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«Paidós Empresa», El objetivo es llegar a nuevos lectores.

Grupo Planeta lanza una colección para comprender las ideas que mueven al mundo.

Es un orgullo para esta casa editorial la creación de la colección: Paidós Empresa. El objetivo es llegar a nuevos lectores interesados en conocer herramientas que les permitan desarrollar de manera eficaz e innovadora su trabajo, así como ofrecer opciones para alcanzar el éxito en los negocios.

Paidós Empresa tiene el compromiso de que, quien se acerque a este nuevo sello editorial podrá encontrar respuestas a inquietudes de verdaderos emprendedores: qué hacer para convertir un nuevo producto en un éxito de ventas, cuáles son las habilidades que llevan a un líder a sobresalir entre los demás, cómo aprovechar el coeficiente emocional para ser eficaz en las ventas o cómo descubrir en los hechos cotidianos los insumos para que las empresas creen marcas nuevas. Paidós Empresa rompe con los contenidos tradicionales y brindará ideas frescas para liderar, triunfar, crecer e innovar.

Los temas generales girarán en torno a: dirección ejecutiva y alta gerencia, marketing, liderazgo y motivación, estrategia y negociación, ventas y servicio al cliente, casos empresariales, innovación y emprendimiento, economía y negocios internacionales.

Paidós Empresa ofrecerá diferentes temáticas en administración, negocios, gerencia y crecimiento profesional, cuyo fondo editorial se nutrirá de una selección de obras globales y regionales de alta calidad. Entre los autores que pertenecen a este nuevo sello están: Guy Kawasaki, pionero en aplicar el concepto “evangelizar” a los negocios tecnológicos, los premio Nobel de economía: George A. Akerlof y Robert J. Shiller y la reconocida asesora de empresas y agencias gubernamentales, Sandra Janoff .

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«Hombres Desnudos», de la autora Alicia Gimenéz, premio planeta 2015.

La autora española Alicia Giménez Bartlett, merecedora al premio Planeta 2015 visita por primera vez México.

«Hombres desnudos«, es una obra divertida pero a la vez profunda que toca el tema de la prostitución masculina en un mundo de mujeres exitosas que privilegian su carrera profesional sobre cualquier compromiso sentimental o familiar.

Irene y David después de varios años de haber estado casados se divorcian y con la ruptura no sólo deben enfrentarse al tema de la separación ante una sociedad, a veces crítica y otras compasiva, sino también afrontarse a los amigos en común y a «un mundo de parejas correctas y presuntamente felices».

«Nadie puede pensar hasta qué punto los tiempos convulsos son capaces de convertirnos en quienes ni siquiera imaginamos que podríamos llegar a ser. Es así que por ejemplo, hombres treintañeros pierden su trabajo y pueden acabar haciendo estriptis en un club».

Lo extraordinario de ésta novela es la narración de las voces internas de cada personaje, es así que escuchamos a la esposa, el esposo y los amigos.

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Novela ganadora del Premio Planeta 2015

«Sin alas. La Esfera 1». La trilogía que cambiará las reglas del juego.

«Sin alas», el inicio de la trilogía «La Esfera«, de Muriel Rogers.

La Esfera tiene controlada a la población. Para evadirse, los ciudadanos del Nido están enganchados a un entorno virtual que les permite disfrutar de la libertad que ansían. Kala, una chica que rechaza ese modo de vida, se verá obligada a cruzar al Otro Lado para buscar a su mejor amigo, Beo, que lleva días desaparecido. Lo que encontrará allí será algo para lo que no estaba preparada.

Hojea el primer capítulo: 

«ES QUE NO SÉ DÓNDE ESTÁ BEO.

Pero ¿dónde se habrá metido? Por primera vez desde que se conocieron al empezar el colegio a los cinco años —y de eso hace ya diez—, Kala no sabe dónde está Beo. Como cada tarde al salir de clase, se escapa hasta la azotea de cualquier edificio para sentarse en el suelo curvado mientras mira su reflejo en los ladrillos blancos y brillantes. Sin embargo, hoy está sola.

Vestida de un blanco inmaculado y elástico pegado a la piel, como todos los habitantes del Nido, corre entre las casas con forma de huevo hacia los barrios más altos. Le encanta elegir una de las viviendas más elevadas —sobre todo hoy, que no tiene que lidiar con el vértigo de Beo— y sentarse en el tejado a ver caer la tarde. A veces, como hoy, se quita las zapatillas, las sujeta entre los dientes y trepa descalza por los escalones, esas pequeñas plataformas blancas que emergen de la fachada y después, una vez que ella ya ha subido, se esconden de nuevo en la pared abombada. Kala es toda una experta en pasar desapercibida mientras asciende sin hacer ruido. Una vez en la azotea, se acerca a la fina barandilla circular y apoya las manos. Desde esa cima elevada, disfruta hundiendo la mirada en el Abismo, que separa a su ciudad del suelo terrestre, ese gran desconocido desde hace generaciones, miles de metros más abajo; un abismo atravesado por nubes, sujetado por imponentes columnas blancas.

Hoy que Beo no está con ella y que no pueden hablar de las tonterías habituales —hay que ver lo plomo que llega a ser a veces—, Kala cierra sus ojos grises y abre las orejas. Un viento fresco le acaricia los párpados blanquecinos y las mejillas apenas rosadas. La media melena, de un pelirrojo oscuro, se mece sin rozar los hombros. Sus oídos adivinan, a lo lejos, el suave deslizar de los automóviles blancos a un palmo del suelo, pero el aire le llega cargado de recuerdos, de frases de Beo, de sus tontas anécdotas en el Otro Lado: que si hicimos esto, que si hicimos aquello, que si nos conectamos hoy, que si cruzamos de nuevo, que si mi nuevo doble es genial, que si cuándo quedamos en Isla Tropical… Todo ese rollo del entorno virtual, esa asquerosa vida paralela donde todo el mundo se pasa los días, la aburre profundamente. No puede entender la dedicación de sus compañeros, vecinos, mayores y pequeños, a esa especie de juego tan estú- pido, casi infantil, en el que se sienten como en casa. ¿No se dan cuenta de que no es real? Incluso su propio padre, un científico inteligente, un hombre que dedica su vida a traer niños al mundo —¡al mundo real!—, se pasa los fines de semana conectado. ¿Por qué a ella no le gusta el Otro Lado? Las pocas veces que ha entrado allí, una fuerza proveniente de su vientre, como una sensación de haber comido algo en mal estado, la ha escupido afuera. Porque, en rigor, no es un lado, no es el otro lado de ningún sitio, no existe, es basura virtual, y solo está en sus cabezas, como una nube. ¿El otro lado de qué? Parece que se hayan vuelto todos locos.

En fin. A ella lo único que podría hacerle gracia sería tener un par de alas y volar por el cielo siempre soleado del Nido. Le gustaría escaparse un rato, sobrevolar la ciudad y bajar luego en picado para volar bajo los barrios plagados de casas con forma de huevo, bajo las plataformas redondas que las agrupan, y planear a toda velocidad sorteando las columnas forzudas que sostienen el Nido en el aire, tan lejos de la superficie de la Tierra, tapada siempre por esa densa masa de nubes. Entonces, en un giro maestro, volvería a ascender entornando los ojos y llegaría hasta la Esfera, hasta esa esfera inmensa, de diámetro imposible, más grande que el Nido, esa esfera suspendida eternamente sobre sus cabezas como una enorme bola translúcida, casi invisible, que deja entrever el azul del cielo a través de ella. Después volaría lejos, muy lejos. Sí. Si tuviese alas, desaparecería y no tendría que aguantar a Ter 14 ni su actitud de ingeniero sabelotodo ni sus horrendas gafas de mecánico.

Al pensar en Ter, Kala recuerda por qué cada tarde alarga más su estancia en las azoteas. No ha tenido más remedio durante estas últimas semanas, desde que ese parásito se les coló en su huevo y se quedó a vivir con ellos, invitado por su enamorado, que por desgracia no es otro que el padre de Kala. Hace años que Ter y Jon son pareja y, sin embargo, ella no se lo esperaba. La verdad es que no estaba preparada. Debería habérselo imaginado hace tiempo, pero alguna zona de su obstinada cabeza se ha empecinado siempre en negar que esos dos pudiesen amarse. Ahora se da cuenta de que nunca han tenido bastante con verse alguna noche por semana. Incluso es probable que hayan estado esperando por ella, a que se hiciese un poco más mayor entre los brazos de su padre antes de tener que compartirlo.

No. Qué va. No es eso. Al menos esa no es la excusa que le han contado para obligarla a convivir con él. Se supone que ese vago se ha quedado sin ingresos y sin casa. Pero ¿qué culpa tiene ella de que el inútil de Ter se haya quedado sin trabajo? Hubiese preferido una explicación más romántica, la verdad. ¿A ella qué le importa si los servicios de Ter ya no le sirven de nada al Poder, si por fin se han dado cuenta de que no es un ingeniero tan espabilado como parecía? El hecho es que ahora Kala solo tiene ganas de estar en la calle, de llegar tarde a casa, o de no llegar, o de salir volando y no mirar atrás. Pero, vaya, de todos modos, ¿quién puede permitirse unas alas? Las alas son solo para los Búhos, sí, ya lo sabe. Y las que hay están contadas y guardadas bajo estricta vigilancia. Las alas no son en ningún caso para alguien como ella, para una joven aburrida.

Kala frunce el ceño y camina arrastrando los pies hacia el centro de la azotea, donde se tumba, con la espalda extendida sobre la superficie brillante. La curvatura de la cima del huevo bajo sus omóplatos la obliga a abrir los hombros y el pecho y la ayuda a respirar con más profundidad. Pero ¿dónde está Beo?, vuelve a preguntarse. Después coloca las manos sobre su ombligo y, con las puntas de los dedos, acaricia su anillo para sentir el tacto reconfortante de la piedra verde.

A los pocos minutos se incorpora de un salto, estira los brazos y las piernas, delgadas pero no muy largas, y vuelve hacia el extremo de la terraza a grandes zancadas. Ya va siendo hora de volver, pero la verdad es que ella preferiría estrellarse contra el suelo, saltando desde aquí, que ir hacia su hogar, dulce hogar.

A veces piensa que el Nido parece construido sobre la marcha —ahora un huevo pequeño, ahora otro algo más grande…—, sin ningún respeto por una armonía natural. Las columnas blancas se elevan desde la superficie de la Tierra, que queda…, ¿cuántos metros o kilómetros por debajo? Nadie lo sabe. El Poder simula que lo olvidó y hace generaciones que eso ya no se enseña en la escuela. Le fascina que ninguna columna sea igual a otra; cada una tiene su altura y su grosor. Cada tres sostienen una plataforma circular, un  mininido con un determinado número de edificios ovoides. Nunca ha intentado contar cuántas debe de haber, pero calcula que más de quince. Visto desde el cielo, y seguramente también desde la Esfera, el Nido debe de parecer un terreno irregular sembrado de huevos con caminos curvos y circulares sin orden ni concierto.

Da un pasito más hacia el límite, hacia la barandilla cilíndrica y baja, y saca un poco el cuerpo hacia el Abismo. Fuerza la vista apretando los párpados inferiores para ver un poco más abajo, cuando un pie se le resbala por la pendiente redondeada y casi pierde el equilibrio. Ay, si la llega a ver el exagerado de su padre. Ya lo está oyendo, con su voz profunda y sus labios carnosos más abiertos de la cuenta: «Pero, Kala, ¿qué te crees?, ¿que tienes alas? ¡El día que te caigas…! ¿Por qué no te entretienes en el Otro Lado, como la gente normal? ¿Quieres que te ayude a diseñarte una doble?». Qué aburrimiento de tío. Todavía la trata como a una niña.

Vuelve a mirar las columnas dejando colgar su cuerpo más allá de la baranda. Es que no hay duda, piensa: lo único que le falta al ser humano para ser perfecto son unas alas. ¿De qué les sirve el Otro Lado? Si quieren escapar del Nido, que vuelen. ¿Para qué necesitan sentarse en una butaca y conectarse a un mundo irreal? Alas para todos, se dice a sí misma en un susurro mientras se rasca la barbilla. Pip-pip. Una franja de la manga derecha, hasta ahora cubierta de minúsculas escamas blancas, se torna de un verde eléctrico. Extrañada por la hora, Kala eleva el antebrazo hasta la altura de sus ojos; sobre el tejido, en una pantalla blanda, emerge la cara delgada y de piel oscura de su padre, cruzada por ese bigote demasiado ancho que se empeña en lucir. Al pie de la imagen, un subtítulo reza: «Jon 35».

—Kala, hija, ¿a qué hora llegas a casa? —le pregunta mientras se coloca mejor las gafas y se acaricia hacia atrás los rizos negros y minúsculos. Aún lleva puesta la bata azul que distingue a los científicos, así que ella supone que acaba de volver del Criadero.

Jon es médico y trabaja para el Poder, en el Área Reproductiva. Hace un par de semanas que la cifra de habitantes del Nido volvió a descender hasta 49.000 —antes o después todo el mundo llega a los cien años de vida y ¡plof!—, así que están preparando una nueva remesa de mil bebés. Por este motivo, últimamente el padre de Kala suele pasar más horas fuera de casa. Lo que le faltaba a ella, ahora que Ter siempre está por allí sermoneando, haciendo de padre, o de amigo, o de lo que sea que esté intentando ejercer.

—Ya voy, ya voy.

¿A qué viene esto ahora?, se pregunta Kala mientras recoge del suelo sus ligeras zapatillas blancas. Tiene que ser cosa de Ter, que le está cambiando al padre, el muy… Hace un mes esa dichosa preguntita controladora no hubiese tenido cabida. En cambio ahora, durante cada comida, los tres montan el numerito de la familia feliz que comparte su «¿Cómo ha ido el día?» alrededor de la mesa. ¿En serio se creen que a ella le interesa lo más mínimo lo que haya podido pasar en ese laboratorio donde fabrican bebés lloricas? ¿Piensan que le importa en qué malgasta sus horas el Máscara-absurda? ¡Venga ya! ¡Pero si se pasa el día metido en el sótano, y encima se cree con derecho a cerrarlo con llave, cuando esa ni siquiera es su casa! Ya los está viendo, esperándola en el sofá, bien pegaditos, con ganas de hablar. Se lo van a notar. Van a saber que le pasa algo y al final le va a tocar decir: «Es que no sé dónde está Beo».

¡No! Beo es cosa suya. Es su amigo. Y no necesita ningún listillo ni ningún papaíto que le ayude. Beo… Lo extraña tanto… Ya hace demasiadas horas que no sabe dónde está. La verdad: habría sido todo un detalle por su parte haberla sinalas.indd 14 29/01/16 12:29 15 avisado si pensaba perderse por ahí. Entiende que esté enfadado con ella después de lo de ayer, pero tampoco hay motivos para faltar a clase, ¿no? Además, ¿cómo puede alguien perderse en el Nido? Es una ciudad con límites que uno no puede cruzar si no quiere caer al suelo en plancha y morir hecho trizas allí abajo, en tierra de nadie. Y menos con el vértigo que él tiene. Si mañana vuelve a saltarse las clases, a media mañana los Búhos irán a la puerta de su casa e interrogarán a sus padres.

Con las cejas hundidas en su rostro níveo y con los labios planos, Kala se incorpora y, avanzando a pasos de gata con plumas, baja escalón a escalón hasta la calle inmaculada y se encamina hacia casa. Al cabo de quince minutos el sol ha descendido y Kala se coloca ante la puerta de su casa, blanquísima y con esa forma de huevo abandonado. El escáner le explora la retina y las puertas de vidrio opaco se abren silenciosas, mientras la voz metálica de Domótica, de una feminidad enlatada, recita:

—Bienvenida a casa, Kala 76 90.

Sube los cuatro peldaños en dos saltos y entra. Después, posa en el centro de su cuello la punta del dedo índice y lo hace descender por el torso, para abrir en dos su traje ajustado y dejar que le entre un poco de aire. Su padre la espera en el comedor con Ter, que lleva como siempre sus horribles gafas cubriéndole medio rostro, esa barba hasta el pecho y una ropa ancha y negra. Fingen charlar animadamente, sentados en cada uno de los dos sofás amarillos, separados por un vacío de cuatro metros. Sabe que fingen porque se han callado de golpe, como si se les hubiera acabado la batería, sin ni siquiera tener la sutileza de acabar la última frase. Están allí solo esperándola.

—¿Dónde estabas?

—No es asunto tuyo, papá. —Kala se frena a una distancia prudencial.

—Déjala, hombre, que haga lo que quiera —interviene Ter sacudiendo una mano—, ¡que ya es toda una mujer!

—Sé defenderme sola. Y tengo quince años. Quince. No soy más que una chica joven. —Lo ha vomitado sin querer, con los pies pegados al suelo, como si la voz de Ter le hubiese tirado de la lengua.

La mirada de su padre cae hacia sus rodillas y Ter aguanta esa cabeza blancuzca con una sonrisa que apunta al techo. Un silencio espeso los envuelve. Nadie tiene ganas de discutir, y menos ella.

—Lo siento. ¿Qué tal en el trabajo?

—Bien, gracias, cariño, como siempre. Estamos sembrando, ya sabes. —Su padre se levanta y se acerca a la plancha metálica enganchada a la pared—. La comida, por favor. Hora de cenar.

—Enseguida —responde la voz fría de Domótica.

La plancha se desprende lentamente hasta quedar en posición horizontal, suspendida en el aire, preparada para hacer de mesa y dejando un agujero en la pared. Unos ligeros zumbidos metálicos avisan de que los robots de cocina ya preparan la comida tras el muro. Después, tres platos se deslizan sobre la plancha metálica y tres taburetes redondos emergen del suelo.

Compartir el momento con su nueva familia le apetece casi tanto como acabarse esa porquería blanca y pastosa, que vete a saber qué gusto tiene hoy. Además, Ter pasa de su padre y se dedica a mirarla a ella, a clavarle los ojos a través de esas gafas de loco, mientras sigue sonriendo y enseñándole la dentadura insolente de remesa sin defectos. Y no la deja en paz, como si lo supiese todo sobre todo y esperase una confesión. No piensa contarles nada y no piensa compartir preocupación por su amigo. La coserían a preguntas y acabarían echándole a ella la culpa al saber de la discusión de ayer. Decide subir a su habitación para quitárselos de encima e intentar llamar a Beo.

—Si me disculpáis, me voy yendo a la cama. Estoy hecha polvo.

La puerta de vidrio blanco se cierra tras su espalda y el aroma a vainilla le masajea la nariz. Se deja caer sobre el colchón de agua, que flota a medio metro de altura. Pide en voz alta que la cama descienda al nivel del suelo y Domótica le concede el deseo mientras su cuerpo se mece pegado al colchón. Da una sola palmada seca y la música reconfortante de los Prama inunda la habitación como un humo invisible. Observa las estrellas fosforescentes del techo, eclipsadas por el último rayo de sol que aún entra por la ventana. Clica en la manga de su traje y, de un golpe de muñeca, arrastra la pantalla hacia la pared blanca de enfrente. «Error de conexión.» Pero ¿dónde está ese Beo que siempre lo abandona todo por hablar un solo minuto con ella? ¿Tan dura fue ayer con él?

Justo allí, a su lado, donde casi puede tocarla, sigue su butaca de conexión al Otro Lado, blanca y lisa, casi sin estrenar. Se le ocurre que quizás… ¿No estará Beo…? ¿Y si ella se…? Pero no, ni hablar, ¡ni hablar! Eso de ningún modo. Por más sola, aburrida y asqueada que se sienta, no piensa meterse en ese sitio patético. Ni por Beo ni por nadie.

Al día siguiente, en clase, la silla de al lado sigue vacía. Hay quien le pregunta por Beo, pero la mayoría ya sabe que ella no habla mucho y que suele ser él quien habla por los dos, así que pasan de intentar establecer una conversación.

Tras acabar la jornada, a media tarde, Kala se planta ante la puerta de casa de su amigo. Sabe que no tiene demasiado tiempo antes de la llamada de su padre reclamándola para que vaya a casa a hacer de hijita modelo ante su querido novio. El escáner le explora la retina con su haz de rayos invisibles, emitiendo un silbido algo más agudo que el de su casa.

—¿Cuál es el motivo de tu visita, Kala 76 90? —pregunta la misma voz metálica de cada rincón del Nido.

—Beo 92 03.

La puerta de vidrio se abre sin rozar el suelo y las luces se encienden a medida que Kala salta los cuatro peldaños. Se cuela en la vivienda ovoide, idéntica a la suya, idéntica a todas las de la zona. A diferencia de en su casa, siempre inundada por la iluminación de balneario —hasta que el cursi de Ter se emperró en imponer esa incómoda luz de cueva marina—, la madre de Beo ha solicitado claridad diurna. Kala pronuncia varias veces el nombre de su mejor amigo. Nada. Saluda en voz alta hacia el hueco abrazado por los dos sofás amarillo cálido. No hay nadie. Entonces, ¿por qué se le ha permitido entrar? Sube las escaleras y se dirige a la habitación de Beo. Abre la puerta sin llamar:

—¡No me digas que aún est…

Pero nadie puede oír sus palabras en la habitación vacía. Kala se acerca a la butaca de conexión de Beo, mucho más desgastada y deformada que la suya; la acaricia levemente y dirige su mirada hacia la mesa blanca del rincón, buscando una nota, una pista, lo que sea que pueda llevarla hasta él. Pero ¿cómo puede ser tan desordenado? Se va a volver loca. Daría lo que fuese por saber algo, ¡algo!, sobre dónde está Beo. La nada, el vacío, la ausencia, ni una pista, ni media pista, ni la sombra de media pista, ¡nada! Le parece tan raro… Esto no es propio de él.

Abre los cajones y rebusca en ellos, inspecciona entre los objetos que cubren la mesa, repasa los espacios libres del suelo, se agacha a mirar bajo la cama flotante. Nada. La normalidad se ríe de ella en su cara mientras un atisbo de culpa se cuela bajo las escamas minúsculas de su traje blanco. ¿Quizás debió dejarlo hablar?

—¡Eh! —No se le ocurre un modo más formal para llamar a Domótica, que le responde con esa voz gélida que les dirige media vida.

—¿Sí, Kala 76 90?

—¿Dónde está? —Se tumba agitada y cruza las piernas sobre esa cama que ha oído tantos secretos, intentando relajarse.

—¿Qué buscas, Kala 76 90?

—Venga ya. —La suponía más lista—. A Beo. ¿Dónde está?

—Beo 92 03 se encuentra en su habitación.

Kala abre los brazos en cruz:

—¿Eso te parece, máquina sabionda? ¿No tienes ojos en la cara? —pregunta al aire entre carcajadas rotas—. Pero ¿quién os programa? —Beo 92 03 entró y no salió por la puerta. Beo 92 03 se encuentra en su habitación —insiste Domótica. Aunque sabe que eso es imposible viniendo de una personalidad programada, Kala percibe un cierto tono de indignación.

Hace un último repaso visual a toda la habitación, llena de cachivaches amontonados entre sucios trajes blancos y zapatillas en desuso. Se muerde con suavidad el labio inferior y encoge las cejas. ¿Cuál es la probabilidad de que una máquina como Domótica, por estúpida que sea, se equivoque? Ter lo sabría, con esas gafas suyas de monstruito ridículo. Casi seguro que esta voz rígida fue programada por él en sus buenos tiempos.

Kala deja caer la vista una vez más sobre la butaca, el ocho inflado que no roza el suelo. Lo que no piensa hacer ni por asomo es conectarse y cruzar al Otro Lado a buscarlo entre todos esos…, ¡bah! Ni siquiera sabe qué pinta tiene su nuevo doble. Le juró a Beo que no volvería a convencerla de nuevo para perder el tiempo así. Aún recuerda aquella vez, hace un par de años, cuando creyó que moriría ahogada en el Vacío. Todavía se estremece al pensar en ese infierno virtual negro y frío, sin aire, ese espacio hueco adonde no llega el Mar Recreativo que baña las costas de las islas, esa nada donde nadie es ya humano, ni doble, ni… ¡Era tan realista! ¡Se sintió a punto de morir! Se incorpora y se queda sentada sobre la cama de agua. No entiende qué gracia puede encontrarle Beo. ¿Acaso está loco? Sí. Él, y su padre, y todos los demás.

Sentada en la punta redondeada de la cama de su amigo, recuerda como si fuese ahora el momento exacto en que vio a Beo por primera vez.

Fue al inicio de su primer día de escuela. Ella tenía cinco años y su padre la acompañaba hasta la puerta altísima del edificio blanco y cúbico. Nunca había visto tan de cerca el centro escolar, una de las construcciones más imponentes del Nido, situada en una de las plataformas más bajas. La pequeña Kala doblaba el cuello hacia atrás e intentaba mirar el techo, pero un rayo de luz blanca le hizo bajar la vista al suelo, en el que vio reflejada su media sonrisa hundida. Miró entonces al oscuro reflejo de su padre, que tocaba un hombro a la Kala del suelo. Quieto, mientras el viento le sacudía sus negros rizos siempre enredados, sonreía bajo su gran bigote:

—Todo irá bien —le aseguró.

Después le dio un empujoncito que la invitaba a seguir sola. Ella, sin mirar atrás, avanzó por el camino luminoso que se adentraba en el cubo. Al cabo de pocos pasos ya se encontraba delante del aula de los más pequeños.

Domótica preguntó:

—¿Nombre?

—Kala.

—Repito: ¿nombre?

Suspiró. Odiaba esos números que nunca entendería y que su padre jamás pronunciaba al llamarla.

—Repito: ¿nombre?

—Kala 76 90.

—Adelante, Kala 76 90.

La puerta, de vidrio casi negro, ascendió. Ante ella se extendía una fila de niños de su edad que esperaban para ser guiados a sus lugares. El techo del aula se elevaba unos cuatro metros sobre sus cabezas dormidas. Ante la fila, flotaban sillas blancas, agrupadas en un desorden ordenado. El primer niño de la fila se sentaba en una de ellas, y esta se elevaba poco a poco hasta una altura concreta del aula. Y pasaba el siguiente. La fila se iba acortando y Kala se veía obligada a dar pequeños pasos hacia las sillas volantes. Su estómago se iba encogiendo. ¿Y si se sentaba mal? ¿Y si escogía la silla más alta? Durante la espera, recordaba las palabras de su padre antes de salir de casa. La ayudaba a meter sus bracitos en aquel uniforme blanco, nuevo y demasiado ajustado para su gusto, mientras le repetía lo de siempre: «No le cuentes a nadie que eres especial, Kala. A los otros niños no les gustará mucho oírlo». Ella, también como siempre, había contestado con la pregunta que él nunca respondía: «¿Por qué, papá? ¿Por qué soy especial? Dime». Y él, una vez más, había evitado darle explicaciones: «Algún día, hija, cuando seas mayor, lo comprenderás».

Había llegado su turno: le tocaba elegir una silla flotante, sentarse en ella y volar alto. Pero se había quedado allí de pie, taponando la cola, con los pies clavados en el suelo. Miró  atrás.

Entre las miradas arrugadas, justo a su espalda, había un niño pálido de ojos negros y grandes y pelo destartalado. Vestía de blanco, como ella, como todos, aunque pronto Kala comprobó que no era uno más. —Pssst —le avisó él—, que tienes que subirte a una silla.

—Es que no lo veo claro.

—Si no subes nos arrestarán.

—¿Y si me toca en lo más alto?

Mientras todos la miraban resoplando, el niño bajó la voz:

—Ya, sí, te entiendo. Da vértigo. ¡Y todos estos locos cruzan así los dedos para que les toque arriba del todo!

Ella sonrió con timidez.

—Me llamo Kala. —Y extendió hacia él su mano derecha.

—Beo.

Como él no le ofreció la suya, Kala dirigió sus ojos hacia el lado derecho de las caderas del niño, para después hacer reptar la vista hacia sus hombros y gritar:

—¡No tienes brazo! —Y se tapó la boca con una mano.

El resto de los niños de la fila se acercaron, entrechocando entre ellos. Suspiraban con los ojos como platos, se tapaban también la boca… Incluso algunos empezaron a reírse en una carcajada creciente que se extendió por el aula. Entonces, Kala miró hacia arriba y se dio cuenta de que los alumnos ya sentados a diferentes alturas también observaban a Beo, con detenimiento, en picado. Mientras tanto, él bajaba los ojos al suelo. Y todo por su culpa, ¡qué lengua tan larga!

De repente, la voz metálica acalló las voces y las risas infantiles:

—Son las cero ocho cinco ocho. Quedan dos minutos para el inicio de la sesión de trabajo de hoy. Todos aquellos que no ocupen posiciones en este margen de tiempo serán arrestados en un plazo máximo de diez minutos y encerrados en sus casas hasta nueva orden. Iniciando cuenta atrás: ciento veinte, ciento diecinueve, ciento dieciocho… Kala corrió hacia la silla más cercana. Blanca. Fría. Flotante. Se sentó sobre ella y ascendió en silencio hacia ese punto del que ya no podría escapar. En el suelo, vio empequeñecerse poco a poco el reflejo de los preciosos ojos de Beo.

A la hora del recreo, Kala salió a la terraza de la escuela. La luz de media mañana, que atravesaba la Esfera y un par de pequeñas nubes altas, la deslumbró. Cuando por fin recuperó la visión y pudo abrir los ojos, encontró ante sí un patio enorme, rectangular, blanco y liso, casi brillante. Bien, tenía media hora para encontrar a ese tal Beo y pedirle disculpas por tener la lengua tan larga. Si hubiese podido volver atrás, habría buscado sin duda otro modo de mostrarle su asombro. Pero no podía. Era demasiado tarde y ahora él ya no le hablaría jamás, jamás en la vida. Sin embargo, tenía que probarlo; su padre siempre le decía que una disculpa a tiempo valía más que una serenata nocturna demasiado tarde. Ella no tenía ni idea de qué era una serenata, y tenía la impresión de que debía de ser una de aquellas palabras antiguas que el Poder había borrado del listado por falta de uso.

Una pequeña Kala cabizbaja escaneó el patio del tejado, en el que ya se habían formado pequeños grupos de niños de diferentes edades. Localizó enseguida la silueta de Beo, sentado a contraluz con la espalda apoyada en la baranda de cristal. Se acercó hasta allí y, aunque él no la miraba, probó suerte con una frase amistosa:

—¿No decías que tenías vértigo?

—Mucho. Intento superarlo. De momento, de espaldas.

—Oye… Que… ¿Me perdonas? —Kala se sentó a su lado—. Me ha salido sin querer, se me ha escapado. Me da igual que te falte un brazo.

—Piensa lo que quieras. No necesito otro brazo. Ya tengo uno. ¿Lo ves?

—¿No crees que los médicos podrían ponerte un…?

—¡Te he dicho que no! ¡No lo necesito! —Beo se volvió hacia el lado contrario—. No es asunto tuyo, ¿vale?

Kala buscaba en su cabeza, a toda velocidad, alguna frase que pudiese llamar la atención del niño, algo que le hiciese entender que a ella no le molestaba que él fuese diferente.

Quería ser su amiga. Si no, ¿de quién? Y ya lo tenía:

—Mi padre me ha dicho que no le diga a nadie que soy especial —le soltó.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí?  Te va a reñir.

—No sé. Para que no estés tan enfadado conmigo.

—¿Y por qué? ¿Por qué eres especial? —Beo seguía sin girarse para mirarla.

—No lo sé. Me lo dirá cuando sea mayor.

Beo se dio la vuelta entonces, con un ojo cerrado por la luz y el otro abierto, y con la duda deformándole los labios.

—No sabes por qué eres especial, pero es lo primero que me cuentas. Eres rara, ¿no?

—Bueno.

—Yo también.

No hablaron más durante un buen rato. Entonces un Búho cruzó el cielo hacia la Esfera, batiendo sus enormes alas metálicas. Kala elevó un dedo hacia la figura humana volante, vestida de un marrón jaspeado.

—¿Crees que podría ser una chica?

—¿Por qué?

—Me gustaría ser ella.

Beo esperó unos segundos para responder:

—Yo no sería Búho jamás —aseguró encogiendo los hombros.

—¿No?

—No.

—Bueno. Yo solo lo decía por las alas.

—Vale.

Domótica los convocó al aula. Beo se levantó y ofreció su mano a Kala para ayudarla a incorporarse. Era un brazo fuerte ya entonces. Sin duda valía por dos.

Caminaron el uno junto al otro hasta la puerta».

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Muriel Rogers

Un mundo perfecto entre barrotes invisibles. Una joven única destinada a romperlos.

«Tal vez mañana», la historia que hará vibrar tu corazón.

Collen Hoover, empezó a escribir a los cinco años. Su primera historia, «Mystery Bob«, fue un gran éxito según su madre. Colleen continuó escribiendo para su familia y amigos hasta que en diciembre de 2011 decidió escribir una historia más larga.

Lee el primer capítulo de esta hermosa novela, «Tal vez«.

«Dos semanas antes

Sydney

Abro la puerta corredera del balcón y salgo. Agradezco que el sol se haya ocultado ya tras el edificio de al lado y que el tiempo se haya refrescado hasta alcanzar una temperatura que podría ser perfectamente otoñal. Casi de inmediato, justo en el momento en que me recuesto en la tumbona, el sonido de su guitarra cruza el patio. Le he dicho a Tori que salgo al balcón a hacer las tareas porque no quiero admitir que la guitarra es el único motivo que me hace salir todos los días a las ocho, puntual como un reloj.

Ya hace varias semanas que el chico del apartamento que está justo enfrente, al otro lado del patio, se sienta en su balcón y toca durante al menos una hora. Todas las noches, yo me siento en el mío y lo escucho.

Me he fijado en que hay otros vecinos que también salen al balcón cuando él empieza a tocar, pero ninguno de ellos es tan fiel como yo. Me parece impensable que alguien pueda escuchar esas canciones y no ansiar volver a oírlas un día tras otro. Pero la música siempre ha sido mi pasión, así que es posible que yo esté un poco más encaprichada de sus melodías que los demás. Toco el piano desde que tengo uso de razón y, aunque jamás se lo he contado a nadie, me encanta componer música. Hace dos años, cambié de carrera y me pasé a Educación Musical. Mi intención es ser profesora de música en una escuela de primaria, aunque si mi padre se hubiera salido con la suya, aún estaría estudiando Derecho.

«Una vida mediocre es una vida desperdiciada», me soltó cuando le dije que iba a cambiar de carrera.

«Una vida mediocre.» Me pareció un comentario más divertido que insultante, puesto que mi padre es la persona más insatisfecha que he conocido jamás. Y es abogado. Qué cosas.

Termina una de las canciones que ya conozco y el chico de la guitarra empieza a tocar algo que no le había oído hasta ahora. Me había acostumbrado a su lista de reproducción no oficial, pues parece que practica las mismas canciones en el mismo orden noche tras noche. Pero nunca le había oído tocar ésta en concreto. Por la forma en que repite los mismos acordes una y otra vez, tengo la sensación de que está componiendo la canción en este preciso instante. Me gusta ser testigo de ello, sobre todo porque, tras apenas unas notas, la canción nueva se convierte en mi preferida. Todos sus temas parecen originales, así que me pregunto si los interpretará en locales de la zona o si sólo los compone por diversión.

Me inclino hacia delante en la tumbona, apoyo los brazos en la barandilla del balcón y lo observo. Su balcón está justo al otro lado del patio, lo bastante lejos para no sentirme incómoda cuando lo miro, pero lo bastante cerca para asegurarme de que nunca lo miro cuando Hunter anda por aquí. Creo que a Hunter no le gustaría saber que estoy un poquitín enamorada del talento de este chico.

Y, sin embargo, no puedo negarlo. Cualquiera que observe la pasión con que ese joven toca la guitarra acabaría por enamorarse de su talento. Mantiene los ojos cerrados mientras toca, completamente concentrado en deslizar sus dedos sobre las cuerdas de la guitarra. Cuando más me gusta es cuando se sienta con las piernas cruzadas y la guitarra de pie entre las rodillas. Se la apoya en el pecho y la toca como si fuera un contrabajo, sin abrir los ojos ni una sola vez. Es tan fascinante observarlo que a veces me quedo mirándolo con la respiración contenida. Y ni siquiera me doy cuenta de que lo estoy haciendo hasta que boqueo en busca de aire.

Tampoco ayuda mucho que sea tan mono. Al menos, desde aquí parece mono. Tiene el pelo castaño claro, tan rebelde que sigue los movimientos de su cuerpo y le cae sobre la frente cuando se inclina a mirar la guitarra. Está demasiado lejos como para distinguir el color de los ojos o los rasgos de su rostro, pero los detalles no tienen importancia comparados con la pasión que siente por la música. Demuestra una confianza en sí mismo que me resulta cautivadora. Siempre he admirado a los músicos que son capaces de desconectar de todo y de todos para concentrarse por completo en su música. Me gustaría tener la suficiente confianza en mí misma para ser capaz de aislarme del mundo y dejarme llevar por completo, pero nunca la he tenido.

Y este chico sí. Posee talento y seguridad. Siempre he sentido debilidad por los músicos, aunque es más que nada una fantasía. Están hechos de otra pasta. Una pasta que no los hace muy recomendables como novios.

Me mira como si pudiera escuchar mis pensamientos y luego, muy despacio, sonríe. No interrumpe la canción ni una sola vez mientras sigue observándome. El contacto visual hace que me ruborice, así que dejo caer los brazos, me apoyo de nuevo el cuaderno en el regazo y clavo la vista en sus páginas. Me molesta que me haya pillado observándolo fijamente. No es que estuviera haciendo nada malo, pero me incomoda que sepa que lo estaba mirando. Levanto de nuevo la vista y me doy cuenta de que él sigue observándome, aunque ya no sonríe. Su mirada hace que se me desboque el corazón, así que agacho la cabeza de nuevo y me concentro una vez más en el cuaderno.

«Te estás convirtiendo en una babosa, Sydney.»

—Aquí está mi chica —dice, detrás de mí, una voz reconfortante. Echo la cabeza hacia atrás y miro hacia arriba justo en el momento en que Hunter sale al balcón. Trato de disimular mi sorpresa al verlo allí, porque supongo que debería haberme acordado de que iba a venir esta noche.

Por si acaso el Chico de la Guitarra continúa mirándome, me empeño en parecer muy concentrada en el beso que me da Hunter, ya que así parezco más una chica que sólo ha salido a su balcón a relajarse y menos una babosa acosadora. Le paso la mano por la nuca a mi novio cuando se inclina sobre el respaldo de la silla y me besa cabeza abajo.

—Déjame sitio —dice Hunter, y me empuja los hombros. Obedezco y me deslizo hacia delante en la tumbona mientras él levanta una pierna y se sienta detrás de mí. Apoyo la espalda en su pecho y él me rodea con los brazos.

Los ojos me traicionan cuando el sonido de la guitarra se interrumpe de forma abrupta y miro una vez más hacia el otro lado del patio. El Chico de la Guitarra, que nos está mirando fijamente, se pone en pie y luego entra en su apartamento. Tiene una expresión extraña. Como si estuviera enfadado.

—¿Qué tal las clases? —me pregunta Hunter.

—Demasiado aburridas para hablar de ellas. ¿Y tú? ¿Qué tal el trabajo?

—Interesante —dice, mientras me aparta el pelo de la nuca con la mano.

Me acerca los labios a la nuca y me deja un rastro de besos hasta la clavícula.

—¿Qué es tan interesante?

Me estrecha entre sus brazos, me apoya la barbilla en el hombro y nos reclinamos los dos en la tumbona.

—Hoy ha pasado una cosa rarísima durante la comida —dice—. Estaba con uno de mis compañeros en un restaurante italiano, comiendo fuera, en la terraza, y yo le acababa de preguntar al camarero qué postre me recomendaba cuando, de repente, ha aparecido un coche de policía en la esquina. Se ha parado justo delante del restaurante y han bajado dos agentes pistola en mano. Han empezado a gritar órdenes en nuestra dirección y entonces nuestro camarero ha dicho en voz baja «Mierda». Ha levantado las manos muy despacio, los polis han saltado la valla de la terraza, han echado a correr hacia donde estaba el camarero, lo han obligado a echarse al suelo y le han puesto las esposas. Allí mismo, a nuestros pies. Luego le han leído los derechos, lo han obligado a ponerse de pie y lo han escoltado hasta el coche patrulla. Y entonces, el camarero se ha dado la vuelta y me ha gritado: «¡El tiramisú es excelente!». Después lo han metido en el coche y se lo han llevado de allí.

Ladeo la cabeza para mirarlo.

—¿En serio? ¿Eso ha ocurrido de verdad?

Hunter asiente, riendo.

—Te lo juro, Syd. Ha sido una pasada.

—¿Y al final qué? ¿Habéis probado el tiramisú?

—Joder, desde luego que lo hemos probado. El mejor tiramisú que he comido en mi vida. —Me besa en la mejilla y me empuja hacia delante—. Y hablando de comida, me muero de hambre. —Se pone en pie y me tiende una mano—. ¿Habéis preparado algo?

Acepto su mano y me ayuda a ponerme en pie.

—Hemos comido un poco de ensalada; puedo prepararte una si quieres.

Una vez dentro, Hunter se sienta en el sofá al lado de Tori. Mi compañera de piso tiene un libro de texto abierto sobre el regazo y trata de concentrarse al mismo tiempo —aunque sin demasiado entusiasmo— en sus tareas y en la tele. Saco las fiambreras de la nevera y le preparo la ensalada. Me siento un poco culpable por haber olvidado que Hunter había dicho que iba a venir esta noche. Siempre que sé que va a venir, le preparo algo.

Ya llevamos casi dos años saliendo. Nos conocimos durante mi segundo año en la universidad, cuando él ya estaba en último curso. Tori y él eran amigos desde hacía años. Desde que Tori se mudó a mi residencia de estudiantes y congeniamos, insistió mucho en presentármelo. Dijo que conectaríamos enseguida, y no se equivocaba. Lo hicimos oficial después de tan sólo dos citas y, desde entonces, nos ha ido de maravilla.

Bueno, tenemos nuestros altibajos, especialmente desde que él se ha ido a vivir a más de una hora de aquí. Cuando el semestre pasado consiguió trabajo en una gestoría, me propuso que me fuera a vivir con él. Le dije que no, que quería terminar la carrera antes de dar un paso tan importante. Pero si he de ser sincera, la verdad es que me da miedo.

La idea de irme a vivir con él me parece tan definitiva… como si con ello decidiera mi destino. Sé que en cuanto demos ese paso, el siguiente será casarnos, y luego me arrepentiré de no haber tenido la oportunidad de vivir sola. Siempre he tenido compañeros de piso y, hasta que me pueda permitir vivir sola, seguiré compartiendo apartamento con Tori. Aún no se lo he dicho a Hunter, pero lo que ocurre es que me apetece mucho vivir sola durante un año. Es algo que me prometí hacer antes de casarme. Total, dentro de dos semanas cumplo veintidós años, así que tampoco es que tenga mucha prisa por casarme.

Le llevo la cena a Hunter, que está en la salita.

—¿Por qué estás viendo eso? —le pregunta a Tori—. Lo único que hacen esas mujeres es ponerse verdes unas a otras y perder los papeles.

—Precisamente por eso lo veo —contesta ella sin apartar los ojos de la tele.

Hunter me guiña el ojo, coge la cena y luego apoya los pies en la mesita de café.

—Gracias, nena. —Se vuelve hacia la tele y empieza a comer—. ¿Me traerías una cervecita?

Asiento con la cabeza y vuelvo a la cocina. Abro la nevera y miro en el estante donde Hunter deja siempre sus cervezas. Me doy cuenta, mientras busco en «su» estante, de que probablemente así es como empieza todo. Primero un hueco en la nevera. Luego un cepillo de dientes en el cuarto de baño, un cajón en mi cómoda y, a la larga, sus cosas se habrán infiltrado entre las mías de tal forma que irme a vivir sola se habrá convertido en algo imposible.

Me paso las manos por los brazos para ahuyentar la repentina sensación de malestar que me ha invadido. Me siento como si mi futuro estuviera pasando ante mí. Y no estoy muy segura de que me guste lo que estoy imaginando.

¿Estoy lista para algo así?

¿Estoy lista para que este chico sea el chico al que tendré que servirle la cena todos los días cuando vuelva a casa del trabajo? ¿Estoy lista para sumergirme en una vida tan cómoda con él? ¿Una vida en la que yo doy clase todo el día mientras él calcula los impuestos de otra gente, y luego volvemos a casa, yo preparo la cena y le llevo «cervecitas» mientras él apoya los pies en la mesita de café y me llama «nena»? ¿Estoy lista para que nos vayamos a la cama y hagamos el amor a eso de las nueve de la noche para no estar cansados al día siguiente y poder levantarnos, vestirnos, ir a trabajar y hacer lo mismo otra vez?

—Tierra llamando a Sydney —dice Hunter. Lo oigo chasquear los dedos dos veces—. ¿Cervecita? ¿Por favor, nena?

Cojo rápidamente la cerveza, se la llevo y luego me voy directamente a mi cuarto de baño. Abro el grifo de la ducha, pero no entro. Cierro la puerta con pestillo y me dejo caer al suelo.

Tenemos una buena relación. Es bueno conmigo y sé que me quiere. Lo que no entiendo es por qué, cada vez que me imagino un futuro con él, la idea no me parece demasiado estimulante».

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«Soy una auténtica fan de Colleen Hoover. Tal vez mañana es tan real, apasionada y desgarradora que no puedes perdértela.» ANNA TODD.

«Panamá Papers», la mayor filtración documental sobre la evasión de impuestos.

Este libro es la historia de esta extraordinaria investigación periodística internacional que desvela cómo escondían sus fortunas una pequeña élite de personajes supuestamente incuestionables pero, como se está revelando, dignos de toda sospecha.

La filtración documental más grande y de mayor alcance de la historia empezó una noche con un mensaje anónimo: «Hola. ¿Te interesaría recibir más datos?». Pronto, Bastian Obermayer, periodista de investigación del Süddeutsche Zeitung, y su colega Frederik Obermaier, se dieron cuenta de que estaban ante los datos de miles de empresas offshore, una ventana hacia un mundo paralelo completamente hermético en el que se gestionaban y escondían miles de millones que buscaban el dorado calificativo de «libres de impuestos«. Dinero de grandes empresas, de primeros ministros europeos y de varios dictadores, jeques, emires, reyes y amigos de reyes, la mafia, traficantes y capos de la droga, agentes secretos, directivos de la FIFA, aristócratas, futbolistas estrella, famosos y, en resumen, gente con muchas posibilidades.

La investigación de «Panamá Papers» revela más de 11.5 millones de documentos pertenecientes al bufete panameño Mossack Fonseca. La documentación filtrada al prestigioso rotativo de Múnich fue compartida inmediatamente, pero de manera discreta (400 periodistas llevan un año trabajando), con el ICIJ —el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación—, The Guardian, la BBC, Le Monde y otros medios, en el caso de México, con el semanario Proceso y Aristegui Noticias.

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 ENCUÉNTRALO EN LIBRERÍAS A PARTIR DEL 7 DE JUNIO

Presentamos el trabajo de investigación: «Los doce mexicanos más pobres»

Llega a librerías «Los doce mexicanos más pobres, el lado B de la lista de los millonarios», una investigación que pone a la luz historias de los menos favorecidos de México.

Para este trabajo, publicado por Editorial Planeta, un grupo interdisciplinario de reporteros, videastas y fotógrafos integrantes del colectivo cuadernosdobleraya y coordinado por Salvador Frausto, localizó, basados en datos de la Coneval, a las doce personas con la peor situación económica de nuestro país para mostrar el otro extremo de la riqueza en México.

Viven con menos de un dólar al día, no comen diario y, cuando enferman, toman agua hervida para paliar el dolor. Viven en lugares que no generan fuentes de empleo y donde la tierra ya no es fértil. Ellos son los doce mexicanos más pobres de nuestro país a los que los programas sociales gubernamentales no alcanzan y para quienes alimentarse es el principal reto a resolver.

Salvador Frausto. Es editor, reportero de investigación y coordinador de periodismo de investigación. Ha sido editor de los semanarios de información política Bucareli 8 y Cambio, así como de las revistas Domingo, Gatopardo y Quién. Es autor del libro El vocero de Dios. Jorge Serrano Limón y La cruzada para controlar tu sexo, tu vida y tu país. Es fundador del colectivo de cronistas iberoamericanos cuadernosdobleraya.com

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Salvador Frausto

Un libro que nos muestra la desigualdad en nuestro país.

Boletín, lanzan «Los 12 mexicanos más pobres. El lado B de la lista de millonarios»

Este proyecto periodístico pone luz en las historias de 12 personas que viven en pobreza extrema en un país donde los mexicanos más acaudalados (el 1% de la población) concentran el 43% del total de la riqueza.

El equipo de una treintena de colaboradores ha identificado personas que pasan hasta dos días sin comer o que sobreviven con un peso al día, que no son beneficiarios de los programas como Prospera porque no hablan español o que no pueden alimentarse en los comedores de la Cruzada Nacional contra el Hambre porque no están en funcionamiento.

SanSimónZahuatlánOaxaca

Los 12 mexicanos más pobres. El lado B de la lista de millonarios” se puede ver a partir de este martes 28 de marzo de 2016 en la página www.cuadernosdobleraya.com, e irá mostrando, día con día, fragmentos de historias con nombre y apellido. Hacia mediados de abril se presentan los resultados completos en formato de libro impreso y digital, con el impulso de Editorial Planeta.

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Los reporteros involucrados en este proyecto también encontraron personas, con nombre y apellido, que pasan hasta dos días sin probar alimento, además de detectar comunidades que no cuentan con servicios básicos como agua potable, luz y drenaje, localizadas en las periferias de importantes centros económicos del país.

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Más información en www.cuadernosdobleraya.com 

‘Vacunas, las necesarias de Miguel Jara’

Hay una crítica sana a las vacunas, aquella que pretende que lo que fue un gran descubrimiento continúe ofreciendo réditos a la salud pública. Si las vacunaciones tienen enemigos, seguro que los peores son quienes las utilizan como negocio o anteponen la ganancia a los criterios de salud de las personas, pues en una sociedad mercantilista éste es el primer motivo para la desconfianza.

En el asunto de las vacunaciones, estamos pasando del <<todas son buenas>> sin discusión a los matices. Unas son excelentes; otras, buenas; otras, malas, e incluso algunas son prescindibles. Pienso que el reto de nuestras sociedades modernas es la calidad. ¿De qué sirve la cantidad sin la calidad? Con los medicamentos y en particular con las vacunas, sucede algo parecido: las queremos de calidad, verdaderamente necesarias, efectivas y seguras. Sin embargo, se observa más interés por aplicar estos fármacos en cantidad que con calidad. Esto va en detrimento de las vacunaciones sanas.

Las vacunas se han idealizado. Son casi un mito de la medicina. Pero mito y totalitarismo van parejos. Al mitificar, se obvia la crítica. La crítica sana. Y lo que no cuestionamos se estanca. De modo que el progreso es imposible sin la crítica. Se critica para avanzar y la ciencia lleva a cabo un continuo cuestionamiento de lo que conocemos. En el sólido muro de las vacunaciones, hay muchas grietas que nadie se ha molestado en arreglar, porque casi nadie cuestiona e mito. Esas grietas pueden dañar mucho la resistencia del muro.

Y como casi nadie se ha cuestionado los fallos de las vacunas y las inmunizaciones, existe un campo abonado para quien meta el dedo en la llaga o en las grietas de este muro encuentre cosas de las que no podemos estar orgullosos. En la medida en que identifiquemos los errores, seremos capaces (o no) de sacar todo el partido a lo que nació como un tesoro.

Extracto de ‘Vacunas, las necesarias de Miguel Jara’

VACUNAS

 

SINOPSIS ¿Todas las vacunas son necesarias? ¿Son efectivas? ¿Son seguras? ¿Se nos oculta información de los laboratorios para que este negocio siga creciendo? Con este libro se abre un debate sobre la percepción de las vacunas.

‘A flor de piel de Javier Moro’

Isabel aprendió a trabajar tan rápidamente que los demás criados dejaron de tratarla como a una novata. Su gran defensora era la cocinera, una mujerona gruesa y alegre, picada de viruela, con triple papada y ojillos risueños, oriunda de una aldea no muy distante de la suya. Se dio cuenta de que la chica no ahorraba esfuerzos a la hora de trabajar, ni les endosaba la tarea a los demás si se presentaba la ocasión. Al contrario, lo acometía todo con la serenidad y el sentido de la responsabilidad del que desde pequeña había hecho gala. Su carácter discreto y afable, el cariño que era capaz de prodigar a los hijos de la familia, su buena disposición y su lealtad eran cualidades muy apreciadas por todos, incluido don Jerónimo, acostumbrado a distinguir la valía de la gente.

Qué rápido se acostumbró Isabel a no pasar hambre. Al igual que las demás criadas, comía los restos que quedaban en la fuente en la que servía a los señores. La cocinera ya se encargaba de que sobrase mucha comida. Y aunque estaba fría cuando le tocaba, se lo zampaba todo con voracidad, resarciéndose así de las privaciones pasadas. Con la buena alimentación y sin la angustia de enfrentarse a la escasez, su físico empezó a relajarse. Dejó de tener las mejillas enrojecidas, la tez devino más pálida y se fueron suavizando las aristas de su rostro. Al principio, cuando salía a la calle, se escandalizaba viendo a las damas vestidas con faldas un poco por encima de los tobillos, demasiado cortas para su gusto.

-Van a la moderna –le dijo la costurera que acudía a la casa a diario.

Le explicó que eso era lo normal. Como lo era llevar enaguas, una prenda fina que Isabel desconocía.

-El ruido del roce con la falda gusta mucho a los caballeros –seguía diciéndole la pícara modista, e Isabel la miraba sonrojada.

Poco a poco fue cambiándole la fisonomía, desarrolló el pecho y se le redondearon las caderas. La costurera tuvo que ensancharle el uniforme varias veces y le confeccionó un vestido de calle hecho de un tejido ligero como Isabel no había visto nunca. Al ganar peso y estirarse como una planta abonada, ganó en aplomo y sobre todo en belleza.

La Coruña, por su condición estratégica, estaba plagada de soldados:

-Semejante zanja y yo sin botas…

Le llovía los piropos y ella bajaba la vista mientras el rubor le encendía las mejillas.

Aquella ciudad era demasiado grande para Isabel; no se sentía segura en sus calles, que sólo pisaba para hacer los recados imprescindibles. Los domingos prefería jugar con los niños a ir de paseo, porque le asustaban las multitudes y los halagos procaces de los hombres. Además, nunca se pasaba frío en casa de los Hinojosa. Era algo excepcional, porque entonces se pasaba frío en todas partes; en las casas ricas por avaricia, y en las pobres por miseria.

Extracto de ‘A flor de piel de Javier Moro’

PIEL

SINOPSIS El 30 de noviembre de 1803, Isabel Zendal zarpa de La Coruña para cuidar a los veintidós niños huérfanos cuya misión es llevar la recién descubierta vacuna de la viruela a los territorios de ultramar, entre ellos, México. La expedición es dirigida por el médico Francisco Xavier Balmis y su ayudante Josep Salvany. Los protagonistas se enfrentarán a la oposición del clero y a la corrupción de los oficiales; buscando la salvación del mundo también está la salvación a sí mismos.

‘El lugar donde habitan tus sueños de Margarita La Diosa de la Cumbia’

Imagínate que vamos a iniciar un viaje tú y yo; en él vamos a hablar de lo que ha sido mi camino, y desde tu corazón podrás ver el tuyo. Lo primero que quisiera que te preguntaras es: ¿a dónde quieres ir? Cuál es ese sueño tan grande que has querido construir y que quizá está esperando a que lo hagas realidad.

La vida tiene sentido en la medida en que le demos un motivo y la llenemos de un horizonte que nos permita entusiasmarnos. Hay sueños grandes y pequeños- todos son importantes y valiosos si le aportan felicidad a cada uno de nuestros días. Yo quisiera que ahora pensaras en esos sueños y solo les permitieras venir a tu mente sin condición ni pregunta alguna.

Permítele a tus sueños estar ahí mientras lees este libro. No te preguntes cómo los vas a hacer realidad porque el cómo es la mejor forma de decirle NO a esos sueños, ya que la respuesta vendrá desde tus limitaciones, no desde tu fe, y la fe es algo increíblemente amplio que uno aprende poco a poco.

No hay nada más placentero que ver la sonrisa de una persona cuando ha conseguido algo que para ella era importante; pues bien, esa sonrisa será mi mayor regalo cuando hayas alcanzado los sueños que aquí, en este camino, juntos, decidas hacer realidad.

He aprendido que el primer paso en la construcción de un sueño es un pensamiento, y por eso quiero que te preguntes qué piensas de ti, cuál es la imagen que tienes de ti.

Observarte con humildad te va a permitir descubrir esas creencias que tienes sobre ti mismo y que quizá han marcado tu vida hasta ahora. Si crees que eres una víctima, es posible que sigas viviendo como víctima. Las víctimas están sumidas en el dolor y se alimentan de dolor y de drama. A una víctima no le conviene materializar un sueño porque necesita quejarse, encontrar culpables y regodearse en el fracaso.

Hoy en día la palabra éxito se ha reinterpretado. Una persona exitosa es aquella que ha logrado conseguir un equilibrio en su vida, y en ese equilibrio está el logro de sus sueños. Nadie sabe cómo es la vida perfecta más que uno mismo, que sabe qué quiere y qué no quiere en su vida. Si te consideras exitoso y ese éxito es real, quizá tu vida esté en equilibrio perfecto. Por ello es tan importante que te observes para ver dónde estás.

Letra a letra yo he ido encontrando esas pequeñas cosas de mi vida que me han permitido solidificar mi parte emocional y alcanzar ese éxito-equilibrio del que hablo. Me ha costado observar la historia de mi vida con todo y sus momentos dolorosos, pero también con una gran dosis de humildad para reconocer que no hubo un solo acontecimiento que no me sirviera para algo. Hoy sé que todos los capítulos de nuestra historia son necesarios.

Extracto de ‘El lugar donde habitan tus sueños’ de Margarita La Diosa de la Cumbia

MARGARITA

SINOPSIS MargaritaLa Diosa de la Cumbia nos comparte sus recuerdos y experiencias, no como un relato sino como una enseñanza para alcanzar los sueños por más grandes que sean con sólo la fuerza del corazón. A su lado descubrimos las lecciones que nos tiene la vida para cumplir lo que anhelamos.