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El Universo en un puñado de átomos; Carlos Chimal

«El Universo en un puñado de átomos» es un ensayo sabroso y divertido sobre la necesidad de mezclar el arte y la ciencia. Al mismo tiempo es la crónica viva de una disciplina científica fascinante: la física de las altas energías, la cual se propone estudiar lo infinitamente pequeño, en los niveles cuánticos del átomo, y lo inimaginablemente grande, los confines del Universo y la pregunta por su origen.

Luego de seguir durante más de veinte años a los cazadores cuánticos, entre ellos a varios Premios Nobel, y de visitarlos en sus espectaculares aceleradores y detectores de partículas, tanto en Fermilab (Illinois), DESY (Hamburgo) y CERN (Ginebra), Carlos Chimal cuenta el desarrollo de uno de los avances tecnológicos más importantes de nuestra época, mismo que hace posible desde el supercómputo y la Web hasta la creación de chips hiperveloces e inteligentes.

Retomando lo mejor de esta aventura, Chimal aborda en este trabajo publicado por Tusquets Editores, algunos de los mayores enigmas de la actualidad científica: ¿por qué existen seres con masa luminosa? ¿Qué es la enigmática materia oscura? ¿Cómo fue el origen del Universo? Y si existe la antimateria, ¿hay «algo más» en el Universo? ¿Estamos en el umbral de nuevos descubrimientos e ideas inesperadas y llenas de provocaciones?

Carlos Chimal (Ciudad de México, 1954). Realizó estudios de química y letras hispánicas en la UNAM. Asiduo del CERN (Organización Europea para la Investigación Nuclear, por sus siglas en francés) y el IAC (Instituto de Astrofísica de Canarias), ha ejercido el periodismo literario y científico en las principales revistas y diarios de este país. Considerado uno de los escritores científicos más importantes por la Real Academia de la Lengua Española, parte de su actividad relacionada con la comprensión pública de la ciencia se ha vertido en libros como Luz interior. Conversaciones sobre ciencia y literatura, calificado por el Premio Nobel de Química Roald Hoffmann como «una lectura imprescindible»; Armonía y saber. En busca de una idea estética de la ciencia (2003) y Tras las huellas de la ciencia. Un acercamiento universal (2015).

PORTADA EL UNIVERSO EN UN PUÑADO DE ÁTOMOS - CARLOS CHIMAL

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El Universo en un puñado de átomos es un ensayo sabroso y divertido sobre la necesidad de mezclar el arte y la ciencia.

«El Azar y la necesidad», Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna.

Del escritor francés, Jacques Monod, uno de los más polémicos textos jamás escritos sobre la relación entre Ciencia y Filosofía.

 

Primer capítulo:

«Lo natural y lo artificial.

La distinción entre objetos artificiales y objetos naturales nos parece inmediata y sin ambigüedad. Un peñasco, una montaña, un río o una nube son objetos naturales; un cuchillo, un pañuelo, un automóvil, son objetos artificiales, artefactos. Que se analicen estos juicios, y se verá sin embargo que no son inmediatos ni estrictamente objetivos. Sabemos que el cuchillo ha sido configurado por el hombre con vistas a una utilización, a una performance2 considerada con anterioridad. El objeto materializa la intención preexistente que lo ha creado y su forma se explica por la performance que era esperada incluso antes de que se cumpliera. Nada de esto ocurre para el río o el peñasco, que sabemos o pensamos han sido configurados por el libre juego de fuerzas físicas a las que no sabríamos atribuir ningún «proyecto». Todo ello suponiendo que aceptamos el postulado base del método científico: la Naturaleza es objetiva y no proyectiva.

Por referencia a nuestra propia actividad, consciente y proyectiva, por ser nosotros mismos fabricantes de artefactos, calibramos lo «natural» o lo «artificial» de un objeto cualquiera. ¿Sería entonces posible definir por criterios objetivos y generales las características de los objetos artificiales, productos de una actividad proyectiva consciente, por oposición a los objetos naturales, resultantes del juego gratuito de las fuerzas físicas? Para asegurarse de la entera objetividad de los criterios escogidos, lo mejor sería sin duda preguntarse si, utilizándolos, se podría redactar un programa que permitiera a una calculadora distinguir un artefacto de un objeto natural.

Un programa así podría encontrar aplicaciones de sumo interés. Supongamos que una nave espacial deba posarse próximamente en Venus o en Marte; una cuestión importantísima sería el conocer si nuestros vecinos están o han sido habitados por seres inteligentes capaces de una actividad proyectiva. Para descubrir tal actividad, presente o pasada, son evidentemente sus productos lo que se debería reconocer, por diferentes que pudieran ser de los frutos de la industria humana. Desconociéndolo todo de la naturaleza de tales seres, y de los proyectos que podrían haber concebido, sería necesario que el programa no utilizara más que criterios muy generales, basados exclusivamente en la estructura y la forma de los objetos examinados, prescindiendo de su eventual función.

Vemos que los criterios que habría que emplear serían dos: 1.º regularidad; 2.º repetición.

Mediante el criterio de regularidad se trataría de aprovechar el hecho de que los objetos naturales, configurados por el juego de las fuerzas físicas, no presentan casi nunca estructuras geométricamente simples: superficies planas, aristas rectilíneas, ángulos rectos, simetrías exactas por ejemplo; mientras que los artefactos presentarían en general tales características, aunque sólo fuera de forma aproximada y rudimentaria.

El criterio de repetición sería sin duda el más decisivo. Materializando un proyecto renovado, artefactos homólogos, destinados al mismo uso, reproducen, de modo muy aproximado, las intenciones constantes de su creador. A este respecto, el descubrimiento de numerosos ejemplares de objetos de formas bastante bien definidas sería pues muy significativo.

Tales podrían ser, definidos brevemente, los criterios generales utilizables. Debe precisarse, además, que los objetos a examinar serían de dimensiones macroscópicas, pero no microscópicas. Por «macroscópicas» hemos de entender las dimensiones medibles, digamos, en centímetros; por «microscópicas» las dimensiones que se expresarían normalmente en Angström (1 cm = 108 Angström). Esta precisión es indispensable porque, a escala microscópica, se tendría acceso a estructuras atómicas o moleculares cuyas geometrías simples y repetitivas no testimoniarían evidentemente una intención consciente y racional, sino las leyes químicas.

Las dificultades de un programa espacial

Supongamos el programa escrito y la máquina realizada. Para someter sus performances a la prueba, no habría nada mejor que hacerla operar sobre objetos terrestres. Invirtamos nuestras hipótesis, e imaginemos que la máquina ha sido construida por los expertos de la NASA marciana, deseosos de detectar en la Tierra los testimonios de una actividad organizada, creadora de artefactos. Y supongamos que la primera nave marciana aterriza en el bosque de Fontainebleau, por ejemplo cerca de Barbizon. La máquina examina y compara las dos series de objetos más destacables de los alrededores: las casas de Barbizon por un lado y las peñas de Apremont por otro. Utilizando los criterios de regularidad, de simplicidad geométrica y de repetición, decidirá fácilmente que las peñas son objetos naturales, mientras que las casas son artefactos. Centrando ahora su atención sobre objetos de dimensiones más reducidas, la máquina examina unos pequeños guijarros, al lado de los cuales descubre unos cristales, por ejemplo de cuarzo. Según los mismos criterios, deberá evidentemente decidir que, si los guijarros son naturales, los cristales de cuarzo son objetos artificiales. Juicio que parece delatar un «error» en la estructura del programa. «Error» cuyo origen además es interesante: si los cristales presentan formas geométricas perfectamente definidas, es porque su estructura macroscópica refleja directamente la estructura microscópica, simple y repetitiva de los átomos o moléculas que los constituyen. El cristal, en otros términos, es la expresión macroscópica de una estructura microscópica. Este «error» sería por otra parte fácil de eliminar ya que todas las estructuras cristalinas posibles son conocidas.

Pero supongamos que la máquina estudia ahora otro tipo de objeto: una colmena de abejas silvestres, por ejemplo. Encontraría evidentemente todos los criterios de un origen artificial: estructuras geométricas simples y repetitivas del panal y de las células constituyentes, por lo que la colmena sería clasificada en la misma categoría de objetos que las casas de Barbizon. ¿Qué pensar de este juicio? Sabemos que la colmena es «artificial» en el sentido que representa el producto de la actividad de las abejas. Mas tenemos buenas razones para creer que esta actividad es estrictamente automática, actual pero no conscientemente proyectiva. Además, como buenos naturalistas, consideramos a las abejas como seres «naturales». ¿No hay pues una contradicción flagrante al considerar como «artificial» el producto de la actividad automática de un ser «natural»?

Prosiguiendo la encuesta pronto se vería que si hay contradicción no es por un error de programación, sino por la ambigüedad de nuestros juicios. Porque si la máquina examina ahora no la colmena, sino las mismas abejas, sólo podrá ver objetos artificiales altamente elaborados. El examen más superficial revelará evidentes elementos de simetría simple: bilateral y translacional. Además y sobre todo, examinando abeja tras abeja, el programa notará que la extrema complejidad de su estructura (número y posición de los pelos abdominales por ejemplo, o nervaduras de las alas) se encuentra reproducida en todos los individuos con una extraordinaria fidelidad. Prueba segura de que estos seres son los productos de una actividad deliberada, constructiva y del orden más refinado. La máquina, sobre la base de tan decisivos documentos, no podría más que señalar a los oficiales de la NASA marciana su descubrimiento, en la Tierra, de una industria mucho más evolucionada que la suya.

El rodeo que hemos efectuado, a través de lo que sólo es en pequeñísima parte ciencia ficción, estaba destinado a ilustrar la dificultad de definir la distinción que, sin embargo, nos parece intuitivamente evidente, entre objetos «naturales» y «artificiales». En efecto, sobre la base de criterios estructurales (macroscópicos) es sin duda imposible llegar a una definición de lo artificial que, incluyendo todos los «verdaderos» artefactos, como productos de la industria humana, excluya objetos tan evidentemente naturales como las estructuras cristalinas, así como los seres vivientes mismos, que no obstante querríamos igualmente clasificar entre los sistemas naturales.

Reflexionando sobre la causa de las confusiones (¿aparentes?) a las que conduce el programa, se pensará sin duda que surgen por la limitación a que lo hemos sometido al ceñirnos a consideraciones de forma, de estructura, de geometría, privando así a la noción de objeto de su contenido esencial: que un objeto de este tipo se define, se explica ante todo, por la función que está destinado a cumplir, por la performance que de él espera su inventor. Sin embargo se verá enseguida que programando en adelante la máquina para que estudie no sólo la estructura, sino las performances eventuales de los objetos examinados, se llegaría a resultados aún más engañosos. Objetos dotados de un proyecto.

Supongamos por ejemplo que este nuevo programa permite efectivamente a la máquina analizar correctamente las estructuras y las performances de dos series de objetos, tales como caballos corriendo en un campo y automóviles circulando por una carretera. El análisis llevaría a la conclusión de que estos objetos son estrechamente comparables, en cuanto están concebidos unos y otros para ser capaces de desplazamientos rápidos, aunque sobre superficies diferentes, lo que demuestra sus diferencias de estructura. Y si, para tomar otro ejemplo, propusiéramos a la máquina comparar las estructuras y las performances del ojo de un vertebrado con las de un aparato fotográfico, el programa sólo podría reconocer las profundas analogías; lentes, diafragma, obturador, pigmentos fotosensibles: los mismos componentes sólo pueden haber sido dispuestos en los dos objetos, con vistas a obtener performances muy parecidas.

He citado este ejemplo, clásico, de adaptación funcional en los seres vivos, para subrayar lo estéril y arbitrario de querer negar que el órgano natural, el ojo, representa la culminación de un «proyecto» (el de captar imágenes) tan claro como el que llevó a la consecución del aparato fotográfico. Esto sería tanto más absurdo cuanto que en último análisis, el proyecto que «explica» el aparato sólo puede ser el mismo al que el ojo debe su estructura. Todo artefacto es un producto de la actividad de un ser vivo que expresa así, y de forma particularmente evidente, una de las propiedades fundamentales que caracterizan sin excepción a todos los seres vivos: la de ser objetos dotados de un proyecto que a la vez representan en sus estructuras y cumplen con sus performances (tales como, por ejemplo, la creación de artefactos). En vez de rechazar esta noción (como ciertos biólogos han intentado hacer), es por el contrario indispensable reconocerla como esencial para la definición misma de los seres vivos. Diremos que éstos se distinguen de todas las demás estructuras de todos los sistemas presentes en el universo, por esta propiedad que llamaremos teleonomía.

Se notará sin embargo que esta condición, aunque necesaria para la definición de los seres vivos, no es suficiente ya que no propone criterios objetivos que permitirían distinguir los seres vivientes de los artefactos, productos de su actividad.

No basta con señalar que el proyecto que da origen a un artefacto pertenece al animal que lo ha creado, y no al objeto artificial. Esta noción evidente es todavía demasiado subjetiva, y la prueba de ello es que sería difícil utilizarla en el programa de una calculadora: ¿cómo decidiría que el proyecto de captar imá- genes —proyecto representado por un aparato fotográfico— pertenece a un objeto distinto del aparato mismo? Por el solo examen de la estructura acabada y el análisis de sus performances, es posible identificar el proyecto, pero no su autor.

Para lograrlo, es preciso un programa que estudie no sólo el objeto actual, sino su origen, su historia y, para empezar, su modo de construcción. Nada se opone, al menos en principio, a que un programa así pueda ser formulado. Aunque fuera bastante primitivo, ese programa permitiría discernir, entre un artefacto por muy perfeccionado que sea y un ser vivo, una diferencia radical. La máquina no podría en efecto dejar de constatar que la estructura macroscópica de un artefacto (se trate de un panal, de una presa erigida por castores, de un hacha paleolítica, o de una nave espacial) es el resultado de la aplicación, a los materiales que lo constituyen, de fuerzas exteriores al objeto mismo. La estructura macroscópica, una vez acabada, no atestigua las fuerzas de cohesión internas entre átomos o moléculas que constituyen el material (y sólo le confieren sus propiedades generales de densidad, dureza, ductilidad, etc.), sino las fuerzas externas que lo han configurado.

Máquinas que se construyen a sí mismas.

El programa, en contrapartida, deberá registrar el hecho de que la estructura de un ser vivo resulta de un proceso totalmente diferente en cuanto no debe casi nada a la acción de las fuerzas exteriores, y en cambio lo debe todo, desde la forma general al menor detalle, a interacciones «morfogenéticas» internas al objeto mismo. Estructura que atestigua pues un determinismo autónomo, preciso, riguroso, que implica una «libertad» casi total respecto a los agentes o condiciones exteriores, capaces seguramente de trastornar ese desarrollo, pero no de dirigirlo o de imponer al objeto viviente su organización. Por el carácter autónomo y espontáneo de los procesos morfogenéticos que construyen la estructura macroscópica de los seres vivos, éstos se distinguen absolutamente de los artefactos, así como también de la mayoría de los objetos naturales, cuya morfología macroscópica resulta en gran parte de la acción de agentes externos. Esto tiene una excepción: los cristales, cuya geometría característica refleja las interacciones microscópicas internas al objeto mismo. Por este único criterio, los cristales serían pues clasificados junto a los seres vivientes, mientras que artefactos y objetos naturales, configurados unos y otros por agentes exteriores, constituirían otra clase. Que por ese criterio, así como por los de regularidad y de repetitividad, deban ser agrupadas las estructuras cristalinas y las de los seres vivos, podría hacer meditar al programador, aunque ignorara la moderna biología: debería preguntarse si las fuerzas internas que confieren su estructura macroscópica a los seres vivos no serían de la misma naturaleza que las interacciones microscópicas responsables de las morfologías cristalinas. Que es realmente así constituye uno de los principales temas desarrollados en los siguientes capítulos del presente ensayo. Por el momento, buscamos definir por criterios absolutamente generales las propiedades macroscópicas que diferencian los seres vivos de todos los demás objetos del universo. Habiendo «descubierto» que un determinismo interno, autónomo, asegura la formación de las estructuras extremadamente complejas de los seres vivientes, nuestro programador, ignorando la biología, pero experto en informática, debería ver necesariamente que tales estructuras representan una cantidad considerable de información de la que falta identificar la fuente: porque toda información expresada, o recibida, supone un emisor. Máquinas que se reproducen Admitamos que, prosiguiendo su investigación, haga por fin su último descubrimiento: que el emisor de la información expresada en la estructura de un ser vivo es siempre otro objeto idéntico al primero. Habrá identificado ahora la fuente y descubierto una tercera propiedad destacable de estos objetos: el poder de reproducir y transmitir ne varietur la información correspondiente a su propia estructura. Información muy rica, ya que describe una organización excesivamente compleja, pero integralmente conservada de una generación a la siguiente. Designaremos esta propiedad con el nombre de reproducción invariante, o simplemente de invariancia. 24 El azar y la necesidad (QXP) 8/5/07 00:23 Página 24 Se verá aquí que, por la propiedad de la reproducción invariante, los seres vivos y las estructuras cristalinas se encuentran una vez más asociados y opuestos a los demás objetos conocidos en el universo. Se sabe en efecto que ciertos cuerpos, en solución sobresaturada, no cristalizan, a menos que no se hayan inoculado gérmenes de cristales a la solución. Además, cuando se trata de un cuerpo capaz de cristalizar en dos sistemas diferentes, la estructura de los cristales que aparecerán en la solución será determinada por la de los gérmenes empleados. Sin embargo las estructuras cristalinas representan una cantidad de información muy inferior a la que se transmite de una generación a otra en los seres vivos más simples que conocemos. Este criterio, puramente cuantitativo, permite distinguir a los seres vivientes de todos los otros objetos, incluidos los cristales.

* * *

Abandonamos ahora al programador marciano, sumido en sus reflexiones y supuesto ignorante de la biología. Esta experiencia imaginaria tenía por objeto el constreñirnos a «redescubrir» las propiedades más generales que caracterizan a los seres vivos y los distinguen del resto del universo. Reconozcamos ahora que sabemos la suficiente biología (en la medida en que hoy pueda ser conocida) para analizar de más cerca e intentar definir de forma más precisa, si es posible cuantitativa, las propiedades en cuestión. Hemos encontrado tres: teleonomía, morfogénesis autónoma, invariancia reproductiva.

Las propiedades extrañas: invariancia y teleonomía.

De estas tres propiedades, la invariancia reproductiva es la más fácil de definir cuantitativamente. Ya que se trata de la capacidad de reproducir una estructura de alto grado de orden, y ya que el grado de orden de una estructura puede definirse en unidades de información, diremos que el «contenido de invariancia» de una especie dada es igual a la cantidad de información que, transmitida de una generación a otra, asegura la conservación de la norma estructural específica. Veremos que es posible, mediante ciertas hipótesis, llegar a una estimación de esta magnitud.

Asentado esto nos permitirá asediar desde más cerca la noción que se impone con la más inmediata evidencia por el examen de las estructuras y de las performances de los seres vivos: la de la teleonomía. Noción que, sin embargo, se revela al análisis profundamente ambigua, ya que implica la idea subjetiva de «proyecto». Recordemos el ejemplo del aparato fotográfico: si admitimos que la existencia de este objeto y su estructura realizan el «proyecto» de captar imágenes, debemos evidentemente admitir que un «proyecto» parecido se cumple en la emergencia del ojo de un vertebrado.

Mas todo proyecto particular, sea cual sea, no tiene sentido sino como parte de un proyecto más general. Todas las adaptaciones funcionales de los seres vivos, como también todos los artefactos configurados por ellos, cumplen proyectos particulares que es posible considerar como aspectos o fragmentos de un proyecto primitivo único, que es la conservación y la multiplicación de la especie.

Para ser más precisos, escogeremos arbitrariamente definir el proyecto teleonómico esencial como consistente en la transmisión, de una generación a otra, del contenido de invariancia característico de la especie. Todas las estructuras, todas las performances, todas las actividades que contribuyen al éxito del proyecto esencial serán llamadas «teleonómicas».

Esto permite proponer una definición de principio del «nivel» teleonómico de una especie. Se puede en efecto considerar que todas las estructuras y performances teleonómicas corresponden a una cierta cantidad de información que debe ser transferida para que estas estructuras sean realizadas y estas performances cumplidas. Llamemos a esta cantidad «la información teleonómica». Se puede entonces considerar que el «nivel teleonómico» de una especie dada corresponde a la cantidad de información que debe ser transferida, por término medio, por individuo, para asegurar la transmisión a la generación siguiente del contenido específico de invariancia reproductiva.

Se verá fácilmente que el cumplimiento del proyecto teleonómico fundamental (es decir, la reproducción invariante) pone en marcha, en las diferentes especies y en los diferentes grados de la escala animal, estructuras y performances variadas, más o menos elaboradas y complejas. Es preciso insistir en el hecho de que no se trata sólo de las actividades directamente ligadas a la reproducción propiamente dicha, sino de todas las que contribuyen, aunque sea muy indirectamente, a la sobrevivencia y a la multiplicación de la especie. El juego, por ejemplo, entre los individuos jóvenes de mamíferos superiores, es un elemento importante de desarrollo físico y de inserción social. Tiene pues un valor teleonómico como coadyuvante a la cohesión del grupo, condición de su supervivencia y de la expansión de la especie. Es el grado de complejidad de todas esas estructuras o performances, concebidas para servir al proyecto teleonómico, lo que se trata de averiguar.

Esta magnitud teóricamente definible no es medible en la práctica. Permite al menos ordenar groseramente diferentes especies o grupos sobre una «escala teleonómica». Para tomar un ejemplo extremo, imaginemos un poeta enamorado y tímido que no osa declarar su amor a la mujer que ama y sólo sabe expresar simbólicamente su deseo en los poemas que le dedica. Supongamos que la dama, al fin seducida por estos refinados homenajes, consiente en hacer el amor con el poeta. Sus poemas habrán contribuido al éxito del proyecto esencial y la información que contenían debe pues ser contabilizada en la suma de las performances teleonómicas que aseguran la transmisión de la invariancia genética.

Está claro que el éxito del proyecto no comporta ninguna performance análoga en otras especies animales, en el ratón por ejemplo. Pero, y este punto es el importante, el contenido de invariancia genética es casi el mismo en el ratón y en el hombre (y en todos los mamíferos). Las dos magnitudes que hemos intentado definir son pues muy distintas. Esto nos conduce a considerar una cuestión muy importante que concierne las relaciones entre las tres propiedades que hemos reconocido como características de los seres vivos: teleonomía, morfogénesis autónoma e invariancia. El hecho de que el programa utilizado las haya identificado sucesiva e independientemente no prueba que no sean simplemente tres manifestaciones de una misma y única propiedad más fundamental y más secreta, inaccesible a toda observación directa. Si éste fuera el caso, distinguir entre esas propiedades, buscar definiciones diferentes, podría ser ilusorio y arbitrario. Lejos de aclarar los verdaderos problemas, de asediar el «secreto de la vida», de diseccionarlo realmente, no estaríamos más que exorcizándolo.

Es absolutamente verdadero que esas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética sólo expresa y se revela a través de (y gracias a) la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico.

Una primera observación se impone: el estatuto de esas tres nociones no es el mismo. Si la invariancia y la teleonomía son efectivamente «propiedades» características de los seres vivos, la estructuración espontánea debe más bien ser considerada como un mecanismo. Veremos además, en los capítulos siguientes, que este mecanismo interviene tanto en la reproducción de la información invariante como en la construcción de las estructuras teleonómicas. Que ese mecanismo en definitiva dé cuenta de las dos propiedades no implica sin embargo que deban ser confundidas. Es posible, es de hecho metodológicamente indispensable, distinguirlas, y esto por varias razones.

1. Se puede al menos imaginar objetos capaces de reproducción invariante, pero desprovistos de todo aparato teleonómico. Las estructuras cristalinas pueden ser un ejemplo, a un nivel de complejidad muy inferior, por cierto, al de todos los seres vivos conocidos.

2. La distinción entre teleonomía e invariancia no es una simple abstracción lógica. Está justificada por consideraciones  químicas. En efecto, de las dos clases de macromoléculas biológicas esenciales, una, la de las proteínas, es responsable de casi todas las estructuras y performances teleonómicas, mientras que la invariancia genética está ligada exclusivamente a la otra clase, la de los ácidos nucleicos. 3. Como se verá en el capítulo siguiente, esta distinción es, explícitamente o no, supuesta en todas las teorías, en todas las construcciones ideológicas (religiosas, científicas o metafísicas) relativas a la biosfera y a sus relaciones con el resto del universo.

* * *

Los seres vivos son objetos extraños. Los hombres, en cualquier época, han debido saberlo más o menos confusamente. El desarrollo de las ciencias de la naturaleza a partir del siglo XVII, su expansión a partir del siglo XIX, lejos de borrar esta impresión de extrañeza, la volvían aún más aguda. Respecto a las leyes físicas que rigen los sistemas macroscópicos, la misma existencia de los seres vivos parecía constituir una paradoja, violar algunos de los principios fundamentales sobre los que se basa la ciencia moderna. ¿Cuáles exactamente? Esto no es fácil de explicar. Se trata pues de analizar precisamente la naturaleza de esa o esas «paradojas». Ello nos dará ocasión de precisar el estatuto, respecto a las leyes físicas, de las dos propiedades esenciales que caracterizan a los seres vivos: la invariancia reproductiva y la teleonomía.

La «paradoja» de la invariancia.

La invariancia parece en efecto, desde el principio, constituir una propiedad profundamente paradójica, ya que la conservación, la reproducción, la multiplicación de las estructuras altamente ordenadas parecen incompatibles con el segundo principio de la termodinámica. Este principio impone en efecto que todo sistema macroscópico sólo pueda evolucionar en el sentido de la degradación del orden que lo caracteriza.3

No obstante esta predicción del segundo principio sólo es válida, y verificable, si se considera la evolución de conjunto de un sistema energéticamente aislado. En el seno de un sistema así, en una de sus fases, se podrá observar la formación y el crecimiento de estructuras ordenadas sin que por tanto la evolución de conjunto del sistema deje de obedecer al segundo principio. El mejor ejemplo nos lo da la cristalización de una solución saturada. La termodinámica de tal sistema es bien conocida. El crecimiento local de orden que representa el ensamblaje de moléculas inicialmente desordenadas en una red cristalina perfectamente definida es «pagado» por una transferencia de energía térmica de la fase cristalina a la solución: la entropía (el desorden) del sistema en su conjunto aumenta en la cantidad prescrita por el segundo principio.

Este ejemplo muestra que un crecimiento local de orden, en el seno de un sistema aislado, es compatible con el segundo principio. Hemos subrayado sin embargo que el grado de orden que representa un organismo, incluso el más simple, es incomparablemente más elevado que el que define a un cristal. Es preciso preguntarse si la conservación y la multiplicación invariante de tales estructuras es igualmente compatible con el segundo principio. Es posible verificarlo con una experiencia en gran modo comparable a la de la cristalización.

Tomemos un mililitro de agua conteniendo algunos miligramos de un azúcar simple, como la glucosa, así como sales minerales que incluyan los elementos esenciales partícipes de la composición de los constituyentes químicos de los seres vivos (nitrógeno, fósforo, azufre, etc.). Sembremos en este medio una bacteria de la especie Escherichia coli, por ejemplo (longitud 2µ, peso 5 × 10–13 g aproximadamente). En el espacio de 36 horas la solución contendrá miles de millones de bacterias. Constataremos que alrededor del 40 % del azúcar ha sido convertido en constituyentes celulares, mientras que el resto ha sido oxidado en CO2 y H2O. Efectuando el experimento en un calorímetro se puede determinar el balance termodinámico de la operación y constatar que, como en el caso de la cristalización, la entropía del conjunto del sistema (bacterias+medio) ha aumentado un poco más que el mínimo prescrito por el segundo principio. Así, mientras que la estructura extremadamente compleja que representa la célula bacteriana ha sido no solamente conservada sino multiplicada miles de millones de veces, la deuda termodinámica que corresponde a la operación ha sido debidamente regulada.

No hay pues ninguna violación definible o medible del segundo principio. Sin embargo, asistiendo a este fenómeno, nuestra intuición física no puede dejar de turbarse y de percibir, todavía más que antes del experimento, toda su rareza. ¿Por qué? Porque vemos claramente que ese proceso es desviado, orientado en una dirección exclusiva: la multiplicación de las células. Éstas, ciertamente, no violan las leyes de la termodinámica, sino al contrario. No se contentan con obedecerlas; las utilizan, como lo haría un buen ingeniero, para cumplir con la máxima eficacia el proyecto, realizar «el sueño» (F. Jacob) de toda célula: devenir células.

La teleonomía y el principio de objetividad.

Se tratará, en un próximo capítulo, de dar una idea de la complejidad, del refinamiento y de la eficacia de la maquinaria química necesaria para la realización de este proyecto que exige la síntesis de varias centenas de constituyentes orgánicos diferentes, su ensamblaje en varios millares de especies macromoleculares, la movilización y la utilización, allá donde sea necesario, del potencial químico liberado por la oxidación del azúcar, la construcción de los orgánulos celulares. No hay sin embargo ninguna paradoja física en la reproducción invariante de esas estructuras: el precio termodinámico de la invariancia es pagado, lo más exactamente posible, gracias a la perfección del aparato  teleonómico que, avaro de calorías, alcanza en su tarea infinitamente compleja un rendimiento raramente igualado por las máquinas humanas. Este aparato es enteramente lógico, maravillosamente racional, perfectamente adaptado a su proyecto: conservar y reproducir la norma estructural. Y esto, no transgrediendo, sino explotando las leyes físicas en beneficio exclusivo de su idiosincrasia personal. Es la existencia misma de este proyecto, a la vez cumplido y proseguido por el aparato teleonómico lo que constituye el «milagro». ¿Milagro? No, la verdadera cuestión se plantea a otro nivel, más profundo, que el de las leyes físicas; es de nuestro entendimiento, de la intuición que tenemos del fenómeno de lo que se trata. No hay en verdad paradoja o milagro; simplemente una flagrante contradicción epistemológica.

La piedra angular del método científico es el postulado de la objetividad de la Naturaleza. Es decir, la negativa sistemática a considerar capaz de conducir a un conocimiento «verdadero» toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir de «proyecto». Se puede fechar exactamente el descubrimiento de este principio. La formulación, por Galileo y Descartes, del principio de inercia, no fundaba sólo la mecánica, sino la epistemología de la ciencia moderna, aboliendo la física y la cosmología de Aristóteles. Cierto; ni la razón, ni la lógica, ni la experiencia, ni incluso la idea de su confrontación sistemá- tica habían faltado a los predecesores de Descartes. Pero la ciencia, tal como la entendemos hoy, no podía constituirse sobre estas únicas bases. Le faltaba todavía la austera censura impuesta por el postulado de objetividad. Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza.

Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia, ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente, o en un ámbito limitado, sin salir del de la misma ciencia.

La objetividad sin embargo nos obliga a reconocer el carácter teleonómico de los seres vivos, a admitir que en sus estructuras y performances, realizan y prosiguen un proyecto. Hay pues ahí, al menos en apariencia, una contradicción epistemológica profunda. El problema central de la biología es esta misma contradicción, que trata de resolver si es que sólo es aparente, o de declararla radicalmente insoluble si así es verdaderamente.»

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Uno de los más polémicos textos jamás escritos sobre la relación entre Ciencia y Filosofía.

‘Tras las huellas de la ciencia’, un libro que analiza el vínculo entre el arte y la ciencia

Reflexionar sobre ámbitos heterogéneos en apariencia, como la literatura y las matemáticas, o bien como la poesía y la tecnología, pero cuyos nexos son más profundos y frecuentes de lo que pensamos, quizá también nos permita escoger mejor nuestras lecturas y gustos en este mundo caótico, lleno de adversidades estéticas. Es un entrenamiento para extraer un poco de orden en medio del apetito y la anorexia, así como para suavizar el inevitable choque emocional que sobreviene una vez que entendemos el significado del vacío interestelar. Eso hacen los escritores y los matemáticos: alimentar nuestro espíritu para sobrellevar la melancolía y aprender a resignarnos cuando comprendemos que somos simples mortales y que nuestro tiempo es corto.

La tecnología, hija de las técnicas y oficios tradicionales, confía en la enorme diversidad de máquinas y herramientas que ha heredado, desafiando el paso del tiempo. Sabe que su fin no parece estar cercano, de manera que siente la necesidad de seguir transformando el mundo. Inventa, pues, artefactos que satisfagan nuestras necesidades biológicas elementales, al igual que aquellas que hemos refinado con el paso de los siglos. La tecnología es, desde luego, un ingrediente de la evolución humana.

Por otro lado está la literatura, el mundo de lo posible y lo imposible, el meridiano de nuestros deseos y frustraciones. Una historia que nadie necesita pero que, por su estructura y su aliento, nos permite entender lo que el autor tiene que decirnos. En sentido estricto, la literatura podría prescindir de cualquier artefacto tecnológico. Pero no lo hace, como tampoco lo intenta la ciencia. ¿Por qué? Simplemente porque sus oportunidades evolutivas le han descubierto la posibilidad de usar sustratos alternativos como el papel y algunos medios electrónicos en vez de recurrir a la creación de genes para heredar cultura a nuestros descendientes.

Es así como la literatura y la tecnología se tocan; ambas dependen de la invención para sobrevivir. Los inventores, los escritores y los matemáticos comparten, por lo general,  tres reglas en su quehacer cotidiano:

1. La forma sigue a la función.

2. La forma sigue al defecto.

3. La forma sigue a la imaginación.

Desde luego, uno puede pensar que no hay escapatoria posible a estas tres fatalidades. Y, de hecho, no la hay. Tal vez por ello los inventores, al igual que los escritores y los matemáticos, tienen vidas azarosas, agitadas (por ejemplo, la del precoz Evaristo Gailois, genio de las matemáticas que murió de forma trágica en 1832, a los 22 años de edad), a veces tristes y con la obsesión de subir más alto en la colina. Trayectorias salpicadas de «glamour», vidas tragicómicas y esclavizadas por un solo problema: el del diseño contra el tiempo.

Extracto de Tras las huellas de la ciencia, un libro de Carlos Chimal sobre el vínculo inédito entre el arte y el conocimiento científico.

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Tras las huellas de la ciencia, de Carlos Chimal, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Carlos Chimal

El vínculo inédito entre el arte y el conocimiento científico

Genómica: el laberinto de lo humano

James D. Watson, codescubridor de la estructura del ADN, no ha llegado a ser como Einstein, un símbolo pop de la ciencia que amerite ser estampado en playeras; pero ganas no le faltan.

Hace unos años, cuando era presidente del laboratorio de Cold Spring Harbor, se vendían sus estatuillas de hule con una gran cabeza sobre un resorte. Solían regalarse en la compra de chips de ADN, que en la última década han rebasado la biología molecular y prometían ser utilizados para el diagnóstico de enfermedades -secuenciar ADN les arrebató la estafeta. Se les llama chips por su diminuto tamaño, pero es el único parecido con los cada vez más reducidos chips de computadora. En la red aún pueden encontrarse modelos «bobblehead» de Watson.

Con tal de atraer la atención, Watson también se ha especializado en generar controversias. En su juventud se le había criticado la descripción sexista que hizo de Rosalind Franklin en su libro «La doble hélice» (1968): insulto personal aunado al insulto científico de no haberle dado a esta mujer el crédito por la foto de rayos X del ADN cristalizado. Pero Watson no aprendió la lección y hace algunos años en diversos encabezados se leyó la absurda declaración «¡Aborten a bebés con genes gay!». Siguiendo con sus tropezones, en 2007, en una entrevista, a propósito de la publicación de su libro «Avoid boring people: lessons from a life in science», Watson declaró: «Me encuentro pesimista en cuanto a las perspectivas de África, pues todas nuestras políticas se basan en el hecho de que su inteligencia es igual a la nuestra -cuando todas las pruebas indican que en realidad no es así (…) y la gente que lidia con empleados negros sabe que no es el caso».

Cuando Watson estaba escribiendo ese libro, tuve la suerte de ir a una conferencia suya y luego a cenar con él. Debo decir que sus declaraciones no me extrañan en lo absoluto. Si alguna cosa le gusta a Watson es la controversia. No duda en dar su punto de vista aunque éste pueda ser chocante o hasta ofensivo para algunas personas. En esto asume el papel de ícono o de papá del reduccionismo científico y lucha contra ideas éticas, políticas y filosóficas. Watson es ahora el loco del pueblo de la ciencia, o el bufón del rey, que dice todo lo que pasa por su mente. El problema es que las declaraciones de Watson, debido a su fama y al peso de su reconocimiento científico, tienen grandes consecuencias.

Extracto de Genómica, un libro de ensayos de Pablo Meyer.

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Genómica, de Pablo Meyer, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Pablo Meyer

Si fuese posible, ¿le gustaría saber cuáles serán sus dolencias y padecimientos?, ¿incluso si en su diagnóstico se encontrara una enfermedad mortal o muy grave?

‘Curso urgente de política para gente decente’, un libro de Juan Carlos Monedero

Vivimos un tiempo en el que la gente decente anda perpleja, y los canallas, envalentonados. Aunque parezca mentira, hubo un tiempo, tampoco tan lejano, en el que la gente no se avenía a tratar a los demás como meras mercancías. Los tiempos cambian, la indecencia se convirtió en norma y la decencia fue volviéndose un valor escondido. La regla mató la excepción. La última vez que en nuestro mundo cristiano gente indecente se tiró por la ventana fue durante la crisis de 1929. Luego, como si hubieran desarrollado un gen perspicaz, ricos, tahúres, explotadores, defraudadores, asesinos, traficantes, mafiosos, gobernantes y conniventes jueces y fiscales, asistidos todos por lustrosos despachos de abogados, dejaron de hacerlo. Entonces empezaron a saltar las personas decentes. Hay una relación directamente proporcional entre la adaptación de os canallas y la desadaptación de los humildes. 

Vivimos en una bifurcación de la historia. Asentado cada pie en un trozo de hielo que se separa, no sabemos a cuál saltar. Podemos hacer ensoñaciones, pero no hay ningún indicio que nos diga si no será una gran mentira. Escucho a un compañero, quejoso, decir que él debía haber nacido en la Grecia clásica. Es fácil soñar hacia un pasado hermoseado. Le hubiera tocado, seguro, ser esclavo. Podemos soñar también hacia delante: pronto todo se solventará. ¿Y si no se resuelve? La duda, el shock, el río revuelto que sirve a los pescadores sin escrúpulos. El siglo XX estuvo marcado por la política y amenazado por la economía. Cuando los trabajadores empezaron a asociarse, todo cambió. De ese juntarse vendría la Unión Soviética, el Estado social, la guerra fría, el derecho al trabajo y la píldora anticonceptiva que permitiría que las mujeres se incorporaran a la fábrica. Cayó después la unión soviética, perdida la carrera tecnológica, y el dinero decidió que ya no necesitaba tener miedo. Hemos inaugurado el siglo de la economía, apenas amenazado por la política. 

Regresó la economía y se exilió la política, reducida a meras cuestiones técnicas para transformar los votos en gobiernos. Algunos dijeron que el Estado había muerto. Pero no era verdad. Sólo había cambiado de manos. El jefe de Estado saluda el día de Nochebuena y el Gobierno del Reino de España uno de los anuncios más caros del año -el de Nochevieja o el de Año Nuevo- a pedir a los ciudadanos que jueguen a la lotería. 

Alguno se llevará el dinero de todos. Pensar en términos individuales es la forma más suicida de pensar la política. Por pura estadística, las mayorías serán el combustible de los fogones de las minorías. Sin política somos un ave migrando solitaria sin la referencia de los demás. La política es autoayuda colectiva. El nosotros de nuestro yo. El lenguaje que nos permite hablarnos a nosotros mismos pero que nació para ser diálogo. Eso que primero fue un gesto, una mirada, una mano agitada («ayúdame») y que luego fue una palabra que resumía el gesto, la mirada que imploraba, la mano agitada que reclamaba («¡ayúdame»!). La diferencia entre la autoayuda individual y la colectiva es que la primera presume una claudicación cobarde ante la vida. La valentía es un gran abridor de caminos. 

Cuando menos lo esperamos, tomamos decisiones que nos cambian la vida. «No sabía qué ponerse y decidió ponerse feliz». Feliz afuera. ¿Dónde si no? Donde estaban los otros. Una mano, sobre otra mano, sobre otra mano. Tanto que parecía imposible de pronto se hace luminoso y sencillo. El tallo de una margarita y la energía  que ordena el mundo; un niño que apenas sabe andar, riéndose, y un anciano que toma las armas porque la dignidad está en peligro; un trozo de hielo marchándose entre los dedos y mil horas de estudio consagradas a entender un asunto complicado; unos ojos que reflejan todas las razas y todas las razas reflejadas en unos ojos; unos zapatos agujereados pero alegres y la voluntad de todo un pueblo de decidir por sí mismo.

La democracia -decía Harry Emerson Fosdick- se basa en la convicción de que en la gente común hay posibilidades fuera de lo común. La gente común, la que hace que funcionen los autobuses, el metro, los desagües y Disneylandia, la que abre los puestos de los mercados, los almacenes, los teatros y los bares, la que obra el milagro de que salga agua cuando abrimos la llave, la que permite que llegue un pedido de la tienda y la que cuenta a los niños dónde están el Ebro y el Orinoco. La que lee el mundo con gafas de peatón y siempre intuye «hasta aquí hemos llegado». La Política, con mayúsculas, es ese lugar donde los ciudadanos marcan ese «hasta aquí». La política, con minúsculas, es la gestión cotidiana de esos grandes momentos.

Extracto de Curso urgente de política para gente decente, de Juan Carlos Monedero.

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Curso urgente de política para gente decente, de Juan Carlos Monedero, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Paidós.

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Juan Carlos Monedero es considerado uno de los más brillantes científicos sociales europeos.

‘El hambre’, el nuevo libro de Martín Caparrós

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades.

Así comienza el ensayo titulado El asco, que el escritor argentino Martín Caparrós publicó en el diario El País hace algún tiempo. En dicho ensayo hacía un resumen de la investigación que, durante más de dos años, realizó para escribir su libro El hambre, mismo que será publicado muy pronto por Editorial Planeta.

Para darte una mejor idea de lo que será El hambre, de Martín Caparrós, te invitamos a que leas el ensayo completo, aquí abajo.

***

El asco

Por Martín Caparrós

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadero.

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades. El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Ninguna plaga sigue siendo tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre.

* * *

Llevo más de dos años trabajando en un libro sobre el hambre: viajando por África, Asia, América para contar el menos importante, el menos cacareado de los grandes problemas del planeta: que hay casi novecientos millones de personas que no comen suficiente. Para contar sus logros, sus problemas, sus horizontes cortos, su desesperación: sus vidas. Para escucharlos y pensar. Lo bueno es que no le importa a casi nadie. Aprendemos a vivir con ese peso, practicamos, practicamos; nos sale cada vez mejor. Desidia sin esfuerzo, ombligos relucientes.

Hace unos años, Ban Ki Moon, secretario general de las Naciones Unidas, puso en circulación una cifra que quedó repetida y arrumbada: cada menos de cuatro segundos una persona se muere de hambre, desnutrición y sus enfermedades. Diecisiete cada minuto, cada día 25.000, más de nueve millones cada año: un Holocausto y medio cada año.

¿Entonces qué? ¿Apagar todo e irnos? ¿Sumirnos en esa oscuridad, declarar guerras? ¿Declarar culpables a los que comen más que una ración razonable, a los que tiran lo que tantos necesitan? ¿Declararnos culpables? ¿Entregarnos? Suena hasta lógico. ¿Y después?

* * *
Cuando deben enunciar las causas del hambre, los gobiernos y los grandes expertos y los organismos internacionales y las fundaciones millonarias suelen repetir cinco o seis mantras:

Que hay desastres naturales –inundaciones, tormentas, plagas. Y sobre todo la sequía: “La sequía es la mayor causa individual de falta de alimentos”, dice un folleto del Programa Mundial de Alimentos.

Que el medio ambiente está sobreexplotado por prácticas agrarias abusivas, exceso de cosechas y de fertilización, deforestación, erosión, salinización y desertificación.

Que el cambio climático está “exacerbando condiciones naturales que ya eran adversas” y va a empeorar los problemas en las próximas décadas.

Que los conflictos de origen humano –guerras, grandes desplazamientos– se han duplicado en los últimos veinte años y que provocan crisis alimentarias graves, por la imposibilidad de cultivar y pastorear en ese contexto o, más directamente, porque alguno de los bandos usa la destrucción de cultivos, rebaños y mercados como un arma.

Que la infraestrucura agraria no alcanza: que faltan máquinas, semillas, riego, almacenes, carreteras. Y que muchos gobiernos prefieren ocuparse de las ciudades porque es donde hay poder, dinero, votos.

(Los más osados hablan incluso de la especulación financiera que disparó los precios de los alimentos y de la ineficiencia y corrupción de los gobiernos de esos pobres países pobres.)

Y después hay algo que llaman “trampa de la pobreza”. Textos del PMA la describen someros: “En los países en vías de desarrollo, con frecuencia los campesinos no pueden comprar las semillas para plantar lo que daría de comer a sus familias. Los artesanos no pueden pagar las herramientas que necesitan para sus oficios. Otros no tienen tierra o agua o educación para sentar las bases de un futuro seguro. Los que están golpeados por la pobreza no tienen suficiente dinero para producir comida para ellos y sus familias. Así, tienden a ser más débiles y no pueden producir suficiente para comprar más comida. En síntesis: los pobres tienen hambre y su hambre los atrapa en la pobreza”.

En este relato –en estos relatos oficiales– solo el hambre tiene causas. La pobreza solo tiene efectos.

* * *

Todos los organismos, estudiosos, gobiernos que se interesan por el asunto están de acuerdo en un hecho: hoy la Tierra produce comida más que suficiente para alimentar a todos sus habitantes –y cinco mil millones más.

Y mientras tanto el mundo sigue ahí, tan bruto, tan grosero, tan feo como de costumbre. A veces pienso que todo esto es, antes que nada, un problema estético. Repugna a cualquiera de las formas de la percepción la grosería de personas poseyendo, desperdiciando sin vergüenza lo que otras necesitan a los gritos. Ya no es cuestión de justicia o de ética; es pura estética. La humanidad debería tener por lo que hizo con sí misma esa desazón que tiene el creador cuando da el paso atrás, mira su obra, y ve una porquería. La conozco.

Llevo años escribiendo un libro sobre la fealdad más extrema que puedo concebir. Un libro sobre el asco –que deberíamos tener por lo que hicimos y que, al no tenerlo, deberíamos tener por no tenerlo.

Callado, el asco se acumula, se amontona.

Como el hambre.

Maqueta El Hambre

El hambre, de Martín Caparrós, muy pronto en librerías y tiendas en línea bajo el sello Planeta.