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La superioridad de los Ilyrios aún controla el «Imperio»; regresan las crónicas de los invasores de John Connolly y Jennifer Ridyard

Aunque la reconquista de la Tierra parece perdida, la Resistencia sigue luchando contra los Ilyrios, una raza alienígena que posee una tecnología y fuerza militar muy superiores. Paul Kerr, uno de los jovencísimos protagonistas de la trepidante aventura que empezó en el volumen «Conquista», está ahora no sólo muy lejos de su casa, capturado por los Ilyrios, sino también de su amada Syl Hellais, la primera Ilyria nacida en la Tierra. Porque ambos han sido condenados al exilio. Sin embargo, la invasión de la Tierra no es lo que parece a simple vista. Y es que hay otra especie, la de los Otros, y los Ilyrios matarían por mantener su existencia en secreto. Syl y Paul, separados por distancias insalvables, harán lo imposible por revelar a todos la horrible verdad que se esconde tras el Imperio. Pero antes tendrán que sobrevivir y superar muchas pruebas si quieren volver a reunirse.

Esto que acabas de leer fue una pequeña sinopsis del segundo volumen de la saga literaria ‘Las crónicas de los invasores’, el cual lleva por título «Imperio; las crónicas de los invasores II», escrito por John Connolly y Jennifer Ridyard; a continuación, te compartimos un fragmento de ‘Separados’, su capítulo inicial.

«Separados

Las depredadoras daban vueltas a su alrededor y se turnaban para gruñirle, unas con mayor ferocidad que otras, pero todas resueltas a llevarse su pedazo de carne.

—-Estúpida andrajosa.

—-Y es que nunca aprende.

-——Es demasiado estúpida para aprender.

-—-¿Qué haces aquí?

—-Éste no es tu territorio.

—¿Por qué existes siquiera?

—-Elda… Si hasta tu nombre es feo.

—iMírate!

——No puede. Rehuye los espejos. Le da miedo que se resquebrajen al reflejarla.

Y entonces la líder, la joven alfa, se acercó para morder. La jauría se separó, haciéndole sitio; con la cara inclinada hacia ella, la admiraban, mientras sus ojos reflejaban el fulgor que desprendía.

La líder era Tanit, la joven y hermosa Tanit: cruel, y algo todavía peor que cruel.

—-No, no es eso —dijo Tanit—. No se acerca a los espejos porque no hay nada que ver. Es tan insignificante que apenas si existe.

Era esa forma de hablar, las palabras vomitadas descuidadamente, coma si el objeto de su desdén ni siquiera mereciera el esfuerzo que requería aplastarlo. Bajó la mirada hacia Elda —Tanit era alta, incluso para una ilyria; en eso radicaba parte de su poder—, extendió una mano y la dejó deslizarse por la melena oscura de esta Novicia inferior, cuyos mechones se enredaron entre sus dedos.

–Nada –dijo Tanit—. No siento nada.

Su víctima mantenía la cabeza gacha, la mirada fija en el suelo; así era mejor, más fácil: quizá Tanit y las demás se aburrirían y se marcharían en busca de otra presa a la que atormentar.

Pero no, esta vez no funcionó. Elda sintió un hormigueo en la piel. Empezó por las mejillas, luego se propagó lentamente a la nariz, la frente, las orejas y el cuello. La calidez se transformó en calor; el calor, en un dolor abrasador. Lo que estaba haciéndole Tanit iba contra las normas, pero Tanit y sus secuaces se saltaban todas las normas; después de todo, para ellas esto no era más que un ejercicio práctico. Eran como niñas perturbadas a las que se anima a torturar insectos y roedores para que no titubeen cuando se les ordene infligir dolor a los de su propia especie.

Y no tenían miedo de que las descubrieran. Estaban en la Marca, la antigua guarida de la Hermandad de Nairene, y no faltaban los espacios en los que las fuertes podían abusar de las débiles.

La quemazón se volvió más intensa. Elda sintió que se iban formando ampollas, que la piel se le levantaba y burbujeaba. Se cubrió la cara con la mano en un vano intento de protegerse, pero la palma también se le empezó a ampollar al instante y la apartó, aterrada. Se derrumbó en el suelo. Intentó no gritar, resuelta a no concederles esa satisfacción, pero apenas podía soportar el dolor. Abrió la boca, pero fue la voz de otra la que habló:

—iDejadla en paz!

Tanit perdió la concentración. Al instante empezó a disminuir el dolor de Elda. No Ie quedarían cicatrices. Ya era algo.

La Novicia alzó la mirada. Syl Hellais se abrió paso entre la jauría: un codo bien metido aquí, una rodilla allí. Algunas se resistían, pero sólo pasivamente. Crecieron los murmullos y la confusión, pero Tanit se limitó a mirar y a reírse mientras cruzaba los brazos delante del pecho, como si se pusiera cómoda para ver qué pretendía hacer Syl».

Imperio John Connolly (1)

 

 

«El poder de las tinieblas» El segundo título de la serie detective Charlie Parker.

«El poder de las tinieblas» El segundo título de la serie detective Charlie Parker, del escritor, John Connolly.

Aquí puedes leer el primer capítulo.

«La navaja de Billy Purdue se hundió un poco más en mi mejilla y un  hilo de sangre me recorrió la cara. Me tenía apresado contra la pared con su cuerpo, me inmovilizaba los hombros con los codos y mantenía las piernas tensas y pegadas a las mías para protegerse la entrepierna. Cerró más los dedos alrededor de mi cuello, y pensé: «Billy Purdue. Tendría que haber sabido con quién trataba…».
Billy Purdue era pobre, pobre y peligroso, a lo que, por si fuera poco, se añadía cierto resentimiento y frustración. En él la amenaza de violencia era siempre inminente. En torno a él flotaba como una nube, que ofuscaba su juicio e influía en las acciones de los demás, de modo que cuando entraba en un bar y tomaba una copa o alcanzaba un taco de billar para jugar una partida, tarde o temprano empezaban los problemas. Billy Purdue no necesitaba buscar pelea. La pelea lo buscaba a él.

Parecía que sucedía como por contagio, tanto era así que, aun si el propio Billy conseguía evitar el conflicto -por lo general él no lo perseguía, pero cuando lo encontraba rara vez lo rehuía-, uno podía apostar diez contra cinco a que el nivel de testosterona aumentaría en el bar lo suficiente como para inducir a cualquier otra persona a plantearse la posibilidad de iniciar un altercado. Billy Purdue habría provocado una pelea en un cónclave cardenalicio con sólo echar un vistazo al interior de la sala. Se lo mirara por donde se lo mirase, la presencia de Billy Purdue nunca auguraba nada bueno.

Hasta la fecha no había matado a nadie y nadie había logrado matarlo a él. Cuanto más se prolonga una situación así, mayores son las probabilidades de que acabe mal, y Billy Purdue un mal principio en espera de un final peor. Algunos lo describian como un accidente que se estuviera incubando como larga y lenta muerte de una estrella. El suyo era un imparable descenso hacia la vorágine.

Yo no sabía gran cosa acerca del pasado de Billy Purdue, no por aquel entonces. Sabía que siempre andaba metido en líos con la policía. Tenía unos antecedentes penales que parecían un catálogo de delitos menores: desde causar alborotos en el colegio y pequeños hurtos hasta conducir bajo los efectos del alcohol, pasando por la venta de objetos robados, agresión, allanamiento de morada, alteración del orden público, impago de pensión alimenticia… La lista era interminable. Al ser huérfano, había pasado por sucesivas familias de acogida en su infancia, y en ninguna se lo quedaban más tiempo del que sus nuevos padres tardaban en descubrir que causaba tantos problemas que el dinero de los servicios sociales no compensaba. Así son algunas familias de acogida: ven a los niños como un negocio, como ganado o pollos, hasta que se dan cuenta de que si un pollo se pone inaguantable se le puede cortar la cabeza y guisarlo para la comida del domingo. Con un delincuente infantil, en cambio, las opciones se reducen. Hubo pruebas de negligencia por parte de muchos de los padres de acogida de Billy Purdue, y sospechas de malos tratos graves en los dos últimos casos como mínimo.

Billy encontró algo parecido a un hogar en la casa de un viejo y su esposa, en el norte del estado, una pareja especializada en chicos difíciles. El hombre había acogido a unos veinte niños antes de Billy y, cuando conoció a éste un poco, quizá pensó que ya había tenido suficiente. No obstante, intentó hacer entrar en vereda a Billy y durante un tiempo éste fue feliz, o tan feliz como podía llegar a ser. Después una temporada vagando sin rumbo. Acabó en Boston y anduvo en compañía de la banda de Tony Celli, hasta que se pasó de la raya con quien no debía y lo mandaron de regreso a Maine, donde conoció a Rita Ferris, siete años menor que él, y se casó con ella. Tuvieron un hijo pero, verdadero niño en aquella relación fue siempre Billy.

En la actualidad tenía treinta y dos años ya la constitución de un toro, los músculos de los brazos como enormes jamones, las manos anchas y fuertes, los dedos casi hinchados de tan robustos. Tenía los ojos pequeños y porcinos y los dientes desiguales, y el aliento  le olía a licor de malta y pan de masa fermentada. Tenía mugre bajo las uñas y una erupción en el cuello, granos con puntas blancas, por afeitarse con una hoja vieja y mellada.

Tuve oportunidad de observara a Billy Purde cerca tras  fracasar en mi intento de inmovilizarlo con una llave de judo, entonces él me empujo contra la pared de su caravana Airstream, un ruinoso vehículo de diez metros instalado en las inmediaciones de Scarborough Downs, que apestaba a ropa sucia, a comida y a semen de varios días. Sujetándome con fuerza por el cuello con una mano, me tenía levantado en el aire de modo que apenas rozaba el suelo con las puntas de los pies. Con la otra mano sostenía la navaja de hoja corta con la que me había cortado a un par de centímetros por debajo del ojo izquierdo. Sentía el goteo de mi propia sangre desde el mentón.

Probablemente, tratar de hacerle una llave no había sido buena idea. De hecho, en la escala de las buenas ideas, se situaba en algún punto entre votar a Ross Perot e invadir Rusia en invierno. Habría tenido más posibilidades si me hubiese propuesto inmovilizar con una llave a la propia caravana; aun recurriendo a todas mis fuerzas para apartar de mí el brazo de Billy Purdue, éste permanecía tan rígido e inamovible como la estatua del poeta en Longfellow Square. Mientras tomaba conciencia de hasta qué punto había sido mala idea optar por la llave, Billy tiró de mí, me golpeó en la cabeza con la palma abierta de su enorme mano derecha y volvió a empujarme contra la pared de la caravana, utilizando sus grandes muñecas para impedirme que moviera los brazos. Aún me zumbaba la cabeza por efecto del manotazo y me dolía el oído. Pensé que me había reventado el tímpano, pero de pronto noté que aumentaba la presión en el cuello y comprendí que quizá ya no tendría que preocuparme por el tímpano durante mucho más tiempo.

Hizo girar la navaja y sentí una nueva punzada de dolor. Ahora la sangre corría copiosamente y me caía en el cuello de la camisa blanca desde el mentón. Casi morado de ira, con la respiración entrecortada, Billy escupía saliva entre los dientes apretados cada vez que resoplaba.

Mientras concentraba su atención en asfixiarme, deslicé la mano derecha bajo mi chaqueta y percibí la fría empuñadura de la Smith & Wesson. A punto de perder el conocimiento, conseguí desenfundarla y mover el brazo lo suficiente para hundir la boca del cañón en la carne blanda de la papada de Billy. En sus ojos, una luz roja destelló brevemente y comenzó a apagarse. Noté que la presión en el cuello se reducía y la navaja se apartaba de la herida, y me desplomé. Cuando intenté llenar de aire mis pulmones vacíos con inspiraciones estertóreas y poco profundas, me dolió la garganta. Mantuve a Billy encañonado, pero se habia dado media vuelta. Ahora que el acceso de rabia empezaba a remitir, parecía haber perdido interés en el arma y también en mí. Sacó un cigarrillo de un paquete de Marlboro y lo encendió. Me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y el dolor de oído se intensificó de nuevo. Decidí no mover más la cabeza.

-¿Por qué has intentado hacerme una llave? -preguntó Billy con tono dolido. Me miró y advertí auténtico disgusto en su expresión-. No deberías haberlo hecho.

Desde luego era todo un personaje. Tomé aire unas cuantas veces, aspirando ya más profundamente, y hablé. La voz me salió ronca y tuve la sensación de que me habían restregado gravilla en la garganta. Si Billy no hubiese sido tan pueril, quizá le habría asestado un culatazo.

-Has dicho que ibas a por un bate de béisbol y sacudirme el polvo, si no recuerdo mal -respondí.

-Eh, has sido tú el maleducado -replicó, y la luz roja pareció brillar otra vez por un instante.

Yo seguía apuntándole con la pistola y él seguía sin mostrar la menor preocupación. Me pregunté si sabía algo acerca del arma que yo ignoraba. Quizá, mientras hablábamos, el hedor procedente de la caravana estaba descomponiendo las balas.

«Maleducado.» Me disponía a negar otra vez con la cabeza. cuando me acordé del oído y decidí que, dadas. la. s circunstancias, quizá me conviniese más no moverla. Había visitado a Billy Purdue por hacerle un favor a Rita, ahora su ex esposa, que vivía en un pequeño apartamento de Locust Street, en Portland, con Donald, su hijo de dos años. Rita había obtenido el divorcio hacía seis meses, y desde entonces Billy no había pagado ni un centavo para el mantenimiento del niño. Durante mi adolescencia, conocí a la familia de Rita en Scarborough. El padre había muerto en un atraco frustrado a un banco en el año 83 y la madre,pese pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido mantener unida a la familia. Un hermano fue a prisión; otro, acusado de trafico de drogas se había fugado, y la hermana mayor de Rita vivía en Nueva York y había roto todo vínculo con sus hermanos.

Rita era rubia, guapa y esbelta, pero los malos tragos de la vida empezaban a pasarle factura a su aspecto físico. Billy Purdue nunca le había pegado ni la había maltratado pero, propenso a los arrebatos de ira ciega, había destruido los dos apartamentos donde vivieron durante su matrimonio; a uno de ellos le prendió fuego después de una juerga de tres días en South Portland. Rita despertó justo a tiempo de llevarse de allí a su hijo, que por entonces contaba un año, antes de regresar para sacar a rastras a Billy, inconsciente, y dar la alarma para evacuar el resto del edificio. Al día siguiente solicitó el divorcio.

En la actualidad, Billy aguardaba una oportunidad para mejorar y vivía al borde de la pobreza. En invierno trabajaba como leñador, cortando árboles de Navidad o trasladándose a los bosques de la compañía maderera más al norte. El resto del tiempo hacía lo que podía, que no era mucho. Tenía la caravana en un terreno propiedad de Ronald Straydeer, un indio penobscot de Old Town que se había establecido en Scarborough al regresar de Vietnam. Ronald formó parte del cuerpo K-9 durante la guerra y había guiado patrullas del ejército por los senderos de la selva con Elsa al lado, su perra pastora alemana. La perra era capaz de oler a los guerrilleros del Vietcong en el aire, me contó Ronald, e incluso en una ocasión encontró agua potable cuando un pelotón quedó peligrosamente desprovisto de reservas. Al retirarse las tropas estadounidenses, dejaron allí a Elsa como «excedente militar» para el ejército de Vietnam del Sur. Ronald llevaba una fotografía del animal en la cartera, con la lengua fuera y un par de placas de identificación colgando del cuello. Imaginaba que los vietnamitas se la habían comido en cuanto se marcharon los americanos, y nunca quiso otro perro. Al final se quedó con Billy Purdue en su lugar.

Billy sabía que su ex esposa quería trasladarse a la Costa Oeste e iniciar allí una nueva vida, y que, para hacerlo, necesitaba el dinero que Billy le debía. Billy no quería que se fuera. Todavía creía  que era posible salvar la relación, y ni el divorcio ni una orden que le prohibía acercarse a menos de treinta metros de su ex posa es habían hecho cambiar de opinión.

Yo había accedido a abordar a Billy como favor a Rita después de que ella me telefonease y nos reuniésemos en su apartamento. Y cuando le dije a Billy Purdue que Rita no volvería a su lado y que tenía la obligación legal de pagarle el dinero que le debía, él se fue a por el bate de béisbol y las cosas se complicaron.

-La quiero -dijo. Dio una calada al cigarrillo y de sus orificios nasales se elevaron dos columnas de humo como exhalaciones de un toro especialmente irascible-. ¿Quién va a cuidar de ella en San Francisco?

Me levanté como pude y me enjugué parte de la sangre del cuello con la manga de la chaqueta, que quedó húmeda y manchada. Por suerte la chaqueta era negra, aunque el hecho mismo de que eso me pareciera una suerte decía mucho acerca del día que estaba teniendo.
-Billy, ¿cómo van a sobrevivir ella y Donald si no le das el dinero que has de pagarle por orden del juez? -pregunté-. ¿Cómo  va a arreglárselas Rita sin eso? Si te preocupas por ella, tienes que pagarle.

Me miró y luego bajó la vista. Deslizó la puntera del zapato por el mugriento linóleo.

-Siento haberte hecho daño, tío, pero… -Se llevó la mano a la nuca y se rascó entre el pelo oscuro y desgreñado-. ¿Vas a ir a la policía?

Si hubiera tenido intención de «ir a la policía», no habría informado de ello a Billy Purdue. El arrepentimiento de Billy era tan sincero como el de Exxon cuando naufragó el Exxon Valdez. Además, si acudía a la policía, meterían a Billy en chirona y Rita seguiría sin recibir su dinero. Pero había algo raro en el tono de su voz cuando preguntó por la policía, algo que yo debería haber percibido pero pasé por alto. Billy tenía la camiseta negra empapada de sudor, y manchas de barro seco en los bajos del pantalón. Por su organismo corría tal cantidad de adrenalina que a su lado las hormigas parecían tranquilas. Eso debería haberme hecho deducir que a Billy no le preocupaba la  policía de una posible denuncia por agresión o por impago de la pensión para el mantenimiento de su hijo. No hay n las cosas en retrospectiva.

-Si le pagas el dinero, te dejaré en paz -dije.

Se encogió de hombros.

-No tengo mucho. No llego a los mil dólares.

-Billy, le debes casi dos mil dólares. Me parece que no acabas de entender la situación.

O quizá sí la entendía. La caravana era un estercolero; conducía un Toyota con agujeros en el suelo, y ganaba cien dólares semanales, o a lo sumo ciento cincuenta, con el transporte de basura y madera. Si dispusiera de dos mil dólares, estaría en otra parte. Sería además otra persona, porque Billy Purdue nunca tendría dos mil dólares en su haber.

-Tengo quinientos -admitió por fin, pero en su mirada se reflejó algo nuevo cuando lo dijo, un vago asomo de astucia. -Dámelos -respondí.

Billy no se movió.

-Billy, si no me pagas, vendrá la policía y te encerrará hasta que pagues. Si te encierran, no ganarás dinero para pagarle a nadie, y eso me parece un círculo vicioso.

Pensó en ello durante un momento y al final metió la mano bajo el inmundo sofá al fondo de la caravana y sacó un sobre arrugado. Me dio la espalda, contó quinientos dólares y volvió a guardar el sobre. Me tendió el dinero con gran artificio, como un mago que hace aparecer el reloj de un espectador después de un truco especialmente impresionante. Eran billetes nuevos, con números de serie consecutivos. A juzgar por el aspecto del sobre, habían dejado atrás a muchos amigos.

-¿Vas al cajero automático del Fleet Bank, Billy? -pregunté. Me parecía poco probable. La única manera de que Billy Purdue sacase dinero de un cajero automático era arrancándolo de la pared con un bulldozer.

-Dile algo de mi parte -pidió-. Dile que quizás haya más en el sitio de donde ha salido éste, ¿queda claro? Dile que quizá ya no soy un perdedor. ¿Me entiendes? -Esbozó una sonrisa de superioridad, la clase de sonrisa que te dirige un tonto de remate cuando cree saber algo que tú ignoras. Sospeché que si Billy Purdue lo sabía, se trataba de algo que no me interesaba compartir con él. Me equivocaba.

-Te entiendo, Billy. Dime que no sigues trabajando para Tony Celli. Dímelo.

Aunque el brillo de opaca astucia permaneció en su mirada, su  sonrisa vaciló un poco.

-No conozco a ningún Tony Celli.

-Permíteme que te refresque la memoria. Un mafioso de Boston, un fulano alto que se hace llamar Tony «el Limpio». Empezó controlando putas, y ahora quiere controlar el mundo. Anda metido en drogas, porno, préstamos con usura, todo aquello contra lo que existe alguna ley, así que hoy por hoy sus esperanzas de recibir un premio al mérito civil son tan bajas que ni entran en la clasificación. -Guardé silencio por un instante-. Trabajaste para él, Billy. Te estoy preguntando si aún lo haces.

Sacudió la cabeza como si intentase expulsar un tapón de agua del oído y a continuación desvió la mirada.

-Bueno, en fin, puede que de vez en cuando haya hecho alguna que otra cosa para Tony. Sí, por supuesto. Sale más a cuenta que transportar basura. Pero no veo a Tony desde hace mucho tiempo. Mucho mucho tiempo.

-Más vale que digas la verdad, Billy, si no, mucha gente va a querer hablar muy seriamente contigo.

No respondió y yo no insistí. Cuando agarré los billetes de su mano, se acercó y volví a levantar la pistola. Su cara quedó a un par de centímetros de la mía, y el cañón del arma contra su pecho.

-¿Por qué haces esto? -preguntó, y me llegó su aliento y vi avivarse de nuevo las ascuas del resplandor rojo de antes. La sonrisa había desaparecido por completo-. Rita no puede permitirse un detective privado.

-Es un favor -contesté-. Conocía a su familia.

Dudo que me oyese siquiera.

-Cómo va a pagarte? -Volvió la cabeza a un lado mientras reflexionaba sobre su propia pregunta. Luego añadió-: Te la estás tirando?

Le sostuve la mirada.

-No. Y ahora retrocede.

Continuó donde estaba y, al cabo de un momento, con expresión ceñuda, se apartó despacio.

-Más te vale -dijo mientras yo abandonaba la caravana y salía a la oscura noche de  diciembre.

El dinero debería haberme  puesto sobre aviso, claro está. Era imposible que Billy Purdue lo hubiese ganado honradamente, y tal vez tendría que haberle presionado al respecto, pero estaba dolorido y deseaba alejarme de él.

Mi abuelo, que fue también policía hasta que topó en el norte con aquel tétrico árbol de extraños frutos que le marcaría de por vida, contaba a veces un chiste que era algo más que un chiste. Un hombre le dice a un amigo que se marcha a una partida de cartas «Pero si está amañada», afirma el amigo. «Lo sé», dice él. «Pero es la única partida del pueblo.»

Ese chiste, el chiste de un muerto, volvería a acudir a mi memoria en los días posteriores, cuando las cosas empezaron a torcerse. Me acordaría también de otros comentarios de mi abuelo, comentarios que distaban mucho de ser chistes, aunque habían sido motivo de risa para muchos. Menos de setenta y dos horas después de las muertes de Emily Watts y varios hombres en Prouts Neck, Billy Purdue se convertiría en la única partida del pueblo, y las fantasías de un viejo cobrarían vida de forma violenta.
Al pasar por Oak Hill, me detuve en el banco y saqué doscientos dólares de mi cuenta por el cajero automático. El corte que tenía debajo del ojo ya no sangraba, pero supuse que, si intentaba limpiarme la costra, la hemorragia empezaría de nuevo. Fui a la consulta de Ron Archer en Forest Avenue, que visitaba dos noches por semana, y me dio tres puntos.

-¿Qué estabas haciendo? -preguntó mientras se preparaba para inyectarme un anestésico.

Iba a decirle que no se molestara, pero temí que pensase que pretendía hacerme el héroe. El doctor Archer, a sus sesenta años, era un hombre apuesto, de aspecto distinguido, elegante cabello plateado y tan buen trato con sus pacientes que algunas mujeres solitarias deseaban acostarse con él para que las sometiera a un reconocimiento médico íntimo e innecesario.

-Intentaba sacarme una pestaña del ojo -contesté.

-Utiliza un colirio. Comprobarás que no duele tanto y, después, aún conservarás el ojo.

Limpió la herida con una torunda y se inclinó hacia mí con la jeringuilla. Hice una mueca cuando me puso la inyección.

-Un chico mayor y valiente -masculló-. Si no lloras, cuando hayamos terminado te daré una chocolatina.

-Seguro que en la facultad de Medicina todos hablaban de lo gracioso que es en su trato con los pacientes.

-En serio, ¿qué te ha pasado? -preguntó a la vez que comenzaba a coser-. Esto parece una herida de arma blanca y te e saliendo moretones en el cuello.

-He intentado hacerle una llave a Billy Purdue y no he salido precisamente airoso.

-¿Purdue? ¿Ese chiflado que estuvo a punto de matar a su mujer y a su hijo en un incendio? -Archer enarcó las cejas, que se alzaron en su frente como dos cuervos asustados-. Debes de estar aún más loco que él. -Continuó cosiendo-. Como médico tuyo, es mi deber advertirte que, si sigues cometiendo estupideces como ésa, es muy posible que en el futuro necesites un tratamiento más especializado que el que yo pueda ofrecerte. -Pasó la aguja una vez más y cortó el hilo-. Aunque imagino que la transición a la senilidad a ti no te representará un problema grave. -Se apartó un paso y examinó con orgullo su obra-. Magnífico -dictaminó con un suspiro-. Un bordado precioso.

-Si me miro en el espejo y veo que me ha cosido un corazoncito en la cara, no me quedará más remedio que prenderle fuego a su consulta.

Envolvió con cuidado las agujas usadas y las metió en un recipiente de protección.

-Los puntos se disolverán dentro de unos días -dijo-. Y no juguetees con ellos. Ya sé cómo sois los niños.

Lo dejé allí riéndose y me dirigí en coche al apartamento de Rita Ferris, cerca de la catedral de la Inmaculada Concepción y del cementerio del Este, donde están enterrados Burrows y Blythe, ese par de jóvenes necios. Murieron durante un innecesario combate naval en el que se enfrentaban el bergantín Enterprise de Estados Unidos y el británico Boxer de los que eran los respectivos capitanes, frente a las costas de la isla de Monhegan durante la guerra de 1812. Recibieron sepultura ulltura en el cementerio del Este tras un multitudinario funeral dobleque acabó con un desfile por las calles de Portland. Cerca de ellos se alza un momumento de mármol dedicado al teniente Kervin Waters, que resultó  herido en la misma batalla y tardó en morir dos atroces anos. Contaba solo dieciséis años cuando le hirieron y dieciocho cuando murió. No sé por qué me acordé de ellos mientras me dirigía al apartamento de Rita Ferris. Después de conocer a Billy Purdue, quizá tenía plena conciencia de lo que malgastar una una vida joven.

Doblé por Locust y dejé atrás la iglesia anglicana de San Pablo a mi derecha y el mercadillo de beneficencia d San Vicente de Paúl a la izquierda. Rita Ferris vivía al final de la calle, frente a la escuela Kavanagh. Era un ruinoso edificio blanco de tres plantas al que se accedía por unos peldaños de piedra que conducían hasta una puerta, flanqueada a un lado por los timbres y los números de los apartamentos, y al otro por una hilera de buzones abiertos.

Una mujer negra acompañada de una niña pequeña, probablemente su hija, abrió la puerta de entrada cuando me acercaba y me miró con recelo. En Maine la población negra es escasa si se compara con otros estados: el noventa y nueve por ciento era aún blanco a principios de los arios noventa. Se requiere mucho tiempo para salvar semejante diferencia, así que quizá su cautela fuese justificada.

Le dediqué a la mujer mi mejor sonrisa en un intento de tranquilizarla.

-He venido a ver a Rita Ferris. Está esperándome.

Si en algo cambió su expresión, fue para endurecerse aún más. Su perfil parecía labrado en ébano.

-Si le espera, llame al timbre -replicó, y me cerró la puerta en la cara.

Dejé escapar un suspiro y llamé. Rita Ferris contestó; se oyó el chasquido del pestillo, y subí por la escalera hasta el apartamento.

A través de la puerta cerrada del apartamento de Rita, en la segunda planta, oí que daban Seinfeld en el televisor y la tos blanda de un niño. Llamé dos veces con los nudillos y la puerta se abrió. Rita se hizo a un lado para dejarme entrar. Sostenía a Donald sobre la cadera derecha, vestido con un pelele azul. Llevaba el pelo recogido en un moño, una deformada sudadera azul, vaqueros y sandalias negras. La sudadera estaba manchada de comida y baba del niño. El apartamento, pequeño y bien arreglado pese a los gastados muebles, también olía a niño.

A varios pasos por detrás de Rita había una mujer. Mientras yo las observaba, ésta colocó una caja de cartón llena de pañales, latas de comida y verdura fresca en el pequeño sofá. En el suelo había una bolsa de plástico con ropa de segunda mano y un par de juguetes, y advertí que Rita tenía unos billetes en la mano.

Cuando me vio, se sonrojó, arrugó el dinero y se lo metió en el
bolsillo del pantalón.

La otra mujer me miró con curiosidad y, me pareció, con cierta hostilidad debía de rondar los setenta años, tenia el cabello blanco, con permanente, y los ojos grandes y castaños. Llevaba un abrigo largo de lana, de aspecto caro, sobre un jersey de seda y unos pantalones de algodón entallados. Discretamente, en sus orejas, muñecas y cuello se veían destellos de oro.

Rita cerró lapuerta cuando entré y se volvió hacia la mujer mayor.

-Éste es el señor Parker -dijo-. Ha ido a hablar con Billy por mí. -Se llevó la mano al bolsillo posterior del vaquero y señaló tímidamente con la cabeza a la mujer-. Señor Parker, le presento a Cheryl Lansing. Una amiga.

Le tendí la mano para saludarla.

-Encantado de conocerla -dije.

Tras vacilar por un instante, Cheryl Lansing me estrechó la mano con sorprendente fuerza.

-Igualmente.

Rita suspiró y decidió ampliar un poco su presentación.

-Cheryl nos echa una mano -explicó-. Nos trae comida, ropa y otras cosas. Sin ella no saldríamos adelante.

Ahora fue la mujer de mayor edad quien pareció incomodarse. Levantó la mano como quitándole importancia y dijo una o dos veces «Calla, criatura». Luego se ciñó el abrigo y besó a Rita suavemente en la mejilla antes de concentrar su atención en Donald. Le alborotó el pelo, y el pequeño sonrió.

-Me pasaré otra vez por aquí dentro de una o dos semanas -anunció a Rita.

Una expresión de pena apareció en el rostro de Rita, como si tuviera la sensación de que en cierto modo trataba con descortesía a su invitada.

-¿Seguro que no quiere quedarse? -preguntó.

Cheryl Lansing me lanzó una mirada sonrió.

-No, gracias. Esta noche aún me queda un largo camino por delante, y sin duda el señor Parker y tú tenéis mucho de que hablar.

Dicho esto, me dirigió un gesto de despedida y se marchó. La observé mientras bajaba por la escalera: servicios sociales, supuse, quizas, icluso, una asistente de San Vicente al fin y al cabo, estaban en la acera de enfrente. Rita pareció adivinarme el pensamiento.

-Es un amiga, sólo eso -dijo en voz baja-. Ahora quiere asegurarse de que estemos bien. 

Cerró la puerta y echó la llave. A continuación me miró el ojo.

-¿Eso se lo ha hecho Billy?

-Surgieron ciertas diferencias.

-Lo siento. No pensaba que fuese a agredirle -Una expresión de sincera preocupación se reflejó en su cara, que de pronto me pareció hermosa pese a las ojeras y las arrugas que se abrían paso entre sus facciones al igual que grietas a través de yeso antiguo.

Se sentó y se puso a Donald en equilibrio sobre la rodilla. Era un niño grande, con enormes ojos azules y una permanente ex-presión de ligera curiosidad. Me sonrió, levantó un dedo, lo bajó otra vez y miró a su madre. Ella le sonrió, y el niño soltó una carcajada y le dio hipo.

-¿Le traigo un café? -dijo Rita-. Le ofrecería una cerveza, pero no tengo.

-No bebo, gracias. Sólo he venido para darle esto.

Le entregué los setecientos dólares. Pareció paralizada de asombro hasta que Donald intentó agarrar un billete de cincuenta dólares para llevárselo a la boca.

-Eh, eh -dijo Rita y alejó el dinero de su hijo-. Bastante caro resulta ya mantenerte. -Separó dos billetes de cincuenta y me los ofreció-.Acéptelos, por favor. Por lo que ha pasado, por favor.

Le cerré la mano que me tendía con el dinero y la aparté con delicadeza.

-No lo quiero -respondí-. Como le dije, se trata de un favor. He tenido una charla con Billy. Me parece que en estos momentos dispone de un poco de efectivo y quizás comience a cumplir con sus obligaciones. Si no lo hace, el asunto podría quedar en manos de la policía.

Rita asintió con la cabeza. -Billy no es mala persona, señor Parker. Simplemente esta confuso, y muy resentido, pero quiere a Donnie más que a nada en el mundo. Creo que haría cualquier cosa para impedir que lo alejase de él.

Eso era lo que a mí me preocupaba. Aquella llama roja el la mirada de Billy se encendía con excesiva facilidad, y en su interior habían anidado rabia y rencor suficientes para mantenerla viva durante mucho tiempo.

Me levanté para irme. En el suelo, junto a mis pies, vi uno de los juguetes de Donald, un camión rojo de plástico con capó amarillo que chirrió cuando lo recogí y lo dejé en una silla. El ruido distrajo a Donald por un instante, pero enseguida centro de nuevo su atención en mí.

-Pasaré por aquí la semana que viene, para ver cómo van las cosas.

Le tendí un dedo a Donald, y el me lo agarro con su pequeña mano. De pronto me asaltó la imagen de mi propia hija haciendo eso mismo y me invadió una profunda tristeza. Jennifer estaba muerta. Había muerto con mi esposa a manos de un asesino que, convencido del escaso valor de ambas, las había destrozado y exhibido a modo de advertencia para otros. También el estaba muerto, capturado y abatido e Louisiana, pero eso no me proporcionaba el menor consuelo. Así no se cuadran los libros de cuentas.

Con delicadeza,retiré el dedo del puño de Donald  y le di una palmadita en la cabeza. Rita me siguió hasta la puerta con Donald otra vez en la cadera.

-Señor Parker… -empezó a decir.

-Bird -dije a la vez que abría la puerta-. Así me llaman mis amigos.

-Bird, quédate, por favor. -Con la mano libre me toco la mejilla-. Por favor ahora voy a acostar a Donald. No tengo otra manera de agradecértelo.

Cuidadosamente le aparté la mano y le besé la palma. Olía a crema para las manos y Donald.

-Lo siento, no puedo -dije.

Pareció un poco desilusionada.

-¿Por qué no? ¿No me encuentras guapa?

Alargué el brazo y le acaricie el pelo, y ella inclinó la cabeza bajo mi mano.

-No es eso contesté-. No es eso ni mucho menos.

Rita sonrió. Fue una sonrisa débil pero una sonrisa al fin y al cabo.

-Gracias -dijo, y me rozó la mejilla con los labios.

Nuestra ensoñación se vio perturbada por Donald, a quien se le ensombreció el rostro cuando toqué a su madre y de repente empezó a pegarme con su manita.

-¡Eh! -dijo Rita-. Basta ya.

Pero el niño continuó pegándome hasta que aparté la mano.

-Se muestra muy protector conmigo -aclaró ella-. Seguro que ha pensado que querías hacerme daño.

Donal, con el pulgar en la boca, hundió la cabeza en el pecho de su madre y me miró con recelo. Rita, enmarcada por la luz de apartamento, permaneció en el rellano a oscuras  cuando bajé por la escalera. Le levantó la mano a Donald parta despedirse de mi, y yo le devolví el gesto.

Fue la última vez que los vi vivos».

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‘El invierno del lobo’, la nueva historia de suspenso de John Connolly

El lobo era un macho joven, solo y dolorido. Le sobresalían las costillas bajo el pelaje de color pardo herrumbre, y se aproximaba al pueblo cojeando. Aquel invierno, su manada había sido aniquilada a orillas del río San Lorenzo, pero para entonces ya se había adueñado de él el impulso de vagar, y cuando llegaron los cazadores, acababa de iniciar la marcha hacia el sur. La suya no era una manada muy numerosa: una docena de animales en total, guiados por la hembra alfa, que era su madre. Ahora todos habían muerto. Para eludir la matanza, él había atravesado el río por encima del hielo invernal, encogiéndose al oír las detonaciones. Cuando se acercaba a la línea divisorio de Maine, se cruzó con un segundo grupo de hombres, menor que el anterior, y recibió el impacto de bala de un cazador en la pata delantera izquierda. Había mantenido la herida limpia, y no se le había infectado, pero tenía dañado algún nervio y ya nunca sería tan fuerte o rápido como antes. Tarde o temprano esa herida le causaría la muerte. Le obligaba a ir más despacio, y al final los animales lentos siempre se convertían en presas. De hecho, era asombroso que hubiese llegado tan lejos, pero algo -una especie de locura- lo había impulsado a seguir hacia el sur, hacia el sur.

Se acercaba ya la primavera y pronto se iniciaría el lento deshielo. Si conseguía sobrevivir lo que quedaba de invierno, el alimento empezaría a ser más abundante. Por ahora se veía reducido a la condición de carroñero. Estaba al borde de la inanición, pero esa tarde había detectado el olor de un ciervo joven, y su rastro lo había llevado hasta las afueras del pueblo.

Olía el miedo y la confusión del otro animal. Era vulnerable. Si lograba acercarse lo suficiente a él, quizá le quedaran aún las fuerzas y la velocidad necesarias para abatirlo.

El lobo husmeó el aire y captó un movimiento entre los árboles a su derecha. El ciervo permanecía inmóvil entre unas matas, con la cola en alto en señal de alarma y angustia, pero el lobo intuyó que no era él la causa de ese malestar. Volvió a olfatear el aire. Metió el rabo entre las patas y retrocedió con las orejas pegadas a la cabeza. Se le dilataron las pupilas y enseñó los dientes.

El miedo unió por un momento a los dos animales, el depredador y la presa. A continuación se separaron: el lobo se dirigió hacia el este, el ciervo hacia el oeste. El lobo no pensaba ya en el hambre ni en la comida. Únicamente sentía la necesidad de correr.

Pero estaba herido y cansado, y el invierno aún pesaba sobre él.

Extracto de El invierno del lobo,  un caso más para el detective Charlie Parker, escrito por John Connolly.

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El invierno del lobo, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Cuervos’, de John Connolly: la cuenta atrás ha comenzado

Mar gris, cielo gris, pero fuego en el bosque y los árboles en llamas. No hacía calor ni había humo, y aun así la espesura ardía, coronada de tonos rojos, amarillos y anaranjados: un gran y frío incendio que se produce con la llegada del otoño y la resignada caída de la hoja. En el aire se percibía mortalidad, presente en el primer asomo de brisas invernales y en la amenaza de heladas que éstas traían consigo; y los animales se preparaban ya para las inminentes nieves. La búsqueda de sustento había empezado, la necesidad de llenarse el estómago para los tiempos de escasez. Con el hambre, las criaturas más vulnerables asumirían mayores riesgos a fin de alimentarse, y los depredadores estarían al acecho. Las arañas negras permanecían agazapadas en los ángulos de sus telas, sin caer aún en su letargo. Todavía podían capturar algún que otro insecto extraviado, y añadir así otros trofeos a su colección de caparazones vacíos. El pelaje de invierno se espesaba y adquiría una coloración más clara para confundirse mejor con la nieve. Bandadas de gansos surcaban el cielo como refugiados huyendo de un conflicto a punto de estallar, abandonando a aquellos obligados a quedarse y arrostrar lo que estaba por venir.

Los cuervos permanecían inmóviles. Muchos de sus hermanos de regiones más septentrionales habían enfilado rumbo al sur para escapar de lo más crudo del invierno; pero aquéllos no. Aunque enormes, eran estilizados, y en sus ojos brillaba una rara inteligencia. En esa remota carretera, algunas personas se habían fijado ya en ellos, y si pasaban por allí en compañía de alguien, ya fuera a pie o en coche, comentaban la presencia de aquellas aves. Sí, coincidían todos, eran más grandes que los cuervos comunes, y puede que, además, infundieran cierta sensación de malestar, esas criaturas encorvadas, esos observadores pacientes y traicioneros. Se habían posado en lo más hondo del ramaje de un viejo roble, un organismo que se acercaba ya al fin de sus días: cada año se le caían antes las hojas, con lo que en las postrimerías de septiembre ya estaba deshojado, un trozo de madera carbonizada entre las llamas, como si el fuego voraz lo hubiera consumido ya, dejando atrás únicamente los vestigios de nidos abandonados mucho tiempo antes. El roble se hallaba en el linde de un bosquecillo que allí se ceñía a la curvatura de la carretera formando un saliente, cuyo vértice ocupaba ese árbol. Antiguamente crecían en aquel lugar otros como él, pero habían sido talados hacía muchos años por los hombres que construyeron la carretera. Ahora era el único de su especie, y pronto también él desaparecería.

Aun así, los cuervos habían acudido a ese roble, porque a los cuervos les gustan las cosas moribundas.

Las aves de menor tamaño rehuían su compañía y, ocultas entre el follaje de las coníferas, observaban con recelo a esos intrusos cuya presencia silenciaba el bosque que se extendía detrás de ellos. Irradiaban amenaza: su inmovilidad, sus garras cerradas en torno a las ramas, sus picos afilados como cuchillos. No paraban de acechar, vigilantes, a la espera de que empezase la cacería. Los cuervos permanecían tan quietos, ofrecían un aspecto tan estatuario, que podría habérselos confundido con excrecencias contrahechas del propio árbol, protuberancias tumorosas en su corteza. No era normal ver tantos juntos, porque los cuervos no son aves sociales; un par, sí, pero no seis, no de esa manera, no sin comida a la vista.

Sigamos, sigamos. Dejémoslos atrás, pero no sin lanzarles antes un último vistazo de inquietud, ya que su imagen es un recordatorio de lo que se siente cuando a uno le persiguen, rastreado desde el aire mientras los cazadores avanzan implacablemente. Ésa es la función de los cuervos: guiar a los lobos hacia su presa. Luego se quedan una parte de los despojos en pago por su trabajo. Uno desea que cambien de sitio. Uno desea que se marchen. Incluso el cuervo común es capaz de causar desazón, pero aquéllos no eran cuervos comunes. No, aquéllos eran cuervos muy poco comunes. La oscuridad se echaba encima, y ellos todavía esperaban. Cabría pensar que estaban durmiendo de no ser por cómo se reflejaba la luz menguante en la negrura de sus ojos, y cómo éstos capturaban la temprana luna, encerrando su imagen dentro de sí, cada vez que las nubes se abrían.

Un armiño, una hembra, salió del tocón putrefacto en el que habitaba y olfateó el aire. Su pelaje pardo comenzaba a alterarse, desprendiéndose de su coloración oscura hasta que, al final, el mamífero se transformaba en un espectro de sí mismo. Permanecía atenta a aquellas aves desde hacía un tiempo, pero le acuciaba el hambre y estaba impaciente por comer. Su camada se había dispersado y no volvería a criar hasta el año siguiente. Tenía la madriguera forrada de pieles de ratón a modo de aislante, pero en la reducida despensa donde había almacenado el excedente de ratones muertos ya no quedaba nada. Para sobrevivir, un armiño debía comer a diario el cuarenta por ciento de su peso corporal. Eso equivalía a unos cuatro ratones al día, pero dichos animales escaseaban ya en sus itinerarios habituales.

Los cuervos parecían ajenos a la aparición del armiño hembra, pero ésta, astuta como era, nunca arriesgaría su vida basándose sólo en la mera ausencia de movimiento. Se volvió de cara a su madriguera y utilizó la cola rematada en negro a modo de señuelo para ver si aquellas aves caían en la tentación de atacar. Si lo hacían, arremeterían contra la cola, sin alcanzar el cuerpo, y ella se pondría a salvo en el interior del tocón; pero los cuervos no reaccionaron. El armiño arrugó el hocico. De pronto le llegó un sonido y apareció una luz. Unos faros iluminaron a los cuervos, que esta vez sí movieron las cabezas para seguir los haces de luz. El armiño, debatiéndose entre
el miedo y el hambre, dejó elegir a su estómago. Mientras los cuervos estaban distraídos, se adentró en el bosque y pronto se perdió de vista.

El coche avanzó por la tortuosa carretera a una velocidad temeraria, abriéndose en las curvas más de lo que debía porque apenas se veían los vehículos que venían de cara, y un conductor poco familiarizado con ese recorrido podría acabar fácilmente en una colisión frontal o adentrándose en la maleza que bordeaba la carretera. Aquello podría suceder de verdad si fuese una carretera más transitada, pero por allí apenas circulaban forasteros. El pueblo absorbía el impacto de éstos, los disuadían de mayores indagaciones con su manifiesta insulsez y los inducían luego a marcharse, pero esta vez por otro camino, a través del puente en dirección a la Carretera Federal 1, para continuar desde allí hacia el norte, en dirección a la frontera, o hacia el sur, hasta la autopista, rumbo a Augusta y Portland, las grandes ciudades, los lugares que los habitantes de esa península procuraban eludir a toda costa. Así que no había turistas, pero en ocasiones sí que se detenía allí algún forastero en su andadura vital, y al cabo de un tiempo, si cumplía ciertos requisitos, la península le encontraba un hueco, y el forastero pasaba a formar parte de una comunidad que vivía de espaldas a la tierra y resueltamente de cara al mar.

En todo el estado existían muchas comunidades así; atraían a aquellos que deseaban escapar, aquellos que buscaban la protección de la frontera, ya que éste era un estado limítrofe, aún confinado por el bosque y el mar. Algunos elegían el anonimato de las zonas forestales, donde el viento entre los árboles producía un sonido semejante al embate de las olas en la costa, un eco del canto del océano situado al este. Pero aquí, en este lugar, había bosque y mar; las rocas festoneaban la cala, y una estrecha calzada elevada, paralela al puente, proporcionaba una vía de comunicación entre la masa continental y aquellos que habían decidido apartarse de ella; había un pueblo con una única calle importante y dinero suficiente para financiar un pequeño departamento de policía. La península era extensa, y la población vivía dispersa más allá del puñado de edificios en torno a la calle Mayor. Además, por razones administrativas y geográficas olvidadas hacía mucho tiempo, el municipio de Pastor’s Bay se extendía hasta el otro lado de la calzada elevada y hacia el oeste en la propia masa continental. Durante años, Pastor’s Bay estuvo bajo la jurisdicción del sheriff del condado, hasta que el pueblo analizó su presupuesto y decidió que no sólo podía permitirse su propia fuerza policial, sino que de paso se ahorraría dinero, y así nació el Departamento de Policía de Pastor’s Bay.

Pero cuando los lugareños hablaban de Pastor’s Bay, se referían a toda la península, y la policía era su policía. Los foráneos a menudo llamaban a ese territorio «la isla», pese a que no era una isla porque un estrechamiento natural la unía al continente, si bien casi todo el tráfico pasaba por el puente. Dicho estrechamiento tenía anchura suficiente para dar cabida a una carretera de dos carriles aceptable, y la altitud necesaria para que no existiera el riesgo de que la comunidad quedase del todo aislada en condiciones meteorológicas adversas; aun así, a veces las olas se elevaban por encima de la calzada, y una cruz de piedra plantada en el extremo continental de la carretera daba fe de la pasada existencia en este mundo de un tal Maylock Wheeler, a quien se lo llevó el mar en 1997 mientras paseaba a su perro, Kaya. El perro sobrevivió y lo adoptó una pareja del lado continental, ya que Maylock Wheeler era un solterón empedernido. Pero el perro seguía empeñado en regresar a la isla, como les ocurre a menudo a quienes han nacido en lugares así, y al final la pareja renunció a retenerlo. Lo acogió entonces Grover Corneau, que por esas fechas era el jefe de policía. El animal se quedó con Grover hasta que éste se jubiló, y no pasó más de una semana entre la muerte del perro y la del dueño. Una fotografía de los dos colgaba aún en la pared del Departamento de Policía de Pastor’s Bay. Viéndola, Kurt Allan, el sustituto de Grover, se preguntaba si no debería hacerse también con un perro. Pero Allan vivía solo y no estaba acostumbrado a los animales.

Y era precisamente el coche de Allan el que ahora dejaba atrás el viejo roble y se detenía ante la casa al otro lado de la carretera. Dirigió la mir del sol poniente, bisecado por el horizonte. Tenían que llegar más coches. Allan había pedido a los otros que lo siguieran. La mujer los necesitaría. También iban de camino hacia allí inspectores de la Policía Estatal de Maine, en respuesta a la confirmación de la Alerta Amber, y se había comunicado ya automáticamente al Centro Nacional de Información Criminal la desaparición de una niña. En las
horas posteriores se decidiría si era necesario solicitar también la ayuda del FBI.

La casa, una especie de bungalow, estaba bien conservada y recién pintada. Se veía que habían rastrillado las hojas caídas y las habían añadido a la pila de abono orgánico, en el lado de la vivienda resguardado del viento. Para tratarse de una mujer sin un hombre que la ayudara, una mujer que no era de allí, se las había arreglado bien, pensó.

los cuervos observaron a Allan cuando llamó a la puerta, y la puerta se abrió, y se cruzaron unas palabras, y él entró, y no se advirtió el menor movimiento ni sonido en el interior durante un rato. Llegaron otros dos coches. Del primer vehículo se apeó un hombre de edad avanzada con un gastado maletín médico de piel. El otro lo conducía una mujer ya madura que llevaba un abrigo azul, y éste se le quedó enganchado en la puerta del coche al salir apresuradamente hacia la casa. El abrigo se le rompió, pero no se detuvo a examinar los daños cuando consiguió desprenderlo. Tenía asuntos más importantes que atender.

Extracto de Cuervos, un caso más para el detective Charlie Parker, escrito por John Connolly.

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Cuervos, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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La cuenta atrás ha empezado, bajo la ávida mirada de los cuervos.

‘Voces que susurran’: el detective Charlie Parker contra El Coleccionista

El doctor Al-Daini ocupaba dos cargos en el museo. Además de ser conservador adjunto de la sección de antigüedades romanas, título profesional que no hacía justicia a la profundidad y amplitud de sus conocimientos, ni siquiera de hecho a las responsabilidades asumidas y no remuneradas con que había cargado de manera extraoficial, también era conservador de las piezas no catalogadas, otro nombre que no describía ni remotamente el alcance de los esfuerzos hercúleos que aquello exigía. El sistema que tenía el museo para inventariar era antiguo y complicado, y existían decenas de millares de objetos pendientes de consignarse. Una parte del sótano del museo era un laberinto de estanterías llenas a rebosar de piezas, algunas metidas en cajas y otras no, la mayoría de escaso valor monetario, o al menos la mayoría de las ya catalogadas —una pequeña parte— por el doctor Al-Daini y sus predecesores, y sin embargo cada una era una huella, un vestigio de una civilización transformada en el presente hasta un punto irreconocible, o erradicada ya de este mundo por entero. En muchos sentidos ese sótano era la parte del museo que el doctor Al-Daini prefería, porque quién sabía qué podía descubrirse aún allí, qué tesoros insospechados podían salir a la luz. De momento, a decir verdad, había encontrado pocos, y el fondo de objetos pendiente de catalogar seguía siendo tan grande como siempre, ya que por cada fragmento de cerámica, por cada trozo de estatua que se añadía formalmente a los archivos del museo, llegaban otros diez mil, y así, a la vez que aumentaba el volumen de lo conocido, crecía también la masa de lo desconocido. Un hombre inferior a él podía haberlo considerado una labor infructuosa, pero el doctor Al-Daini era un romántico en lo que atañía al conocimiento, y la idea de que la cantidad de aquello que quedaba por descubrir se incrementara permanentemente lo llenaba de júbilo.

En ese momento, linterna en mano, seguido por el soldado Patchett, que a su vez llevaba otra luz, el doctor Al-Daini recorría los desfiladeros del archivo, al que había accedido sin necesidad de hacer uso de su llave, porque la puerta estaba reventada. En el sótano hacía un calor sofocante y aún se percibía en el aire el olor acre de la gomaespuma quemada, que los saqueadores habían empleado en la confección de antorchas, ya que el suministro eléctrico se había cortado antes de la invasión, pero el doctor Al-Daini apenas lo notaba. Concentraba toda su atención en un punto, en un único punto. Los saqueadores habían dejado su huella también allí, volcando estanterías, desparramando el contenido de cajas y cajones, incluso prendiendo fuego a algún archivo, pero pronto debieron de advertir que allí pocas cosas merecían su atención, y por consiguiente los daños eran menores. Aun así, saltaba a la vista que se habían llevado algunos objetos, y conforme el doctor Al-Daini se adentraba en el sótano, su inquietud iba en aumento, hasta que por fin llegó al lugar que buscaba y fijó la mirada en el espacio vacío del estante ante él. Estuvo a punto de rendirse, pero aún quedaban esperanzas.

—Aquí falta algo —dijo a Patchett—. Le ruego que me ayude a encontrarlo.

—¿Qué buscamos?

—Una caja de plomo. No muy grande. —El doctor Al-Daini indicó con las manos una longitud de poco más de cincuenta centímetros—. Muy sencilla, con un cierre corriente y una cerradura pequeña.

Juntos rastrearon las zonas accesibles del sótano lo mejor que pudieron, y cuando Patchett fue reclamado por su jefe de pelotón, el doctor Al-Daini prosiguió la búsqueda, todo ese día y ya entrada la noche, sin hallar el menor rastro de la caja de plomo.

Si uno desea ocultar algo de gran valor, rodearlo de cosas insignificantes es una buena táctica. Y mejor aún si puede revestirlo de un atuendo más pobre, disfrazándolo tan bien que pueda hallarse a la vista sin atraer una sola mirada. Uno incluso podría catalogarlo como algo que no es: en este caso, un cofre de plomo, persa, del siglo XVI, que contenía una anodina caja sellada, algo más pequeña, aparentemente de hierro pintado de rojo. Fecha: desconocida. Procedencia: desconocida. Valor: mínimo.

Contenido: nada.

Todo mentira, en particular lo último, porque si uno se acercaba lo suficiente a esa caja dentro de una caja, casi habría pensado que en el interior había algo que hablaba.

No, no hablaba.

Susurraba.

Extracto de Voces que susurran, una novela de John Connolly protagonizada por el detective Charlie Parker.

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Voces que susurran, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘Los atormentados’: continúa la saga del detective Charlie Parker, escrita por John Connolly

Era una mañana encapotada de finales de noviembre, la hierba se quebraba a causa de la escarcha, y el invierno sonreía por los huecos entre las nubes igual que un mal payaso que escudriña desde detrás del telón antes de empezar el espectáculo. La ciudad se ralentizaba. Pronto arreciaría el frío, y Portland, como un animal, había acumulado grasas para los largos meses venideros. En el banco se hallaban los dólares del turismo; suficientes, cabía esperar, para llegar hasta el 30 de mayo, día de los Caídos. En las calles se respiraba una mayor tranquilidad que tiempo atrás. Los lugareños, que a veces no coexistían cómodamente con el ecoturismo otoñal y los buscadores de gangas, ahora tenían la ciudad casi para ellos solos una vez más. Reclamaban sus mesas habituales en los restaurantes, bares y cafeterías. Disponían de tiempo para la conversación ociosa con camareras y cocineros, los profesionales ya no sudaban tinta por las exigencias de clientes cuyos nombres desconocían. En esa época del año era posible sentir el verdadero ritmo de la pequeña ciudad, el lento palpitar de su corazón sin los agobios del falso estímulo de aquellos que venían de otras partes.

Yo, sentado a una mesa en un rincón del Porthole, comía beicon y patatas fritas, sin mirar a Kathleen Kennedy y Stephen Frazier mientras charlaban de la visita sorpresa a Irak de la secretaria de Estado. Como el televisor estaba sin sonido, era mucho más fácil no prestarle atención. Una estufa eléctrica con fuego de imitación ardía al lado de la ventana que daba al mar; los mástiles de los barcos de pesca oscilaban en la brisa matutina, y unas cuantas personas ocupaban las otras mesas, no muchas, las justas para crear el acogedor ambiente que requería una cafetería durante el desayuno, ya que tales cosas se basan en un sutil equilibrio.

El Porthole seguía igual que cuando yo era niño, quizás incluso igual que cuando abrió sus puertas por vez primera en 1929. Placas de linóleo marmolado verde, agrietado aquí y allá pero inmaculadamente limpio, cubrían el suelo. Una larga barra de madera con superficie de cobre recorría el local casi de punta a punta, salpicada de vasos, condimentos y dos bandejas de cristal con bollos recién hechos, y los taburetes estaban sujetos al suelo. Las paredes eran de color verde claro, y bastaba con ponerse en pie para ver el interior de la cocina a través de las dos ventanillas de servir idénticas, separadas por un letrero donde se leía: VIEIRAS. Una pizarra anunciaba los platos del día, y había cinco surtidores de cerveza, que servían Guinness, alguna que otra Allagash y Shipyard, y para quienes no conocían nada mejor, o sí conocían pero les importaba un carajo, Coors Light. De las paredes colgaban boyas, lo que en cualquier otra casa de comidas del Puerto Antiguo habría resultado kitsch pero allí reflejaba la simple circunstancia de que aquél era un lugar frecuentado por lugareños que pescaban. Una pared era casi por entero de cristal, así que incluso en las mañanas más grises el Porthole parecía inundado de luz.

En el Porthole siempre te envolvía el reconfortante zumbido de la conversación, pero nunca llegabas a oír con claridad todo lo que decían los otros clientes que había sentados cerca. Esa mañana unas veinte personas comían, bebían y empezaban el día con parsimonia, como suelen hacer las gentes de Maine. Sentados en fila ante la barra, cinco trabajadores del Mercado de Pescado del Puerto, todos vestidos idénticamente con vaqueros, sudaderas con capucha y gorras de béisbol, reían y se desperezaban en el calor, sus caras enrojecidas por la intemperie. A mi lado, cuatro hombres de negocios, con teléfonos móviles y blocs entre las tazas blancas de café, hacían ver que trabajaban, pero a juzgar por las ocasionales ráfagas de conversación que me llegaban, y alcanzaba a comprender, estaban más interesados, aparentemente, en elogiar al entrenador de los Pirates, Kevin Dineen. Más allá, dos mujeres, madre e hija, sostenían una de esas conversaciones que exigen mucha gesticulación y caras de asombro. Daba la impresión de que se lo pasaban en grande.

Me gusta el Porthole. Aquí los turistas apenas vienen, y menos en invierno, e incluso en verano tendían a perturbar poco el equilibrio hasta que alguien colocó una pancarta sobre Wharf Street en la que se anunciaba que esa porción de puerto tan poco prometedora tenía más interés del que aparentaba: la marisquería Boone’s, el Mercado de Pescado, la sala Comedy Connection y el propio Porthole. Pero ni siquiera eso había dado pie a una multitudinaria concurrencia. Con o sin pancarta, el Porthole no pregonaba a voces su existencia, y un maltrecho letrero con el nombre de un refresco y un ondeante banderín eran las únicas verdaderas señales de su presencia visibles desde Commercial, una de las principales arterias de la ciudad. En cierto modo, uno necesita saber que está allí para verlo, sobre todo en las oscuras mañanas de invierno, y a cualquier turista rezagado que pudiera pasear por Commercial a comienzos del crudo invierno de Maine le convenía tener ya una idea muy aproximada de adónde dirigía sus pasos si pretendía llegar a la primavera con la salud intacta. Con un vigorizante viento del nordeste de cara, pocos tenían el tiempo o el deseo de explorar los rincones ocultos de la ciudad.

Aun así, a veces los viajeros de temporada baja pasaban por delante del Mercado de Pescado y la sala Comedy Connection, mientras sus pasos resonaban nítidamente en la madera vieja del paseo entarimado que bordeaba el muelle por su lado izquierdo, e iban a dar a la puerta del Porthole, y existían muchas probabilidades de que, en su siguiente visita a Portland, fuesen derechos al Porthole; pero quizá no se lo contaban a mucha gente, porque era la clase de sitio que uno se reservaba para sí. Fuera tenía una terraza con vistas al puerto donde, en verano, la gente podía sentarse y comer, pero en invierno retiraban las mesas y dejaban la terraza vacía. Creo que a mí me gustaba más en invierno. Podía coger un café y marcharme afuera, sabiendo que la mayoría de los parroquianos preferían tomarse el café dentro, donde se estaba caliente, y que, por tanto, difícilmente me molestaría nadie. Allí olía el salitre y sentía la brisa marina en la piel, y si hacía buen día y no soplaba mucho el viento, el olor me acompañaba el resto de la mañana. Me gustaba, sobre todo, el olor. A veces, si me sentía mal, allí podía quitarle importancia, porque el salitre en los labios me recordaba el sabor de las lágrimas, como si recientemente hubiese intentado alejar el dolor de otro con un beso. Cuando eso ocurría, me acordaba de Rachel y Sam, mi hija. También me acordaba a menudo de la mujer y la hija que ya había perdido antes.

En días así reinaba el silencio.

Pero ese día yo estaba dentro, y llevaba chaqueta y corbata. La corbata era de Hugo Boss, de color rojo intenso, y la chaqueta de Armani, aunque en Maine nadie le prestaba mucha atención a las marcas. Todo el mundo pensaba que, si llevabas puesta esa ropa, la habías comprado en las rebajas, y si de verdad habías pagado el precio que marcaba la etiqueta, eras imbécil.

Extracto de Los atormentados, una novela de John Connolly protagonizada por el detective Charlie Parker.

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Los atormentados, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘El ángel negro’, una novela negra con tintes sobrenaturales

Entre guirnaldas de fuego cayeron los ángeles rebeldes.

Y en su descenso, mientras se precipitaban vertiginosamente en el vacío, padecieron un suplicio semejante al de quienes acaban de perder la vista, ya que de la misma manera que la oscuridad es más atroz para quienes han conocido la luz, la privación de la gracia causa un sufrimiento más profundo en quienes antes conocieron su calor. Los ángeles, en su tormento, se lamentaron a grito herido, y al arder llevaron por vez primera la claridad a las tinieblas. Entre ellos, los inferiores buscaron refugio en las profundidades, y allí crearon un mundo propio donde morar.

El último ángel miró al cielo mientras caía y vio todo lo que se le negaría eternamente, y tan horrenda fue para él aquella visión que se le quedó grabada a fuego en los ojos. Y así, a la par que los cielos se cerra ban sobre él, le fue otorgado el privilegio de ver cómo desaparecía el rostro de Dios entre nubarrones grises, y la belleza y la aflicción de esa imagen quedaron inscritas para siempre en su memoria y en su mirada. Condenado a deambular por los siglos de los siglos como un proscrito, lo rehuyeron incluso los de su misma naturaleza, pues ¿qué mayor angustia podría existir para ellos que ver cómo, cada vez que lo miraban a los ojos, la imagen de Dios se estremecía en la negrura de sus pupilas?

Y tan solo estaba que se escindió en dos a fin de tener compañía en su largo ostracismo, y esas dos partes idénticas del mismo ser erraron juntas por la Tierra aún en formación. Con el tiempo, se unieron a ellas unos cuantos ángeles cansados de refugiarse en el inhóspito reino que ellos mismos habían creado. Al fin y a la postre, ¿qué es el infierno sino la ausencia eterna de Dios? Existir en un estado infernal es verse privado a perpetuidad de la promesa de esperanza, de redención, de amor. Para aquellos que se han visto dejados de la mano de Dios, el infierno carece de geografía.

Pero, al final, aquellos ángeles se cansaron de vagar a lo largo y ancho de ese mundo desolado sin una válvula de escape para su ira y su desesperación. Encontraron un lugar hondo y oscuro donde dormir, y allí se ocultaron y esperaron. Transcurridos muchos años, se abrieron minas y se alumbraron los túneles, y la mayor y más profunda de estas excavaciones se encon traba en Bohemia, entre las minas de plata de Kutná Hora, y se llamaba Kank.

Y según contaban, cuando la mina llegó a su profundidad máxima, las lámparas de los mineros parpadearon como agitadas por una brisa allí donde no podía correr brisa alguna, y se oyó un gran suspiro, como de almas liberadas de su cautiverio. Empezó a oler a quema do y los túneles se desplomaron. Una tormenta de inmundicia y tierra se elevó y se propagó por la mina, asfixiando y cegando a todos a su paso. Los supervivientes hablaron de voces en el abismo, y de batir de alas en medio de las nubes de polvo. La tormenta ascendió hacia el pozo principal e irrumpió en el cielo nocturno, y los testigos presenciales alcanzaron a ver un resplandor rojo en su núcleo, como si estuviera en llamas.

Y los ángeles rebeldes adoptaron la apariencia de hombres y se dispusieron a crear un reino invisible que controlarían en la clandestinidad y mediante la voluntad corrupta de otros. Al mando estaban los dos demonios idénticos, los más grandes entre
ellos, los Ángeles Negros. El primero, llamado Ashmael, se sumergió en el fragor de la batalla y susurró hueras promesas de gloria a los oídos de gobernantes ambiciosos. El otro, llamado Immael, declaró su propia guerra a la Iglesia y sus autoridades, los representantes en la Tierra del que los había condenado al ostracismo. Se recreaba con el fuego y la violación, y su sombra se proyectaba sobre el saqueo de monasterios y la quema de capillas. Cada mitad de este par idéntico llevaba la marca de Dios en forma de mota blanca en el ojo, Ashmael en el derecho e Immael en el izquierdo.

Pero lleno de arrogancia y de cólera, Immael se dejó ver por un momento bajo su auténtica y corrompida apariencia. Le hizo frente un monje cisterciense, Erdric, del monasterio de Sedlec, y ambos lucharon sobre cubas de plata fundida. Al final, Immael, sorprendido en el momento de transformarse de humano en Otro, fue abatido y cayó en el mineral candente. Erdric pidió que se dejase enfriar despa cio el metal, e Immael quedó atrapado en la plata, incapaz de liberar se de ella, la más pura de las prisiones.

Y Ashmael sintió su dolor y trató de liberarlo, pero los monjes lo pusieron a buen recaudo y lo mantuvieron alejado de quienes pretendían romper sus cadenas. Aun así, Ashmael nunca dejó de buscar a su hermano, y con el tiempo se sumaron a la búsqueda aquellos de su misma naturaleza, y los hombres corrompidos por sus promesas. Se marcaron a sí mismos para poder reconocerse, y su marca fue un rezón, un garfio ahorquillado, ya
que, según la tradición, ésta fue la primera arma de los ángeles caídos.

Y se hicieron llamar «Creyentes».

Extracto de El ángel negro, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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El ángel negro, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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El quinto libro de la serie detective Charlie Parker, en el que se funden de manera inquietante la realidad y la fantasmagoría.

‘Más allá del espejo’, una perturbadora novela sobre un asesino de niños, escrita por John Connolly

La casa Grady no es fácil de encontrar. Está al pie de una tortuosa carretera rural que, como un reptil que se apartara del camino para arrastrarse hasta morir, se desvía de la Estatal 210 en dirección noroeste y avanza entre escarpados ribazos poblados de pinos y abetos, cada vez menos transitable a medida que el asfalto da paso al cemento agrietado, el cemento a la grava, la grava a la tierra, como si conspirase para disuadir a quienes llegaran a ver la casa de tejado azul a dos aguas que aguarda al final. E incluso allí surge un último obstáculo que los curiosos tendrán que vencer, ya que el desigual sendero que lleva hasta la puerta está asilvestrado, invadido por la maleza. Árboles caídos siguen donde en su día se desplomaron y forman ahora puentes naturales que aprovechan las plantas rastreras y las trepadoras, sumándose a ellas las zarzas y las
ortigas para crear un torvo muro verde y marrón. Sólo los visitantes más tenaces lograrán superarlo abriéndose paso a través de la vegetación o salvando zanjas y peñascos, tropezando con raíces que apenas parecen prendidas al terreno, raíces de árboles a merced de
cualquier tormenta, hasta la más ligera.

Aquellos que consigan pasar llegarán a un jardín de tierra gris y hierbajos malolientes, delimitado por el linde del bosque, que allí está formado por una hilera de árboles llamativamente uniforme a una distancia de seis o siete metros de la casa, de tal modo que se diría que la propia naturaleza se resiste a aproximarse. Es una sencilla construcción de dos plantas, con el piso superior coronado por una mansarda. Un porche la circunda por tres de sus lados, y en la fachada este un balancín torcido, en estado lastimoso, cuelga de una sola cuerda. Las hojas muertas, abarquilladas como restos de insectos, se amontonan contra ventanas y puertas. Enterrado entre ellas asoma el cascarón momificado de una carriza, su cuerpo aplastado y sus plumas tan frágiles como un pergamino antiguo.

Hace ya tiempo que las ventanas de la casa Grady se tapiaron con tablones y las entradas delantera y posterior se reforzaron mediante puertas de acero. Nadie ha ocasionado desperfectos, porque incluso los gamberros más osados se abstienen de acceder a ella. Algunos se acercan a mirar y a tomar una cerveza a su sombra, como si desafiaran a los demonios de la casa a arremeter contra ellos; pero, como niños pequeños incitando a un león a través de los barrotes de la jaula, son valientes siempre y cuando se interponga una barrera entre ellos y la presencia oculta en la casa Grady.

Pues allí hay una presencia. Acaso no tenga nombre, o ni siquiera forma, pero existe. Se compone de sufrimiento, de dolor y de desesperanza. Está en el polvo del suelo y en el papel desvaído que se desprende lentamente de las paredes. Está en las manchas del fregadero y en la ceniza del último fuego. Está en la humedad del techo y en la sangre del entarimado. Está en todo, y todo forma parte de ella. Y está a la espera.

Extracto de Más allá del espejo, una novela de la serie del detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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Más allá del espejo, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

‘El camino blanco’, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker

Bear dijo que había visto a la chica muerta.

Fue una semana antes de la incursión llevada a cabo en Caina, que dejaría tres muertos. La luz del sol había disminuido, presa de nubes devoradoras, sucias y grises, como el humo que genera el fuego de un vertedero. Reinaba una tranquilidad que presagiaba lluvia. Fuera, el perro cruzado de los Blythe estaba tumbado, inquieto, en el césped, con el cuerpo estirado, la cabeza entre las patas delanteras y los ojos abiertos y nerviosos. Los Blythe vivían en Dartmouth Street, en Portland, en una casa con vistas a Back Cove y a las aguas de Casco Bay. Por lo general, siempre había pájaros volando por los alrededores —gaviotas, patos o chorlitos—, pero aquel día no había rastro de pájaro alguno. Se trataba de un mundo pintado sobre cristal, a la espera de ser hecho añicos por fuerzas ocultas. 

Nos sentamos en silencio en la pequeña sala de estar. Bear estaba apático y miraba por la ventana como si esperase que cayeran las primeras gotas de lluvia para confirmar algún temor tácito. En el suelo de roble pulido no se proyectaba una sola sombra, ni siquiera las nuestras. Oía el tictac del reloj chino en la repisa de la chimenea, atestada de fotografías de tiempos más felices. Observé detenidamente una imagen de Cassie Blythe en la que se sujetaba a la cabeza un birrete cuadrado, porque el viento intentaba llevárselo, con la borla levantada y desplegada como el plumaje de un pájaro en señal de alarma. Tenía el pelo negro y crespo, unos labios que tal vez resultaban demasiado grandes para su cara y una sonrisa un poco tímida, aunque sus ojos castaños parecían serenos e invulnerables a la tristeza.

De mala gana, Bear dejó de observar el cielo e intentó captar la mirada de Irving Blythe y la de su mujer, pero no lo logró y entonces se miró los pies. Había evitado mirarme a los ojos desde el principio. Incluso rehusaba advertir mi presencia en la habitación. Era un hombre corpulento que llevaba unos pantalones vaqueros desgastados, una camiseta verde y un chaleco de cuero que le quedaba demasiado estrecho. En la cárcel, la barba le había crecido mucho y de manera desordenada, y el pelo, que le llegaba a los hombros, lo tenía grasiento y descuidado. Desde la última vez que lo vi se había hecho algunos tatuajes de tipo carcelario: la figura mal trazada de una mujer en el antebrazo derecho y un puñal debajo de la oreja izquierda. Tenía los ojos azules y soñolientos. A veces le costaba trabajo recordar los detalles de la historia que estaba contando. Era una figura patética, un hombre que se había quedado sin futuro.

Cuando sus silencios se prolongaban demasiado, la persona que lo acompañaba le tocaba su enorme brazo y hablaba por él, continuando amablemente el relato, hasta que Bear encontraba la manera de regresar al camino tortuoso de sus recuerdos. El acompañante de Bear llevaba un traje azul pálido y camisa blanca, y el nudo de su corbata roja era tan grande que parecía un tumor que le hubiera salido en la garganta. Tenía el pelo plateado y un bronceado que le duraba todo el año. Se llamaba Arnold Sundquist y era detective privado. Sundquist había llevado el caso de Cassie Blythe hasta que un amigo de los Blythe sugirió que deberían hablar conmigo. De manera extraoficial, y es probable que extraprofesional, les aconsejé que prescindieran de los servicios de Arnold Sundquist, a quien estaban pagando mil quinientos dólares al mes, en teoría para que buscase a su hija. Hacía seis años que había desaparecido, poco después de graduarse, y desde entonces no sabían nada de ella. Sundquist era el segundo detective privado que los Blythe habían contratado para investigar las circunstancias de la desaparición de Cassie; y tenía tanta pinta de parásito que si en vez de boca tuviera ventosas, el parecido hubiera sido inequívoco. Sundquist llevaba siempre tanta gomina en el pelo que, cuando se daba un baño en el mar, los pájaros que bajaban a la costa se manchaban las plumas de petróleo. Me imaginé que se las había apañado para sacarles más de treinta de los grandes a lo largo de los dos años que se suponía que había estado a su servicio. Salarios fijos como el de los Blythe son difíciles de encontrar en Portland. No me extrañaba que tratase de recuperar su confianza, y su dinero.

Ruth Blythe me había llamado apenas una hora antes para decirme que Sundquist iba a visitarlos con el pretexto de que tenía nuevas noticias de Cassie. Cuando me llamó, yo había estado cortando troncos de arce y de abedul para tenerlos preparados con vistas al inminente invierno, y no me dio tiempo de cambiarme. Tenía savia en las manos, en los vaqueros gastados y en la camiseta con el lema DA ARMAS A LOS SOLITARIOS. Y allí estaba Bear, recién salido de la cárcel estatal de Mule Creek, con los bolsillos llenos de medicinas baratas compradas en los drugstores mugrientos de Tijuana, en régimen de libertad condicional, y contándonos cómo había visto a la chica muerta.

Extracto de El camino blanco, una novela protagonizada por el detective Charlie Parker, escrita por John Connolly.

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El camino blanco, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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El cuarto libro de la serie detective Charlie Parker en el que el investigador deberá enfrentarse a enemigos del pasado y a nuevas amenazas.

‘Perfil asesino’, una novela negra sobre un misterioso asesinato en masa

Este mundo es una colmena. Esconde un corazón hueco.

La verdad de la naturaleza, escribió el filósofo Demócrito, reside en minas y cavernas profundas. La estabilidad de aquello que vemos y sentimos bajo nuestros pies es una ilusión, porque las apariencias engañan. Bajo la superficie hay grietas, fisuras y bolsas de aire fétido y malsano; estalagmitas y estalactitas y oscuros ríos ignotos de cauce descendente. Es un lugar de cuevas y cascadas donde el agua resbala por las piedras, un laberinto de tumores cristalinos y columnas heladas donde la historia deviene primero futuro y después presente.

Porque, en medio de la oscuridad total, el tiempo carece de significado.

El ahora forma una capa imperfecta sobre el pasado; no se asienta bien en todos sus puntos. Las cosas caen y mueren, y su descomposición crea nuevas capas, aumenta el grosor de la corteza y añade otra fina membrana que cubre lo que subyace, nuevos mundos que descansan sobre los restos de mundos anteriores. Día a día, año a año, siglo a siglo, se agregan capas y se multiplican las imperfecciones. El pasado nunca muere realmente. Está ahí, a la espera, justo bajo la superficie del presente. Todos tropezamos de vez en cuando con él, todos, a través de reminiscencias y evocaciones. Traemos a la memoria antiguos amantes, niños perdidos, padres fallecidos, el milagro de ese único día en que, aunque sea sólo por un instante, capturamos la belleza fugaz e inefable del mundo. Éstos son nuestros recuerdos. Los guardamos celosamente y los consideramos algo muy nuestro, y sabemos dónde encontrarlos cuando los necesitamos.

Pero a veces no somos nosotros quienes decidimos: un fragmento del presente se desprende sin más y asoma debajo el pasado como un hueso viejo. Después, ya nada vuelve a ser como antes y nos vemos obligados a reconsiderar la forma de lo que creíamos verdadero a la luz de nuevas revelaciones acerca de su esencia. La verdad se descubre por un mal paso y por la sensación repentina de que pisamos en falso. El pasado borbolla como lava líquida y, en su camino, las vidas quedan reducidas a ceniza.

***

Este mundo es una colmena. Nuestros actos reverberan en sus profundidades.

Aquí abajo existe una vida oscura: microbios y bacterias que extraen su energía de sustancias químicas y radiactividad natural, más antiguos que las primeras células vegetales que dieron color al mundo de la superficie. Bullen en cada balsa profunda, en cada pozo de mina, en cada núcleo de hielo. Viven y mueren sin que se los vea.

Pero también hay otros organismos, otros seres: criaturas que conocen sólo el hambre, entes que existen única y exclusivamente para cazar y matar. Pululan sin cesar por las cavidades ocultas, lanzando dentelladas con sus fauces a la noche infinita. Sólo salen a la superficie cuando no les queda más remedio, y todo ser vivo se aparta de su camino.

Fueron en busca de Alison Beck.

La doctora Beck tenía sesenta años y practicaba abortos desde 1974, en la etapa inmediatamente posterior al polémico caso «Roe versus Wade». Empezó a dedicarse a la planificación familiar en su juventud, después de la epidemia de rubeola de principios de los años sesenta que tuvo como resultado el que miles de mujeres dieran a luz niños con graves defectos congénitos. Más  tarde se incorporó abiertamente a la organización feminista NOW y a la Asociación Nacional por la Despenalización del Aborto, antes de que los cambios por los que lucharon le permitiesen abrir su propia clínica en Minneapolis. A partir de entonces desafió a la Red de Acción Pro-Vida de Joseph Scheidler, a sus indeseables consejeros y a su mafia del megáfono; y en 1989, cuando la Operación Rescate intentó bloquear el acceso a su clínica, se enfrentó a Randall Terry. Se opuso a la enmienda Hyde del año 1976, que suprimía las ayudas estatales para la práctica de abortos, y lloró cuando el antiabortista C. Everett Koop fue nombrado director general de Salud Pública. En tres ocasiones los activistas pro-vida inyectaron ácido butírico en las paredes de la clínica, y la obligaron a cerrar las puertas hasta que se disiparon los efluvios. Le habían pinchado las ruedas del coche tantas veces que ya había perdido la cuenta, y sólo el cristal reforzado de la vidriera de la clínica evitó que el edificio ardiese hasta los cimientos a causa de un artefacto incendiario alojado en un extintor.

Pero en los últimos años las tensiones de su profesión habían empezado a pasarle factura y aparentaba mucha más edad de la que tenía. En casi tres décadas había disfrutado de la compañía de sólo un puñado de hombres. David fue el primero, se casó con él y lo amó, pero David ya no estaba. Lo sostuvo entre sus brazos mientras moría, y aún conservaba la camisa que él llevaba puesta aquel día, las manchas de sangre flotando en su prístina blancura como sombras de oscuros nubarrones. Los hombres con quienes estuvo después ofrecieron muchas excusas al marcharse, pero a la postre todas esas excusas se reducían a una esencia única y elemental: el miedo. Alison Beck era una mujer marcada. Vivía a diario con la clara conciencia de que algunos preferían verla muerta a permitirle continuar con su trabajo, y pocos hombres estaban dispuestos a permanecer al lado de una mujer así.

Se sabía los datos de memoria. En Estados Unidos se habían producido, durante el año anterior, veintisiete agresiones de extrema violencia contra clínicas donde se practicaban abortos, y habían muerto dos médicos. A lo largo de los cinco años precedentes habían perecido asesinadas siete personas entre médicos y ayudantes, y otras muchas habían resultado heridas en tiroteos y atentados con bombas. Sabía todo esto porque llevaba unos veinte años documentando los índices de violencia, averiguando los factores comunes, estableciendo vínculos. Para ella, era la única manera de llegar a asumir la muerte de David, el único medio de que disponía para asegurarse de que algo mínimamente bueno surgía de las cenizas de su muerte. Sus investigaciones sirvieron de apoyo a los centros dedicados a la práctica del aborto cuando, en la lucha contra sus adversarios, se acogieron con éxito a la ley RICO para la prevención del crimen organizado, aduciendo una conspiración a nivel nacional para cerrar las clínicas. Fue una victoria conseguida a base de grandes esfuerzos.

Sin embargo, poco a poco empezó a ponerse de manifiesto otro trasfondo: nombres que se repetían y su eco resonaba en los desfiladeros del tiempo, siluetas que se adivinaban entre las sombras detrás de algunas acciones violentas. Las convergencias eran perceptibles en apenas media docena de casos, pero ahí estaban. Alison Beck tenía la firme convicción de que así era y, al parecer, los demás coincidían con ella. Juntos se acercaban cada vez
más a la verdad.

Extracto de Perfil asesino, una novela protagonizada por Charlie Parker, el detective creado por John Connolly.

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Perfil asesino, de John Connolly, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.