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Al filo de la infancia y al margen de la vida adulta yace un singular “Juego de Niños”: Guido Tamayo

Fernando padece una rara enfermedad que le provoca gigantismo, fuertes migrañas, lo avejenta prematuramente y limita la motricidad de sus piernas, por lo que vive confinado al apartamento de la familia con quien su madre lo dejó encargado para partir «en busca de mejores oportunidades». A pesar de su encierro, gozará del mundo exterior gracias a la narración diaria de las correrías de Lucho y Miguel, sus hermanos adoptivos, y descubrirá el deseo por medio de Isabel, la bella adolescente del servicio doméstico. Cuando la tragedia se cierne sobre los jóvenes (¿Accidente? ¿Crimen? ¿Suicidio?) se vuelve evidente que todos los claroscuros de la condición humana caben entre esas cuatro paredes.

En palabras de Juan Villoro, Guido Tamayo «retrata con cambiantes perspectivas al grupo disfuncional por excelencia: la familia», en éste su libro “Juego de Niños”.

Disfruta un pequeño extracto de su primer capítulo; Miguel:

“Miguel

Recuerdo que eras un niño envejecido, Fernando, un niño viejo. Tu cuerpo era enorme y en tus manos abiertas cabía con  holgura una cabeza humana. De hecho, a veces jugabas con nuestras cabezas, las cabezas de tus hermanos: las tomabas, las movías de una mano a otra como peloticas y te reías. Nosotros también reíamos hasta que nos sacudías muy fuerte sin darte cuenta y entonces nos quejábamos y acababa el juego. Tenías un tronco extenso que lucía más seguro cuando estabas sentado que cuando caminabas inclinado y oscilante como un simio. Tus piernas eran largas, frágiles y dobladas como serpentinas que se aferraban con vacilación al mundo. Eras un niño avejentado, tenías el pelo cano con apenas unos pocos años, la frente arrugada y el semblante serio y, sin embargo, a veces soltabas una risa delirante, abierta y fácil que te hacía parecer feliz. Y sí, lo eras de alguna extraña manera.

Eras un niño gigante, Fernando, parecías un niño tonto, pero no lo eras. Las canas te daban dignidad. Eras un niño añoso, un niño sabio. Conocías muchas cosas que nosotros desconocíamos. Por ejemplo: hacer crucigramas, ninguno de nosotros lograba acabar uno, ni uno solo; no teníamos esa paciencia que a ti te desbordaba. Por ejemplo: sabías un montón de palabras que sacabas del diccionario y que usabas las pocas veces que hablabas y que no siempre entendíamos. Más aún, había algo que solo tú sabías, ¿cómo fue tu muerte?

Mas no solo te admirábamos por esas cosas que sabías y que para nosotros eran tan solo enigmas, también te apreciábamos por tu silencio. Eras un ser callado y no porque tu forma de hablar fuera confusa, tu dicción enrevesada y eso te cohibiera, sino porque te resguardabas bien tras el silencio: era tu territorio, la zona en que más confiabas. En consecuencia, evitabas las palabras, las usabas únicamente para resolver tus crucigramas, para solicitar algo, para asentir o negar; de resto, tu mutismo era inviolable. Cuando caminabas producías un ruido tenue como si tus pies fueran de lana. Procurabas pasar desapercibido, pero el titubeo, el arrastre al andar, a veces te delataban. Al principio pensamos que nos espiabas con ese vagar imperceptible por el apartamento. Llegamos a desconfiar de ti, pero muy pronto supimos que tú no eras sino un ser sumido en el silencio; que no querías fisgonear nuestro comportamiento, sino que en ocasiones transitabas por el espacio del apartamento con la necesidad de poseer una geografía breve pero propia: un pasillo, un par de salones y unas cuantas habitaciones por mundo. La calle estaba vedada para ti”

Juego de niños

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Una obra singular sobre el rito de paso en que la infancia se extingue para convertirse en el incendio que definirá la vida adulta. Con cambiantes perspectivas, retrata al grupo disfuncional por excelencia: la familia.

Juan Villoro