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En este panteón inicia ‘Los que habitan el abismo’, de Diego Petersen Farah

Los que habitan el abismo es una novela de Diego Petersen Farah que está basada en una experiencia real de este autor, y que tiene que ver con una investigación por fraude que comienza cuando el ataúd de una conocida viuda es abierto y se descubre que su cadáver no está allí.

De hecho, en la foto que te compartimos aquí abajo puedes ver el lugar exacto en que comienza la novela: un panteón ubicado en la comunidad de Chapala, al que uno de los protagonistas llega para realizar un macabro descubrimiento.

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Si quieres saber qué es lo que ocurre exactamente en este lugar, te invitamos a que leas el siguiente extracto.

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Beto Zaragoza se encontraba ahí, parado junto a la tumba; él siempre estaba donde tenía que estar. Desde niño aprendió que lo más importante en el oficio de reportero de rota roja es hallarse en el lugar adecuado a la hora precisa: no importa si es temprano o tarde, si llueve o hace un sol que quema, hay que estar ahí. “Los cadáveres no se mueven, es uno el que tiene que ir a ellos, donde sea”, le decía su padre, el viejo don Eulalio.

Adalberto tenía ocho años cuando su padre lo llevó por primera vez a cubrir una nota. Era domingo en la madrugada, había llovido por la noche y el ambiente estaba fresco. El viejo lo despertó de un empellón, le dio una cámara Kodak Instamatic 125 y le dijo: “Vístete y acompáñame, es hora de que te metas al oficio”. Don Eulalio llevaba su cámara Pentax al hombro y un radio que hacía un ruido endemoniado en el cinturón; lo que se escuchaba eran sólo claves, números y palabras extrañas que Beto entonces no alcanzaba a comprender. Subieron al Ford Falcon azul metálico del padre y enfilaron rumbo a San Isidro. El viaje le pareció eterno, el radio no dejaba de sonar. Ya cerca del Periférico le dieron alcance a la ambulancia de la Cruz Verde, esas que levantaban a los muertos. Llegaron al bosque del Centinela con las primeras luces de la mañana. Mientras los “zopilotes” (como llamaban entre los reporteros de nota roja a los levantamuertosn de la Cruz Verde) bajaban la camilla, don Eulalio preguntó dónde se encontraba el cadáver. “Aquí abajo, pegado a la presa”, le dijeron. Apresuraron el paso para llegar antes que nadie. Contrario a la canción, en la nota roja es más importante llegar primero que saber llegar. De pronto Beto se topó con el cuerpo de una mujer colgada de un árbol. Se quedó petrificado: era la primera vez en su vida que veía un muerto de verdad. Había visto muchos, en las fotos de su papá, degollados, quemados, martirizados, balaceados, apedreados, pero nunca “un muerto en vivo”, como los llamaba irónicamente don Eulalio. No podía apartar la mirada de los ojos de aquella mujer: eran unos ojos tristes, vacíos, un poco desorbitados, sin vida pero expresivos. Don Eulalio tomó la foto cuidando el foco, ajustando la luz con la velocidad de disparo y el encuadre; su hijo, con su camarita entre las manos a la altura de la cintura, viendo fijamente el rostro de aquella mujer vestida de rosa con medias negras, el pelo castaño bien peinado, los ojos maquillados y, como fondo, el amanecer entre los eucaliptos. Una imagen hermosa que Beto aún conserva, mitad como ejemplo de una buena foto de nota roja, mitad como diploma de graduación: ese día, con ocho años de edad, entró al oficio de reportero de policía. Ahora, cada vez qu puede, porque hoy el peligro es mayor, Adalberto lleva a su hija Juana, de diez años, a que tome fotos de cadáveres.

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Beto Zaragoza estaba ahí, en el Cementerio de Chapala,  bajo un sol inclemente de mayo mientras a pico y pala destruían la tumba de la viuda de Lacroix para exhumar el cadáver. A su lado estaba el comandante Peláez, policía judicial a quien conocía de muchos años atrás, cuando él mismo era ayudante de su padre y Peláez “madrina” del exprocurador Godínez, hoy huido por sus nexos con el narcotráfico. Rosendo Juárez, ministerio público de Chapala, coordinaba los trabajos y llevaba el papeleo; Luis Ramírez, abogado de Seguros Monterrey y quien solicitó la exhumación del cadáver, fue invitado como testigo; Pedro Corola, secretario del juzgado de Chapala que había concedido la orden de exhumación, juró no perderse detalle, y Juana Zaragoza, cansada y distraída, harta después de dos horas de escuchar ese sonido repetitivo y agudo del pico sobre la tumba.

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Finalmente se escuchó un ruido sordo y grave entre aquel concierto de agudos; el pico había golpeado el cajón. Destruyeron completamente la losa que lo tapaba y liberaron el paso. Pusieron un malacate encima de la tumba, amarraron la caja que ya daba muestras de destrucción por la humedad a pesar de que aún no había comenzado la temporada de lluvias, y empezaron a tirar rítmicamente, muy despacio, como si se tratara de algo muy valioso o al menos digno de respeto. El ruido agudo de los picos había dado paso a un rechinar de cadenas no menos molesto para los oídos de Juana. Beto sacó de su morral dos pañuelos, los roció con agua de colonia (“la de Sanborns para esto sí sirve”, le decía su padre), le dio uno a Juana y le indicó cómo amarrarlo cubriendo nariz y boca. Preparó la cámara, una EOS con una lente 50-200 mm, f 2.8, que le costó mucho más de lo que ganaba en el periódico en un mes pero era su orgullo y su pasión, y fue documentando lo que pasaba.

Cuando el cajón estuvo arriba lo pusieron con cuidado sobre la tumba de al lado y le quitaron el exceso de tierra con una escoba vieja. los enterradores voltearon a ver al secretario, esperando instrucciones.

los que habitan el abismo

Los que habitan el abismo, de Diego Petersen Farah, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Planeta.