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‘Los atormentados’: continúa la saga del detective Charlie Parker, escrita por John Connolly

Era una mañana encapotada de finales de noviembre, la hierba se quebraba a causa de la escarcha, y el invierno sonreía por los huecos entre las nubes igual que un mal payaso que escudriña desde detrás del telón antes de empezar el espectáculo. La ciudad se ralentizaba. Pronto arreciaría el frío, y Portland, como un animal, había acumulado grasas para los largos meses venideros. En el banco se hallaban los dólares del turismo; suficientes, cabía esperar, para llegar hasta el 30 de mayo, día de los Caídos. En las calles se respiraba una mayor tranquilidad que tiempo atrás. Los lugareños, que a veces no coexistían cómodamente con el ecoturismo otoñal y los buscadores de gangas, ahora tenían la ciudad casi para ellos solos una vez más. Reclamaban sus mesas habituales en los restaurantes, bares y cafeterías. Disponían de tiempo para la conversación ociosa con camareras y cocineros, los profesionales ya no sudaban tinta por las exigencias de clientes cuyos nombres desconocían. En esa época del año era posible sentir el verdadero ritmo de la pequeña ciudad, el lento palpitar de su corazón sin los agobios del falso estímulo de aquellos que venían de otras partes.

Yo, sentado a una mesa en un rincón del Porthole, comía beicon y patatas fritas, sin mirar a Kathleen Kennedy y Stephen Frazier mientras charlaban de la visita sorpresa a Irak de la secretaria de Estado. Como el televisor estaba sin sonido, era mucho más fácil no prestarle atención. Una estufa eléctrica con fuego de imitación ardía al lado de la ventana que daba al mar; los mástiles de los barcos de pesca oscilaban en la brisa matutina, y unas cuantas personas ocupaban las otras mesas, no muchas, las justas para crear el acogedor ambiente que requería una cafetería durante el desayuno, ya que tales cosas se basan en un sutil equilibrio.

El Porthole seguía igual que cuando yo era niño, quizás incluso igual que cuando abrió sus puertas por vez primera en 1929. Placas de linóleo marmolado verde, agrietado aquí y allá pero inmaculadamente limpio, cubrían el suelo. Una larga barra de madera con superficie de cobre recorría el local casi de punta a punta, salpicada de vasos, condimentos y dos bandejas de cristal con bollos recién hechos, y los taburetes estaban sujetos al suelo. Las paredes eran de color verde claro, y bastaba con ponerse en pie para ver el interior de la cocina a través de las dos ventanillas de servir idénticas, separadas por un letrero donde se leía: VIEIRAS. Una pizarra anunciaba los platos del día, y había cinco surtidores de cerveza, que servían Guinness, alguna que otra Allagash y Shipyard, y para quienes no conocían nada mejor, o sí conocían pero les importaba un carajo, Coors Light. De las paredes colgaban boyas, lo que en cualquier otra casa de comidas del Puerto Antiguo habría resultado kitsch pero allí reflejaba la simple circunstancia de que aquél era un lugar frecuentado por lugareños que pescaban. Una pared era casi por entero de cristal, así que incluso en las mañanas más grises el Porthole parecía inundado de luz.

En el Porthole siempre te envolvía el reconfortante zumbido de la conversación, pero nunca llegabas a oír con claridad todo lo que decían los otros clientes que había sentados cerca. Esa mañana unas veinte personas comían, bebían y empezaban el día con parsimonia, como suelen hacer las gentes de Maine. Sentados en fila ante la barra, cinco trabajadores del Mercado de Pescado del Puerto, todos vestidos idénticamente con vaqueros, sudaderas con capucha y gorras de béisbol, reían y se desperezaban en el calor, sus caras enrojecidas por la intemperie. A mi lado, cuatro hombres de negocios, con teléfonos móviles y blocs entre las tazas blancas de café, hacían ver que trabajaban, pero a juzgar por las ocasionales ráfagas de conversación que me llegaban, y alcanzaba a comprender, estaban más interesados, aparentemente, en elogiar al entrenador de los Pirates, Kevin Dineen. Más allá, dos mujeres, madre e hija, sostenían una de esas conversaciones que exigen mucha gesticulación y caras de asombro. Daba la impresión de que se lo pasaban en grande.

Me gusta el Porthole. Aquí los turistas apenas vienen, y menos en invierno, e incluso en verano tendían a perturbar poco el equilibrio hasta que alguien colocó una pancarta sobre Wharf Street en la que se anunciaba que esa porción de puerto tan poco prometedora tenía más interés del que aparentaba: la marisquería Boone’s, el Mercado de Pescado, la sala Comedy Connection y el propio Porthole. Pero ni siquiera eso había dado pie a una multitudinaria concurrencia. Con o sin pancarta, el Porthole no pregonaba a voces su existencia, y un maltrecho letrero con el nombre de un refresco y un ondeante banderín eran las únicas verdaderas señales de su presencia visibles desde Commercial, una de las principales arterias de la ciudad. En cierto modo, uno necesita saber que está allí para verlo, sobre todo en las oscuras mañanas de invierno, y a cualquier turista rezagado que pudiera pasear por Commercial a comienzos del crudo invierno de Maine le convenía tener ya una idea muy aproximada de adónde dirigía sus pasos si pretendía llegar a la primavera con la salud intacta. Con un vigorizante viento del nordeste de cara, pocos tenían el tiempo o el deseo de explorar los rincones ocultos de la ciudad.

Aun así, a veces los viajeros de temporada baja pasaban por delante del Mercado de Pescado y la sala Comedy Connection, mientras sus pasos resonaban nítidamente en la madera vieja del paseo entarimado que bordeaba el muelle por su lado izquierdo, e iban a dar a la puerta del Porthole, y existían muchas probabilidades de que, en su siguiente visita a Portland, fuesen derechos al Porthole; pero quizá no se lo contaban a mucha gente, porque era la clase de sitio que uno se reservaba para sí. Fuera tenía una terraza con vistas al puerto donde, en verano, la gente podía sentarse y comer, pero en invierno retiraban las mesas y dejaban la terraza vacía. Creo que a mí me gustaba más en invierno. Podía coger un café y marcharme afuera, sabiendo que la mayoría de los parroquianos preferían tomarse el café dentro, donde se estaba caliente, y que, por tanto, difícilmente me molestaría nadie. Allí olía el salitre y sentía la brisa marina en la piel, y si hacía buen día y no soplaba mucho el viento, el olor me acompañaba el resto de la mañana. Me gustaba, sobre todo, el olor. A veces, si me sentía mal, allí podía quitarle importancia, porque el salitre en los labios me recordaba el sabor de las lágrimas, como si recientemente hubiese intentado alejar el dolor de otro con un beso. Cuando eso ocurría, me acordaba de Rachel y Sam, mi hija. También me acordaba a menudo de la mujer y la hija que ya había perdido antes.

En días así reinaba el silencio.

Pero ese día yo estaba dentro, y llevaba chaqueta y corbata. La corbata era de Hugo Boss, de color rojo intenso, y la chaqueta de Armani, aunque en Maine nadie le prestaba mucha atención a las marcas. Todo el mundo pensaba que, si llevabas puesta esa ropa, la habías comprado en las rebajas, y si de verdad habías pagado el precio que marcaba la etiqueta, eras imbécil.

Extracto de Los atormentados, una novela de John Connolly protagonizada por el detective Charlie Parker.

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Los atormentados, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Las poseídas’, una novela sobre los demonios de la juventud, escrita por Betina González

—Me voy a matar.

Felisa me miró a los ojos y, como todo el mundo, no vio nada en ellos. No éramos amigas. No entendí por qué me hacía cómplice de su plan, si es que de verdad tenía uno. Opté por el humor.

—Esperá unas semanas porque si no nadie se va a enterar. Para dramas, alcanza con el de la hermana Silvia.

Quise sonar graciosa, pero las palabras pesaron en el aire del baño, se enroscaron en el humo de nuestros cigarrillos y dieron de lleno en los ojos de Felisa, que se hicieron más chicos: dos dardos negros, de realeza ofendida.

—No me creés.

—Todas nos queremos matar en algún momento.

—Todas.

No fue una pregunta ni afirmación. Pero me hizo sentir idiota. Yo nunca había pensado seriamente en matarme; mi teatro de sufrimiento semanal no iba más allá de un cuarto cerrado para llorar con música «dark» a todo volumen. Cuando estaba por confesarlo, Felisa aplastó el cigarrillo contra la pared, bajó las piernas, que en el camino rozaron las mías (las suyas estaban ásperas de tanto afeitado al ras), y se levantó de golpe.

—Ya vas a ver. —Se acomodó la túnica (así le llamábamos al uniforme azul de tres tablas con el que teníamos que disimular nuestro desarreglo hormonal) jugando con el cinturón hasta que el ruedo apenas le tapó el culo. Por la ventana, llegaban los gritos del recreo. Las carreras de las más chicas. El rebote de una pelota. Risas. El ruido desorientado y gris que hacíamos todas juntas.

Felisa estaba ahora parada frente al espejo. Le dedicó sólo unos segundos a su cara. Lo suficiente para recargar de negro sus pestañas. Tal vez eso le valdría una amonestación o una visita a la rectoría. En esa época las escuelas todavía se especializaban en la contabilidad punitiva, notas pacientes en una libreta que te acercaban cada vez más al borde de la expulsión. Nadie sabía bien qué había del otro lado. Allí empezaba un mundo de días llenos, cada uno igual a sí mismo, salvaje en su acelerado acontecer, tan diferente del mundo suspendido del colegio, de esas cinco o seis horas diarias de inútil familiaridad. Pensarlo mareaba. A pesar de todas nuestras quejas de la escuela, sabíamos que del otro lado sólo existía la vida en caída libre. Un mundo de chicas guarras, drogadictas o madres solteras, putas o esquizofrénicas que se habían vuelto legendarias y circulaban desde ese otro lado como fantasmas seductores. Yo prefería las seis horas diarias de vida retardada, preparatoria. «La semilla contiene ya el secreto de la flor», habría dicho la madre Imelda.

Una cosa era segura: a mí no me interesaba estallar antes de tiempo en maravillosa mujercita. No tenía cuerpo. No tenía alma. Lo único que me importaba era la vida de la mente y sus preciosos acontecimientos. Vivía en ese mundo de palabras afiladas, de libros viejos que (yo creía) me contagiaban su antigüedad y su hermetismo, le daban un aire trágico, una aureola de clara justificación a mis desastres de peluquería, a la vulgaridad de mi familia y a la ropa comprada en tiendas de segunda. Las expulsadas no me parecían ni especiales ni legendarias: para mí no había nada más estúpido que esa aceleración hacia el misterio del cuerpo y sus opacidades que con tanta facilidad se revelaban, si una era inteligente. 

Extracto de Las poseídas, de Betina González.

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Las poseídas, de Betina González, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Betina González

Una sorprendente trama que combina géneros y elementos diversos, contada con una escritura envolvente y original, de altísima calidad literaria.

‘La insoportable levedad del ser’, una emblemática novela de Milan Kundera

La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?

El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo XIV que no cambió en nada la faz de la Tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros.

¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?

Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.

Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.

Digamos, por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto a como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina.

No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; pero ¿qué era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?

Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.

Extracto de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.

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La insoportable levedad del ser, de Milán Kundera, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘El ángel negro’, una novela negra con tintes sobrenaturales

Entre guirnaldas de fuego cayeron los ángeles rebeldes.

Y en su descenso, mientras se precipitaban vertiginosamente en el vacío, padecieron un suplicio semejante al de quienes acaban de perder la vista, ya que de la misma manera que la oscuridad es más atroz para quienes han conocido la luz, la privación de la gracia causa un sufrimiento más profundo en quienes antes conocieron su calor. Los ángeles, en su tormento, se lamentaron a grito herido, y al arder llevaron por vez primera la claridad a las tinieblas. Entre ellos, los inferiores buscaron refugio en las profundidades, y allí crearon un mundo propio donde morar.

El último ángel miró al cielo mientras caía y vio todo lo que se le negaría eternamente, y tan horrenda fue para él aquella visión que se le quedó grabada a fuego en los ojos. Y así, a la par que los cielos se cerra ban sobre él, le fue otorgado el privilegio de ver cómo desaparecía el rostro de Dios entre nubarrones grises, y la belleza y la aflicción de esa imagen quedaron inscritas para siempre en su memoria y en su mirada. Condenado a deambular por los siglos de los siglos como un proscrito, lo rehuyeron incluso los de su misma naturaleza, pues ¿qué mayor angustia podría existir para ellos que ver cómo, cada vez que lo miraban a los ojos, la imagen de Dios se estremecía en la negrura de sus pupilas?

Y tan solo estaba que se escindió en dos a fin de tener compañía en su largo ostracismo, y esas dos partes idénticas del mismo ser erraron juntas por la Tierra aún en formación. Con el tiempo, se unieron a ellas unos cuantos ángeles cansados de refugiarse en el inhóspito reino que ellos mismos habían creado. Al fin y a la postre, ¿qué es el infierno sino la ausencia eterna de Dios? Existir en un estado infernal es verse privado a perpetuidad de la promesa de esperanza, de redención, de amor. Para aquellos que se han visto dejados de la mano de Dios, el infierno carece de geografía.

Pero, al final, aquellos ángeles se cansaron de vagar a lo largo y ancho de ese mundo desolado sin una válvula de escape para su ira y su desesperación. Encontraron un lugar hondo y oscuro donde dormir, y allí se ocultaron y esperaron. Transcurridos muchos años, se abrieron minas y se alumbraron los túneles, y la mayor y más profunda de estas excavaciones se encon traba en Bohemia, entre las minas de plata de Kutná Hora, y se llamaba Kank.

Y según contaban, cuando la mina llegó a su profundidad máxima, las lámparas de los mineros parpadearon como agitadas por una brisa allí donde no podía correr brisa alguna, y se oyó un gran suspiro, como de almas liberadas de su cautiverio. Empezó a oler a quema do y los túneles se desplomaron. Una tormenta de inmundicia y tierra se elevó y se propagó por la mina, asfixiando y cegando a todos a su paso. Los supervivientes hablaron de voces en el abismo, y de batir de alas en medio de las nubes de polvo. La tormenta ascendió hacia el pozo principal e irrumpió en el cielo nocturno, y los testigos presenciales alcanzaron a ver un resplandor rojo en su núcleo, como si estuviera en llamas.

Y los ángeles rebeldes adoptaron la apariencia de hombres y se dispusieron a crear un reino invisible que controlarían en la clandestinidad y mediante la voluntad corrupta de otros. Al mando estaban los dos demonios idénticos, los más grandes entre
ellos, los Ángeles Negros. El primero, llamado Ashmael, se sumergió en el fragor de la batalla y susurró hueras promesas de gloria a los oídos de gobernantes ambiciosos. El otro, llamado Immael, declaró su propia guerra a la Iglesia y sus autoridades, los representantes en la Tierra del que los había condenado al ostracismo. Se recreaba con el fuego y la violación, y su sombra se proyectaba sobre el saqueo de monasterios y la quema de capillas. Cada mitad de este par idéntico llevaba la marca de Dios en forma de mota blanca en el ojo, Ashmael en el derecho e Immael en el izquierdo.

Pero lleno de arrogancia y de cólera, Immael se dejó ver por un momento bajo su auténtica y corrompida apariencia. Le hizo frente un monje cisterciense, Erdric, del monasterio de Sedlec, y ambos lucharon sobre cubas de plata fundida. Al final, Immael, sorprendido en el momento de transformarse de humano en Otro, fue abatido y cayó en el mineral candente. Erdric pidió que se dejase enfriar despa cio el metal, e Immael quedó atrapado en la plata, incapaz de liberar se de ella, la más pura de las prisiones.

Y Ashmael sintió su dolor y trató de liberarlo, pero los monjes lo pusieron a buen recaudo y lo mantuvieron alejado de quienes pretendían romper sus cadenas. Aun así, Ashmael nunca dejó de buscar a su hermano, y con el tiempo se sumaron a la búsqueda aquellos de su misma naturaleza, y los hombres corrompidos por sus promesas. Se marcaron a sí mismos para poder reconocerse, y su marca fue un rezón, un garfio ahorquillado, ya
que, según la tradición, ésta fue la primera arma de los ángeles caídos.

Y se hicieron llamar «Creyentes».

Extracto de El ángel negro, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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El ángel negro, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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El quinto libro de la serie detective Charlie Parker, en el que se funden de manera inquietante la realidad y la fantasmagoría.

‘El hombre sonriente’, un escalofriante caso para el detective Kurt Wallander

«La niebla», pensaba.

«Es como un depredador furtivo y silencioso. Jamás lograré habituarme a ella, pese a que toda mi vida ha transcurrido en Escania, donde las personas aparecen constantemente envueltas en
su manto invisible.»

***

Eran las nueve de la noche del 11 de octubre de 1993.

La bruma se había precipitado veloz, como un torbellino, procedente del mar. Él iba al volante, de regreso a la ciudad de Ystad, donde residía. Su vehículo hendió la blancura brumosa apenas hubo dejado atrás las laderas de Brösarp.

Una intensa sensación de temor lo invadió al punto.

«Me asusta la niebla», admitió para sí. «Cuando más bien debería temer al hombre al que acabo de visitar en el castillo de Farnholm. Ese hombre de aspecto amable cuyos terribles colaboradores andan siempre apostados tras él, los rostros bañados en sombras. En él debería estar pensando; y en lo que ya sé que se esconde tras su afable sonrisa y su halo de integridad, de ciudadano que se halla por encima de toda sospecha. Él debería infundirme temor, y no la niebla que se adentra despaciosa desde el golfo de Hanö. Él, de quien ahora sé que no duda en matar a quienes entorpecen sus planes.»

Puso en marcha los limpiaparabrisas a fin de eliminar la humedad condensada sobre la luna delantera. No le gustaba conducir en la oscuridad de la noche, pues los reflejos de las farolas sobre el asfalto le impedían distinguir con claridad las liebres que, en precipitada carrera, se cruzaban ante el vehículo.

Tan sólo una vez, en toda su vida, había atropellado a uno de esos animales, hacía ya más de treinta años. Fue una tarde de primavera en que se dirigía a Tomelilla. Aún era capaz de rememorar la violenta presión inútil del pie sobre el pedal del freno que precedió a la colisión del blando cuerpo contra la chapa. El animal había quedado atrás, tendido sobre el piso en nerviosa agitación de sus extremidades inferiores; las superiores, paralizadas, los ojos observándolo fijamente. Se obligó a buscar por el arcén hasta hallar una piedra que, con los ojos cerrados, estrelló contra la cabeza de la liebre. Acto seguido, se apresuró a regresar al coche, sin mirar a su alrededor.

Nunca pudo olvidar la mirada de la víctima, ni el pataleo compulsivo de sus patas traseras. Un recuerdo del que jamás había logrado deshacerse y que, recurrente, le asaltaba la memoria cuando menos lo esperaba.

Extracto de El hombre sonriente, una novela negra protagonizada por el detective Kurt Wallander, escrita por Henning Mankell.

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El hombre sonriente, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Más allá del espejo’, una perturbadora novela sobre un asesino de niños, escrita por John Connolly

La casa Grady no es fácil de encontrar. Está al pie de una tortuosa carretera rural que, como un reptil que se apartara del camino para arrastrarse hasta morir, se desvía de la Estatal 210 en dirección noroeste y avanza entre escarpados ribazos poblados de pinos y abetos, cada vez menos transitable a medida que el asfalto da paso al cemento agrietado, el cemento a la grava, la grava a la tierra, como si conspirase para disuadir a quienes llegaran a ver la casa de tejado azul a dos aguas que aguarda al final. E incluso allí surge un último obstáculo que los curiosos tendrán que vencer, ya que el desigual sendero que lleva hasta la puerta está asilvestrado, invadido por la maleza. Árboles caídos siguen donde en su día se desplomaron y forman ahora puentes naturales que aprovechan las plantas rastreras y las trepadoras, sumándose a ellas las zarzas y las
ortigas para crear un torvo muro verde y marrón. Sólo los visitantes más tenaces lograrán superarlo abriéndose paso a través de la vegetación o salvando zanjas y peñascos, tropezando con raíces que apenas parecen prendidas al terreno, raíces de árboles a merced de
cualquier tormenta, hasta la más ligera.

Aquellos que consigan pasar llegarán a un jardín de tierra gris y hierbajos malolientes, delimitado por el linde del bosque, que allí está formado por una hilera de árboles llamativamente uniforme a una distancia de seis o siete metros de la casa, de tal modo que se diría que la propia naturaleza se resiste a aproximarse. Es una sencilla construcción de dos plantas, con el piso superior coronado por una mansarda. Un porche la circunda por tres de sus lados, y en la fachada este un balancín torcido, en estado lastimoso, cuelga de una sola cuerda. Las hojas muertas, abarquilladas como restos de insectos, se amontonan contra ventanas y puertas. Enterrado entre ellas asoma el cascarón momificado de una carriza, su cuerpo aplastado y sus plumas tan frágiles como un pergamino antiguo.

Hace ya tiempo que las ventanas de la casa Grady se tapiaron con tablones y las entradas delantera y posterior se reforzaron mediante puertas de acero. Nadie ha ocasionado desperfectos, porque incluso los gamberros más osados se abstienen de acceder a ella. Algunos se acercan a mirar y a tomar una cerveza a su sombra, como si desafiaran a los demonios de la casa a arremeter contra ellos; pero, como niños pequeños incitando a un león a través de los barrotes de la jaula, son valientes siempre y cuando se interponga una barrera entre ellos y la presencia oculta en la casa Grady.

Pues allí hay una presencia. Acaso no tenga nombre, o ni siquiera forma, pero existe. Se compone de sufrimiento, de dolor y de desesperanza. Está en el polvo del suelo y en el papel desvaído que se desprende lentamente de las paredes. Está en las manchas del fregadero y en la ceniza del último fuego. Está en la humedad del techo y en la sangre del entarimado. Está en todo, y todo forma parte de ella. Y está a la espera.

Extracto de Más allá del espejo, una novela de la serie del detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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Más allá del espejo, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘La leona blanca’, un perturbadora novela de la saga Wallander

La corredora de fincas Louise Åkerblom salió del banco Sparbanken de Skurup poco después de las tres de la tarde del viernes, 24 de abril. Se detuvo unos instantes en medio de la acera e inspiró profundamente el aire fresco, mientras pensaba qué iba a hacer. Lo que más le apetecía era dar ya por concluida la jornada laboral y dirigirse en automóvil hasta su casa en Ystad. Por otro lado, le había prometido a una viuda que la llamó por la mañana que se pasaría a ver una casa que la señora tenía intención de poner en venta. Intentaba calcular cuánto tiempo le llevaría la visita. «Una hora más o menos», se dijo, «seguro que no más de una hora». Además, tenía que ir a comprar pan. En condiciones normales, era su marido, Robert, quien se encargaba de hornear todo el pan que necesitaban; pero precisamente aquella semana el hombre no había tenido tiempo, así que Louise cruzó la plaza y giró a la izquierda hacia la panadería. Un timbre anticuado tintineó cuando abrió la puerta. Era la única cliente y la dependienta, Elsa Person, recordaría más tarde su aparente buen humor y sus comentarios acerca de lo agradable que era el que la primavera se hubiese decidido a llegar por fin.

Compró pan de centeno y se le ocurrió dar una sorpresa a la familia con unos bollos de merengue y caramelo para el postre. Hecho esto, regresó al banco, en cuyo aparcamiento, situado a la espalda del edificio, había dejado el coche. Se cruzó por el camino con la joven pareja de Malmö que acababa de comprarle una casa y que había estado en el banco hasta entonces, concretando los detalles de la compra, pagando al vendedor y firmando el contrato de compraventa y la hipoteca. Se alegraba con ellos por la sensación de ser dueños de su propia vivienda, aunque al mismo tiempo le preocupaba el que quizá no pudiesen satisfacer los pagos. Eran tiempos difíciles en los que casi nadie podía sentirse seguro en su puesto laboral. ¿Qué ocurriría si él se quedaba sin trabajo? Con todo, ella se había tomado la molestia de realizar un análisis exhaustivo de la economía de los dos jóvenes. A diferencia de otras muchas personas de su edad, ellos no se habían cargado de insensatas deudas contraídas por el uso inmoderado de las tarjetas de crédito. Por otro lado, la joven esposa parecía ser de esa clase de mujeres ahorrativas, así que no les costaría sacar adelante su crédito hipotecario. En caso contrario, podía llegar el día en que viese la casa puesta en venta otra vez. Quizás incluso ella misma, o quién sabe si Robert, fuesen los encargados de venderla de nuevo, ya que no habían sido pocas las ocasiones en que, en el transcurso de unos cuantos años, había vendido la misma casa dos y hasta tres veces.

Abrió el coche y marcó el número de la oficina de Ystad desde el teléfono del automóvil, pero Robert ya se había marchado a casa. Escuchó su voz en la grabación del contestador automático, en la que se informaba de que la Agencia Inmobiliaria Åkerblom había cerrado hasta el lunes a las ocho de la mañana.

Al principio se sorprendió de que Robert se hubiese ido a casa tan pronto, pero recordó enseguida que tenía una cita con el contable justamente aquella tarde. «Hasta luego, voy a ver una casa en Krageholm, después saldré para Ystad. Son las tres y cuarto, así que estaré en casa para las cinco.» Una vez grabado el mensaje, volvió a colocar el teléfono en su soporte. Era posible que Robert regresase a la oficina después de la reunión con el contable.

Echó mano de una carpeta de plástico que había en el asiento del acompañante y sacó un plano que ella misma había garabateado siguiendo las instrucciones de la viuda. La casa se encontraba en un desvío entre Krageholm y Vollsjö. Le llevaría poco más de una hora llegar hasta allí, inspeccionar la casa y la parcela, y regresar a Ystad.

Sin embargo, empezó a dudar de su decisión. «La inspección puede esperar», pensó. «Mejor me voy a casa por la carretera de la costa y me paro un rato a contemplar el mar. Al fin y al cabo, ya he vendido una casa hoy, así que ya está bien.»

Mientras tarareaba un salmo, puso en marcha el motor del coche y se disponía a salir de Skurup cuando, a punto de girar hacia la calle de Trelleborgsvägen, volvió a cambiar de parecer. Cayó en la cuenta de que ni el lunes ni el martes tendría tiempo de inspeccionar la casa de la viuda, que tal vez quedase decepcionada y encomendase la venta de su casa a otra inmobiliaria, un lujo que no podían permitirse. Eran tiempos bien difíciles, en que la competencia resultaba cada día más dura. En realidad, nadie podía permitirse dejar escapar un objeto de venta, a menos que fuese evidente que sería imposible deshacerse de él.

Lanzó, pues, un suspiro y torció hacia el lado contrario: la carretera de la costa y el mar tendrían que esperar. Miraba el plano de vez en cuando, y pensó que la semana siguiente compraría una pinza sujetapapeles, para no tener que estar girando la cabeza cada vez que quisiera asegurarse de que no se había equivocado de camino. La casa de la viuda no parecía muy difícil de localizar y, pese a que nunca antes había pasado por el desvío que la dueña del inmueble le había mencionado, conocía la zona con los ojos cerrados, pues el año siguiente haría diez desde que ella y Robert abrieron la inmobiliaria.

«¡Vaya!», se sorprendió. «Diez años ya.» El tiempo había pasado muy rápido, demasiado. Durante esos diez años había tenido dos hijos y había trabajado con Robert con denuedo y ahínco para establecer la inmobiliaria. Era consciente de que habían empezado en un buen momento para poner en marcha ese tipo de negocio. De haberlo intentado hoy, jamás habrían logrado ganarse un lugar en el mercado. Por tanto, debería sentirse satisfecha, ya que Dios había sido generoso con ella y con su familia. Decidió que hablaría de nuevo con Robert sobre la posibilidad de aumentar sus donativos a la asociación benéfica infantil. Él se mostraría reticente, claro, pues pensaba más que ella en el dinero, pero al final lograría convencerlo, como siempre.

De repente, se dio cuenta de que se había equivocado de carretera y detuvo el vehículo. Las reflexiones sobre la familia y los diez últimos años la habían hecho saltarse el primer desvío. Sonrió moviendo la cabeza al tiempo que prestaba atención al camino antes de dar la vuelta y retroceder por la misma carretera por la que había llegado.

Pensó que Escania era una región hermosa, hermosa y abierta, aunque también llena de misterio. Todo aquello que, a primera vista, parecía plano, podía transformarse de pronto en profundas hondonadas donde las casas y las granjas quedaban incomunicadas como islas. Nunca dejaban de sorprenderla las variaciones radicales del paisaje cuando viajaba por la región para inspeccionar viviendas o para mostrarlas a posibles compradores.

Justo después de haber pasado Erikslund, se detuvo en el arcén para consultar la descripción de la viuda y comprobó que iba por buen camino. Giró a la izquierda con la esperanza de divisar cuanto antes el hermoso trayecto que conducía hasta Krageholm. Era una carretera ondulante que serpenteaba con suavidad hacia el bosque de Krageholm, donde el lago centelleaba abrazado por la fronda. Había hecho aquel trayecto en multitud de ocasiones, pero no se cansaba de verlo.

Después de haber recorrido unos siete kilómetros, empezó a buscar el último desvío. La viuda lo había descrito como un acceso sin asfaltar para tractores, pero fácil de transitar. Cuando llegó a la altura del desvío, aminoró la marcha y giró a la derecha. Se suponía que la casa se encontraría en el lado izquierdo, a un kilómetro más o menos.

Extracto de La leona blanca, un caso del detective Kurt Wallander, escrito por Henning Mankell.

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La leona blanca, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Una de las novelas políticamente más comprometidas de Henning Mankell.

‘El camino blanco’, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker

Bear dijo que había visto a la chica muerta.

Fue una semana antes de la incursión llevada a cabo en Caina, que dejaría tres muertos. La luz del sol había disminuido, presa de nubes devoradoras, sucias y grises, como el humo que genera el fuego de un vertedero. Reinaba una tranquilidad que presagiaba lluvia. Fuera, el perro cruzado de los Blythe estaba tumbado, inquieto, en el césped, con el cuerpo estirado, la cabeza entre las patas delanteras y los ojos abiertos y nerviosos. Los Blythe vivían en Dartmouth Street, en Portland, en una casa con vistas a Back Cove y a las aguas de Casco Bay. Por lo general, siempre había pájaros volando por los alrededores —gaviotas, patos o chorlitos—, pero aquel día no había rastro de pájaro alguno. Se trataba de un mundo pintado sobre cristal, a la espera de ser hecho añicos por fuerzas ocultas. 

Nos sentamos en silencio en la pequeña sala de estar. Bear estaba apático y miraba por la ventana como si esperase que cayeran las primeras gotas de lluvia para confirmar algún temor tácito. En el suelo de roble pulido no se proyectaba una sola sombra, ni siquiera las nuestras. Oía el tictac del reloj chino en la repisa de la chimenea, atestada de fotografías de tiempos más felices. Observé detenidamente una imagen de Cassie Blythe en la que se sujetaba a la cabeza un birrete cuadrado, porque el viento intentaba llevárselo, con la borla levantada y desplegada como el plumaje de un pájaro en señal de alarma. Tenía el pelo negro y crespo, unos labios que tal vez resultaban demasiado grandes para su cara y una sonrisa un poco tímida, aunque sus ojos castaños parecían serenos e invulnerables a la tristeza.

De mala gana, Bear dejó de observar el cielo e intentó captar la mirada de Irving Blythe y la de su mujer, pero no lo logró y entonces se miró los pies. Había evitado mirarme a los ojos desde el principio. Incluso rehusaba advertir mi presencia en la habitación. Era un hombre corpulento que llevaba unos pantalones vaqueros desgastados, una camiseta verde y un chaleco de cuero que le quedaba demasiado estrecho. En la cárcel, la barba le había crecido mucho y de manera desordenada, y el pelo, que le llegaba a los hombros, lo tenía grasiento y descuidado. Desde la última vez que lo vi se había hecho algunos tatuajes de tipo carcelario: la figura mal trazada de una mujer en el antebrazo derecho y un puñal debajo de la oreja izquierda. Tenía los ojos azules y soñolientos. A veces le costaba trabajo recordar los detalles de la historia que estaba contando. Era una figura patética, un hombre que se había quedado sin futuro.

Cuando sus silencios se prolongaban demasiado, la persona que lo acompañaba le tocaba su enorme brazo y hablaba por él, continuando amablemente el relato, hasta que Bear encontraba la manera de regresar al camino tortuoso de sus recuerdos. El acompañante de Bear llevaba un traje azul pálido y camisa blanca, y el nudo de su corbata roja era tan grande que parecía un tumor que le hubiera salido en la garganta. Tenía el pelo plateado y un bronceado que le duraba todo el año. Se llamaba Arnold Sundquist y era detective privado. Sundquist había llevado el caso de Cassie Blythe hasta que un amigo de los Blythe sugirió que deberían hablar conmigo. De manera extraoficial, y es probable que extraprofesional, les aconsejé que prescindieran de los servicios de Arnold Sundquist, a quien estaban pagando mil quinientos dólares al mes, en teoría para que buscase a su hija. Hacía seis años que había desaparecido, poco después de graduarse, y desde entonces no sabían nada de ella. Sundquist era el segundo detective privado que los Blythe habían contratado para investigar las circunstancias de la desaparición de Cassie; y tenía tanta pinta de parásito que si en vez de boca tuviera ventosas, el parecido hubiera sido inequívoco. Sundquist llevaba siempre tanta gomina en el pelo que, cuando se daba un baño en el mar, los pájaros que bajaban a la costa se manchaban las plumas de petróleo. Me imaginé que se las había apañado para sacarles más de treinta de los grandes a lo largo de los dos años que se suponía que había estado a su servicio. Salarios fijos como el de los Blythe son difíciles de encontrar en Portland. No me extrañaba que tratase de recuperar su confianza, y su dinero.

Ruth Blythe me había llamado apenas una hora antes para decirme que Sundquist iba a visitarlos con el pretexto de que tenía nuevas noticias de Cassie. Cuando me llamó, yo había estado cortando troncos de arce y de abedul para tenerlos preparados con vistas al inminente invierno, y no me dio tiempo de cambiarme. Tenía savia en las manos, en los vaqueros gastados y en la camiseta con el lema DA ARMAS A LOS SOLITARIOS. Y allí estaba Bear, recién salido de la cárcel estatal de Mule Creek, con los bolsillos llenos de medicinas baratas compradas en los drugstores mugrientos de Tijuana, en régimen de libertad condicional, y contándonos cómo había visto a la chica muerta.

Extracto de El camino blanco, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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El camino blanco, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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El cuarto libro de la serie detective Charlie Parker en el que el investigador deberá enfrentarse a enemigos del pasado y a nuevas amenazas.

‘La giganta’, la más reciente novela de Patricia Laurent Kullick

Tú te ibas a suicidar. Ahogarías en una tina de baño a tus diez hijos, ¿cómo sin que los mayores te descubran y corran? Primero los mayores. Pero si ya tienen trece, doce, once, diez años. Además no tienes tina de baño, tienes un baño grande para lavar la ropa, pero no lo suficientemente profundo.

-Arsénico en la comida.

-¿Qué es arsénico?

-Es un veneno.

-Sí, sí, pero ¿dónde se consigue?

***

La credencial brilla por la mica y tu sonrisa de mujer hermosa con todos sus dientes a pesar de los diez hijos que Dios te mandó. La vida es hermosa para los suicidas. Hay una dosis de cinismo en saberse pre reventado. Qué rodeo entrar a la universidad; años luz a través de un microscopio y ver a quién vas a envolver con tus encantos para robarte la cantidad exacta de veneno para ti y cada uno de tus diez hijos. ¿Y si dejamos vivos a los demás y solamente nos matamos tú y yo? A mí sí llévame, Giganta, yo corro atrás de ti con las rodillas heridas por tanto caerme, el pelo rubio y crespo, la mirada asombrada ante tu culo que va delante del mío: tu hermoso culo y yo cuidándote, sacándole la lengua al carnicero que no puede quitar la mirada de tus senos. Yo rechacé la leche. No quise tomar tu sangre y entonces por eso tengo estos dientes tan feos y la nariz, horror genético, en lugar de heredar la tuya o la de Etienne, heredé las dos: una encima de la otra.

-No te preocupes -me dices-, la inteligencia se mide por narices, como las carreras de caballos. Los monos son tontos y no tienen más que dos agujeros, en cambio Sócrates…

Cicuta, pero ¿dónde? ¿cómo? Giganta, llévame contigo aunque yo no te lleve conmigo a mi escondite bajo la cama, porque ahí no caben las gigantas; es apenas un diminuto pedazo que descubrí un día que el tío Toño llegó borracho, ¿es cierto que también el esposo de tu hermana Mónica te amaba? El tío llegó alcoholizado porque solamente así se puede enfrentar a las gigantas: este mundo ha parido a tan pocas que todos quieren un pedazo de su culo, un beso en la pierna, un lengüetazo en la rodilla. El tío Toño se sentó en el banquito para bolear zapatos y quiso besarte las piernas, pero eso provoca muchas cosquillas, además ya está por llegar tu hermana y le diste unas cachetaditas, como a un niño travieso.

Extracto de La giganta, de Patricia Laurent Kullick.

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La giganta, de Patricia Laurent Kullick, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Patricia Laurent Kullick

Las fuerzas de la destrucción y la maternidad se unen en esta extraordinaria novela para contar una historia
demoledora

‘Perderá’, una novela sobre los «otros yo» que habitan en nosotros

…erin me enseñó el camino hacia un lugar al que ya no pensaba volver…

…erin dice que soy un esquizofrénico… así de fácil intenta resumirnos… dice que soy un poble diablo con trastorno de identidad disociativa… erin es la loquera que me cuida… que me atiborra de medicinas… ella insiste en que «yo» soy el verdadero y no «los otros»… yo no estaría tan seguro… lo que pasa es que resulté ser el más fácil… quisiera ver que daniel o ramirose tomaran puntualmente sus pastillas… ni qué decir de crisóstomo… y si yo me trago lo que ella me da no es tanto porque crea en sus buenos augurios sino porque estoy cansado… aburrido… y a ella eso le agrada…

…a pesar de que erin sólo tiene veintinueve años ya no quiere saber nada de complicaciones… quiere una buena paga y pacientes que en cuarenta y cinco minutos resuman sus semana… pacientes que se traguen los chochos puntualmente y logren resistir sin pegarse un tiro hasta la siguiente sesión… por eso erin sonríe cuando me ve entrar en su consultorio… ella mide su eficiencia con nuestro regreso… pero ya ves (cosas que pasan) a veces erin deja de ser una doctora sabelotodo… en ocasiones ella es como dice ramiro «apenas una pobre loquera triste» y entonces me pide que le cuente algo y yo le hablo de crisóstomo porque sé que a ella crisóstomo le agrada… esas veces… contándole cosas de la montaña… se nos cumplen rápido los minutos y erin maldice a los dos pacientes que aún le falta atender y me pide que la espere en un café que hay enfrente del edificio donde tiene su consultorio…

…yo voy al café y pido un espresso doble y la espero porque a mí también me gusta platicar de los otros que soy… que fui… además… claro… de que yo disfruto mucho de su compañía… porque erin es hermosa pese a que pretende tener siempre la razón…

Extracto de Perderá, de Celso Santajuliana.

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Perderá, de Celso Santajuliana, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Celso Santajuliana

Novela galardonada con el Premio Nacional de Bellas Artes José Rubén Romero