– Mi general, le vengo a informar que voy a matar a Francisco Villa.
Un ligero sobresalto en la mirada del presidente Álvaro Obregón delata su sorpresa. Después de intercambiar con él palabras insustanciales acerca del clima y la economía en Torreón, desde donde viajó a la Ciudad de México, Jesús Herrera se ha dejado de rodeos. Las puertas de Palacio Nacional se abrieron para él gracias a la cercanía que sus hermanos, los difuntos generales Luis y Maclovio Herrera, tuvieron con Obregón. El presidente mantiene una expresión serena sólo traicionada por la pérdida de la sonrisa, por su silencio y por el tamborileo de sus dedos sobre unos documentos que descansan en el escritorio.
– No le vengo a pedir permiso, general- continúa Jesús, sin dejarse intimidar por el silencio y la actitud inquisitiva del presidente-; le vengo a avisar. Esa fiera se ha ensañado con mi familia. De los hombres sólo quedo yo, y ya ha intentado matarme. Hace apenas unos días me mandó dos asesinos a Torreón. Gracias a Dios, un pariente lejano que andaba en Canutillo por negocios se dio cuenta de los movimientos y me previno. La policía agarró a los matones cuando entraban armados en mis oficinas; llevaban mi nombre anotado. Mi general, usted conoce a Villa tan bien como yo: no va a parar hasta verme muerto y es muy capaz de seguirse con las mujeres y los niños; acuérdese de que prometió acabar con todos nosotros. No voy a quedarme con los brazos cruzados. Tengo que hacer todo lo que esté en mis manos por impedir más tragedias en mi familia; de otro modo, no sería digno llamarme hijo de mis padres.
– Bueno, don Jesús -rompe su silencio el presidente-, ¿vino desde Torreón para decirme esto? ¿Por qué?
– Mire, general -continúa Herrera, recargando los antebrazos sobre el escritorio después de pasar su sombrero a la silla de junto-: yo ya tengo todo planeado y me falta poco para acabar de conseguir a la gente que se va a encargar, pero necesito pedirle un favor en memoria de mis hermanos, que en paz descansen.
– Usted sabe que a los generales y a su señor padre siempre les guardé un particular aprecio -responde Obregón, mostrando una cautela inusual en su abierto carácter norteño.
-Como le digo, tengo todo preparado .prosigue Herrera-, pero necesito asegurarme de que mi gente pueda actuar con libertad. Acuartéleme la tropa en Parral, o si se puede, mándela fuera de la ciudad. También le quiero pedir inmunidad. No soy el único que tiene interés en este asunto; hay muchos que participamos. Todos somos hombres comunes y corrientes. Somos gente pacífica, pero no hay uno entre nosotros con quien no tenga Villa cuentas pendientes: al que no ha tratado de asesinar, le ha matado familiares o lo ha despojado. Todos vivimos bajo amenaza; en esto hay mucho de defensa propia; no sería justo que saliéramos perjudicados por protegernos.
-Mire, don Jesús -expresa por fin Obregón-, a este país lo que le urge es pacificarse. El gobierno no quiere participar en más actos de violencia.
Con el estómago hecho nudo, Jesús se esfuerza por evitar que la decepción se le note en la cara.
Extracto de La sangre al río: La pugna ignorada entre Maclovio Herrera y Francisco Villa, de Raúl Herrera Márquez.

La sangre al río: La pugna ignorada entre Maclovio Herrera y Francisco Villa, de Raúl Herrera Márquez, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.