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‘Hasta aquí hemos llegado’, el nuevo caso del detective Kostas Jaritos, escrito por Petros Márkaris

Lo más lógico sería que me fuera directo a casa. La angustia y el nerviosismo, junto con el calor asfixiante, me han dejado extenuado y, ahora que me he relajado un poco, estoy a punto de carme redondo. Sin embargo, quiero saber qué les ha sacado Vlasópolus en el interrogatorio a los dos clientes de Katerina. Me pregunto si lo hago por deformación profesional o por obligación paterna, y concluyo que por lo segundo. A fin de cuentas, ni nosotros ni la Brigada Antiterrorista nos ocuparíamos tanto del asunto si el matón de Amanecer Dorado hubiera agredido a otra mujer en lugar de a Katerina.

Subo al autobús con la ropa pegada al cuerpo. Lo primero que se me ocurre es que debería volver a poner el Seat en circulación. Hace meses que lo dejé aparcado en el garage de la Jefatura porque, con el ahorro sangrante que nos vemos obligados a hacer para sobrevivir, no tiene sentido gastar dinero para circular con mi coche particular cuando puedo hacerlo gratis en los transportes públicos. No obstante, ahora que al trayecto casa-trabajo-casa se añade la visita al hospital, seguida a otra a casa de Katerina hasta que se recupere del todo, moverme en transporte público me hará perder mucho tiempo.

Por otra parte, podría estar utilizando a Katerina como pretexto, pues hace tiempo que quiero volver a sacar mi coche, y el de ser un padre angustiado me viene como anillo al dedo.

En el pasillo de la Jefatura me topo con los dos africanos, que me esperan delante de mi despacho.

-¿Todavía no os han tomado declaración? -pregunto sorprendido.

-Esperamos Katerina -reponde uno de ellos.

-¿Cómo está? -pregunta el otro.

-Por suerte, no ha sido grave.  Pero la golpeó con un puño americano y eso duele.

-Nosotros, Katerina hermana. Queremos mucho -dice el primero.

El afecto que declaran es conmovedor aunque mi hija esté pagándolo con una estancia en el hospital.

-Pasad a mi despacho.

Me siguen, pero en ese instante entran mis tres ayudantes: Kula, Dermitzakis y Papadakis. Los dos africanos esperan discretamente junto a la puerta.

-¿Cómo se encuentra Katerina, señor comisario? -me pregunta Kula.

Repito la explicación que acabo de dar a los africanos.

-Gracias a Dios, se ha librado por los pelos -comenta Kula, y se santigua.

-Ha tenido suerte, dentro de su desgracia -apostilla Dermitzakis.

-Pero bueno…, ¿no hubo nadie que intentara detenerles? -exclama Papadakis, sin poder creerlo.

-Nadie.

-Claro, le está bien empleado por mezclarse con los negros -comenta con amarga ironía, suscribiendo lo que dijo la mujer que hablaba casi a gritos por el móvil.

Expresan sus deseos de una pronta recuperación y se marchan, mientras yo indico a los africanos que pasen. Esperan mi señal para sentarse, pero antes llamo al encargado del taller y le pido que le eche un vistazo al Seat.

-¿Por qué habéis ido a los juzgados con Katerina? -les pregunto tras colgar el teléfono.

-Destrozar tienda de mi amigo Maurice -explica el segundo señalando a su amigo.

-¿Dónde está  la tienda?

-Lefkados con Ajarnón. Maurice conocer dos que destrozaron. Ir a la policía. Nos dijeron poner denuncia, pero no pasar nada. Entonces ir a ver Katerina y ella hacer demanda.

-¿Qué significa eso?

-Poner querella criminal -explica Maurice-. Esta mañana se celebraba el juicio -concluye en un griego correcto.

Al menos, ahora conozco los motivos de los agresores. Los miembros de Amanecer Dorado la han atacado porque los acusados eran de su banda.

Extracto de Hasta aquí hemos llegado, de Petros Márkaris, un nuevo caso para el detective Kostas Jaritos.

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Hasta aquí hemos llegado, de Petros Márkaris, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘La pirámide’, una novela sobre el pasado del detective Kurt Wallander

Al principio, no había más que niebla.

O tal vez un mar denso en el que todo era blanco y mudo. El paisaje de la muerte. Y eso fue precisamente lo que pensó Wallander cuando, muy despacio, comenzó a emerger a la superficie de nuevo: pensó que ya estaba muerto. Había cumplido veintiún años, ni más ni menos. Un joven agente de policía, apenas un adulto. De repente, un extraño se abalanzó sobre él con un cuchillo sin darle tiempo a hacerse a un lado. 

Después, no hubo más que aquella blanca neblina. Y el silencio.

Comenzó a despertar despacio, con la misma lentitud con la que había ido retornando a la vida. Las imágenes giraban imprecisas en su mente. Él intentaba capturarlas como mariposas, pero ellas se le escurrían de modo que tan sólo mediante un gran esfuerzo fue capaz de reconstruir lo que en verdad había sucedido…

***

Wallander tenía el día libre. Era el 3 de junio de 1969 y acababa de acompañar a Mona a uno de los barcos con destino a Dinamarca. Pero no era uno de esos transbordadores modernos de hoy, sino un ejemplar de aquellos fieles servidores trasnochados en los que uno tenía tiempo de ingerir un auténtico almuerzo durante la travesía a Copenhague. Mona iba a visitar a una amiga. Las dos mujeres habían pensado acudir al parque de atracciones Tivoli, pero lo más probable era que dedicasen la mayor parte del tiempo a ir de tiendas. A Wallander le habría gustado acompañarla, puesto que estaba libre, pero ella se había negado: aquel viaje no era para hombres, sino sólo para ella y su amiga.

Así que allí estaba él, observando cómo el barco se alejaba del puerto y terminaba por desaparecer. Mona volvería aquella misma noche y él le había prometido ir a buscarla. Si el buen tiempo se mantenía, podrían dar un paseo nocturno, antes de marcharse al apartamento del barrio de Rosengård donde vivía.

Wallander notó que la sola idea lo llenaba de excitación. Se colocó bien los pantalones y cruzó en diagonal hasta el edificio de la estación, donde compró un paquete de su marca habitual de cigarrillos, John Silver, y, antes de salir del local, ya había encendido uno.

No tenía más planes para aquel día. Era martes y no debía ir a trabajar. Llevaba acumuladas muchas horas extraordinarias, consecuencia sobre todo de las grandes y repetidas manifestaciones contra la guerra de Vietnam, celebradas tanto en Lund como en Malmö, ciudad en la que, además, se habían producido enfrentamientos violentos. A Wallander le desagradaba enormemente aquella situación. En realidad, él no sabía muy bien qué pensar sobre las exigencias de los manifestantes de que las fuerzas militares de Estados Unidos abandonasen Vietnam. De hecho, había intentado hablar de ello con Mona el día anterior, pero ella no tenía otra opinión que la de que «los manifestantes eran, en el fondo, unos alborotadores». Y cuando Wallander, pese a todo, insistió aduciendo que no podía ser justo que la mayor potencia bélica mundial bombardease a un pobre país agrícola de Asia hasta aniquilarlo, o hasta «hacerlo retroceder a la edad de piedra», en palabras de un alto mando militar americano, según él había leído en algún periódico, ella contraatacó asegurando que, ¡sólo faltaba!, que ella no estaba dispuesta a casarse con ningún comunista.

Wallander no supo qué decir y ahí cesó toda discusión sobre el asunto. Pero él sí estaba convencido de que quería casarse con Mona, aquella joven de cabello castaño claro, nariz puntiaguda y barbilla fina que tal vez no fuese la más hermosa de cuantas había conocido, pero que era, sin duda, la mujer a la que él amaba.

Se habían conocido el año anterior. Hasta entonces, Wallander había estado saliendo, durante más de un año, con una joven llamada Helena que trabajaba en una agencia de transportes de la ciudad. De pronto, un buen día, Helena le hizo saber que lo suyo había terminado, que había conocido a otro chico. Wallander se quedó mudo. Después, se encerró a llorar en su apartamento durante todo un fin de semana, loco de celos, para luego, una vez agotada la fuente de sus lágrimas, dirigirse a uno de los pubs de la estación central dispuesto a emborracharse. En el lamentable estado subsiguiente, regresó al apartamento, donde volvió a entregarse al llanto. Ahora se estremecía de dolor cada vez que pasaba ante las puertas del establecimiento: jamás volvería a poner un pie en aquel lugar.

Se sucedieron unos meses muy difíciles en los que el joven Kurt intentó convencer a Helena de que cambiase de opinión; pero ella lo rechazó tajante, y su insistencia llegó a irritarla hasta el punto de que lo amenazó con denunciarlo a la policía. Aquello lo indujo a una retirada que, por extraño que pudiera parecer, tuvo el efecto de ayudarlo a superar lo ocurrido. Helena podía quedarse tranquila con su nuevo novio. Todo aquello había sucedido un viernes.

Pero esa misma noche, Wallander emprendió un viaje al otro lado del estrecho y, durante el regreso de Copenhague, vino a ocupar el asiento contiguo al suyo una chica que se entretenía en hacer punto y que se llamaba Mona.

Wallander atravesó la ciudad dando un paseo, sumido en sus recuerdos y preguntándose qué estarían haciendo Mona y su amiga en aquellos momentos. Y, entonces, empezó a pensar en lo que había sucedido la semana anterior, en cómo las manifestaciones degeneraron en violencia; si no fue la incapacidad de sus propios mandos para valorar correctamente la situación lo que hizo que todo se disparase. Él pertenecía a una unidad de refuerzo improvisada que se mantenía a la expectativa y que no fue requerida hasta que las calles no se hubieron convertido en un puro altercado. Pero su contribución no sirvió más que para extremar el caos.

La única persona con la que Wallander había intentado discutir de política en serio era su propio padre. Tenía el hombre sesenta años de edad y no hacía mucho que había tomado la decisión de trasladarse a Österlen. Era una persona de carácter variable y Wallander nunca estaba seguro de cuál sería la naturaleza de sus reacciones. En especial desde una ocasión en que el padre se había indignado tanto con su hijo que a punto estuvo de retirarle el saludo. Esto sucedió el día en que Wallander, hacía ya algunos años, llegó a casa con la noticia de que pensaba hacerse policía. Su padre se encontraba en el taller, envuelto en el sempiterno olor a pinturas y a café. Al oír sus palabras, le arrojó el pincel que sostenía en la mano y le pidió que se marchase para siempre: él no tenía la menor intención de tolerar a un policía en la familia. Se produjo una acalorada y violenta discusión, pero Wallander no cedió; él sería policía y ningún proyectil en forma de pincel lo haría cambiar de idea. El enfrentamiento cesó de forma repentina, el padre se encerró en un silencio manifiestamente hostil y volvió a ocupar su silla ante el caballete dispuesto a, siguiendo un modelo, dar forma a uno de sus urogallos. En efecto, siempre elegía el mismo motivo para sus cuadros: un paisaje que representaba un bosque cuya única variación consistía en la presencia o la ausencia de un urogallo.

El recuerdo del padre lo hacía fruncir el entrecejo. En el fondo, jamás llegaron a reconciliarse sinceramente, aunque ahora, al menos, podían conversar con normalidad. Wallander solía preguntarse cómo su madre, que había fallecido cuando él estudiaba para policía, había podido soportar a su marido… Su hermana Kristina había sido lo suficientemente sensata como para marcharse de casa en cuanto tuvo oportunidad y se había instalado en Estocolmo.

Habían dado las nueve. Tan sólo una leve brisa discurría por las calles de Malmö. Wallander entró en una cafetería situada junto a los grandes almacenes NK. Pidió un café y un bocadillo, hojeó un ejemplar del diario Arbetet y otro del Sydsvenskan. En ambos periódicos podían leerse cartas al director remitidas por personas que encomiaban o reprobaban la intervención de la policía en las manifestaciones. El joven agente las pasó con premura, pues intuía que su lectura le resultaría poco llevadera. Por otro lado, confiaba en no tener que prestar sus servicios como oponente en las manifestaciones por mucho más tiempo. Él quería ser policía de la brigada judicial. Aquélla había sido su aspiración desde el principio y nunca lo había ocultado. Tan sólo en el plazo de unos meses, comenzaría a trabajar en uno de los grupos responsables de los delitos de violencia contra las personas y otros crímenes menores.

Y, de repente, alguien apareció ante él. Wallander miró hacia arriba con la taza de café en la mano. Era una joven de unos diecisiete años. Llevaba el cabello muy largo, estaba pálida y lo miraba encolerizada. Entonces, la chica se inclinó de modo que el cabello le cubrió la cara al tiempo que señalaba hacia su propia garganta.

Extracto de La pirámide, un caso del detective Kurt Wallander, escrito por Henning Mankell.

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La pirámide, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Cuervos’, de John Connolly: la cuenta atrás ha comenzado

Mar gris, cielo gris, pero fuego en el bosque y los árboles en llamas. No hacía calor ni había humo, y aun así la espesura ardía, coronada de tonos rojos, amarillos y anaranjados: un gran y frío incendio que se produce con la llegada del otoño y la resignada caída de la hoja. En el aire se percibía mortalidad, presente en el primer asomo de brisas invernales y en la amenaza de heladas que éstas traían consigo; y los animales se preparaban ya para las inminentes nieves. La búsqueda de sustento había empezado, la necesidad de llenarse el estómago para los tiempos de escasez. Con el hambre, las criaturas más vulnerables asumirían mayores riesgos a fin de alimentarse, y los depredadores estarían al acecho. Las arañas negras permanecían agazapadas en los ángulos de sus telas, sin caer aún en su letargo. Todavía podían capturar algún que otro insecto extraviado, y añadir así otros trofeos a su colección de caparazones vacíos. El pelaje de invierno se espesaba y adquiría una coloración más clara para confundirse mejor con la nieve. Bandadas de gansos surcaban el cielo como refugiados huyendo de un conflicto a punto de estallar, abandonando a aquellos obligados a quedarse y arrostrar lo que estaba por venir.

Los cuervos permanecían inmóviles. Muchos de sus hermanos de regiones más septentrionales habían enfilado rumbo al sur para escapar de lo más crudo del invierno; pero aquéllos no. Aunque enormes, eran estilizados, y en sus ojos brillaba una rara inteligencia. En esa remota carretera, algunas personas se habían fijado ya en ellos, y si pasaban por allí en compañía de alguien, ya fuera a pie o en coche, comentaban la presencia de aquellas aves. Sí, coincidían todos, eran más grandes que los cuervos comunes, y puede que, además, infundieran cierta sensación de malestar, esas criaturas encorvadas, esos observadores pacientes y traicioneros. Se habían posado en lo más hondo del ramaje de un viejo roble, un organismo que se acercaba ya al fin de sus días: cada año se le caían antes las hojas, con lo que en las postrimerías de septiembre ya estaba deshojado, un trozo de madera carbonizada entre las llamas, como si el fuego voraz lo hubiera consumido ya, dejando atrás únicamente los vestigios de nidos abandonados mucho tiempo antes. El roble se hallaba en el linde de un bosquecillo que allí se ceñía a la curvatura de la carretera formando un saliente, cuyo vértice ocupaba ese árbol. Antiguamente crecían en aquel lugar otros como él, pero habían sido talados hacía muchos años por los hombres que construyeron la carretera. Ahora era el único de su especie, y pronto también él desaparecería.

Aun así, los cuervos habían acudido a ese roble, porque a los cuervos les gustan las cosas moribundas.

Las aves de menor tamaño rehuían su compañía y, ocultas entre el follaje de las coníferas, observaban con recelo a esos intrusos cuya presencia silenciaba el bosque que se extendía detrás de ellos. Irradiaban amenaza: su inmovilidad, sus garras cerradas en torno a las ramas, sus picos afilados como cuchillos. No paraban de acechar, vigilantes, a la espera de que empezase la cacería. Los cuervos permanecían tan quietos, ofrecían un aspecto tan estatuario, que podría habérselos confundido con excrecencias contrahechas del propio árbol, protuberancias tumorosas en su corteza. No era normal ver tantos juntos, porque los cuervos no son aves sociales; un par, sí, pero no seis, no de esa manera, no sin comida a la vista.

Sigamos, sigamos. Dejémoslos atrás, pero no sin lanzarles antes un último vistazo de inquietud, ya que su imagen es un recordatorio de lo que se siente cuando a uno le persiguen, rastreado desde el aire mientras los cazadores avanzan implacablemente. Ésa es la función de los cuervos: guiar a los lobos hacia su presa. Luego se quedan una parte de los despojos en pago por su trabajo. Uno desea que cambien de sitio. Uno desea que se marchen. Incluso el cuervo común es capaz de causar desazón, pero aquéllos no eran cuervos comunes. No, aquéllos eran cuervos muy poco comunes. La oscuridad se echaba encima, y ellos todavía esperaban. Cabría pensar que estaban durmiendo de no ser por cómo se reflejaba la luz menguante en la negrura de sus ojos, y cómo éstos capturaban la temprana luna, encerrando su imagen dentro de sí, cada vez que las nubes se abrían.

Un armiño, una hembra, salió del tocón putrefacto en el que habitaba y olfateó el aire. Su pelaje pardo comenzaba a alterarse, desprendiéndose de su coloración oscura hasta que, al final, el mamífero se transformaba en un espectro de sí mismo. Permanecía atenta a aquellas aves desde hacía un tiempo, pero le acuciaba el hambre y estaba impaciente por comer. Su camada se había dispersado y no volvería a criar hasta el año siguiente. Tenía la madriguera forrada de pieles de ratón a modo de aislante, pero en la reducida despensa donde había almacenado el excedente de ratones muertos ya no quedaba nada. Para sobrevivir, un armiño debía comer a diario el cuarenta por ciento de su peso corporal. Eso equivalía a unos cuatro ratones al día, pero dichos animales escaseaban ya en sus itinerarios habituales.

Los cuervos parecían ajenos a la aparición del armiño hembra, pero ésta, astuta como era, nunca arriesgaría su vida basándose sólo en la mera ausencia de movimiento. Se volvió de cara a su madriguera y utilizó la cola rematada en negro a modo de señuelo para ver si aquellas aves caían en la tentación de atacar. Si lo hacían, arremeterían contra la cola, sin alcanzar el cuerpo, y ella se pondría a salvo en el interior del tocón; pero los cuervos no reaccionaron. El armiño arrugó el hocico. De pronto le llegó un sonido y apareció una luz. Unos faros iluminaron a los cuervos, que esta vez sí movieron las cabezas para seguir los haces de luz. El armiño, debatiéndose entre
el miedo y el hambre, dejó elegir a su estómago. Mientras los cuervos estaban distraídos, se adentró en el bosque y pronto se perdió de vista.

El coche avanzó por la tortuosa carretera a una velocidad temeraria, abriéndose en las curvas más de lo que debía porque apenas se veían los vehículos que venían de cara, y un conductor poco familiarizado con ese recorrido podría acabar fácilmente en una colisión frontal o adentrándose en la maleza que bordeaba la carretera. Aquello podría suceder de verdad si fuese una carretera más transitada, pero por allí apenas circulaban forasteros. El pueblo absorbía el impacto de éstos, los disuadían de mayores indagaciones con su manifiesta insulsez y los inducían luego a marcharse, pero esta vez por otro camino, a través del puente en dirección a la Carretera Federal 1, para continuar desde allí hacia el norte, en dirección a la frontera, o hacia el sur, hasta la autopista, rumbo a Augusta y Portland, las grandes ciudades, los lugares que los habitantes de esa península procuraban eludir a toda costa. Así que no había turistas, pero en ocasiones sí que se detenía allí algún forastero en su andadura vital, y al cabo de un tiempo, si cumplía ciertos requisitos, la península le encontraba un hueco, y el forastero pasaba a formar parte de una comunidad que vivía de espaldas a la tierra y resueltamente de cara al mar.

En todo el estado existían muchas comunidades así; atraían a aquellos que deseaban escapar, aquellos que buscaban la protección de la frontera, ya que éste era un estado limítrofe, aún confinado por el bosque y el mar. Algunos elegían el anonimato de las zonas forestales, donde el viento entre los árboles producía un sonido semejante al embate de las olas en la costa, un eco del canto del océano situado al este. Pero aquí, en este lugar, había bosque y mar; las rocas festoneaban la cala, y una estrecha calzada elevada, paralela al puente, proporcionaba una vía de comunicación entre la masa continental y aquellos que habían decidido apartarse de ella; había un pueblo con una única calle importante y dinero suficiente para financiar un pequeño departamento de policía. La península era extensa, y la población vivía dispersa más allá del puñado de edificios en torno a la calle Mayor. Además, por razones administrativas y geográficas olvidadas hacía mucho tiempo, el municipio de Pastor’s Bay se extendía hasta el otro lado de la calzada elevada y hacia el oeste en la propia masa continental. Durante años, Pastor’s Bay estuvo bajo la jurisdicción del sheriff del condado, hasta que el pueblo analizó su presupuesto y decidió que no sólo podía permitirse su propia fuerza policial, sino que de paso se ahorraría dinero, y así nació el Departamento de Policía de Pastor’s Bay.

Pero cuando los lugareños hablaban de Pastor’s Bay, se referían a toda la península, y la policía era su policía. Los foráneos a menudo llamaban a ese territorio «la isla», pese a que no era una isla porque un estrechamiento natural la unía al continente, si bien casi todo el tráfico pasaba por el puente. Dicho estrechamiento tenía anchura suficiente para dar cabida a una carretera de dos carriles aceptable, y la altitud necesaria para que no existiera el riesgo de que la comunidad quedase del todo aislada en condiciones meteorológicas adversas; aun así, a veces las olas se elevaban por encima de la calzada, y una cruz de piedra plantada en el extremo continental de la carretera daba fe de la pasada existencia en este mundo de un tal Maylock Wheeler, a quien se lo llevó el mar en 1997 mientras paseaba a su perro, Kaya. El perro sobrevivió y lo adoptó una pareja del lado continental, ya que Maylock Wheeler era un solterón empedernido. Pero el perro seguía empeñado en regresar a la isla, como les ocurre a menudo a quienes han nacido en lugares así, y al final la pareja renunció a retenerlo. Lo acogió entonces Grover Corneau, que por esas fechas era el jefe de policía. El animal se quedó con Grover hasta que éste se jubiló, y no pasó más de una semana entre la muerte del perro y la del dueño. Una fotografía de los dos colgaba aún en la pared del Departamento de Policía de Pastor’s Bay. Viéndola, Kurt Allan, el sustituto de Grover, se preguntaba si no debería hacerse también con un perro. Pero Allan vivía solo y no estaba acostumbrado a los animales.

Y era precisamente el coche de Allan el que ahora dejaba atrás el viejo roble y se detenía ante la casa al otro lado de la carretera. Dirigió la mir del sol poniente, bisecado por el horizonte. Tenían que llegar más coches. Allan había pedido a los otros que lo siguieran. La mujer los necesitaría. También iban de camino hacia allí inspectores de la Policía Estatal de Maine, en respuesta a la confirmación de la Alerta Amber, y se había comunicado ya automáticamente al Centro Nacional de Información Criminal la desaparición de una niña. En las
horas posteriores se decidiría si era necesario solicitar también la ayuda del FBI.

La casa, una especie de bungalow, estaba bien conservada y recién pintada. Se veía que habían rastrillado las hojas caídas y las habían añadido a la pila de abono orgánico, en el lado de la vivienda resguardado del viento. Para tratarse de una mujer sin un hombre que la ayudara, una mujer que no era de allí, se las había arreglado bien, pensó.

los cuervos observaron a Allan cuando llamó a la puerta, y la puerta se abrió, y se cruzaron unas palabras, y él entró, y no se advirtió el menor movimiento ni sonido en el interior durante un rato. Llegaron otros dos coches. Del primer vehículo se apeó un hombre de edad avanzada con un gastado maletín médico de piel. El otro lo conducía una mujer ya madura que llevaba un abrigo azul, y éste se le quedó enganchado en la puerta del coche al salir apresuradamente hacia la casa. El abrigo se le rompió, pero no se detuvo a examinar los daños cuando consiguió desprenderlo. Tenía asuntos más importantes que atender.

Extracto de Cuervos, un caso más para el detective Charlie Parker, escrito por John Connolly.

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Cuervos, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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La cuenta atrás ha empezado, bajo la ávida mirada de los cuervos.

‘Cortafuegos’, el posible último caso del detective Kurt Wallander

Presa de un profundo malestar, Kurt Wallander se sentó en el coche estacionado en la calle Mariagatan. Eran poco más de las ocho de la mañana del 6 de octubre de 1997. Mientras se alejaba de la ciudad se preguntaba por qué no habría declinado aquella invitación. En efecto, pese al rechazo profundo e intenso que sentía por los funerales, aquella mañana se encontraba camino de uno. Dado que había salido con tiempo, decidió no tomar la carretera que lo conduciría directamente a Malmo. Por el contrario, se desvió para tomar la de la costa, en dirección a Svarte y Trelleborg. A su izquierda, vislumbraba el mar. Un transbordador arribaba al puerto en aquel momento.

Calculó que aquel era el cuarto funeral al que acudía en siete años. El primero había sido el de su colega Rydberg, que había fallecido víctima de un cáncer, tras un largo y doloroso periodo de convalecencia, durante el cual Wallander lo visitó a menudo en el hospital en el que estuvo ingresado hasta consumirse. La muerte de Rydberg había constituido un fuerte golpe en su vida personal, pues era él quien lo había convertido en un policía de verdad. De hecho, le había enseñado a formular las preguntas adecuadas y, gracias a él, había llegado a dominar de forma gradual el difícil arte de interpretar el escenario de un crimen. Antes de comenzar a trabajar con Rydberg, Wallander había sido un policía más bien mediocre y no fue hasta mucho después de la muerte de Rydberg cuando comprendió que no sólo poseía energía y perseverancia, sino también no poca pericia. Así, pese a los años transcurridos, seguía manteniendo con cierta frecuencia una silenciosa conversación interior con el colega, siempre que se enfrentaba a una investigación compleja y dudaba sobre el giro que habría de dar el curso de la misma. Echaba en falta a Rydberg casi a diario, consciente de que aquella añoranza jamás se extinguiría.

Después de Rydberg falleció, de forma repentina, su propio padre, de un ataque de apoplejía que acabó con él en su taller de Löderup hacía ya tres años. A veces, Wallander se sorprendía a sí mismo pensando en lo inexplicable del hecho de que su padre ya no estuviese allí, rodeado de sus cuadros y envuelto en aquel sempiterno aroma a disolvente y a pintura. Tras su muerte, la casa de Löderup se había vendido. Wallander había pasado ante el inmueble en varias ocasiones, aunque nunca había llegado a detenerse. Ahora eran ya otras las personas que lo habitaban. También visitaba su tumba de vez en cuando, aunque siempre con una sensación, vaga e imprecisa, de remordimiento de conciencia. Sabía que el tiempo transcurrido entre una visita y la siguiente era cada vez mayor y advertía que, a medida que pasaban los años, le costaba más rememorar el rostro del anciano.

Un hombre muerto terminaba por ser un hombre que jamás había existido.

Extracto de Cortafuegos, una novela de la serie del detective Kurt Wallander, escrita por Henning Mankell.

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Cortafuegos, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Voces que susurran’: el detective Charlie Parker contra El Coleccionista

El doctor Al-Daini ocupaba dos cargos en el museo. Además de ser conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, título profesional que no hacía justicia a la profundidad y amplitud de sus conocimientos, ni siquiera de hecho a las responsabilidades asumidas y no remuneradas con que había cargado de manera extraoficial, también era conservador de las piezas no catalogadas, otro nombre que no describía ni remotamente el alcance de los esfuerzos hercúleos que aquello exigía. El sistema que tenía el museo para inventariar era antiguo y complicado, y existían decenas de millares de objetos pendientes de consignarse. Una parte del sótano del museo era un laberinto de estanterías llenas a rebosar de piezas, algunas metidas en cajas y otras no, la mayoría de escaso valor monetario, o al menos la mayoría de las ya catalogadas —una pequeña parte— por el doctor Al-Daini y sus predecesores, y sin embargo cada una era una huella, un vestigio de una civilización transformada en el presente hasta un punto irreconocible, o erradicada ya de este mundo por entero. En muchos sentidos ese sótano era la parte del museo que el doctor Al-Daini prefería, porque quién sabía qué podía descubrirse aún allí, qué tesoros insospechados podían salir a la luz. De momento, a decir verdad, había encontrado pocos, y el fondo de objetos pendiente de catalogar seguía siendo tan grande como siempre, ya que por cada fragmento de cerámica, por cada trozo de estatua que se añadía formalmente a los archivos del museo, llegaban otros diez mil, y así, a la vez que aumentaba el volumen de lo conocido, crecía también la masa de lo desconocido. Un hombre inferior a él podía haberlo considerado una labor infructuosa, pero el doctor Al-Daini era un romántico en lo que atañía al conocimiento, y la idea de que la cantidad de aquello que quedaba por descubrir se incrementara permanentemente lo llenaba de júbilo.

En ese momento, linterna en mano, seguido por el soldado Patchett, que a su vez llevaba otra luz, el doctor Al-Daini recorría los desfiladeros del archivo, al que había accedido sin necesidad de hacer uso de su llave, porque la puerta estaba reventada. En el sótano hacía un calor sofocante y aún se percibía en el aire el olor acre de la gomaespuma quemada, que los saqueadores habían empleado en la confección de antorchas, ya que el suministro eléctrico se había cortado antes de la invasión, pero el doctor Al-Daini apenas lo notaba. Concentraba toda su atención en un punto, en un único punto. Los saqueadores habían dejado su huella también allí, volcando estanterías, desparramando el contenido de cajas y cajones, incluso prendiendo fuego a algún archivo, pero pronto debieron de advertir que allí pocas cosas merecían su atención, y por consiguiente los daños eran menores. Aun así, saltaba a la vista que se habían llevado algunos objetos, y conforme el doctor Al-Daini se adentraba en el sótano, su inquietud iba en aumento, hasta que por fin llegó al lugar que buscaba y fijó la mirada en el espacio vacío del estante ante él. Estuvo a punto de rendirse, pero aún quedaban esperanzas.

—Aquí falta algo —dijo a Patchett—. Le ruego que me ayude a encontrarlo.

—¿Qué buscamos?

—Una caja de plomo. No muy grande. —El doctor Al-Daini indicó con las manos una longitud de poco más de cincuenta centímetros—. Muy sencilla, con un cierre corriente y una cerradura pequeña.

Juntos rastrearon las zonas accesibles del sótano lo mejor que pudieron, y cuando Patchett fue reclamado por su jefe de pelotón, el doctor Al-Daini prosiguió la búsqueda, todo ese día y ya entrada la noche, sin hallar el menor rastro de la caja de plomo.

Si uno desea ocultar algo de gran valor, rodearlo de cosas insignificantes es una buena táctica. Y mejor aún si puede revestirlo de un atuendo más pobre, disfrazándolo tan bien que pueda hallarse a la vista sin atraer una sola mirada. Uno incluso podría catalogarlo como algo que no es: en este caso, un cofre de plomo, persa, del siglo XVI, que contenía una anodina caja sellada, algo más pequeña, aparentemente de hierro pintado de rojo. Fecha: desconocida. Procedencia: desconocida. Valor: mínimo.

Contenido: nada.

Todo mentira, en particular lo último, porque si uno se acercaba lo suficiente a esa caja dentro de una caja, casi habría pensado que en el interior había algo que hablaba.

No, no hablaba.

Susurraba.

Extracto de Voces que susurran, una novela de John Connolly protagonizada por el detective Charlie Parker.

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Voces que susurran, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Pisando los talones’, uno de los casos más complejos del detective Kurt Wallander

El miércoles 7 de agosto de 1996, Kurt Wallander estuvo a punto de morir en un accidente de tráfico al este de Ystad.

Sucedió poco después de las seis de la madrugada. Acababa de cruzar Nybrostrand, en dirección a Osterlen, cuando de repente vio surgir delante de su Peugeot un camión que venía directo hacia él. Cuando oyó el claxon del camión, dio un volantazo y se salió al arcén. En ese momento lo atenazó el miedo. El corazón empezó a latirle bajo el pecho, y luego sintió tal mareo, tal vértigo, que creyó que iba a desmayarse. Durante un buen rato mantuvo las manos aferradas al volante de forma compulsiva.

Una vez que hubo recuperado la calma, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Se había dormido al volante. Sólo había dado una cabezada, apenas duró una fracción de segundo, pero fue suficiente para que su viejo vehículo invadiera, haciendo eses, el carril opuesto.

Un segundo más y ahora estaría muerto, aplastado bajo el peso del camión. 

La idea lo dejó helado por un momento. Lo único que le venía a la cabeza era aquella ocasión, hacía ya algunos años, en que le faltó poco para chocar contra un alce a las afueras de Tingsryd.

Pero entonces había niebla y estaba oscuro. En cambio, esta vez se había dormido al volante.

El cansancio.

No lo comprendía. Le había sobrevenido sin previo aviso, poco antes de marcharse de vacaciones, a principios de junio. Precisamente este año había decidido tomarse el descanso a comienzos del verano. Pero la lluvia le había amargado las vacaciones. Hasta que no se hubo incorporado al trabajo, poco después de San Juan, no llegó el buen tiempo a Escania.

Desde entonces, el cansancio ya no le había abandonado. Era capaz de quedarse dormido sentado en una silla. Incluso después de una larga noche de sueño ininterrumpido, tenía que hacer un esfuerzo para levantarse de la cama. Con frecuencia, cuando iba al volante, se veía obligado a pararse un rato en el arcén para echar una cabezada.

No comprendía aquel cansancio. Su hija Linda le había preguntado al respecto durante la semana de vacaciones que habían pasado juntos y en la que habían paseado en coche por Gotland. Fue una de las últimas noches, y estaban alojados en una pensión de Burgsvik. Había hecho una tarde magnífica. Habían pasado el día deambulando por el extremo sur de Gotland y, antes de regresar a la pensión, cenaron en una pizzería.

Linda le preguntó por qué estaba tan agotado. Kurt contempló el rostro de su hija, iluminado por la luz del candil, y comprendió que ella había meditado bien la pregunta. Sin embargo, le contestó con evasivas, le dijo que no le pasaba nada, que era muy normal que dedicase parte de sus vacaciones a intentar recuperar las horas robadas al sueño. Linda no insistió, pero él notó que no quedaba muy convencida.

Extracto de Pisando los talones, una novela de Henning Mankell protagonizada por el detective Kurt Wallander.

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Pisando los talones, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Los atormentados’: continúa la saga del detective Charlie Parker, escrita por John Connolly

Era una mañana encapotada de finales de noviembre, la hierba se quebraba a causa de la escarcha, y el invierno sonreía por los huecos entre las nubes igual que un mal payaso que escudriña desde detrás del telón antes de empezar el espectáculo. La ciudad se ralentizaba. Pronto arreciaría el frío, y Portland, como un animal, había acumulado grasas para los largos meses venideros. En el banco se hallaban los dólares del turismo; suficientes, cabía esperar, para llegar hasta el 30 de mayo, día de los Caídos. En las calles se respiraba una mayor tranquilidad que tiempo atrás. Los lugareños, que a veces no coexistían cómodamente con el ecoturismo otoñal y los buscadores de gangas, ahora tenían la ciudad casi para ellos solos una vez más. Reclamaban sus mesas habituales en los restaurantes, bares y cafeterías. Disponían de tiempo para la conversación ociosa con camareras y cocineros, los profesionales ya no sudaban tinta por las exigencias de clientes cuyos nombres desconocían. En esa época del año era posible sentir el verdadero ritmo de la pequeña ciudad, el lento palpitar de su corazón sin los agobios del falso estímulo de aquellos que venían de otras partes.

Yo, sentado a una mesa en un rincón del Porthole, comía beicon y patatas fritas, sin mirar a Kathleen Kennedy y Stephen Frazier mientras charlaban de la visita sorpresa a Irak de la secretaria de Estado. Como el televisor estaba sin sonido, era mucho más fácil no prestarle atención. Una estufa eléctrica con fuego de imitación ardía al lado de la ventana que daba al mar; los mástiles de los barcos de pesca oscilaban en la brisa matutina, y unas cuantas personas ocupaban las otras mesas, no muchas, las justas para crear el acogedor ambiente que requería una cafetería durante el desayuno, ya que tales cosas se basan en un sutil equilibrio.

El Porthole seguía igual que cuando yo era niño, quizás incluso igual que cuando abrió sus puertas por vez primera en 1929. Placas de linóleo marmolado verde, agrietado aquí y allá pero inmaculadamente limpio, cubrían el suelo. Una larga barra de madera con superficie de cobre recorría el local casi de punta a punta, salpicada de vasos, condimentos y dos bandejas de cristal con bollos recién hechos, y los taburetes estaban sujetos al suelo. Las paredes eran de color verde claro, y bastaba con ponerse en pie para ver el interior de la cocina a través de las dos ventanillas de servir idénticas, separadas por un letrero donde se leía: VIEIRAS. Una pizarra anunciaba los platos del día, y había cinco surtidores de cerveza, que servían Guinness, alguna que otra Allagash y Shipyard, y para quienes no conocían nada mejor, o sí conocían pero les importaba un carajo, Coors Light. De las paredes colgaban boyas, lo que en cualquier otra casa de comidas del Puerto Antiguo habría resultado kitsch pero allí reflejaba la simple circunstancia de que aquél era un lugar frecuentado por lugareños que pescaban. Una pared era casi por entero de cristal, así que incluso en las mañanas más grises el Porthole parecía inundado de luz.

En el Porthole siempre te envolvía el reconfortante zumbido de la conversación, pero nunca llegabas a oír con claridad todo lo que decían los otros clientes que había sentados cerca. Esa mañana unas veinte personas comían, bebían y empezaban el día con parsimonia, como suelen hacer las gentes de Maine. Sentados en fila ante la barra, cinco trabajadores del Mercado de Pescado del Puerto, todos vestidos idénticamente con vaqueros, sudaderas con capucha y gorras de béisbol, reían y se desperezaban en el calor, sus caras enrojecidas por la intemperie. A mi lado, cuatro hombres de negocios, con teléfonos móviles y blocs entre las tazas blancas de café, hacían ver que trabajaban, pero a juzgar por las ocasionales ráfagas de conversación que me llegaban, y alcanzaba a comprender, estaban más interesados, aparentemente, en elogiar al entrenador de los Pirates, Kevin Dineen. Más allá, dos mujeres, madre e hija, sostenían una de esas conversaciones que exigen mucha gesticulación y caras de asombro. Daba la impresión de que se lo pasaban en grande.

Me gusta el Porthole. Aquí los turistas apenas vienen, y menos en invierno, e incluso en verano tendían a perturbar poco el equilibrio hasta que alguien colocó una pancarta sobre Wharf Street en la que se anunciaba que esa porción de puerto tan poco prometedora tenía más interés del que aparentaba: la marisquería Boone’s, el Mercado de Pescado, la sala Comedy Connection y el propio Porthole. Pero ni siquiera eso había dado pie a una multitudinaria concurrencia. Con o sin pancarta, el Porthole no pregonaba a voces su existencia, y un maltrecho letrero con el nombre de un refresco y un ondeante banderín eran las únicas verdaderas señales de su presencia visibles desde Commercial, una de las principales arterias de la ciudad. En cierto modo, uno necesita saber que está allí para verlo, sobre todo en las oscuras mañanas de invierno, y a cualquier turista rezagado que pudiera pasear por Commercial a comienzos del crudo invierno de Maine le convenía tener ya una idea muy aproximada de adónde dirigía sus pasos si pretendía llegar a la primavera con la salud intacta. Con un vigorizante viento del nordeste de cara, pocos tenían el tiempo o el deseo de explorar los rincones ocultos de la ciudad.

Aun así, a veces los viajeros de temporada baja pasaban por delante del Mercado de Pescado y la sala Comedy Connection, mientras sus pasos resonaban nítidamente en la madera vieja del paseo entarimado que bordeaba el muelle por su lado izquierdo, e iban a dar a la puerta del Porthole, y existían muchas probabilidades de que, en su siguiente visita a Portland, fuesen derechos al Porthole; pero quizá no se lo contaban a mucha gente, porque era la clase de sitio que uno se reservaba para sí. Fuera tenía una terraza con vistas al puerto donde, en verano, la gente podía sentarse y comer, pero en invierno retiraban las mesas y dejaban la terraza vacía. Creo que a mí me gustaba más en invierno. Podía coger un café y marcharme afuera, sabiendo que la mayoría de los parroquianos preferían tomarse el café dentro, donde se estaba caliente, y que, por tanto, difícilmente me molestaría nadie. Allí olía el salitre y sentía la brisa marina en la piel, y si hacía buen día y no soplaba mucho el viento, el olor me acompañaba el resto de la mañana. Me gustaba, sobre todo, el olor. A veces, si me sentía mal, allí podía quitarle importancia, porque el salitre en los labios me recordaba el sabor de las lágrimas, como si recientemente hubiese intentado alejar el dolor de otro con un beso. Cuando eso ocurría, me acordaba de Rachel y Sam, mi hija. También me acordaba a menudo de la mujer y la hija que ya había perdido antes.

En días así reinaba el silencio.

Pero ese día yo estaba dentro, y llevaba chaqueta y corbata. La corbata era de Hugo Boss, de color rojo intenso, y la chaqueta de Armani, aunque en Maine nadie le prestaba mucha atención a las marcas. Todo el mundo pensaba que, si llevabas puesta esa ropa, la habías comprado en las rebajas, y si de verdad habías pagado el precio que marcaba la etiqueta, eras imbécil.

Extracto de Los atormentados, una novela de John Connolly protagonizada por el detective Charlie Parker.

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Los atormentados, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘El ángel negro’, una novela negra con tintes sobrenaturales

Entre guirnaldas de fuego cayeron los ángeles rebeldes.

Y en su descenso, mientras se precipitaban vertiginosamente en el vacío, padecieron un suplicio semejante al de quienes acaban de perder la vista, ya que de la misma manera que la oscuridad es más atroz para quienes han conocido la luz, la privación de la gracia causa un sufrimiento más profundo en quienes antes conocieron su calor. Los ángeles, en su tormento, se lamentaron a grito herido, y al arder llevaron por vez primera la claridad a las tinieblas. Entre ellos, los inferiores buscaron refugio en las profundidades, y allí crearon un mundo propio donde morar.

El último ángel miró al cielo mientras caía y vio todo lo que se le negaría eternamente, y tan horrenda fue para él aquella visión que se le quedó grabada a fuego en los ojos. Y así, a la par que los cielos se cerra ban sobre él, le fue otorgado el privilegio de ver cómo desaparecía el rostro de Dios entre nubarrones grises, y la belleza y la aflicción de esa imagen quedaron inscritas para siempre en su memoria y en su mirada. Condenado a deambular por los siglos de los siglos como un proscrito, lo rehuyeron incluso los de su misma naturaleza, pues ¿qué mayor angustia podría existir para ellos que ver cómo, cada vez que lo miraban a los ojos, la imagen de Dios se estremecía en la negrura de sus pupilas?

Y tan solo estaba que se escindió en dos a fin de tener compañía en su largo ostracismo, y esas dos partes idénticas del mismo ser erraron juntas por la Tierra aún en formación. Con el tiempo, se unieron a ellas unos cuantos ángeles cansados de refugiarse en el inhóspito reino que ellos mismos habían creado. Al fin y a la postre, ¿qué es el infierno sino la ausencia eterna de Dios? Existir en un estado infernal es verse privado a perpetuidad de la promesa de esperanza, de redención, de amor. Para aquellos que se han visto dejados de la mano de Dios, el infierno carece de geografía.

Pero, al final, aquellos ángeles se cansaron de vagar a lo largo y ancho de ese mundo desolado sin una válvula de escape para su ira y su desesperación. Encontraron un lugar hondo y oscuro donde dormir, y allí se ocultaron y esperaron. Transcurridos muchos años, se abrieron minas y se alumbraron los túneles, y la mayor y más profunda de estas excavaciones se encon traba en Bohemia, entre las minas de plata de Kutná Hora, y se llamaba Kank.

Y según contaban, cuando la mina llegó a su profundidad máxima, las lámparas de los mineros parpadearon como agitadas por una brisa allí donde no podía correr brisa alguna, y se oyó un gran suspiro, como de almas liberadas de su cautiverio. Empezó a oler a quema do y los túneles se desplomaron. Una tormenta de inmundicia y tierra se elevó y se propagó por la mina, asfixiando y cegando a todos a su paso. Los supervivientes hablaron de voces en el abismo, y de batir de alas en medio de las nubes de polvo. La tormenta ascendió hacia el pozo principal e irrumpió en el cielo nocturno, y los testigos presenciales alcanzaron a ver un resplandor rojo en su núcleo, como si estuviera en llamas.

Y los ángeles rebeldes adoptaron la apariencia de hombres y se dispusieron a crear un reino invisible que controlarían en la clandestinidad y mediante la voluntad corrupta de otros. Al mando estaban los dos demonios idénticos, los más grandes entre
ellos, los Ángeles Negros. El primero, llamado Ashmael, se sumergió en el fragor de la batalla y susurró hueras promesas de gloria a los oídos de gobernantes ambiciosos. El otro, llamado Immael, declaró su propia guerra a la Iglesia y sus autoridades, los representantes en la Tierra del que los había condenado al ostracismo. Se recreaba con el fuego y la violación, y su sombra se proyectaba sobre el saqueo de monasterios y la quema de capillas. Cada mitad de este par idéntico llevaba la marca de Dios en forma de mota blanca en el ojo, Ashmael en el derecho e Immael en el izquierdo.

Pero lleno de arrogancia y de cólera, Immael se dejó ver por un momento bajo su auténtica y corrompida apariencia. Le hizo frente un monje cisterciense, Erdric, del monasterio de Sedlec, y ambos lucharon sobre cubas de plata fundida. Al final, Immael, sorprendido en el momento de transformarse de humano en Otro, fue abatido y cayó en el mineral candente. Erdric pidió que se dejase enfriar despa cio el metal, e Immael quedó atrapado en la plata, incapaz de liberar se de ella, la más pura de las prisiones.

Y Ashmael sintió su dolor y trató de liberarlo, pero los monjes lo pusieron a buen recaudo y lo mantuvieron alejado de quienes pretendían romper sus cadenas. Aun así, Ashmael nunca dejó de buscar a su hermano, y con el tiempo se sumaron a la búsqueda aquellos de su misma naturaleza, y los hombres corrompidos por sus promesas. Se marcaron a sí mismos para poder reconocerse, y su marca fue un rezón, un garfio ahorquillado, ya
que, según la tradición, ésta fue la primera arma de los ángeles caídos.

Y se hicieron llamar «Creyentes».

Extracto de El ángel negro, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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El ángel negro, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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El quinto libro de la serie detective Charlie Parker, en el que se funden de manera inquietante la realidad y la fantasmagoría.

‘El hombre sonriente’, un escalofriante caso para el detective Kurt Wallander

«La niebla», pensaba.

«Es como un depredador furtivo y silencioso. Jamás lograré habituarme a ella, pese a que toda mi vida ha transcurrido en Escania, donde las personas aparecen constantemente envueltas en
su manto invisible.»

***

Eran las nueve de la noche del 11 de octubre de 1993.

La bruma se había precipitado veloz, como un torbellino, procedente del mar. Él iba al volante, de regreso a la ciudad de Ystad, donde residía. Su vehículo hendió la blancura brumosa apenas hubo dejado atrás las laderas de Brösarp.

Una intensa sensación de temor lo invadió al punto.

«Me asusta la niebla», admitió para sí. «Cuando más bien debería temer al hombre al que acabo de visitar en el castillo de Farnholm. Ese hombre de aspecto amable cuyos terribles colaboradores andan siempre apostados tras él, los rostros bañados en sombras. En él debería estar pensando; y en lo que ya sé que se esconde tras su afable sonrisa y su halo de integridad, de ciudadano que se halla por encima de toda sospecha. Él debería infundirme temor, y no la niebla que se adentra despaciosa desde el golfo de Hanö. Él, de quien ahora sé que no duda en matar a quienes entorpecen sus planes.»

Puso en marcha los limpiaparabrisas a fin de eliminar la humedad condensada sobre la luna delantera. No le gustaba conducir en la oscuridad de la noche, pues los reflejos de las farolas sobre el asfalto le impedían distinguir con claridad las liebres que, en precipitada carrera, se cruzaban ante el vehículo.

Tan sólo una vez, en toda su vida, había atropellado a uno de esos animales, hacía ya más de treinta años. Fue una tarde de primavera en que se dirigía a Tomelilla. Aún era capaz de rememorar la violenta presión inútil del pie sobre el pedal del freno que precedió a la colisión del blando cuerpo contra la chapa. El animal había quedado atrás, tendido sobre el piso en nerviosa agitación de sus extremidades inferiores; las superiores, paralizadas, los ojos observándolo fijamente. Se obligó a buscar por el arcén hasta hallar una piedra que, con los ojos cerrados, estrelló contra la cabeza de la liebre. Acto seguido, se apresuró a regresar al coche, sin mirar a su alrededor.

Nunca pudo olvidar la mirada de la víctima, ni el pataleo compulsivo de sus patas traseras. Un recuerdo del que jamás había logrado deshacerse y que, recurrente, le asaltaba la memoria cuando menos lo esperaba.

Extracto de El hombre sonriente, una novela negra protagonizada por el detective Kurt Wallander, escrita por Henning Mankell.

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El hombre sonriente, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Más allá del espejo’, una perturbadora novela sobre un asesino de niños, escrita por John Connolly

La casa Grady no es fácil de encontrar. Está al pie de una tortuosa carretera rural que, como un reptil que se apartara del camino para arrastrarse hasta morir, se desvía de la Estatal 210 en dirección noroeste y avanza entre escarpados ribazos poblados de pinos y abetos, cada vez menos transitable a medida que el asfalto da paso al cemento agrietado, el cemento a la grava, la grava a la tierra, como si conspirase para disuadir a quienes llegaran a ver la casa de tejado azul a dos aguas que aguarda al final. E incluso allí surge un último obstáculo que los curiosos tendrán que vencer, ya que el desigual sendero que lleva hasta la puerta está asilvestrado, invadido por la maleza. Árboles caídos siguen donde en su día se desplomaron y forman ahora puentes naturales que aprovechan las plantas rastreras y las trepadoras, sumándose a ellas las zarzas y las
ortigas para crear un torvo muro verde y marrón. Sólo los visitantes más tenaces lograrán superarlo abriéndose paso a través de la vegetación o salvando zanjas y peñascos, tropezando con raíces que apenas parecen prendidas al terreno, raíces de árboles a merced de
cualquier tormenta, hasta la más ligera.

Aquellos que consigan pasar llegarán a un jardín de tierra gris y hierbajos malolientes, delimitado por el linde del bosque, que allí está formado por una hilera de árboles llamativamente uniforme a una distancia de seis o siete metros de la casa, de tal modo que se diría que la propia naturaleza se resiste a aproximarse. Es una sencilla construcción de dos plantas, con el piso superior coronado por una mansarda. Un porche la circunda por tres de sus lados, y en la fachada este un balancín torcido, en estado lastimoso, cuelga de una sola cuerda. Las hojas muertas, abarquilladas como restos de insectos, se amontonan contra ventanas y puertas. Enterrado entre ellas asoma el cascarón momificado de una carriza, su cuerpo aplastado y sus plumas tan frágiles como un pergamino antiguo.

Hace ya tiempo que las ventanas de la casa Grady se tapiaron con tablones y las entradas delantera y posterior se reforzaron mediante puertas de acero. Nadie ha ocasionado desperfectos, porque incluso los gamberros más osados se abstienen de acceder a ella. Algunos se acercan a mirar y a tomar una cerveza a su sombra, como si desafiaran a los demonios de la casa a arremeter contra ellos; pero, como niños pequeños incitando a un león a través de los barrotes de la jaula, son valientes siempre y cuando se interponga una barrera entre ellos y la presencia oculta en la casa Grady.

Pues allí hay una presencia. Acaso no tenga nombre, o ni siquiera forma, pero existe. Se compone de sufrimiento, de dolor y de desesperanza. Está en el polvo del suelo y en el papel desvaído que se desprende lentamente de las paredes. Está en las manchas del fregadero y en la ceniza del último fuego. Está en la humedad del techo y en la sangre del entarimado. Está en todo, y todo forma parte de ella. Y está a la espera.

Extracto de Más allá del espejo, una novela de la serie del detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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Más allá del espejo, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.