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¿Cómo entender el hambre leyendo a Caparrós

El día de hoy se publicó, en el sitio web del periódico español El País, un artículo de Gonzalo Fanjul en el que presenta un breve análisis del hambre, haciendo mención al libro de Martín Caparrós.

De este artículo tomamos algunos elementos y datos primarios para entender, desde su origen, la crisis del hambre:

1. Nuestro planeta alcanzó, a principios de la década pasada, el límite de su tierra cultivable.

2. El número de hectáreas de cultivo per cápita ha disminuido de 1,4 a 0,7 en los últimos 50 años.

3. La estrechez de los stocks globales y la locura de los mercados energético y financiero provocaron en 2007-08 un repunte histórico del precio de los alimentos que desencadenó a su vez una carrera global por la tierra disponible.

3. Sólo en África subsahariana se compró, en 2009, tanta tierra como en los 22 años anteriores.

4. En 2050 alcanzaremos los 9.000 millones de habitantes.

Para entender mejor y más a fondo estos datos, y para que sepamos realmente lo que es el hambre y porqué es un asunto que debe interesarnos a todos, les dejamos el primer capítulo del libro escrito por Martín Caparrós.

PRIMER CAPÍTULO

1.

Eran tres mujeres: una abuela, una madre, una tía. Yo llevaba tiempo mirándolas moverse alrededor de ese catre de hospital mientras juntaban, lentas, sus dos platos de plástico, sus tres cucharas, su ollita tiznada, su balde verde, y se los daban a la abuela. Y las seguí mirando cuando la madre y la tía recogieron su manta, sus dos o tres camisetitas, sus trapos en un petate que ataron para que la tía se lo pusiera en la cabeza. Pero me quebré cuando vi que la tía se inclinaba sobre el catre, levantaba al chiquito, lo sostenía en el aire, lo miraba con una cara rara, como extrañada, como incrédula, lo apoyaba en la espalda de su madre como se apoyan los chiquitos en África en las espaldas de sus madres —con las piernas y los brazos abiertos, el pecho del chico contra la espalda de la madre, la cara hacia uno de los lados— y su madre lo ató con una tela, como se atan los chiquitos en África al cuerpo de sus madres. El chiquito quedó en su lugar, listo para irse a casa, igual que siempre, muerto.

No hacía más calor que de costumbre.

Creo que este libro empezó acá, en un pueblo muy cerca de acá, fondo de Níger, hace unos años, sentado con Aisha sobre un tapiz de mimbre frente a la puerta de su choza, sudor del mediodía, tierra seca, sombra de un árbol ralo, los gritos de los chicos desbandados, cuando ella me contaba sobre la bola de harina de mijo que comía todos los días de su vida y yo le pregunté si realmente comía esa bola de mijo todos los días de su vida y tuvimos un choque cultural:

—Bueno, todos los días que puedo.

Me dijo y bajó los ojos con vergüenza y yo me sentí como un felpudo, y seguimos hablando de sus alimentos y la falta de ellos y yo, tilingo de mí, me enfrentaba por primera vez a la forma más extrema del hambre y al cabo de un par de horas de sorpresas le pregunté —por primera vez, esa pregunta que después haría tanto— que si pudiera pedir lo que quisiera, cualquier cosa, a un mago capaz de dársela, qué le pediría. Aisha tardó un rato, como quien se enfrenta a algo impensado. Aisha tenía 30 o 35 años, la nariz de rapaz, los ojos de tristeza, su tela lila cubriendo todo el resto.

—Quiero una vaca que me dé mucha leche, entonces si vendo un poco de leche puedo comprar las cosas para hacer buñuelos para venderlos en el mercado y con eso más o menos me las arreglaría.

—Pero lo que te digo es que el mago te puede dar cualquier cosa, lo que le pidas.

—¿De verdad cualquier cosa?

—Sí, lo que le pidas.

—¿Dos vacas?

Me dijo en un susurro, y me explicó:

—Con dos sí que nunca más voy a tener hambre.

Era tan poco, pensé primero.

Y era tanto.

2.

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre —y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadera.

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo. El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Todavía, ninguna plaga es tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre.

Yo no sabía.

El hambre es, en mis imágenes más viejas, un chico con la panza hinchada y las piernas flaquitas en un lugar desconocido que entonces se llamaba Biafra; entonces, a fines de los sesenta, escuché por primera vez la versión más brutal de la palabra hambre: hambruna. Biafra fue un país efímero: declaró su independencia de Nigeria el día que yo cumplí diez años; antes de mis trece ya había desaparecido. En esa guerra un millón de personas se murieron de hambre. El hambre, en las pantallas de aquellos televisores blanco y negro, eran chicos, moscas zumbando alrededor, su rictus de agonía.

En las décadas siguientes la imagen se me haría más o menos habitual: repetida, insistente. Por eso siempre imaginé que empezaría este libro con el relato crudo, descarnado, tremendo de una hambruna. Llegaría acompañando a un equipo de emergencia a un paraje siniestro, probablemente africano, donde miles de personas estarían muriéndose de hambre. Lo contaría con detalles brutales y entonces, después de poner en escena el peor de los horrores, diría que no hay que engañarse —o dejarse engañar—: que las situaciones como ésta son sólo la punta de la punta del iceberg y que la realidad real es muy distinta.

Lo tenía perfectamente pensado, diseñado, pero en los años que pasé trabajando en este libro no hubo hambrunas descontroladas —sólo las habituales: la escasez terminal en el Sahel, los refugiados somalíes o sudaneses, las inundaciones en Bengala. Lo cual, por un lado, es una gran noticia. Pero, por otro, tanto menos importante, es un problema: esas hecatombes eran las únicas oportunidades que tenía el hambre de presentarse —imágenes en la pantalla del hogar— a los que no lo sufren. El hambre como catástrofe puntual y despiadada sólo aparece cuando una guerra o un desastre natural. Lo que queda, en cambio, es aquello tanto más difícil de mostrar: los millones y millones de personas que no comen lo que deberían —y penan por eso, y se mueren de a poco por eso. El iceberg, lo que este libro trata de contar y de pensar.

Aunque no diga nada que no sepamos ya. Todos sabemos que hay hambre en el mundo. Todos sabemos que hay ochocientos, novecientos millones de personas —los cálculos vacilan— que pasan hambre cada día. Todos hemos leído o escuchado esas estimaciones —y no sabemos o no queremos hacer nada con ellas. Si en algún momento sirvió, se diría que ahora el testimonio —el relato más crudo— ya no sirve.

¿Qué queda entonces, el silencio?

Aisha, que me decía que con dos vacas su vida sería tan diferente. Si tengo que explicarlo

—no sé si tengo que explicarlo—: nada me impresionó
más que entender que la pobreza más cruel, la más extrema, es la que te roba también la posibilidad de pensarte distinto. La  que te deja sin horizontes, sin siquiera deseos: condenado a lo mismo inevitable.

Digo, quiero decir, pero no sé cómo decirlo: usted, lector amable, tan bienintencionado, un poco olvidadizo, ¿se imagina lo que es no saber si va a poder comer mañana? Y, más: ¿se imagina cómo es una vida hecha de días y más días sin saber si va a poder comer mañana? ¿Una vida que consiste sobre todo en esa incertidumbre, en la zozobra de esa incertidumbre y el esfuerzo de imaginar cómo paliarla, en no poder pensar en casi nada más porque todo pensamiento se tiñe de esa falta? ¿Una vida tan restringida, tan cortita, tan dolorosa a veces, tan peleada?

Tantas maneras del silencio.

Este libro tiene muchos problemas. ¿Cómo contar lo otro, lo más lejano? Es muy probable que usted, lector, lectora, conozca a alguien que se murió de un cáncer, que sufrió un ataque violento, que perdió un amor, un trabajo, el orgullo; es muy improbable que conozca a alguien que viva con hambre, que viva la amenaza de morirse de hambre. Tantos millones de personas que son lo más lejano: lo que no sabemos —ni queremos— imaginar.

¿Cómo contar tanta miseria sin caer en el miserabilismo, en el uso lagrimita del dolor ajeno? Y, quizás antes: ¿por qué contar tanta miseria? Muy a menudo contar la miseria es un modo de usarla. La desgracia ajena interesa a muchos desgraciados que quieren convencerse de que no están tan mal o quieren, simplemente, sentir esa cosquilla en los pulgares. La desgracia ajena —la miseria— sirve para vender, para esconder, para mezclar los tantos: para suponer por ejemplo que el destino individual es un problema individual.

Y, sobre todo: ¿cómo pelear contra la degradación de las palabras? Las palabras “millones-de-personas-pasan-hambre” deberían significar algo, causar algo, producir ciertas reacciones. Pero, en general, las palabras ya no hacen esas cosas. Algo pasaría, quizá, si pudiéramos devolverles sentido a las palabras.

Este libro es un fracaso. Para empezar, porque todo libro lo es. Pero sobre todo porque una exploración del mayor fracaso del género humano no podía sino fracasar. A lo cual, está claro, contribuyeron mis imposibilidades, mis dudas, mi incapacidad. Y, aún así, es un fracaso que no me avergüenza: tendría que haber conocido más historias, pensado más cuestiones, entendido algunas cosas más. Pero a veces fracasar vale la pena.

Y fracasar de nuevo, y fracasar mejor.

“La destrucción, cada año, de decenas de millones de hombres, de mujeres y de chicos por el hambre constituye el escándalo de nuestro siglo. Cada cinco segundos un chico de menos de diez años se muere de hambre, en un planeta que, sin embargo, rebosa de riquezas. En su estado actual, en efecto, la agricultura mundial podría alimentar sin problemas a 12 mil milllones de seres humanos, casi dos veces la población actual. Así que no es una fatalidad. Un chico que se muere de hambre es un chico asesinado”, escribió, en su Destrucción masiva, el ex relator especial de Naciones Unidas para el Derecho a la Alimentación Jean Ziegler.

Miles y miles de fracasos. Cada día se mueren, en el mundo —en este mundo— 25 mil personas por causas relacionadas con el hambre. Si usted, lector, lectora, se toma el trabajo de leer este libro, si usted se entusiasma y lo lee en —digamos— ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre unas ocho mil personas: son muchas ocho mil personas. Si usted no se toma ese trabajo esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. O sea que, probablemente, usted prefiera no leer este libro. Quizá yo haría lo mismo. Es mejor, en general, no saber quiénes son, ni cómo ni por qué.

(Pero usted sí leyó este breve párrafo en medio minuto; sepa que en ese tiempo sólo se murieron de hambre entre ocho y diez personas en el mundo —y respire aliviado.)

Y si acaso, entonces, si decide no leerlo, quizá le siga revoloteando la pregunta. Entre tantas preguntas que me hago, que este libro se hace, hay una que sobresale, que repica, que sin cesar me apremia:

¿Cómo carajo conseguimos vivir sabiendo que pasan estas cosas?

 

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Una radiografía documentada narrada en forma magistral para denunciar este enorme problema al que el mundo entero ha dado la espalda.

Siete razones para amar a Charlie Parker, el detective creado por John Connolly

(Texto aparecido originalmente en el periódico El País)

Por Juan Carlos Galindo

Violento, y muy violento, si es necesario, atractivo, leal, justiciero, solitario pero necesitado de amor, inteligente… como cualquier buen héroe de novela negra, el detective Charlie Parker tiene sus aristas, sus virtudes y sus defectos pero es ante todo, para sus fans, una cita obligada y una diversión. Me incluyo entre los que adoran a este hombre marcado por el dolor, sensible e íntegro que tan bien ha definido John Connolly (Dublín, 1968) en sus doce novelas publicadas hasta el momento.

Siguiendo el camino iniciado por Ana Alfageme con sus diez razones para amar a Harry Bosch, vamos con los motivos por los que me fascina Parker.

1.- Su nombre. Charlie Parker, conocido también como Bird, recibe ese nombre de unos padres que no tienen ni idea de que le están bautizando como a uno de los más grandes músicos de jazz de la historia. Para remate, a Parker no le gusta especialmente el jazz. Entrañable.

Charlie Parker

2.- La empatía por el débil manda. Como otros personajes de la novela negra (se me ocurre ese Harry Bosch de “todo el mundo importa” o ese sheriff Walter Longmire que se inicia en las labores policiales investigando la muerte de una prostituta que no le importa a nadie en la guerra de Vietnam) Parker es capaz de complicarse la vida sobremanera para que se haga justicia y el mal no quede impune. Como asegura el propio autor: “Es un hombre lleno de dolor y rabia, pero por otro lado tiene una gran empatía: ha sufrido tanto que es incapaz de aguantar y permitir que otros sufran de manera similar”.

3.- Condenado por un dilema. Un hombre que pierde a su mujer y a su hija de tres años a manos de un psicópata que las asesina en casa mientras él se emborracha y tira su vida por la borda tiene un pesado lastre con el que vivir. Si además es capaz de sentir su presencia de una u otra manera, su vida se puede complicar. Sin embargo, Parker busca rehacer su vida con la bella Rachel y con otra hija. Vuelvo al autor: “Si eres un hombre violento, un hombre que encuentra cierto alivio en la violencia, ¿es posible que tengas la perfecta vida familiar? Además, si eres un hombre que ha perdido a una mujer y a una hija en el pasado y siente que ha fracasado al protegerlas, ¿no tendrías la tentación de distanciarte de otra mujer y otra niña en caso de que tengas que acabar con otros hombres violentos que se acerquen?” Ahí está el dilema y Parker lo sufre.

la ira de los angeles portada

4.- Un hombre en busca de la redención. Condicionado por esa carga moral, Bird busca continuamente redimirse: en su lucha contra la injusticia, en su búsqueda de amor, en su relación con el mal y con el más allá, en su lucha contra el alcohol y sus demonios…

5.- Dos amigos: Angel y Louis. Sólo un hombre como Parker puede, a pesar de haber estado media vida del lado de la justicia y de ganarse el pan como detective, tener como grandes amigos a semejantes personajes. Como en toda buena novela negra, estos dos hombres son esenciales para romper con el monólogo del protagonista y resultan adorables e inquietantes. Angel, hortera ochentero, ladrón hábil y expresidiario. Louis, negro elegante, culto y educado, asesino letal y ultraprofesional. Los dos son gais, pareja, amigos leales e inseparables y colaboradores necesarios de Parker hasta las últimas consecuencias.

los hombres de la guadaña portasa

6.- Un enemigo: El Coleccionista. Si la estatura de un hombre se mide por sus rivales, Parker tiene mucho que decir. Cyrus Naym o Mr Pudd son inquietantes, duros, muy peligrosos y aterradores. Pero es el Coleccionista el malo que da la verdadera talla de nuestro detective, el que siembra las dudas en el lector porque es, ni más ni menos, que el reverso de nuestro héroe llevado al extremo. Pocas veces se ve una relación tan estrecha entre un protagonista y un antagonista.

7.- Justiciero y violento. Lo siento pero me encantan los personajes que creen que se puede y se debe ser violento, que se puede hacer el mal para que el bien triunfe. Y Bird es de los que lleva esto hasta sus últimas consecuencias. Por su empatía, por su deseo de redención, por su pasado, por sus amistades, porque entiende que el mal trabaja y que alguien tiene que combatirlo. Moralmente peligroso, sí. Y atractivo.

Hay alguna esencia más que me gustaría desarrollar, pero tampoco quiero destripar algunos argumentos y claves.

Ahora les toca a ustedes: ¿Cuáles son sus razones para adorar a Charlie Parker?

Fuente: El País.

La individualidad es una ilusión: Milan Kundera vuelve

El escritor Milan Kundera regresa, después de 14 años de no publicar,  con su décima novela La fiesta de la insignificancia, editada por Tusquets.

Te presentamos un fragmento de un artículo publicado el día de hoy en el periódico El País, titulado Milan Kundera en la época del ombligo.  Para leerlo completo, da click aquí.

“¡La individualidad es una ilusión!”. Eso exclama uno de los personajes de la esperada novela de Milan Kundera, La fiesta de la insignificancia (Tusquets), cuya idea condensa buena parte de la filosofía con que el escritor de origen checo ve la vida según la ha plasmado en sus novelas, cuentos y ensayos.

Milan Kundera regresa después de 14 años. Empezó en la primavera italiana y francesa, y ahora, a partir del martes, en España. Vuelve como si nada, como si la conversación dejada con los lectores en La ignorancia, con la cual recibió el siglo en 2000, hubiera sido ayer. Los temas de sus libros son los mismos pero revestidos por el paso del tiempo, aunque sin perder la esencia de lo que son y significan para él aspectos como la sexualidad, el erotismo, la maternidad, el deseo, la cultura, las ideas sobre el existir que rondan al ser humano, ideas sobre ser y estar, la convivencia, el tejido fino de las relaciones y las conexiones con los demás, en especial los laberintos concernientes a los sentimientos y emociones. Y aquí esparcido de más humor.

Es su novela número diez. Donde tres hombres ya maduros hablan sobre las fuentes de seducción femenina, y se preguntan qué puede significar que un hombre o una época privilegie una u otra parte del cuerpo. Fantasías que son realidades, realidades que son sueños, sueños que son el espejo real del interior del ser humano.

“Ya sé que la uniformidad está en todas partes. Pero en este parque dispone al menos de una gran variedad de uniformes. Así puedes conservar aún la ilusión de tu individualidad”, insiste, Alain, una nueva criatura kunderiana. Una ilusión que incluye al ombligo. Pese a que su exhibicionismo ha aumentado en los últimos años como un reclamo de diferencia y de intención de despertar deseos en el otro con el ánimo de formar parte de los “lugares excelsos” eróticos de la mujer, asegura Kundera. Alrededor de él, del ombligo, se desarrolla el pasaje de la novela seleccionado por el propio escritor para los lectores de EL PAÍS y publicado íntegro en el blog Papeles perdidos de este diario.

Pero el ombligo no es para tanto: “Antaño, el amor era la celebración de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo único, de lo que no admite repetición. Pero el ombligo no solo no se rebela contra la repetición, ¡es una llamada a las repeticiones! De modo que en nuestro milenio viviremos bajo el signo del ombligo. Bajo ese signo seremos todos soldados del sexo…”.

También les dejamos el booktrailer del libro:

 

‘El hambre’, el nuevo libro de Martín Caparrós

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades.

Así comienza el ensayo titulado El asco, que el escritor argentino Martín Caparrós publicó en el diario El País hace algún tiempo. En dicho ensayo hacía un resumen de la investigación que, durante más de dos años, realizó para escribir su libro El hambre, mismo que será publicado muy pronto por Editorial Planeta.

Para darte una mejor idea de lo que será El hambre, de Martín Caparrós, te invitamos a que leas el ensayo completo, aquí abajo.

***

El asco

Por Martín Caparrós

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. No hay nada más frecuente, más constante, más presente en nuestras vidas que el hambre –y, al mismo tiempo, para la mayoría de nosotros, nada más lejos que el hambre verdadero.

Conocemos el hambre, estamos acostumbrados al hambre: sentimos hambre dos, tres veces al día. Pero entre ese hambre repetido, cotidiano, repetida y cotidianamente saciado que vivimos, y el hambre desesperante de quienes no pueden con él, hay un mundo de diferencias y desigualdades. El hambre ha sido, desde siempre, la razón de cambios sociales, progresos técnicos, revoluciones, contrarrevoluciones. Nada ha influido más en la historia de la humanidad. Ninguna enfermedad, ninguna guerra ha matado más gente. Ninguna plaga sigue siendo tan letal y, al mismo tiempo, tan evitable como el hambre.

* * *

Llevo más de dos años trabajando en un libro sobre el hambre: viajando por África, Asia, América para contar el menos importante, el menos cacareado de los grandes problemas del planeta: que hay casi novecientos millones de personas que no comen suficiente. Para contar sus logros, sus problemas, sus horizontes cortos, su desesperación: sus vidas. Para escucharlos y pensar. Lo bueno es que no le importa a casi nadie. Aprendemos a vivir con ese peso, practicamos, practicamos; nos sale cada vez mejor. Desidia sin esfuerzo, ombligos relucientes.

Hace unos años, Ban Ki Moon, secretario general de las Naciones Unidas, puso en circulación una cifra que quedó repetida y arrumbada: cada menos de cuatro segundos una persona se muere de hambre, desnutrición y sus enfermedades. Diecisiete cada minuto, cada día 25.000, más de nueve millones cada año: un Holocausto y medio cada año.

¿Entonces qué? ¿Apagar todo e irnos? ¿Sumirnos en esa oscuridad, declarar guerras? ¿Declarar culpables a los que comen más que una ración razonable, a los que tiran lo que tantos necesitan? ¿Declararnos culpables? ¿Entregarnos? Suena hasta lógico. ¿Y después?

* * *
Cuando deben enunciar las causas del hambre, los gobiernos y los grandes expertos y los organismos internacionales y las fundaciones millonarias suelen repetir cinco o seis mantras:

Que hay desastres naturales –inundaciones, tormentas, plagas. Y sobre todo la sequía: “La sequía es la mayor causa individual de falta de alimentos”, dice un folleto del Programa Mundial de Alimentos.

Que el medio ambiente está sobreexplotado por prácticas agrarias abusivas, exceso de cosechas y de fertilización, deforestación, erosión, salinización y desertificación.

Que el cambio climático está “exacerbando condiciones naturales que ya eran adversas” y va a empeorar los problemas en las próximas décadas.

Que los conflictos de origen humano –guerras, grandes desplazamientos– se han duplicado en los últimos veinte años y que provocan crisis alimentarias graves, por la imposibilidad de cultivar y pastorear en ese contexto o, más directamente, porque alguno de los bandos usa la destrucción de cultivos, rebaños y mercados como un arma.

Que la infraestrucura agraria no alcanza: que faltan máquinas, semillas, riego, almacenes, carreteras. Y que muchos gobiernos prefieren ocuparse de las ciudades porque es donde hay poder, dinero, votos.

(Los más osados hablan incluso de la especulación financiera que disparó los precios de los alimentos y de la ineficiencia y corrupción de los gobiernos de esos pobres países pobres.)

Y después hay algo que llaman “trampa de la pobreza”. Textos del PMA la describen someros: “En los países en vías de desarrollo, con frecuencia los campesinos no pueden comprar las semillas para plantar lo que daría de comer a sus familias. Los artesanos no pueden pagar las herramientas que necesitan para sus oficios. Otros no tienen tierra o agua o educación para sentar las bases de un futuro seguro. Los que están golpeados por la pobreza no tienen suficiente dinero para producir comida para ellos y sus familias. Así, tienden a ser más débiles y no pueden producir suficiente para comprar más comida. En síntesis: los pobres tienen hambre y su hambre los atrapa en la pobreza”.

En este relato –en estos relatos oficiales– solo el hambre tiene causas. La pobreza solo tiene efectos.

* * *

Todos los organismos, estudiosos, gobiernos que se interesan por el asunto están de acuerdo en un hecho: hoy la Tierra produce comida más que suficiente para alimentar a todos sus habitantes –y cinco mil millones más.

Y mientras tanto el mundo sigue ahí, tan bruto, tan grosero, tan feo como de costumbre. A veces pienso que todo esto es, antes que nada, un problema estético. Repugna a cualquiera de las formas de la percepción la grosería de personas poseyendo, desperdiciando sin vergüenza lo que otras necesitan a los gritos. Ya no es cuestión de justicia o de ética; es pura estética. La humanidad debería tener por lo que hizo con sí misma esa desazón que tiene el creador cuando da el paso atrás, mira su obra, y ve una porquería. La conozco.

Llevo años escribiendo un libro sobre la fealdad más extrema que puedo concebir. Un libro sobre el asco –que deberíamos tener por lo que hicimos y que, al no tenerlo, deberíamos tener por no tenerlo.

Callado, el asco se acumula, se amontona.

Como el hambre.

Maqueta El Hambre

El hambre, de Martín Caparrós, muy pronto en librerías y tiendas en línea bajo el sello Planeta.