead: La Caída del Gobernador (parte 2)” el libro que cierra la vida de Philip Blake

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Como un salto brusco en la continuidad de una película, se en-cuentra tirado en el piso de su departamento, en Woodbury: inerte, congelado, clavado a la fría madera con un dolor paralizante y helado; su respiración es tan trabajosa e inhibida que es como si sus propias células estuvieran jadeando en busca de vida. El campo de visión se reduce a una perspectiva fracturada, borrosa y fragmentada de los mosaicos del techo manchados por la humedad, y tiene un ojo completamente ciego, con la órbita fría, como si el viento soplara a través de él. Con un trozo de cinta adhesiva colgándole a un lado de la boca y con breves inhalaciones y exhalaciones por sus sanguinolentas fosas nasales casi imperceptibles, trata de moverse pero apenas puede girar la cabeza. Los nervios auditivos, en tensión por la agonía, apenas registran el sonido de las voces.

—¿Qué pasa con la chica? —pregunta una voz desde algún lugar del cuarto.

—Que se chingue, ya está fuera de la zona segura. No tiene ninguna posibilidad.

—¿Y él? ¿Está muerto?

Entonces oyen otro sonido, un gruñido acuoso e ininteligible que atrae su atención a la orilla de su campo de visión. A través de la retina legañosa del ojo bueno, apenas puede distinguir la pequeña figura en la puerta, al otro lado de la sala; su cara pálida está salpicada de descomposición y sus ojos sin pupilas parecen huevos de gorrión. Ella avanza de prisa hasta que la correa de su cadena produce un fuerte sonido metálico.

—¡AH! —aúlla una de las voces masculinas mientras el pequeño monstruo lanza una garra hacia él.

Philip intenta hablar desesperadamente pero las palabras se le quedan en la garganta, abrasada. La cabeza le pesa mil toneladas e intenta hablar de nuevo con labios secos, agrietados y llenos de sangre, tratando de formar palabras sin aliento que simplemente no se unen. Escucha la voz profunda de barítono de Bruce Cooper.

—Está bien…, ¡a la chingada! —El ruido metálico delator de un seguro que se quita en una semiautomática llena el silencio—. Esta niña va a recibir una bala justo…

—¡N… nhhh!—Philip pone las fuerzas que le quedan en su voz y emite otra débil serie de expresiones—. N… ¡no!—Inspira de nuevo, agonizante. Debe proteger a su hija Penny, sin importar que ya esté muerta, desde hace más de un año. Ella es todo lo que le queda en el mundo. Ella lo es todo—. No te atrevas a tocarla… ¡No lo hagas!

Ambos hombres lanzan una mirada hacia el hombre en el piso, y Philip, por un instante, atisba sus rostros, que lo miran con la boca abierta. Bruce, el hombre más alto, es un afroamericano con la cabeza rapada, que ahora frunce el ceño con horror y repulsión. El otro hombre, Gabe, es blanco y de constitución fuerte y musculosa, con un corte de pelo al estilo marine y un suéter de cuello alto negro. Por la expresión de sus ojos, queda claro que Philip Blake debería estar muerto.

Acostado sobre la tabla de contrachapado bañada en sangre de 1.20 por 2.40 metros, Philip no tiene ni idea de su mal aspecto (sobre todo la cara, que nota como si se la hubieran acribillado con un picahielos) y, por un instante fugaz, la expresión en las caras de estos hombre simples y toscos, que lo miran con la boca abierta, hace sonar una alarma en su cerebro. La mujer que casi acaba con él (si la me-moria no le falla, se llama Michonne) hizo bien su trabajo. Por sus pecados, le había dejado lo más cerca que se puede estar de las puertas de la muerte sin atravesarlas.

Los sicilianos dicen que la venganza es un plato que se sirve frío, pero esta chica la sirvió en un plato que hervía de agonía. Tener el brazo derecho amputado y cauterizado justo por encima del codo es ahora el menor de los problemas de Philip. El ojo izquierdo le cuelga a un lado de la cara, pegado a la carne por hilillos de tejido sanguino-lento que empiezan a secarse. Y peor que eso, mucho peor para Philip Blake, es la sensación fría y pegajosa que se extiende a través de sus vísceras, desde el lugar donde un leve movimiento de la sofisticada espada de la mujer le cortó el pene. El recuerdo de ese leve gesto (el aguijón de una avispa de metal) le devuelve al crepúsculo de la semiinconsciencia. Apenas puede escuchar las voces.

—¡Maldición! —Bruce mira con ojos desorbitados al hombre que una vez fue delgado y tuvo una buena forma física y un bigote curvado hacia abajo—. ¡Está vivo! Gabe lo observa.

—¡Mierda, Bruce, el doctor y Alice se han largado! ¿Qué demonios vamos a hacer?

En ese momento, otro hombre entra al departamento, entre respiraciones fuertes y sonoras y el ruido metálico de una escopeta de aire comprimido. Philip no puede ver quién es ni escuchar bien lo que dicen. Flota entre la consciencia y el olvido mientras los hombres que se encuentran a su alrededor siguen con su conversación, brusca y llena de pánico.

—Encierren a este pedazo de mierda en el otro cuarto. Yo bajo corriendo a buscar a Bob —dice Bruce.

—¡¿A Bob?! —pregunta Gabe en seguida—. ¿El borracho cabrón que siempre está sentado abajo junto a la puerta?

Las voces empiezan a desvanecerse y la mortaja oscura y fría cae sobre Philip.

—¿Qué demonios puede hacer él?

—Tal vez no mucho…

—¿Entonces, por qué?

—Él puede hacer más que cualquiera de nosotros…

Al contrario de la opinión pública y de la mitología de las películas, el médico de combate promedio no es ni remotamente tan hábil como un cirujano traumatólogo con experiencia y estudios o, para el caso, como un médico al uso. La mayoría de los médicos de combate reciben menos de tres meses de capacitación durante el campamento y hasta el más prodigioso de estos individuos rara vez supera la capacidad de un técnico de emergencias sanitarias. Saben llevar a cabo primeros auxilios, un poco de reanimación cardiopulmonar y los cuidados elementales de un traumatismo, y eso es todo. Se les lanza al ruedo con las unidades de combate y se espera que simplemente mantengan con vida o con el aparato circulatorio intacto a los soldados heridos, hasta que puedan transportar a la víctima a una unidad quirúrgica móvil. Son remolcadores humanos (endurecidos por las condiciones de la pri-mera línea de combate, curtidos por ser testigos de un flujo constante de sufrimiento) cuya misión es poner curitas y entablillar las heridas de guerra.

El soldado de sanidad de primer grado Bob Stookey trabajó en una sola ocasión con la compañía Alfa 68, en Afganistán, trece años antes, a la tierna edad de treinta y seis años, y no permaneció desplegado mucho tiempo tras la invasión inicial. Fue uno de los hombres de mayor edad alistados en aquel entonces —las razones por las que decidió alistarse tenían mucho que ver con un divorcio que se estaba complicando en aquella época— y se convirtió en una especie de cascarrabias para los más jóvenes que lo rodeaban. Em-pezó como conductor de ambulancia respetado en el campamento Dwyer y ascendió a médico de campo de batalla a la siguiente primavera. Tenía facilidad para mantener a los muchachos entretenidos con bromas fuera de tono y tragos contra las normas del frasco de Jim Beam que siempre llevaba encima. También tenía un buen corazón (los soldados de infantería le adoraban por eso) y sentía que se moría un poco cada vez que perdía a un marine. Cuando le mandaron de vuelta al mundo, una semana después de que cum-plió treinta y siete años, había muerto ciento once veces y, para curar el trauma, bebía medio litro de whisky al día.

Todo el tormento de aquel pasado había quedado sofocado por el horror y el clamor de la plaga y por la terrible pérdida de su amor secreto, Megan Lafferty. El dolor ha crecido tanto en su interior que ahora (esta noche, en este instante) es completamente ajeno al hecho de que está a punto de ser arrastrado al campo de batalla de nuevo.

—¡Bob!

Desplomado junto a la pared de enfrente de la casa del Goberna-dor, medio inconsciente, con saliva seca y cenizas por todo el pecho de su chaqueta de color verde oliva, Bob despierta al oír la estrepitosa voz de Bruce Cooper. La oscuridad de la noche desaparece lentamente con el amanecer, y Bob ya ha empezado a temblar por el viento frío y la terrible noche de sueños enfebrecidos.

—¡Levántate! —le ordena el hombre grande mientras sale precipitadamente del edificio y llega al nido de periódicos empapados, sábanas raídas y botellas vacías de. Bob—. Necesitamos tu ayuda. ¡Vamos, arriba! ¡Ahora!

—¿Qu… qué? —Bob se acaricia la barbilla cana y eructa ácidos estomacales—. ¿Por qué?

—¡Es el Gobernador! —Bruce se agacha y agarra a Bob del brazo flácido—. ¡Tú fuiste médico militar, ¿verdad?!

—Marine… auxiliar de enfermería —tartamudea, sintiendo como si lo estuviera levantando una grúa. La cabeza le da vueltas—. Durante unos quince minutos… hace como un millón de años. No puedo hacer una mierda.

Bruce lo pone de pie como a un maniquí, agarrándole de los hombros con fuerza.

—¡Bueno, pues vas a hacer el pinche intento! —lo sacude—. El Gobernador siempre te ha cuidado, se aseguraba de que tuvieras co-mida, de que no murieras por culpa de la bebida, y ahora vas a devol-verle el favor.

Bob se traga de nuevo una náusea, se limpia la cara y asiente con intranquilidad.

—Está bien, llévame con él.

Mientras recorre el vestíbulo, sube las escaleras y baja al salón poste-rior, Bob piensa que tal vez no sea nada grave, que el Gobernador se habrá resfriado o algo así, que se habrá golpeado el dedo gordo y está exagerando, como siempre. Mientras avanzan deprisa a hacia la última puerta a la izquierda, Bruce casi le saca el brazo de su lugar y, por un instante, Bob Stookey capta un tufo de algo entre cobre y musgo que sale de la puerta entreabierta, y el olor hace sonar todas las alar- mas en su cabeza. Justo antes de que Bruce le haga entrar al departamento de un empujón, en el horrible instante antes de cruzar el umbral y ver lo que le espera dentro, a Bob le llegan imágenes de la guerra.

El súbito recuerdo que golpea su mente en ese momento le hace encogerse: el olor de ese guiso rico en proteínas que colgaba sobre la descuidada unidad quirúrgica en la provincia de Parwan; la pila de vendas llenas de pus apartadas para incinerar; el drenaje infestado de bilis; las camillas con ruedas bañadas en sangre que se cocinaban bajo el sol afgano. Todo eso pasa por el cerebro de Bob en medio segundo, antes de ver el cuerpo tendido en el piso. El olor le eriza los pelos de la nuca y le hace detenerse en el umbral, mientras Bruce le empuja hacia adentro, hasta que, al fin, puede ver bien al Gobernador, o lo que queda del hombre, en la plataforma de triplay profanada.

—He encerrado a la niña y le he desatado el brazo —dice Gabe, pero Bob apenas puede escucharlo ni ver al otro tipo que está agachado al otro lado de la habitación (un pistolero llamado Jameson, que tiene las manos unidas de una forma extraña y los ojos hirviendo de pánico) y el vértigo amenaza con derrumbarlo. Se queda con la boca abierta. La voz de Gabe vibra como si surgiera del agua.

—Está inconsciente pero aún respira.

—¡Maldita sea! —Bob apenas logra emitir sonido alguno, tiene la voz quebrada y está pálido. Cae de rodillas. Contempla una y otra vez los restos contorsionados, carbonizados y bañados en san-gre de un hombre que una vez recorrió las calles del pequeño reino de Woodbury como un caballero del rey Arturo. Entonces, el cuer-po destrozado de Philip Blake empieza a sufrir una metamorfosis

en la mente de Bob Stookey y se convierte en ese pobre joven de Alabama al que una bomba casera cortó el cuerpo por la mitad a las afueras de Kandahar: el sargento mayor Bobby McCullam, quien se le aparecía con frecuencia en sueños. Sobrepuesta a la cara del Gobernador, en una grotesca doble imagen, ve la máscara de muerte del rostro del marine bajo el casco (ojos escaldados y una mueca sangrienta), con la terrible mirada fija en él, el conductor de ambulancias. «Mátame», había susurrado el muchacho a Bob, quien no podía hacer nada por el joven, más que depositarlo en la plataforma de carga atiborrada con marines muertos. «Mátame», y Bob se quedó indefenso y en un silencio afectado, y el joven marine murió con los ojos fijos en él. Todo esto pasa por la mente de Bob en un instante. El contenido estomacal sube por su esófago y le llena la boca de ácidos gástricos que le queman la garganta y le suben por las fosas nasales como lava.

Bob se da la vuelta y vomita sobre la alfombra sucia de la sala.

Todo el contenido de su estómago —una dieta líquida de veinticuatro horas de whisky barato y ocasionales sorbos de combustible líquido de las latas de Sterno— sale en espumarajos y se esparce por la alfombra. A cuatro patas, Bob vomita y vomita, con la espalda arqueada y el cuerpo convulsionando. Intenta hablar entre ja-deos acuosos.

—Yo… no puedo… no puedo ni siquiera mirarlo. —Jala aire. Lo recorre un estremecimiento espástico—. No puedo… ¡no puedo hacer nada po… por él!

Bob siente una mano tan fuerte como una prensa de tornillo en la nuca y en parte de su chamarra de combate. La mano lo sacude y lo pone de pie tan violentamente que casi se le salen las botas.

—¡El doctor y Alice se han ido! —le ladra Bruce, con la cara tan cerca de la suya que le salpica un fino rocío de saliva mientras le aprieta el puño sobre su nuca—. Si no haces nada, ¡¡se va a morir, maldita sea!! —Bruce le sacude—. ¡¿Acaso quieres que se muera?! Encorvado y apresado por la mano de Bruce, Bob gime:

—Yo… yo… yo no… no.

–¡¡Entonces haz algo, chingada!!

Con una inclinación de cabeza, ofuscada, Bob se gira de nuevo hacia el cuerpo roto en el piso. Siente que la presión en el cuello se afloja. Se agacha y observa al Gobernador.

Ve toda la sangre que resbala por el torso desnudo, formando manchas pegajosas como si fuera un mapa. Se está secando y oscureciendo, bajo la tenue luz de la sala. Examina el muñón quemado del brazo derecho y luego explora la cuenca ocular llena de sangre. El globo, tan brillante y gelatinoso como un huevo cocido a medias, cuelga a un lado de la cara del hombre, sostenido por fibras de tejido. Observa el pantano de sangre arterial reunida alrededor de las partes íntimas del hombre. Y, finalmente, analiza la respiración superficial y laboriosa: el pecho del hombre apenas se mueve.

Algo cambia en el interior de Bob Stookey, y recupera la sobriedad con la rapidez e intensidad de las sales aromáticas. Tal vez es la vieja película de la guerra que regresa. No hay tiempo para la duda en el campo de batalla, ni espacio para la repulsión, el miedo o la parálisis: hay que moverse. Rápido. De manera imperfecta. Solo moverse. El triaje lo es todo. Primero, detener la hemorragia, mantener limpias las vías respiratorias y conservar el pulso y, luego, idear una manera de transportar a la víctima. Pero, sobre todo, a Bob le invade una ola de emoción.

Nunca tuvo hijos, pero la repentina empatía que siente por este hombre recuerda a la adrenalina que fluye en el interior de un padre en la escena de un accidente automovilístico, a la capacidad de elevar quinientos kilos de acero de Detroit para liberar a un niño atrapado entre los escombros. Este hombre se preocupaba por Bob. El Gobernador le trataba con amabilidad y hasta con ternura: siempre se preocupaba por él, se aseguraba de que tuviera comida y agua suficientes, además de cobijas y un lugar donde quedarse. Esta revelación da fuerzas a Bob, le sujeta, limpia su visión y concentra sus ideas. El corazón se le calma y se agacha para palpar con la punta de un dedo la yugular bañada en sangre del Gobernador mutilado. El pulso es tan débil que podría confundirse con una crisálida ale-teando dentro de un capullo carnoso.  

La voz de Bob surge en un tono bajo, firme y autoritario.

—Voy a necesitar vendas limpias, cinta y algo de peróxido.

Nadie nota cómo le cambia la cara. Se aparta los mechones de pelo grasoso, lleno de pomada, sobre la calva. Estrecha los ojos, rodeados de patas de gallo y arrugas profundas, y frunce el ceño con la intensidad de un apostador experimentado que se prepara para jugar su mano.

—Luego habrá que llevarlo a la enfermería. —Finalmente, alza la vista hacia los otros hombres y su voz adquiere una seriedad más profunda—. Haré lo que esté en mis manos.»

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Robert Kirkman | Jay Bonansinga

Robert Kirkman es el creador del cómic y del universo The Walkind Dead

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