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“Juliana los mira”: un monólogo relampagueante que no da respiro

“Papá me eleva hasta el techo sosteniéndome por los codos. Me dice, me gruñe, me muge, me grazna: a ver, a ver, qué quiere esta niñita de cumpleaños. Yo rio sin poder contestarle. Siento cosquillas en las piernas, la barba de papá es grisosa y es una espina que se hunde en mis rodillas, papá relincha, rebuzna, brama y cacarea, damos vueltas como un trompo, a ver, a ver, sigue diciéndome; su boca en mi oreja cuchichea, chilla, gime, gorjea, sus labios picotean, las manos de papá como dos redes, sus dedos como lápices pintándome.

-Un barco- puedo contestarle finalmente. ¡un barco! –grita papá-. Yo pensé que pedirías tres muñecas. ¡una niña de diez años que pide un barco de guerra! Empieza a girar y sacudirme con mucha mas fuerza, resopla, ulula y croa, dice que es una licuadora y que mis piernas son dos zanahorias, esta vez no siento risa sino miedo, papá resuella, la licuadora va a estallar, papá rebufa, rechifla, se desgarganta, damos botes de caballo hacia delante y hacia atrás, yo me aferro a su cabeza y cubro su rostro conmigo, de manera que dejo de escuchar su voz. No entiendo qué dice, qué canta, su voz contra mi ombligo es una boca haciendo ¡plof!, su voz desciende, es un rumor de locomotora partiéndome, pero al poco rato estoy libre de la voz por que papá me baja al piso mordisqueándome lo dos muslos de zanahoria, así lo dice: Tus dos muslos, homp, homp, de zanahoria, ¡homp!

Papá ríe es el monstruo oculto de las películas, ¡la licuadora ya te comió! Ruge, relamiéndose y la saliva brilla en sus dientes, como la sangre.

Yo me mantengo en pie a duras penas, mirándolo mareada, el mundo entero me da vueltas: papá, sus ojos, su barba. Quisiera decirle: otra vez, otra vez, pero tampoco quisiera decirlo; no soy capaz porque de pronto me dan miedo el trompo y la licuadora y papá cuando parece el monstruo oculto, aunque también quisiera sentir la voz caliente de papá sobre el ombligo haciendo ¡plof! ¡plof!, y después resbalando un poquito, plof y de pronto hundiéndose más y vibrando, ¡homp! ¡homp!, aplastada primero, quieta y luego igual que un resorte. ¡homp! ¡homp!, sobre los muslos mordiéndome, y las rodillas, ¡homp! ¡homp!, quebrándome las piernas como dos zanahorias, ¡plof!, hasta soltarme en el piso.

El mundo entero se queda quieto, papá está quieto mirándome. Sonríe. Bien. Muy bien –dice su propia voz, sin imitar animales–. Mañana tendrás tu barco.

Veo que tiene el rostro muy rojo, y suda, seguramente por el esfuerzo al levantarme como todos los años cuando estoy a un día de cumplir años. Todos los años lo hace. “habré crecido –pienso–, por fin.” Se acomoda la corbata y pone cara de cuando aparece en televisión; suspira, dice que no tiene tiempo, es tarde. Mira su reloj de oro: ¡las dos! Mientras mamá se acerca silenciosamente con el abrigo negro desde atrás, como si fuera a sorprenderlo con un beso. Pero hoy no es ayer, hoy no es domingo, no hay beso, únicamente una despedida rápida: papá no sabe si vendrá temprano o tarde. Dice que no se decide a recibir las gentes esas del sindicato, así lo dice, y añade: hablan demasiado. Mamá le ruega: recíbelos, y detrás de su ruego su rostro resplandece más lindo pero más frio. Papá no responde. Tampoco se deja ayudar con el abrigo. Se lo pone él y entonces se ve más bajo que mamá. Mucho más bajo. Escucho que hablan de una embajada y del papá de Camila y el presidente y por eso me voy volando con los brazos como alas de avión hacia mi cuarto, ¡ruuum!, porque no desearía oír que hablen del presidente y de Camila, pero me detengo cuando voy a subir las escaleras y me vuelvo a mirarlos. Papá y mamá son sólo una mancha junto a la puerta, papá la abraza ¿la besa?, si, la besa breve, mamá es en realidad esa verdadera mancha, debe ser por que hoy sea vestido de negro, aunque nadie haya muerto, aunque su cara blanca sea igual que un bostezo a punto de caer, un bostezo bello, cierto, pero lejano, acaso por que hoy no es domingo ni sábado y mamá desea que papá la mire triste por su marcha, por su posible charla con los señores esos. No sé.

Voy volando a la ventana de mi cuarto y desde ahí veo a papá que corre a través del jardín hacia el mercedes, el cuerpo inclinado como si empezara a llover y no quisiera mojarse. Veo a Esteban sin su gorra en la cabeza, abriendo la puerta trasera. Esteban es más alto que papá, un gigante que lo cubre. Me pregunto dónde está la gorra de Esteban si dentro del auto o perdida, en cualquier avenida. De repente me imagino al viento soplando y arrastrando como un pájaro la gorra de Esteban. Lo imagino detrás corriendo inútilmente. Esteban sin su gorra es otro Esteban. Es más cuadrado; es otro Esteban; cierra cuidadosamente la puerta de papá y después se pone al volante y antes de que cierre su puerta lo veo reír igual que si acabara de escuchar un buen chiste. Es extraño verlo reír con papá. Lo pienso sobre todo cuando me acuerdo de la noche de los enanos, pero prefiero no pensar en esa noche ahora, y no quiero que papá sepa que lo odian. Esteban mira a mi ventana y ríe más, y yo siento que hay alguien detrás de mí, es mamá, que todavía parece una macha, a pesar de que abra la boca un instante y muestre los dientes blanquísimos. Vuelvo a mirar el auto y alcanzo a despedirme de papá, que dice adiós con una mano. Por primera vez descubro que papá es un hombre arrugado. Aunque tenga una barba tan larga y abundante me doy cuenta por primera vez que se está quedando calvo, por primera vez he visto resplandecer su cabeza bajo la tarde, y comprendo que es ese brillo redondo el que me ayuda a descubrir de un primer golpe de vista cuál es papá en los retratos del periódico, entre los demás ministros, o en la teve, con el presidente y los generales. Esteban, por el contrario, parece hijo de papá. Con ese pelo. Sin su gorra. Cuadrado como un cuadro. Pero sólo parece, porque no lo es, afortunadamente. De modo que me doy vuelta y le pregunto a mamá por qué no tengo hermanos. Me gustaría tener uno, o dos le digo, y espero que mamá entienda por qué se lo digo. No comprendo su respuesta, pero se ve menos bella, ya no muestra los dientes blanquísimos y sigue pareciéndome una mancha disgustada, vestida de muerto.”

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Juliana los mira es un monólogo relampagueante que no da respiro.