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Cristina Rivera Garza y sus asesinatos poéticos en pleno sexo: “La muerte me da”

Una mujer que se hace llamar Cristina Rivera Garza descubre el cadáver de un joven, acompañado de unos versos de la poeta Alejandra Pizarnik. Cuando la mujer notifica su hallazgo a la policía se ve obligada a explicar qué podrían significar tales versos. Y a medida que aparecen más jóvenes asesinados en las mismas condiciones, la Periodista de Nota Roja y la infatigable Detective del Departamento de Investigación de Homicidios se obsesionan también por resolver un caso que cuestiona la violencia a la mexicana, la manera habitual de contarla a través de la novela negra y aquello que entendemos por realidad.

“La muerte me da (en pleno sexo)”, una novela negra a la mexicana con venas poéticas interpuestas en su historia escrita por Cristina Rivera Garza, es un magnífico thriller literario, un laberinto hecho de sorpresas donde la única vía para llegar a la verdad es el asombro constante.

Disfruta la lectura de este extracto, el cual forma parte de su capítulo I.1 ‘Los hombres castrados; Lo que creí decir’:

“Los hombres castrados (I)

Lo que creí decir

1

–Pero si es un cuerpo –farfullé para nadie o para alguien dentro de mí o para nada. Al inicio no reconocí las palabras. Dije algo. Y eso que dije o creí decir era para nadie o para nada o era para mí que me escuchaba desde lejos, desde ese lugar interno y hondo a donde no llegaban nunca el aire o la luz; ahí donde se iniciaba, hostil y avorazado, el murmullo, el atropellado aliento sin voz. Un pasadizo. Un bosque. Lo dije después del azoro; después de la incredulidad. Lo dije cuando el ojo pudo descansar. Luego de ese largo rato que me tomó volverlo forma (algo visible) (algo enunciable). No lo dije: salió de mi boca. La voz baja. El tono del espanto o de la intimidad.

—Sí, es un cuerpo -debí decir y, en el acto, cerré los ojos. Luego, casi de inmediato, los abrí otra vez. Debí decirlo. No sé por qué. Para qué. Pero levanté los párpados y, como estaba expuesta, caí. Pocas veces las rodillas. Las rodillas cedieron al peso del cuerpo y el vaho
de la respiración entrecortada me nubló la vista. Trémula. Hay hojas trémulas y cuerpos. Pocas veces el tronar de los huesos. Cric. Sobre el pavimento, a un lado del charco de sangre, ahí. Crac. Las piernas dobladas, los empeines al revés, las palmas de las manos. El pavimento se conforma de rocas pequeñísimas.

—Es un cuerpo —dije o debí decir, balbucir apenas, para nadie o para mí que no podía creerlo, que me negaba a creer, que nunca creí. Los ojos abiertos, desmesuradamente. El llanto. Pocas veces el llanto. Esa invocación. Ese crudo rezo. Lo estaba observando. No había escapatoria o cura. No tenía nada adentro y, alrededor de mí, sólo estaba el cuerpo. Lo que creí decir. Una colección de ángulos imposibles. Una piel, la piel. Cosa sobre el asfalto. Rodilla. Hombro. Nariz. Algo roto. Algo desarticulado. Oreja. Pie. Sexo. Cosa roja y abierta. Un contexto. Un punto de ebullición. Algo deshecho.

—Un cuerpo –creí decir o farfullar apenas para nadie o para mí que me volvía bosque o pasadizo, orificio de entrada. Negrura. Creí que dije. Pocas veces los labios que se niegan a cerrarse. La vergüenza. Su último minuto. Su última imagen. Su última frase completa. La nostalgia por todo eso. Pocas veces. Quedarse quieta.

Cuando volví a decir lo que creí que dije, cuando dije para mí, que era la única que me escuchaba desde ese lugar interno y lejano donde se generaba y se consumía el aire o la luz, fue ya demasiado tarde: había hecho las llamadas correspondientes y, como yo lo había encontrado, me había convertido ya en la Informante”.

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Un magnífico thriller literario, un laberinto hecho de sorpresas donde la única vía para llegar a la verdad es el asombro constante.