Es legítimo decir que el astronómico crecimiento de la riqueza y de la influencia cultural de las empresas multinacionales que se ha producido durante los últimos quince años tiene su origen en una idea única, y al parecer inofensiva, que los teóricos de la gestión de empresas elucubraron a mediados de la década de 1980: que las empresas de éxito deben producir ante todo marcas y no productos.
Hasta entonces, aunque el mundo empresarial entendía la importancia que tiene dar lustre a las marcas, la principal preocupación de todos los fabricantes serios era fabricar artículos. Esta idea era el evangelio de la Era Industrial. Un editorial que apareció en la revista Fortune en 1938, por ejemplo, argumentaba que la razón de que la economía estadounidense no se hubiera recuperado aún de la Depresión era que los Estados Unidos habían dejado de percibir la importancia que tiene fabricar cosas:
Se trata de la proposición de que la función básica e irreversible de la economía industrial es la fabricación de cosas: que mientras más cosas fabrique, mayores serán los ingresos, ya sea en términos de dólares o en términos reales; y que, en consecuencia, la clave de la capacidad de recuperación son (…) las fábricas, donde están los tornos y los taladros, los crisoles y los martillos. Es en las fábricas, en la tierra y debajo de ella, donde se origina el poder de compra.
Y durante mucho tiempo, al menos en principio, la fabricación de artículos siguió siendo el centro de todas las economías industriales. Pero hacia la década de 1980, impulsados por años de recesión, algunas de las fábricas más poderosas del mundo comenzaron a tambalearse. Se llegó a la conclusión de que las empresas padecían inflación, que eran demasiado grandes, que tenían demasiadas propiedades y empleados y que estaban atadas a demasiadas cosas. Llegó a parecer que el proceso mismo de producción (que implicaba gobernar las fábricas y responsabilizarse de la suerte de decenas de miles de empleados fijos y a tiempo completo) ya no era la ruta del éxito, sino un estorbo intolerable.
Hacia la misma época apareció un nuevo tipo de organización que disputó a las nuevas compañías estadounidenses su cuota del mercado: empresas del tipo de Nike y Microsoft, y más tarde las del tipo de Tommy Hilfiger e Intel. Estos pioneros plantearon la osada tesis de que la producción de bienes sólo es un aspecto secundario de sus operaciones, y que gracias a las recientes victorias logradas en la liberalización del comercio y las reformas laborales, estaban en condiciones de fabricar sus productos por medio de contratistas, muchos de ellos extranjeros. Lo principal que producían estas empresas no eran cosas, según decían, sino imágenes de sus marcas. Su verdadero trabajo no consistía en manufacturar sino en comercializar. Esta fórmula, innecesario es decirlo, demostró ser enormemente rentable, y su éxito lanzó a las empresas a una carrera hacia la ingravidez: la que menos cosas posee, la que tiene la menor lista de empleados y produce las imágenes más potentes, y no productos, es la que gana.
Extracto de No Logo, de Naomi Klein.
No Logo, de Naomi Klein, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Booket.