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Minecraft. La invasión de los endermen.

Una emocionante novela ambientada en el universo Minecraft. Del autor con el seudónimo de Winter Morgan.

 

Lee el primer capítulo:

«La invitación.

Aquel día, Steve había recibido un invitación para participar en una competencia de construcción.

-Dice que solo somos cinco participantes  -le comentó Steve a su amigo Max- . Tenemos que construir una casa  y después, unos jueces valorarán cuál es la mejor.

Max estaba muy contento por su amigo.

-¿Solo cinco participantes? ¡Qué padre que te hayan elegido entre ellos!

-La competencia es en pocos días y está bastante lejos -le explicó Steve a Max, al tiempo que le daba un mapa de su inventario-. así que me gustaría que me acompañaras.

-¡Claro que iré! ¡Será una gran aventura! Ya quiero celebrar tu victoria -exclamó Max con una sonrisa.

-No sé si ganaré, pero es un honor formar parte de de la competencia  -dijo Steve.

En ese mismo momento, Lucy y Henry entraron en la habitación y Max no tardó en ponerlos al corriente de la nueva noticia.

-¿Es la famosa competencia de construcción de la Isla Champiñón? -preguntó Lucy.

-Sí -respondió Max, tras echarle un vistazo al mapa.

-He oído hablar de ella. ¡Es increíble! ¡Felicidades! -dijo Lucy.

-¿Y qué tienes que construir? -preguntó Henry.

-A ver somos cinco concursantes y cada uno debemos construir una casa, Y luego los jueces elegirán la mejor -le explicó Steve.

-¡Suena genial! -comentó Henry.

-Sí, y quiero que ustedes vengan conmigo también -pidió Steve.

Todos acordaron acompañar a Steve en su viaje. Prometía ser una gran aventura y todos querían apoyar a su amigo en ella.

-¡Esto hay que celebrarlo! -dijo Henry, dirigiéndose al resto del grupo.

Steve se dio cuenta de que el entusiasmo de sus amigos lo distraía. Quería ganar la competencia y para eso debía estar concentrado, pero tampoco quería herir los sentimientos de sus amigos. Había muchísimas cosas que preparar antes. Ademas, tenia alunas ideas sobre la casa que iba a construir y no iba a ser nada fácil. Pese a todo, Steve quería demostrarles a sus amigos que se preocupaba por ellos  y lo feliz que estaba de que lo fueran a acompañar.

-Tengo que ir a la aldea para conseguir provisiones. Debo asegurarme de llenar mi inventario. No creo que tengamos mucho tiempo para celebrar, pero en cuanto acabe la competencia les prometo que haré la mayor fiesta del mundo  -les aseguró Steve.

-¡Claro, tendremos que celebrar tu victoria! -exclamó Lucy.

-Lucy -comenzó Steve-, ya te he dicho que cualquiera de los otros cuatro participantes puede ganar también. Yo me conformo con formar parte de ello y más si ustedes vienen conmigo.

-También podemos hacer una fiesta si pierdes. Así te animas -señaló Henry.

-Qué considerado por tu parte -le reprochó Max.

-No te preocupes. Me parece una buena idea, ademas ¡yo quiero una fiesta! -aseguró Steve.

De repente, alguien llamó a la puerta. Era Kyra, la vecina de Steve. Antes siquiera de entrar, Lucy la asaltó con la noticia. Por un momento, Kyra trató de sonreír. pero era una sonrisa forzada. Un par de lágrimas corrían por sus mejillas.

-¿Estás bien? -preguntó Lucy.

-Creí que me escogerían para la competencia. Lo intenté pero al final no fui elegida -confesó Kyra entre lágrimas.

Steve trató de consolarla.

-Kyra, no seas tonta, eres muy buena construyendo. De hecho ¿por qué no vienes con nosotros? Este año me ha tocado a mí, pero quizá el año que viene te toque a ti. Y seguro que te las pasas bien con nosotros.

-Ademas, Kyra, mira el mapa -dijo Max -. Hay un montón de sitios geniales para visitar de camino a la Isla Champiñón.

-Y nos hace falta alguien como tú. Eres una experta construyendo barcos y los necesitaremos para llegar a la isla -destacó Steve.

-Seguro que cuando los jueces vean el barco que construyas, te elegirán el año que viene -añadió Lucy.

Kyra dejó de llorar.

-Con amigos como ustedes siento que ya he ganado la mayor competencia del mundo. Son los mejores. Acepto tu propuesta, Steve. Siento haber sido tan egoísta, me alegro muchísimo por ti.

-Entonces… ¿Construirás los barcos? -le preguntó Steve.

-¡Por supuesto! -le aseguró Kyra.

-Vamos a ver a Eliot, el herrero, para intercambiar trigo por provisiones -comentó Steve.

Steve y Kyra caminaron a través de la aldea hasta llegar a la herrería.

-¡Felicidades  Steve! -le dijo Eliot tan pronto lo vio entrar-. Ya me he enterado de que te han seleccionado para la competencia de construcción. Todo el mundo en la aldea habla de ello.

-Gracias -contestó Steve-. Kyra y mis amigos vendrán conmigo. Ella nos va a ayudar a construir los barcos que nos llevarán hasta la Isla Champiñón.

-Eso es una gran responsabilidad -le dijo Eliot a Kyra, asombrado -. Eres una muy buena amiga, Kyra.

Tras negociar con Eliot, Steve y Kyra se dirigieron de vuelta a casa.

-¿Estás nervioso? -le preguntó Kyra, mientras paseaban por los campos de camino a la granja de Steve.

-Nunca he estado en la Isla Champiñón… y ya sabes que no soy un gran aficionado a los viajes, soy muy casero. Pero estoy deseando construir la casa para la competencia. Tengo un montón de ideas estupendas.

-Yo tampoco he estado nunca en la Isla Champiñón, pero dicen que no hay criaturas hostiles allí,  así que debe ser  un sitio bastante seguro -dijo Kyra.

-Lo habrán elegido, precisamente, para que los participantes no se tengan que preocupar por ataques  y puedan centrarse en construir sus casas -razonó Steve.

-¡Dios mío! -exclamó Kyra-. ¡Steve, mira! -dijo señalando a una cabaña de bruja que había justo delante de ellos.

-Me pregunto qué pensarían los jueces de su cabaña… -bromeó Steve al mismo tiempo que intentaban pasar desapercibidos por un lado, esperando no encontrarse con la bruja.

-¡Shhh! -Kyra regañó a Steve mientras retomaban su camino hacia la granja-. Creo que no nos ha oído.

Pero se equivocaba. En cuestión de segundos, una bruja salió corriendo de la cabaña hacia ellos. Con la mirada perversa clavada en sus enemigos, se bebió una poción.

-¡Corre! -gritó Steve, pero no fueron lo suficientemente rápidos. La bruja ya estaba justo detrás de ellos. Steve sacó su espada de diamante y arremetió contra la bruja, que sujetaba una poción. Durante la lucha, la bruja vertió la poción sobre Steve.

-¡No! -exclamó Kyra, alarmada. 

Steve se quejó debilitado Kyra corrió hacia él a darle un poco de leche para ayudarle a recuperar su fuerza.

Entonces, la bruja se abalanzó contra Kyra, pero esta la golpeó con todas sus fuerzas y consiguió derrotarla.

-Ahora tendrás la fuerza suficiente para ganar la competencia -le dijo Kyra a Steve, dándole un poco más de leche.

-Ojalá fuera tan sencillo… -se lamentó Steve-. Por lo pronto, tenemos que regresar sin falta a la casa. Se está haciendo de noche y las criaturas hostiles no tardarán en salir a merodear. 

Ambos empezaron a correr, pero la casa aún quedaba lejos y había empezado a anochecer. De repente se oyó un estruendo en la distancia.

-¿Qué habrá sido eso? -preguntó Kyra.

-Pues espero que no haya sido mi casa.

Preocupados, se apresuraron en llegar a la casa, esperando que todo estuviera en orden y así poder iniciar sin contratiempos su viaje a la competencia».

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Una apasionante novela de aventuras en el universo Minecraft.

«La última salida» del escritor argentino Federico Axat.

Un thriller psicológico que te hará preguntarte ¿quién maneja los hilos de la vida desde la sombra?

«La última salida», el autor argentino Federico Axat muestra las razones que lo han llevado a ser considerado por la crítica como uno los más brillantes exponentes de las historias de misterio, de los thrillers psicológicos contemporáneos, al estilo de maestros del cine y escritores como Christopher Nolan.

Nada es como parece es una conclusión probada en más de una ocasión, aunque la historia de Ted McKay está delineada, muy pronto te sorprenderás hasta entender que la vida o las circunstancias no solo juegan con el protagonista de la historia, sino que también lo hacen contigo, como lector que quedas atrapado desde las primeras líneas.

«En mis novelas no hay detalles cerrados al azar. Los giros en la trama también suceden para mí aunque voy vislumbrando lo que sucede. Pero no conozco el final de la historia cuando empiezo», asegura Axat.

Esta novela publicada en el sello Destino, está siendo traducida a 26 idiomas. Altamente cinematográfica, el lector podrá sentir el frío del revolver, la fragilidad del gatillo a punto de lanzar el tiro en la sien. Leer La última salida es un juego al que te invita el autor, donde el actor principal es tu mente.

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El mejor thriller que leerás este año.

«El guante de cobre», segunda parte de la saga «Magisterium»

Lee el primer capítulo del segundo libro de la saga Magisterium, El guante de cobre, de las autoras Holly Black y Cassandra Clare.

CALL TOMÓ UN TROZO de aceitoso pepperoni de su pizza y metió la mano bajo la mesa. Al instante, notó la lamida de la húmeda lengua de Estrago, y el lobo caotizado se tragó la comida. —No des de comer a esa cosa —le dijo su padre, de mal humor—. Uno de estos días te arrancará la mano de un mordisco. Call le acarició la cabeza a Estrago sin hacer caso a su padre. Últimamente, Alastair no estaba muy contento con él. No quería oírlo hablar de los días que había pasado en el Magisterium. No le gustaba nada que Rufus, su antiguo maestro, lo hubiera escogido como aprendiz. Y había estado a punto de arrancarse los cabellos cuando Call había regresado a casa con un lobo caotizado. Durante toda su vida, su padre y él habían estado juntos y solos, acompañados por las historias de su padre sobre lo malvada que era su antigua escuela, la misma a la que ahora asistía Call, a pesar de haber hecho todo lo posible por no ser admitido. Cuando volvió a casa después de su primer año en el Magisterium, ya sabía que estaría enfadado, pero no había pensado en cómo sería vivir con un padre tan enfadado. Antes todo era fácil entre ellos; ahora todo resultaba… tenso. Call confiaba en que eso sólo se debiera al Magisterium. Porque la alternativa sería que Alastair supiera que Call era secretamente malvado. Además, todo el asunto de ser «secretamente malvado» lo inquietaba. Y mucho. Había comenzado a hacer una lista mental: cualquier prueba de que era un Señor del Mal iba en una columna y cualquier prueba en contra iba en otra. Se había acostumbrado a repasar esa lista antes de tomar cualquier decisión. ¿Un Señor del Mal se tomaría el resto del café? ¿Qué libro sacaría de la biblioteca un Señor del Mal? ¿Vestir todo de negro era algo propio de un Señor del Mal o sólo una elección normal en el día de lavar la ropa? Lo peor era que estaba seguro de que su padre jugaba al mismo juego, contando y recontando, siempre que lo miraba, los Puntos de Señor del Mal que acumulaba. Pero Alastair únicamente podía tener sospechas. No podía estar seguro. Había cosas que sólo sabía Call. No podía dejar de pensar en lo que el Maestro Joseph le había dicho: que él, Callum Hunt, tenía el alma del Enemigo de la Muerte; que él era el Enemigo de la Muerte y su destino era el Mal. Incluso en la acogedora cocina pintada de amarillo en la que su padre y él habían comido juntos miles de veces, las palabras le resonaban en los oídos. El alma de Callum Hunt está muerta. Expulsada del cuerpo, aquella alma se marchitó y murió. El alma de Constantine Madden ha echado raíces y ha crecido, renacida e intacta. Desde entonces, sus seguidores han trabajado para que pareciera que no había dejado este mundo, para que tú estuvieras a salvo. Protegido. Para que tuvieras tiempo de madurar. Para que pudieras vivir. —¿Call? —lo llamó su padre, mirándolo de forma extraña. «No me mires —quiso decir Call. Y al mismo tiempo deseó preguntarle—: ¿Qué ves cuando me miras?»

Alastair y él estaban compartiendo la pizza favorita de Call, pepperoni y piña, y en circunstancias normales habrían estado charlando sobre la última escapada del chico al pueblo o sobre cualquier arreglo que Alastair estuviera haciendo en su garaje, pero éste no hablaba y a Call no se le ocurría nada que decir. Extrañaba a sus mejores amigos, Aaron y Tamara, pero no podía hablar de ellos delante de su padre porque eran parte del mundo de la magia, el que Alastair odiaba. Call se levantó de la silla. —¿Puedo salir al patio con Estrago? Ceñudo, Alastair miró al lobo, antes un adorable cachorro que había crecido hasta convertirse en un monstruo adolescente y patilargo que ocupaba un territorio considerable debajo de la mesa. El lobo miró al padre de Call con sus ojos caotizados y la lengua colgando. Gimió suavemente. —Muy bien —contestó Alastair con un suspiro de resignación—. Pero no tardes mucho. E intenta que no te vean. La mejor manera de evitar que los vecinos monten un escándalo es controlar las circunstancias en las que ven a Estrago. Estrago se levantó de un salto, y sus uñas repicaron sobre el piso de linóleo mientras se dirigía a la puerta. Call sonrió. Sabía que sentir una extraña devoción por una bestia caotizada le daba un montón de Puntos de Señor del Mal, pero no podía arrepentirse de haberse quedado con el lobo. Claro que seguramente ése era el problema de ser un Señor del Mal: no te arrepentías de lo que deberías arrepentirte. Call intentó no pensar en eso. Era una cálida tarde de verano. El patio estaba cubierto de hierba ya muy larga; Alastair no era especialmente meticuloso en su cuidado, siendo como era la clase de persona más interesada en mantener alejados a los vecinos que en compartir trucos sobre cómo cortar el pasto. Call se entretuvo tirándole un palo a Estrago, que éste le devolvía meneando la cola y con los ojos chispeantes. Habría corrido con Estrago de haber podido, pero su maltrecha pierna le impedía moverse deprisa. Estrago parecía entenderlo, y pocas veces se apartaba de él. Después de que Estrago recogiera el palo unas cuantas veces, cruzaron juntos la calle hasta un parquecillo, y el lobo corrió hacia los arbustos. Call buscó una bolsa de plástico en los bolsillos. Seguro que los Señores del Mal no recogían la popó de sus perros, así que cada paseo contaba como un punto en la columna buena. —¿Call? Éste se volvió sorprendido. Aún fue más su sorpresa al ver quién le hablaba. Kylie Myles se había recogido el pelo con dos pinzas con unicornios y sujetaba una correa rosa. En el otro extremo había lo que parecía ser una pequeña peluca blanca, aunque también podría haber sido un perro. —¿Sa…? Humm —repuso Call—. ¿Sabes cómo me llamo? —Creo que no te he visto por aquí últimamente —contestó Kylie, que parecía decidida a no hacer caso de la sorpresa de Call. Puso una voz más grave—. ¿Te has cambiado de colegio? ¿Vas a la escuela de ballet? Call se vio atrapado por la duda. Kylie había estado con él en la Prueba de Hierro, el examen de acceso al Magisterium, pero él había pasado y ella había reprobado. Los magos se la habían llevado a otra sala, y no había vuelto a verla. Era evidente que recordaba a Call, ya que lo miraba con una expresión de confusión, pero éste no estaba muy seguro de lo que ella creía que le había pasado. Sin duda, habían cambiado los recuerdos de Kylie antes de devolverla a su casa. Durante un instante de locura, se imaginó explicándoselo todo. Contándole que habían hecho una prueba para entrar en una escuela de magia, no de ballet, y que el Maestro Rufus lo había elegido a él, aunque había sacado peor calificación que ella. ¿Le creería si le decía cómo era la escuela y la sensación de ser capaz de hacer fuego con las manos o de volar por el cielo? Pensó comentarle que Aaron era su mejor amigo y también un makaris, lo que era algo muy importante porque significaba que era uno de los pocos magos vivos que podía hacer magia con el elemento caos. —La escuela está bien —masculló mientras se encogía de hombros, sin saber muy bien qué otra cosa decir. —Me sorprende que entraras —repuso ella, mirándole la pierna, y luego se hizo un incómodo silencio. Call notó su acostumbrado ataque de rabia y recordó exactamente cómo había sido ir a su antigua escuela y que nadie creyera que podía ser bueno en cualquier cosa que comportara un esfuerzo físico. Desde que podía recordar, su pierna izquierda había sido más corta y más débil que la otra. Caminar le causaba dolor, y ninguna de las incontables operaciones que había tenido que soportar le había ayudado. Su padre siempre le había dicho que había nacido así, pero el Maestro Joseph le había contado otra cosa. —Es cuestión de fuerza en la parte superior del cuerpo —replicó Call, altivo, sin saber muy bien qué quería decir. Pero ella asintió, con ojos de asombro. —¿Y cómo es la escuela de ballet? —Muy dura —contestó Call—. Nadie para de bailar hasta caer rendido. Sólo comemos licuados de huevos crudos y proteínas de trigo. Todos los viernes hay una especie de competencia, y los que quedan en pie reciben un chocolate. También tenemos que ver pelis de baile todo el tiempo. Ella estaba a punto de contestarle algo, pero lo interrumpió Estrago que salía de entre los arbustos. El lobo llevaba un palo entre los dientes, y tenía los ojos muy abiertos, con tonos naranjas, amarillos y rojos como si tuviera el fuego del infierno girándole dentro. Mientras Kylie lo miraba con los ojos saliéndosele de las órbitas, Call se dio cuenta de lo enorme que debía de parecerle Estrago, y lo evidente que resultaba que no era ningún perro ni ninguna mascota normal. Kylie soltó un grito. Antes de que Call pudiera decir algo, salió corriendo del parque y se fue a toda velocidad por la calle, con su bola blanca de perrito haciendo esfuerzos por no quedarse atrás. Eso sí que era llevarse bien con los vecinos. Cuando Call llegó a casa, ya había decidido que por mentir a Kylie y asustarla, se tenía que restar todos los puntos buenos que había conseguido por recoger la popó de Estrago. Ese día, la columna de Señor del Mal estaba ganando. —¿Todo bien? —le preguntó su padre al verle la cara, mientras Call cerraba la puerta. —Sí, claro —contestó él tristemente. —Bien. —Alastair carraspeó para aclararse la garganta—. He pensado que esta tarde podríamos salir —propuso—. Ir al cine. Call se sorprendió. No habían hecho muchas cosas juntos desde que había vuelto del colegio para pasar el verano. Día tras día, Alastair, que parecía sumido en la tristeza, había estado yendo de la sala de la tele al garaje, donde arreglaba coches viejos y los dejaba reluciendo como nuevos, para luego venderlos a los coleccionistas. A veces, Call agarraba su patineta y paseaba sin demasiado entusiasmo por la ciudad, pero nada parecía muy divertido comparado con el Magisterium. Incluso había comenzado a extrañar el liquen. —¿Qué peli quieres ver? —preguntó Call, que suponía que a los Señores del Mal no les importaba qué película querrían los demás. Eso tenía que contar algo. —Hay una nueva. Con naves espaciales —contestó su padre, y lo sorprendió con esa elección—. Y de camino quizá podríamos dejar ese monstruo tuyo en la perrera. Cambiarlo por algo bonito, como un poodle. O incluso un pit bull. Cualquier cosa que no tenga la rabia. Estrago miró a Alastair con espresión indignada, con los colores de sus extraños ojos dándole vueltas. Call pensó en el perrito peluca de Kylie. —No tiene la rabia —replicó, mientras acariciaba a Estrago en el cuello. El lobo se tiró al suelo y se puso patas arriba, con la lengua colgando, para que Call le pudiera rascar la barriga—. ¿Puede venir? Podría quedarse en el coche con los cristales abajo.

Alastair negó con la cabeza, frunciendo el ceño. —Pues claro que no. Ata esa cosa en el garaje. —No es una cosa. Y seguro que le gustan las palomitas —replicó Call—. Y los ositos de gomita. Alastair miró su reloj y luego señaló el garaje. —Bueno, pues puedes traer unos cuantos para esa cosa. —¡Para él! Con un suspiro, Call llevó a Estrago al taller de Alastair en el garaje. Era un espacio grande, más que la habitación más grande de la casa, y olía a aceite, gasolina y madera vieja. El chasis de un Citroën, sin ruedas ni asientos, se hallaba sobre unos soportes. Montones de amarillentos manuales de reparaciones se apilaban en viejos taburetes, y había faros pendiendo de las vigas. Un rollo de cuerda colgaba sobre un surtido de llaves inglesas. Call la agarró y se la ató al cuello del lobo, sin apretársela. Se arrodilló junto a Estrago. —Pronto empezaremos la escuela otra vez —le susurró—. Con Tamara y Aaron. Y entonces todo volverá a ser como siempre. El lobo gañó como si le hubiera entendido, como si extrañara el Magisterium tanto como él.

A Call le costó prestar atención a la pantalla en el cine, a pesar de las naves espaciales, los extraterrestres y las explosiones. No dejaba de pensar en la forma en que veían las películas en el Magisterium, con un mago del aire proyectando las imágenes sobre la pared de una cueva. Como las controlaban los magos, podía pasar cualquier cosa. Había visto La guerra de las galaxias con seis finales diferentes, y pelí­ culas en las que los chicos del Magisterium se veían proyectados en la pantalla, luchando contra monstruos, volando en coches y convirtiéndose en superhéroes. Comparándola, esa película le parecía un poco sosa. Call se concentró en los trozos que él habría cambiado mientras se zampaba tres raspados de manzana amarga y dos cubetas grandes de palomitas. Alastair miraba la pantalla con una expresión un poco horrorizada, y ni siquiera se volvió hacia Call cuando éste le ofreció unos cacahuates garapiñados. Como tuvo que comerse él solo todas las golosinas, cuando volvieron al coche estaba cargado de azúcar.

—¿Te ha gustado? —preguntó Alastair.

—Es muy buena —contestó Call, porque no quería que Alastair pensara que no agradecía que lo hubiera llevado a ver una peli que nunca hubiera ido a ver él solo—. La parte en la que la estación espacial saltaba en pedazos estuvo genial.

Se hizo un silencio, aunque no lo suficientemente largo para ser incómodo, y luego Alastair volvió a hablar.

—¿Sabes? No hay ninguna razón para que tengas que volver al Magisterium. Ya has aprendido lo básico. Podrías practicar aquí, conmigo. A Call se le cayó el alma a los pies. Ya habían tenido esa conversación, o alguna de sus variantes, cientos de veces, y nunca acababa bien.

—Creo que debería volver —repuso el chico en un tono tan indiferente como pudo—. Ya he pasado la Primera Puerta, y debería acabar lo que he empezado.

A Alastair se le cambió la cara.

—No es bueno que los niños estén bajo tierra. En la oscuridad, como los gusanos. La piel se te irá poniendo pálida y gris. Te bajarán los niveles de vitamina D. La vitalidad se te irá escapando del cuerpo…

—¿Se me ve gris? —Call pocas veces prestaba atención a su aspecto más allá de lo básico, como asegurarse de que no llevaba los pantalones al revés o el pelo de punta, pero estar de color gris sonaba mal. Se echó una disimulada mirada a la mano, pero aún parecía conservar su habitual color entre rosado y beige.

Alastair aferraba el volante, molesto, mientras giraban hacia su calle.

—¿Qué es lo que te gusta tanto de esa escuela?

—¿Qué te gustaba a ti? —replicó Call—. Estuviste allí, y sé que no la odiabas todo el rato. Conociste a mamá…

—Sí —repuso Alastair—. Tenía amigos. Eso era lo que me gustaba. Era la primera vez que Call recordaba oírlo decir que le gustaba algo de la escuela de magia.

—Yo también tengo amigos —dijo Call—. Aquí no los tengo, pero allí sí.

—Todos los amigos con los que fui a la escuela ya están muertos, Call —soltó Alastair, y Call notó que se le erizaban los pelos de la nuca. Pensó en Aaron, en Tamara, en Celia… y tuvo que parar. Era demasiado horrible.

No era sólo pensar en que pudieran morir.

Sino pensar que pudieran morir por su culpa.

Por su secreto.

Por la maldad que había en su interior.

«Para», se dijo Call. Ya habían llegado a casa. Le pareció que algo no andaba bien. Algo raro. Tuvo que mirar durante un minuto antes de darse cuenta de qué era. Había dejado la puerta del garaje cerrada, con Estrago atado dentro, pero ahora estaba abierta: un gran rectángulo negro.

—¡Estrago! —Call jaló la manija de la puerta del coche y casi se cayó al suelo cuando le falló la pierna mala. Oyó que su padre lo llamaba, pero no le importó.

Medio cojeó, medio corrió hasta el garaje. La cuerda seguía ahí, pero un extremo estaba deshilachado, como si lo hubieran cortado con un cuchillo… o con los afilados dientes de un lobo. Intentó imaginarse a Estrago solo en el garaje, a oscuras. Ladrando y esperando a que Call apareciera. Una sensación fría le fue cubriendo el pecho. Estrago no había estado atado muchas veces en casa de Alastair, y seguramente se habría asustado. Quizá había mordido la cuerda y se había tirado contra la puerta hasta conseguir abrirla.

—¡Estrago! —volvió a llamar más fuerte—. ¡Estrago, ya estamos en casa! ¡Ven aquí!

Se dio media vuelta, pero el lobo no salió de entre los arbustos, ni surgió de entre las sombras que comenzaban a amontonarse entre los árboles. Se estaba haciendo de noche.

El padre de Call se le acercó por detrás. Miró la cuerda rota y la puerta abierta, y suspiró mientras se pasaba la mano por el cabello negro y gris. —Call —dijo con suavidad—. Call, se ha ido. Tu lobo se ha ido.

—¡Eso no lo sabes! —gritó Call mientras se volvía de cara a Alastair.

—Call…

—¡Siempre has odiado a Estrago! —le soltó—. Seguro que te alegras de que se haya marchado.

Alastair lo miró muy serio.

—No me alegro de que te pongas así, Call. Pero sí, ese lobo nunca debería haber sido una mascota. Podría haber matado o malherido a alguien. A uno de tus amigos, o, Dios no lo quiera, a ti. Lo que espero es que corra hacia el bosque y no se dirija al pueblo para empezar a merendarse a los vecinos.

—¡Cállate! —le gritó Call, aunque había algo vagamente reconfortante en la idea de que Estrago se comiera a alguien; así podría encontrar al animal en medio de todo el jaleo. Apartó esa idea de la cabeza, porque sin duda iba en la columna de Señor del Mal.

Ideas como ésa no servían de nada. Tenía que encontrar a Estrago antes de que pasara algo.

—Estrago nunca ha hecho daño a nadie — dijo.

—Lo siento, Call —repuso Alastair. Y para su sorpresa, parecía sincero—. Ya sé que hace mucho tiempo que querías tener una mascota. Quizá si te hubiera dejado quedarte con el topo… —Suspiró otra vez. Call se preguntó si su padre no lo había dejado tener mascotas porque los Señores del Mal no debían tenerlas. Porque los Se­ ñores del Mal no le tenían cariño a nada, y menos aún a las cosas inocentes, como los animales. Como Estrago.

Se imaginó lo asustado que debía de sentirse Estrago… No había estado solo desde que Call lo había encontrado de cachorro.

—Por favor —le rogó Call—. Por favor, ayúdame a buscarlo.

Alastair asintió una vez, con un seco movimiento del mentón.

—Entra en el coche. Podemos ir llamándolo mientras damos una vuelta a la manzana despacio. Quizá no haya ido muy lejos.

—De acuerdo —repuso Call. Miró el garaje y tuvo la sensación de que se le estaba escapando algo, como si fuera a ver al lobo si miraba con la suficiente intensidad.

Pero por muchas veces que dieran la vuelta a la manzana y por muchas veces que lo llamaran, Estrago no aparecía. Se fue haciendo cada vez más de noche y tuvieron que volver a casa. Alastair preparó espaguetis para cenar, pero Call no pudo comer ni uno. Consiguió que su padre le prometiera que, al día siguiente, harían unos carteles de Perro perdido, aunque Alastair opinaba que poner una foto de Estrago haría más mal que bien.

—Los animales caotizados no pueden ser mascotas, Callum —insistió después de retirarle el plato que no había probado—. No quieren a la gente. No pueden quererla.

Call no dijo nada, pero se fue a la cama con un nudo en el estó­ mago y la sensación de que algo malo iba a pasar.

Un gemido agudo despertó a Call de un sueño inquieto. Se sentó de golpe y fue a agarrar a Miri, el cuchillo que siempre tenía en la mesita de noche. Sacó las piernas de la cama e hizo una mueca de dolor cuando tocó el suelo frío con los pies.

—¿Estrago? —susurró.

Le pareció oír otro gemido, distante. Miró por la ventana, pero sólo pudo ver sombras de árboles y oscuridad.

Salió sigilosamente al pasillo. La puerta de la habitación de su padre estaba cerrada y por la rendija de debajo no se veía luz.

Pero Call sabía que podía estar despierto; a veces, Alastair se quedaba toda la noche trabajando en su taller.

—¿Estrago? —susurró de nuevo.

No hubo ningún ruido en respuesta, pero a Call se le puso la piel de gallina. Podía sentir que el lobo estaba cerca, que Estrago estaba nervioso y asustado. Se movió en la dirección que le indicaba esa sensación, aunque no podía explicarla. Lo llevó por el pasillo hasta la escalera del sótano. Call tragó saliva, agarró a Miri con fuerza y comenzó a bajar.

El sótano siempre le había dado un poco de miedo, con todas esas viejas piezas de coche, muebles rotos, casitas de muñecas, mu­ ñecas que necesitaban un arreglo y antiguos juguetes de hojalata, que de vez en cuando comenzaban a moverse chirriando.

Una raya de luz amarilla se colaba por debajo de la puerta que daba a otra de las habitaciones que Alastair utilizaba de almacén, una que estaba aún más llena de trastos que nunca había llegado a arreglar. Call se armó de valor, atravesó la habitación cojeando y empujó la puerta.

No se abrió. Su padre debía de haberla cerrado con llave.

El corazón se le aceleró.

No había ninguna razón por la que su padre quisiera encerrar un montón de trastos viejos a medio arreglar. Ninguna razón en absoluto.

—¿Papá? —llamó Call hacia la puerta, pensando que igual Alastair estaba allí por alguna razón.

Pero oyó algo muy diferente moverse al otro lado. De repente sintió una furia terrible y asfixiante. Intentó meter el cuchillo entre el marco y la puerta, tratando de abrir la cerradura.

Después de un tenso momento, la punta de Miri presionó el punto correcto y la cerradura saltó. La puerta se abrió.

El sótano ya no era como Call recordaba. Habían sacado los trastos y habían dejado sitio para lo que parecía un despacho de mago muy austero. Un escritorio en un rincón, rodeado de montones de libros viejos y nuevos. Al otro lado había un camastro. Y en el centro, atado con cadenas y amordazado con un bozal de cuero horroroso, Estrago.

El lobo se lanzó hacia Call, gimiendo, pero sólo consiguió que las cadenas lo jalaran. Call se arrodilló y le pasó los dedos por el pelaje mientras tanteaba en busca del cierre del collar. Estaba tan contento de ver a Estrago y tan furioso con su padre por lo que había hecho que, por un momento, no se fijó en el detalle más importante.

Pero mientras recorría la habitación con la mirada, buscando dónde habría dejado Alastair las llaves, vio finalmente lo que debería haber visto desde el principio.

El camastro que había contra la pared del fondo también tenía cadenas y grilletes.

Grilletes de la medida justa para un chico que estaba a punto de cumplir los trece años.

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Mientras los misterios de Magisterium se intensifican y complican, Holly Black y Cassandra Clare nos sumergen en una aventura extraordinaria en la que están en juego el destino de un niño y el de un mundo entero.

«Enders», la novela futurista de la escritora Lissa price

Te presentamos el primer capítulo de Enders, secuela de Starters, escrita por Lissa Price.

Capítulo uno.

Me llevé la mano a la nuca y juro que pude sentir el chip debajo de mi piel. En realidad no pude, por su puesto; estaba enterrado profundamente debajo de la placa metálica que lo bloqueaba. Sólo era la cicatriz alrededor, dura e implacable.

Traté de no tocarla. Pero se había vuelto una obsesión hacerlo, como una espina en una palma o un padrastro en un pulgar. Me perseguía todo el tiempo, incluso aquí, mientras hacía sandwiches en la cocina: la cocina de Helena.

Aunque estaba ya muerta y me había heredado la mansión, no dejaba de recordar a diario que esta cocina había sido suya. Cada elección desde los mosaicos de color verde mar hasta la elaborada isla en el centro de esta cocina de gourmet, había sido suya. Hasta su ama de llaves, Eugenia, estaba aquí.

Sí, también había sido de Helena el poco plan de tener al Viejo usando mi cuerpo para asesinar al senador Harrison. Pero yo tuve la culpa de ofrecerme como voluntaria para se donante de cuerpo, para empezar. En ese entonces yo estaba desesperada por salvar a mi hermanito, Tyler. Ahora no podía volver el tiempo atrás, como tampoco me podía deshacer de este horrible chip pegado a mi cabeza. Odiaba esa cosa. Era como un teléfono al que el Viejo podía llamar en cualquier momento, un teléfono que yo tenía que contestar y que no podía desconectar nunca.

Era la línea directa del Viejo conmigo, Callie Woodlan.

Dos días atrás lo había escuchado por última vez, mientras miraba cómo demolían sus preciosos Destinos de Plenitud. Había sonado como la voz de mi padre muerto y hasta había usado sus palabras clave: cuando los halcones gritan, es hora de volar. Yo pensaba en eso desde entonces. Pero mientras estaba parada ante la cubierta de la cocina , extendiendo lo que quedaba de la mantequilla de cacahuate sobre pan integral, decidí que el Viejo estaba jugándome una broma. Cruel, pero no era de sorprender viniendo de ese monstruo.

-¿Terminaste? -preguntó Eugenia.

Su voz crepitante de ender me sacó de mis pensamientos. No la escuche entrar. ¿Cuanto llevaba mirando? Me di vuelta para ver el ceño fruncido en su rostro arrugado. Si ésta fuera de mi vida de cuento de hadas, en este castillo ella sería la madrastra horrible.

-con eso es suficiente. Estás vaciando toda mi despensa  -dijo.

No era cierto. Había hecho varias docenas de sándwiches, pero nuestra despensa podría alimentarnos durante un mes. Coloqué el último en la máquina que envolvía automáticamente, y la delgada envoltura vegana cubrió el pan instantáneamente con un zumbido agudo.

-listo – eché los sándwiches en una bolsa gruesa de lona.

Eugenia ni siquiera esperó a que me fuera para empezar a limpiar la cubierta. Obviamente había arruinado su día.

-No podemos alimentar a todo el mundo  -dijo, restregando manchas invisibles.

-Por supuesto que no  -cerré la bolsa de lona y la colgué sobre mi hombro-. Sólo a unos cuantos starters hambrientos.

Mientras dejaba la bolsa en la cajuela del auto deportivo azul,  no pude apartar de mi mente la mirada de desaprobación de Eugenia. Se pensaría que ella debía ser más agradable, sabiendo que mi madre y mi padre estaban muertos. Pero de alguna manera estaba resentida por la muerte de Helena. No fue mi culpa. En realidad, Helena casi había hecho que me mataran. Cerré de un golpe la cajuela. Eugenia solo se había quedado porque adoraba a Tyler. Eso esta bien; yo no tenía que darle cuentas. Ella no era mi guardiana.

Me llevé la mano a la nuca y distraídamente rasguñé la cicatriz de mi chip antes de que me diera cuenta y me detuviera. Cuando miré mis dedos, mis uñas estaban manchadas de sangre. Hice una mueca.

Saqué un pañuelo desechable de mi bolsa y las limpié lo mejor que pude. Luego salí por la puerta del garaje que llevaba al jardín. Piedras cubiertas de musgo, húmedas por el rocío de la mañana, conducían a la casita para invitados cubierta de rosas. El lugar estaba silencioso, no había ningún movimiento detrás de las ventanas.Toqué en la puerta labrada para ver si él había regresado, pero no hubo respuesta.

La manija dio vuelta con un chirrido. Me asome al interior.

-¿Michael?

Yo no había estado en su casita desde que todos nos mudamos a la mansión. El lugar había adquirido el aroma de Michael, una mezcla de pinturas de artista y madera recién cortada. Hasta cuando ocupábamos edificios ilegalmente él siempre se las arreglaba para oler bien.

Pero lo que realmente caracterizaba el lugar como suyo eran su maravillosos dibujos, que cubrían las paredes. El primero mostraba pequeños starters con ojos hambrientos, hechizados. Vestían capas de harapos, cubrían sus cuerpos con botellas de agua y sujetaban linternas en sus muñecas con unas bandas.

En la siguiente imagen, tres starters peleaban por una manzana. Una estaba tendida en el suelo, herida. Así era mi vida hacía unos cuantos meses. Pero resultaba aún más difícil mirar el siguiente dibujo.

Mi amiga Sara. Una starter que yo esperaba rescatar. le conté a Michael sobre ella y el tiempo que pasamos juntas en la Institución 37, el lugar de pesadilla donde los policías me habían encerrado con otros starters sin reclamar. El boceto mostraba a Sara después de que logró que los guardias apartaran su atención de mí y terminó como blanco de los disparos de los tásers, colgando del alambre de púas mientras moría.

Michael no la había conocido, pero como la mayoría de los starters callejeros, estaba familiarizado con la desesperación y la valentía. Él plasmó el sacrificio voluntario en sus ojos.

El dibujo se nubló en mi vista. Nunca encontraría una amiga tan leal aunque viviera un millón de años. Ella me dio todo y yo la decepcioné.

Fue mi culpa.

Alguien entró en la cabaña. Me di vuelta para ver entrar a Tyler.

-¡Cara de chango! -gritó.

Rápidamente me limpié los ojos. Él se acercó corriendo y pasó sus brazos alrededor mis piernas. Michael estaba detrás de él, de pie en la puerta, sonriendo. Luego cerró la puerta y dejó en el piso su bolsa de viaje.

-Regresaste -miré a Michael.

Aparto de su cara su rubio pelo enmarañado y observó sorprendido la preocupación de mi voz.

Tyler se apartó.

-Michael me trajo esto.

Agitó un camioncito de juguete y lo deslizó sobre el sofa.

-¿Dónde has estado? -pregunté. Michael había estado fuera de mi vista desde que demolieron Plenitud.

Él se encogió de hombros.

-Sólo necesitaba algo de espacio.

Yo sabía que no diría nada mientras Tyler estuviera allí. Sabía que me vio tomada de la mano de Blake, el nieto del senador Harrison. Dos marionetas del viejo.

-Mira, lo que viste no significó nada  -dije en voz baja-. Y tú, tú y Florina…

-Eso terminó.

Nos miramos uno al otro. Tyler todavía estaba jugando, haciendo sonidos de auto, pero por supuesto que podía escucharnos. Yo traté de pensar en qué decir para explicar mis sentimientos, pero honestamente no sabía cuáles eran mis sentimientos. El Viejo, Blake, Michael… todo estaba tan revuelto.

En mi teléfono sonó un recordatorio: tres zings no leídos.

-¿Alguien se esta muriendo por ponerse en contacto contigo? -preguntó Michael.

Todos los zings eran de Blake. Había tratado de ponerse en contacto conmigo desde el día en que lo vi en la destrucción de Plenitud.

-Es él ¿verdad? -inquirió Michael.

Metí el teléfono en mi bolsillo, incliné la cabeza y le lancé una mirada que quería decir <<no me presiones>>

Tyler pasaba la vista de Michael a mi.

-Vamos a ir al centro comercial .respondió Tyler-. Para que me compren zapatos.

-¿Sin preguntarme antes? -me aferré a la bolsa que llevaba en el hombro y me quede mirando a Michael.

-Él me rogó -dijo Michael-. Y sus favoritos le quedan ya muy chicos. -Está creciendo demasiado rápido. Mejor hay que comprarle dos números más grandes.

Todos estábamos contentos de ver a Tyler sano después de un año de vivir ilegalmente en edificios fríos.

-Ven con nosotros -dijo Tyler.

-Me encantaría, pero tengo que salir.

-¿A dónde vas? -preguntó Michael.

-A nuestro viejo vecindario. A alimentar a los starters.

-¿Quieres que te ayude? -pregunto Michael.

-¿Por qué? ¿crees que no puedo hacerlo sola? -contesté.

En cuanto las pronuncié, sentí deseos de tragarme mis palabras. Michael parecía tan lastimado. La boca de Tyler se abrió mucho en un momento tipo <<oh, oh,>>.

-Lo siento -contesté a Michael-. Gracias por ofrecerte. De veras. Pero creo que puedo manejarlo sola. Ustedes deben ir al centro comercial.

-Te podrías reunir con nosotros para almorzar -agregó Tyler-. Después de que me compre mis zapatos.

Tomo de la mano a Michael y me mostró su mejor cara de <<por favor, por favor>>. Éramos lo más cercano que tenía a uno padres, y estaba haciendo todo lo que podía para unirnos. Lo que yo en realidad quería era que nuestros padres reaparecieran mágicamente, tener de nuevo nuestra familia. Pero debía conformarme con satisfacer la pequeña solicitud de mi hermano.

Acomodé la bolsa de lona en mi hombro mientras empujaba la puerta lateral del edificio de oficinas abandonado que había sido la casa de Michael y Tyler (y Florina) cuando yo me estaba alquilando. Entré en el vestíbulo y vi el escritorio de la recepción vacío como siempre. Nunca lo hubiera admitido Michael, pero mi corazón latía con más fuerza.

Más rápido. Contuve el aliento para escuchar cualquier signo de peligro. Estaba familiarizada con el lugar, pero las cosas cambian. ¿Quién sabía qué starters vivían aquí ahora?

Me acerqué al escritorio de la recepción para asegurarme de que nadie estuviera escondido, listo para atacar. No había nadie. Coloqué mi bolsa de lona en  el mostrador, la abrí y saqué una toalla. Mientras limpiaba el mostrador, escuché pasos detrás de mí. Antes de que me diera cuenta de lo que sucedía, alguien se lanzó precipitadamente y tomó toda la bolsa.

-¡Hey! -grité

Una starter pequeña y regordeta corrió a la salida, abrazada a mi bolsa. Varios sándwiches se salieron y cayeron al suelo.

-Se supone que son para todos, ¡pequeña tonta! -grité .

Salió rápidamente por la puerta. Nunca la atraparía.

Rodeé de prisa el escritorio y  me agaché para levantar la comida que se había caído. Tenía mi mano en un sándwich cuando alguien puso un pie sobre ella.

-Apártate -era una starter, tal vez un año más grande que yo.

Sostenía una tabla como bate, preparada para golpear. Los clavos oxidados en el extremo de la tabla me convencieron de no luchar. Asentí. Quitó su pie de mi mano y yo la aparté.

-Tomaló -dije, moviendo la cabeza en dirección del sándwich aplastado.

Ella tomó ese y los otros dos que estaban en el piso. Lo mordió sin quitarle la envoltura y empezó a comer, haciendo sonidos salvajes. Delgada, con pelo corto, sucio, probablemente alguna vez había sido tan sólo una chica de clase media. Como yo.

Yo había sentido esa misma hambre antes, pero nadie había venido a mi edificio a alimentarme. Y ahora sabía por qué.

Ella tragó.

-Tú -se acercó más a mí y tocó mi pelo-. Tan limpia -luego examinó mi cara-. Perfecta. Tú eres una metal, ¿o no?

-¿Una qué?

-Tú sabes, una metal. Una de esas personas del banco de cuerpos.

Tú tienes un chip en tu cabeza -dio otra mordida al sándwich, quitando esta vez la envoltura-. ¿Cómo se siente? -me rodeó para mirar mi nuca.

Yo llevaba las ropas más sencillas que había encontrado en el clóset de la nieta de Helena. Pero no podía disfrazar mi piel ahora sin defectos, mi cabello brillante y mis facciones perfectas. Era demasiado obvio para el mundo que me había convertido en una especie de esclava con chip.

-Como si alguien fuera mi dueño.

El brillante centro comercial era completamente diferente de la vida difícil de quienes tenían que ocupar edificios ilegalmente. Guardias ender vigilaban de pie afuera de las tiendas, examinando con miradas aceradas a cada starter que pasaba. Un guardia espiaba algunos chicos desaliñados que anunciaban su estatus de no reclamados con sus caras sucias y sus jeans manchados. Hizo una seña a la seguridad del centro comercial y escoltaron bruscamente a los muchachos a la salida.

Éste había sido un centro comercial de avanzada aun antes de que las guerras de las Esporas ensancharan la brecha entre los ricos y los pobres. Aunque no todos los enders eran ricos y no todos los starters eran pobres, a menudo así parecía. Pero allí pasé junto a muchos starters atractivos, que brillaban con sus tops y sus jeans de ilusión, que cambiaban de color cuando se movían. Eran como aves exóticas, incluso los chicos, que llevaban lentes de pantalla holográfica, capas de bufandas, gorras con delgados paneles solares para cargar baterías.

Quienes tenían chips para controlar la temperatura en sus chamarras metálicas y brillantes los mantenían encendidos. Otros usaban dobladoras automáticas para comprimir sus suéteres y abrigos de modo que pudieran meterlos en una cartera. La gente decía que se vestían de esa manera para distinguirse de los starters callejeros. Yo tenía un clóset lleno de vestidos como los de ellos, heredados de la nieta de Helena.

Pero ése no era mi estilo.

Estos eran los starters reclamados que vivían en mansiones como la mía. No siempre podía distinguirlos de la gente como yo, a la que habían sometido a cambios de imagen en el banco de cuerpos. <<Metals>>, había dicho esa chica. Los starters de este centro comercial eran hermosos porque podían permitírselo. Tenían los mejores dermatólogos, odontólogos y estilistas enders y todas las cremas y los productos de belleza que sus abuelos podían comprar. Las guerras de las Esporas apenas habían hecho una leve mella en sus hábitos de consumo.

Me detuve. Allí estaba yo, juzgándolos, pero también habían perdido a sus padres. Tal vez sus abuelos no eran agradables con ellos, sino fríos y resentidos, y tenían que ver todos los días caras que les recordaban a sus hijos e hijas perdidos.

Las guerras de las Esporas nos habían cambiado a todos.

Me rasqué la nuca y miré alrededor, esperando ver una zapatería. Se suponía que debía encontrarme con Michael y Tyler en la zona de comida, pero como mi misión de alimentar a los indigentes había fracasado, llegué temprano. Tragué saliva al pensar en ello. Michael tenía razón: no debí ir sola. Debí recordar lo que había aprendido en las calles: nunca quitar la mano de tu bolsa. Nunca dar la espalda a una entrada. Siempre estar lista para pelear. Todo ese trabajo y sólo había alimentado a dos starters, que huyeron sin darme las gracias siquiera.

Dirigí mi atención al directorio desplegado en la pantalla holográfica en medio del centro comercial.

-Zapatos -dije al microfono invisible.

La pantalla extrajo la zapatería del mapa y proyectó un holo en el aire. Era la única zapatería deportiva en el centro comercial. Conociendo a Tyler, estaría probándose todos los pares que había allí. Necesitaba ir a rescatar a Michael.

Al dirigirme a la zapatería me crucé con una abuela ender que iba recargada en el brazo de una bonita starter, probablemente su nieta.

Es muy atractiva.

Me detuve.

Era esa voz artificial, electrónica, en mi cabeza, e hizo que apretara los dientes.

El Viejo.

Hola Callie. ¿Me extrañas?

-No. Ni tantito -me esforcé para hacer que mi voz sonara normal-. Fuera de mi vista, fuera de mi mente.

Inteligente.

Entonces recordé que él podía ver a través de mis ojos. Puse las manos a mis espaldas para que no viera que me temblaban.

No te creo nada. Estoy seguro de que pensaste en mí todos los días. Cada hora, cada minuto.

-Crees que no hay nada más que tú, ¿verdad? -realmente quería gritarle, pero los guardias pensarían que estaba loca.

Observé a los guardias. ¿Me estaban mirando porque hablaba conmigo misma? No, podía estar hablando con un auricular. Tal vez habían detectado mi nerviosismo. De todos modos, no podían hacer nada para ayudarme.

-¿Qué quieres?

Quiero que me pongas toda tu atención. Y tú querrás ponérmela.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

Mira a tu izquierda y dime lo que ves.

-Tiendas.

Sigue mirando.

Volteé a la izquierda.

-Sólo… una tienda de chocolates, una joyería, una tienda cerrada.

No te etas esforzando para ver. ¿Qué más?

Di unos cuantos pasos.

-Compradores. Enders, algunos con sus nietos, algunos starters…

Sí, starters. Sigue mirando.

Mis ojos recorrieron el área. ¿Quería que distinguiera a un starter en particular?

-¿Estamos jugando a frío y caliente?

Más a caliente y caliente. Sólo que pronto verás que no es un juego.

Me detuve en medio del centro comercial de manera que starters y enders tenían que rodearme. Él quería que viera a un starter. Había muchos de ellos… Pero ¿cuál? Entonces vi a una chica con pelo largo y rojo.

La conocía.

Reece.

Ella fue la donante de mi guardiana, Lauren, alquiló para buscar a su nieto. Recordaba a Reece como una amiga, pero por supuesto que era en realidad Lauren. La auténtica Reece no me reconocería. Pero yo le podía contar muchas cosas.

-Reece -le grité.

Ella se veía tan bonita como siempre, con un vestido corto estampado y zapatillas plateadas con tacones pequeños. Esquivé a los compradores para acercarme a ella. Estaba a unos tres metros delante de mí cuando se detuvo y se dio la vuelta.

-Soy Callie -dije mientras los compradores pasaban entre nosotros-.

Tú no me conoces. Pero yo sí te conozco.

Ella me lanzó la más extraña de las miradas, una expresión que nunca le había visto. Las comisuras de su boca se elevaron en una media sonrisa, pero no fue un movimiento fluido. Era más … mecánico. Algo estaba mal.

Ella se dio vuelta rápidamente y se alejó caminando.

-Espera -le grité.

Pero siguió avanzando. Un ender caminaba detrás de ella. No lo hubiera notado, pero tenía un gran tatuaje plateado a un lado del cuello. La cabeza de algún animal. Apenas podía distinguirlo. Tal vez un leopardo.

-Era Reece. ¿no? ¿Tú querías que la viera?

Siempre puedo contar contigo, Callie.

¿Reece sabía que el ender con el leopardo tatuado la estaba siguiendo? Yo no estaba segura. Ella entró de prisa en una tienda. Él entro en la siguiente y fingió interés en las gargantillas de perlas del escaparate.

Di un paso hacía la tienda.

No. Déjala sola.

Ella salió momentos después y el hombre con el leopardo tatuado volvió a seguirla. Yo seguí caminando, manteniéndome detrás, observándolos a los dos.

-Ella está en peligro -le repliqué al Viejo.

Ya verás.

Una horrible sensación de pavor me inundó.

-¿Hay alguien dentro de ella?

El banco de cuerpos había sido destruido. Pero ahora el Viejo tenía acceso a mí. También podía tener a alguien dentro del cuerpo de Reece.

La idea estaba formando nudos en mi estómago. Su voz electrónica. El tatuaje de leopardo. El cuerpo de Reece siendo usado.

Adelante, más allá de Reece, vi la zapatería. Tyler y Michael apenas estaban entrando.

-¡Michael! -grité a lo ancho del centro comercial, esperando que pudiera escucharme a pesar de los compradores y la música. estaba a unas seis o siete tiendas de distancia. Se detuvo y miró alrededor, pero no me vio. Entro.

Sin embargo Reece sí debió escuchar, porque se dio vuelta y me vio. Yo no tenía intención de que eso pasara. Eso le dio al hombre tatuado la oportunidad de acercársele. Le dijo algo al oído, y ella negó con la cabeza con un movimiento poco natural. Él le tocó el brazo y ella (o quien estuviera dentro de ella) se apartó,

-¿Qué esta pasando? -yo estaba congelada allí, luchando por resolver ese rompecabezas oscuro-. Dime.

El hecho de que hayas destruido Plenitud no significa que me destruiste a mí.

No era mi única instalación. Todavía puedo acceder a cualquier chip.

Reece se apartó del hombre y corrió hacia la zapatería.

Y puedo convertirla en un arma.

-No -le respondí a él, a mí misma, a cualquiera que estuviera cerca.

El tiempo se detuvo mientras yo contenía el aliento. Todo sucedió muy rápido. La multitud que me rodeaba se volvió una mancha borrosa, congelada, cuando empecé a correr hacia la zapatería. Se sentía como correr en el agua, no me podía mover con la rapidez suficiente.

Estaba a dos puertas de distancia cuando, como una bala, un starter de pelo oscuro que llevaba una chamarra metálica holográfica se acercó a mí. Solo percibí un destello de su rostro -quijada fuerte, ojos penetrantes-. Se lanzó contra mí, rodeó mi cuerpo con sus brazos y me arrastró hacia atrás lo más rápido que pudo.

Antes de que yo pudiera reaccionar hubo una horrible explosión que partía el corazón. Venía de donde estaba Reece. Como si navegáramos en el aire, sólo pude ver un destello blanco y cegador.

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CONTROLAN TU CUERPO. INVADEN TUS PENSAMIENTOS

El chico de las Estrellas, la hermosa novela de Chris Pueyo

Lee el primer capítulo:

«El Chico de las Estrellas Cuando del blanco de las paredes salen estrellas. Recuerdo haber llegado a un mundo donde las tormentas eran tristes, donde los años pasaban y los meses no gritaban su nombre, donde las habitaciones eran blancas y los sueños llegaban descalzos y despeinados a Ninguna Parte. Era un mundo muerto donde las madres no reconocían a sus hijos, besar era un secreto, y la vida, ese terreno resbaladizo donde el odio recae sobre los que somos sin miedo. Era un mundo muerto que ni siquiera tenía ese espíritu bohemio o tempestuoso que, finalmente, puede resultar atractivo para melancólicos, borrachos o cantautores de nostalgia entretejida.

Y entonces entendí que había que cambiar el mundo.

Aprendí a soñar.

El Chico de las Estrellas no era especialmente guapo, ni demasiado alto, ni tremendamente gracioso, pero era la persona con más ganas de ser feliz que he conocido. Era yo. Tampoco vivió más de dos años en una misma casa, fue un emigrante eterno. Llegué a pensar que nos perseguía la policía por el mundo muerto del que os hablo. Después, descubrí que solo era un problema de organización económica.

No era guapo, alto, ni gracioso. Por si fuera poco, no tenía hogar ni clara la idea del amor.

Y lo mejor de vivir en un mundo triste,

fue transformarlo.

El Chico de las Estrellas creó los tres antídotos de la supervivencia:

De las tormentas tristes, respuestas.

De los meses del año, instantes.

Del blanco de las paredes, estrellas.

Estos antídotos son míos, pero hoy también son tuyos. Y de toda esa gente con ganas de ganar guerras a mundos muertos. Te los regalo.

Me cansé de adultos inteligentísimos y personas que aconsejan asquerosamente bien. Me cansé de que tuvieran razón, de ese tono de voz que les impedía convertirse en los favoritos de nuestra historia. De vivir de consejos y experiencias ajenas. Del desamor de los demás, de las decisiones equivocadas que no me dejaban tomar. ¿Por qué?

Mi vida son mis decisiones. Sangrar o correrme.

Elijo vivir.

Que nadie me quite de vivir.

Yo soy quien elige cómo equivocarme. Yo, o una tormenta.

Cada vez que babea el cielo, El Chico de las Estrellas coloca dos vasos en el alféizar de la ventana. Uno de ellos es «Sí»; el otro, «No».

Entonces le pregunto al cielo. Arriesgo. Entonces el vaso lleno gana. Y mi vida se transforma en mis decisiones. Y disfruto. O me desgarro, pero feliz. Y sin esas personas que no te dejan equivocarte.

¿Cuándo aprenderemos que equivocarse es bueno?

Los años pasaban y los meses no gritaban su nombre. Así que les di voz. Empecé a coleccionar los tiques mensuales del transporte público. Son pequeños billetes rojos con un mes del año en el reverso. Cuando termina abril, la gente normal compra mayo y abril lo tira a la basura.

Lo que la gente normal de este mundo muerto no sabe es que no hay que tirarlos. Que basta con un permanente, darle la vuelta al billete y escribir en él un momento especial. El mejor del mes. Guardarlo en una caja. Y empezar a creer en las fechas que marcan tu vida. El Chico de las Estrellas adora las fechas.

Lo que para algunos es diciembre de 2011, para mí es 18 en trineo. Lo que para otros es julio de 2012, para mí es un 5 en aquel concierto. Y lo que para otros es enero de 2013, para mí es un viaje a Londres para no volver. O para volver, pero siendo de verdad.

Os enseñaría decenas de mis meses-instantes en tiques de metro y autobús, pero es que son eso, instantes, y jo, es que son míos (y del Chico de las Estrellas). Prometo que os enseñaré alguno.

El último antídoto de supervivencia consiste en exorcizarte el alma. En filosofías de vida o religiones inventadas. En ser un poco creativos o en soplarle a la luna cuando pides un deseo. En darle el sentido a tu vida que quieras darle y hacer, de las paredes, estrellas.

Siempre he creído que tu habitación tendría que tener el color que tiene tu alma. El Chico de las Estrellas creó un mundo nuevo, perfecto y a su medida en su habitación. Y estoy segurísimo de que su alma es bastante así.

Embadurné mi habitación de un azul oscuro y brillante, con unas gotas de plata en forma de estrellas, un azul más cercano al morado que al verde, un azul cantábrico cuando de madrugada se rebela el mar, un azul chulo. En cada uno de mis cuartos.

¿Recuerdas que soy un emigrante eterno?

En cada uno de mis cuartos he creado constelaciones. Es bonito imaginar toda esa estela de habitaciones con las paredes llenas de estrellas que he dejado a lo largo de mis veinte años. Porque El Chico de las Estrellas tiene veinte años.

Si algún día tú, tu hermano pequeño o tu mejor amigo encontráis un cuarto estrellado por los pisos en alquiler de Madrid, recuérdame. Y recuérdame solo si crees que me lo merezco. Léeme despacito y fugaz. Déjame entrar pero no me invites a dormir. Ten conmigo la cita que tendrías con esa  persona a la que deseas para algo más que un buen rato pero te da miedo pedirle algo serio. Déjame romperte el corazón, que te va a gustar. Quiero que hagamos esto bien, ¿vale?, y después, y solo si crees que me lo merezco, llámame así.

«Chico de las Estrellas.»

Un niño que lo perdió todo.

No sé cuándo conocí al Chico de las Estrellas. Me gusta pensar que él estaba en mí mucho antes de que yo lo descubriera, que me lo cruzaba paseando, que nos poníamos las mismas botas plateadas (las de los momentos especiales) y que él es el responsable de que mi número favorito sea el azul marino y de que mi color de la suerte sea el seis.

El Chico de las Estrellas y yo hacemos las mismas cosas porque somos el mismo muchacho.

Que es él quien escucha rancheras cuando está triste porque a mí me gustan las trompetas. Que ha llevado el pelo azul. Y rojo. Y rubio, rubísimo. Y que yo soy el casta- ño de ideas despeinadas. El que va a clase, colecciona instantes o le sopla a la luna (pidiendo un deseo, claro). Me encanta pensar que es El Chico de las Estrellas el que vive y yo el que escribo; hacemos un buen equipo. Escrivivimos.

Me gusta… ¿y a ti, duendecillo?

(A propósito, ¿te importa si te llamo duendecillo? Te comento. Tengo pensado romper la cuarta pared un poco, deshacerme de esa barrera imaginaria que hay entre tus ojos y estas páginas. En realidad lo haré bastante. Oh, ¿de veras? No pensé que fuera a gustarte tanto, duendecillo. Pensándolo mejor, creo que estoy siendo algo atrevido. ¿Qué te parece si te llamo «querido lector» hasta que tengamos más confianza? Entonces, perfecto. Sigamos, querido lector.)

Siempre he sido un poco menos de lo que he soñado, aunque soñar, a veces, es lo único que nos queda.

Cuando me satura la vida, El Chico de las Estrellas encuentra una salida. En forma de película, en forma de libro, en forma de escapada, en forma de lo que sea. Lo importante es que después vuelve. Descansa un poco de nuestra vida (que es lo que puedes hacer tú mientras me lees), pero después siempre vuelve.

Y gracias a él soy otro,

sin dejar de ser el mismo.

Y ya ves. Recuerdo haber creado un mundo donde las tormentas eran respuestas; los tiques de autobús, instantes especiales, y las habitaciones de los niños tenían el color de su alma.

Recuerdo a un niño que creía ser Harry Potter cuando encontraba una rama en el suelo, Bastian cuando faltaba a clase o incluso Peter Pan cuando iniciaba sesión en su mundo paralelo con la corona en la arroba y el vaso de cartón en la vida real.

Pero aquel niño no era Harry Potter, ni Bastian, ni siquiera era Peter Pan; aquel chico bien podía haber sido El Chico de las Tormentas, El Chico de los Tiques o sencillamente, Christian Martínez Pueyo.

Pero no.

Aquel niño llegó a ser El Chico de las Estrellas. Y el chico crecerá, contra todo pronóstico, pero crecerá. Y morirá siendo El Viejo de las Estrellas, transformando el mundo con sus antídotos de supervivencia.

Y no creas que nadie le regaló la vida, que no hubo momentos de sombras o que podía besar en público. No creas que su familia era como las familias que ves en la tele, que sus amigos eran personas normales, que no lloró.

Y no creas que el azul de su alma es un cuento chino. Que no tiene lágrimas que darte a probar o emociones que extirparte.

¿Estás preparado? Recuerda que emprenderás un viaje donde no todo será purpurina y estrellas. Que a veces duele. Que no te engaño.

Lo entiendes, ¿verdad?

¿Sí, querido lector?

PUES COMENZAMOS.

Y lo hacemos en ese mundo donde… los sueños llegaban descalzos y despeinados a Ninguna Parte».

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¿Tienes el valor de ser tú mismo? Porque no hay cura para dejar de ser quien eres.

Alpha Gene, una novela juvenil de ciencia ficción, del escritor Ángel M. Huerta.

Nuevas hazañas y desafíos cambiarán las vidas de estos cinco jóvenes al descubrir los talentos que oculta el cerebro humano.

Te dejamos el primer capítulo:

«Puedo decir honestamente que recuerdo aquel día como si hubiese sido ayer, sin embargo, fue hace muchos años. Al decir esto no quiero decir que presuma de tener una memoria fotográfica, sino simplemente que recuerdo cada detalle de lo que sucedió aquel día en particular. La historia que voy a contarles no es acerca de mí, aunque no puedo negar que soy parte importante de ella. No, esta historia es acerca de un grupo de jóvenes que, en aquel tiempo, eran apenas unos niños. Peter, Annie, Tommy, Sophie y Gabriel son sus nombres, y tenían apenas cerca de doce años.

Pero, antes de contarles acerca de ellos, creo que sería conveniente comenzar desde el principio, cuando todavía no los conocía o no sabía de lo que eran capaces. Haré lo posible por describir los eventos tal y como sucedieron.

Era una bella mañana en la ciudad de Portland, Maine. En aquel tiempo vivía en los suburbios, justo a las afueras de la ciudad. Había llovido la noche anterior, y la lluvia provocaba en los pastizales un efecto que los hacía lucir como si recientemente hubieran sido retocados con pintura color verde.

Desperté a las 5:45 de la mañana. Revisé cuidadosamente todos los papeles de la presentación para asegurarme de que hasta la última hoja estuviera en su lugar. Había estado trabajando en ella desde semanas atrás, aunque en realidad representaba los últimos veinte años de mis investigaciones. Estaba completa y lista para exponerse ante la junta de consejo del laboratorio, la cual estaba programada con un mes de anticipación; ya no había marcha atrás.

Coloqué la presentación con cuidado dentro del portafolio y le di un trago a mi taza de café. ¡Oh, sí! Ese café era la mejor parte de mi mañana. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que ese café era el mejor que cualquier persona en el mundo pudiese probar.

Terminé el café y me preparé para irme al laboratorio, aunque, claro, no sin antes empacar mi comida. Algo simple, la clásica manzana roja, aunque esta vez era verde porque ya no había rojas en el mercado, y un delicioso y nutritivo sándwich de queso. Preparar mis alimentos para el resto del día se había convertido en un procedimiento habitual para mí. Empacaba el mismo almuerzo todos los días, el mismo que Kara, mi amada esposa por más de veinte años, me preparó todos los días hasta el momento en que se marchó. Siempre pensé que yo sería el primero en pasar a mejor vida, pero, por alguna razón, ella lo hizo antes. Fue ella quien me dio esa máquina de hacer café, como regalo de bodas. Sé lo que están pensando, pero créanme: el valor sentimental de esa máquina no tiene nada que ver con el increíble café que produce; aunque mi laboratorio tenía una de las mejores cafeterías en el estado, y sólo contrataba a los chefs más prestigiados de los alrededores, nada mejoraba mi almuerzo, preparado en casa.

Como todos los días, llegué temprano al laboratorio. En ese entonces trabajaba en NatGen, cuyo acrónimo significaba: Genética Natural. Fundé NatGen junto con mi socio y mejor amigo, el doctor Benjamín Price, Ben, como yo solía llamarlo. Era un edificio alto y de color gris. Sus paredes estaban hechas de enormes ventanales de cristal y sus cinco pisos se dividían entre las diferentes secciones que componían la empresa: investigación, desarrollo y, por supuesto, el área administrativa. Todas las mañanas, el guardia de seguridad en turno abría las puertas de cristal a mi llegada.

Mi disciplina era la de un madrugador, por lo que normalmente llegaba justo antes de que comenzara el turno matutino. El guardia se llamaba Collin Murray y era el mismo hombre que por más de cinco años seguidos me había acompañado desde la puerta principal del edificio hasta mi oficina, en el quinto piso. Más que por camaradería, porque estaba al tanto de mi fobia a los elevadores: tengo pánico a quedarme encerrado en uno. Así que, Collin, haciendo honor a su profesión, me brindaba un poco de seguridad cada vez que subíamos a bordo de esa máquina infernal.

Una vez en mi oficina, me sentaba en mi escritorio a disfrutar de una taza de café. De ninguna manera ese café podía compararse al preparado en casa, pero, al no tener otra opción, tenía que conformarme con su agrio sabor mientras planeaba mi día.

A las diez de la mañana, el edificio ya estaba lleno de vida. Desde el personal de intendencia hasta vicepresidentes de adquisiciones merodeaban por sus pasillos. Para esas horas, normalmente ya iba por mi tercera taza de café y estaba por entrar a mi cuarta reunión del día. Y, aunque era un hombre muy atareado, admito que disfrutaba cada segundo de mis labores. Sin embargo, ese día todo fue distinto. Era el día de la junta más importante de mi carrera, que, de haberse llevado a cabo, habría cambiado mi vida por completo. Bueno, al final de cuentas, mi vida sí cambió, pero el cambio se presentó de una manera completamente diferente de como yo imaginaba.

Esa mañana esperaba, impaciente, en mi oficina. A sólo un par de horas para la junta, Ben aún no había hecho acto de presencia. Regularmente era muy puntual y, al igual que yo, a veces hasta le gustaba llegar con tiempo de sobra. No esta vez. No ese día.

Aún recuerdo haber escuchado el alboroto que provenía desde el exterior del edificio. Me asomé por la ventana y presencié lo que parecía una escena tomada de alguna película de acción. Luces azules y rojas se reflejaban por el cristal. Desde mi oficina, en el quinto piso, podía ver cómo el estacionamiento se llenaba de autos de policía, mientras que algunos uniformados, doce o quince, se apresuraban hacia la entrada de nuestro edificio. Parecía una operación perfectamente coordinada. Recuerdo lo que pensé en ese momento: «¡Qué emocionante!».

Como era costumbre, mi mente comenzó a divagar. ¿Qué estaba pasando? ¿Alguna amenaza de bomba? Esa parte de la ciudad era muy tranquila y nunca había pasado algo semejante, al menos nada de que lo yo me hubiese enterado.

¡PUM! En ese momento cayó la puerta de mi oficina.

—¡Doctor McKenna! —Fueron las primeras palabras que escuché—. ¡Doctor Lucas McKenna! —Esta vez, mi nombre completo.

Al voltear la mirada, descubrí al menos media docena de uniformados, todos apuntando su arma hacia mí, mientras gritaban y balbuceaban cosas que yo no podía entender. La situación dejó de ser emocionante.

—¿Qué sucede? —pregunté.

—¿Es usted el doctor Lucas McKenna? —gritó el primer oficial que entró en mi oficina.

—Ese es mi nombre —contesté orgullosamente, aunque para ese entonces estaba convencido de que no estaban ahí para pedirme un autógrafo.

—Queda usted detenido —contestó el uniformado.

Por primera vez en mi vida escuché esas palabras en vivo y no en un programa de televisión. Después, el oficial, que ahora se encontraba a mi lado, me tomó de la cabeza y, con una fuerza brutal, me empujó hacia el suelo. Mis anteojos se partieron en dos al estrellarse en el piso de concreto.

—¡Lo tenemos! —celebró uno de los oficiales.

Inmediatamente, ese mismo hombre tomó mis manos y las jaló hacia mi espalda. Soy relativamente delgado, así que no le fue difícil. El metal helado de las esposas que colocó sobre mis muñecas me provocó escalofríos. Como pude, volteé a verlo.

—Disculpe, señor policía, me podría explicar de qué se trata todo esto. —

Está usted arrestado, señor —contestó con voz firme, mientras apretaba las esposas.

—Disculpe de nuevo, pero de eso ya me di cuenta. Lo que me gustaría saber es por qué. —Debo confesar que mi gusto por el sarcasmo nunca me ha beneficiado en nada.

—Está usted bajo arresto por el asesinato del doctor Benjamín Price —me contestó.

Todo quedó en silencio. Todo, excepto el eco de las mismas palabras que escuché una y otra vez en mi cabeza: «El asesinato del doctor Benjamín Price».

Benjamín Price, Ben, mi socio, mi amigo: mi hermano. Conocí a Ben cuando estudiábamos en la Universidad de Princeton. Siempre quise pensar que de alguna manera nos detectamos el uno al otro: de la misma manera en que un imán atraería una aguja en un pajar. Fue durante la clase de química avanzada; no muchos estudiantes levantan la mano para opinar en la clase de química avanzada. Pero, esa vez, éramos dos los que buscábamos llamar la atención del profesor. Era como una competencia, una carrera por demostrar quién tenía mayor conocimiento en la materia. Una tras otra, contestábamos las preguntas y opinábamos sobre el tema, como un juego de ajedrez. Incluso, corría el rumor de que los demás estudiantes apostaban entre ellos para ver quién saldría victorioso de los dos. Algunos pensaban que Ben era más inteligente; otros apostaban a mi favor. Al final, resultamos prácticamente a la par y mucho, mucho más capaces que el maestro Bowers. Claro, el catedrático era inteligente, tal vez más de lo normal, pero creo que sobra decir que Ben y yo estábamos en otro nivel.

Fue desde aquel entonces cuando nos convertimos en mejores amigos. Ben y yo teníamos mucho en común: nos gustaban los mismos libros, la misma música, las mismas películas, y éramos parecidos hasta en materias del corazón. ¿A qué me refiero? A que en ese entonces ambos nos enamoramos de la misma chica. Aún recuerdo la primera vez que la miré: cabello largo oscuro, los ojos color miel más hermosos que jamás había visto en mi vida y una sonrisa que podía iluminar el cielo.

Esto intensificó entre Ben y yo lo que ya conocíamos como «la batalla de los cerebros». Claro, esta vez el duelo era por ver quién ganaba el corazón de nuestra amada.

La batalla se prolongó durante años. Dos, para ser exactos. Y debo decir que aquel no fue un duelo romántico habitual, sino mucho más que eso. Pero la rivalidad en cuestiones del corazón nunca interfirió con nuestra amistad o con nuestros proyectos, los cuales incluían cambiar el mundo. Sí, Ben y yo teníamos la idea de que, si combinábamos nuestros cerebros y los enfocábamos en algo productivo, terminaríamos por inventar algo inimaginable y, de esa manera, cambiaríamos el mundo para bien. Así que, al fin de cuentas, aunque fui yo quien salió victorioso y conquistó el corazón de mi amada, Ben terminó siendo el padrino de anillos en mi boda con Kara.

Todo eso era Ben para mí. Así que pueden imaginar lo que sentí mientras me arrastraban por el suelo de la oficina y era acusado de haber asesinado a mi mejor amigo y, ahora, exsocio.

Ben y yo nos hicimos socios varios años atrás, cuando comenzamos nuestro propio laboratorio en el cuarto de triques de mi departamento. Conforme pasó el tiempo, nos convertimos en científicos exitosos, realizando investigaciones para gigantes farmacéuticos y, en algún momento, hasta para el mismo gobierno de los Estados Unidos. Lo teníamos todo, incluyendo una sustanciosa cuenta de banco. Así pasaron los años, hasta que decidimos dejar de trabajar para otras empresas y comenzar a trabajar en nuestros propios proyectos.

Al poco tiempo, Ben y yo convertimos nuestra compañía en una empresa pública. Las acciones no tardaron en venderse y subir de valor a niveles inesperados. Eso nos permitió concentrarnos en algo que ambos habíamos estado investigando durante diez años, si no es que durante más tiempo, pero, debido a la carga de trabajo, no habíamos podido dedicarnos a ello al cien por ciento. Era algo grande y, cuando digo grande, me refiero a algo lo suficientemente grande como para cambiar el mundo. Algo que podría transformar nuestro estilo de vida, y no me refiero sólo al propio, sino al de toda la humanidad. Estábamos orgullosos de la investigación y seguros de que lograríamos un cambio positivo en el planeta.

Me gustaría decirles que tuvimos éxito, pero no fue así. Estuvimos cerca de obtenerlo, pero, al final, la desaparición repentina de mi socio acabó con cualquier probabilidad de alcanzar el éxito. Y porque todo esto sucedió antes de que Ben y yo pudiéramos hacer pública la investigación, nadie más que nosotros sabía del proyecto o de qué tan cerca estuvimos de hacerlo realidad. Por eso, las acusaciones en mi contra me tomaron por sorpresa. Para mí, estas no tenían ningún sentido. ¿Por qué habría yo de querer asesinar a mi mejor amigo?

¡PUM! Cayó el martillo del juez, provocando un estruendoso ruido en la corte. El juicio se llevó a cabo en un cuarto frío y desolado, pobremente iluminado y con un aspecto muy desagradable. Aunque no tenía nada que esconder, el terrible escenario me ponía nervioso.

No voy a entrar en detalles de lo que sucedió durante el juicio por ninguna otra razón más que porque fue extremadamente aburrido. Pasaron las horas y los días mientras los abogados intercambiaban ideas y teorías de cómo pudieron haber sucedido los hechos. La razón principal por la que fui encontrado sospechoso fue por la manera en que Ben desapareció. Ben había asistido a una junta al otro lado del Océano Pacífico y había utilizado el avión privado de la compañía. Debió haber regresado la misma mañana de la junta con los socios, pero el avión nunca llegó a nuestro hangar privado, en Portland, y terminó estrellándose en una montaña, a varias millas de distancia. Lo llamaron sabotaje y, por alguna razón que para mí no tenía sentido, me señalaron como el principal sospechoso.

Al final del día, no hubo ninguna prueba de mi involucramiento en la desaparición de Ben. Y porque vivimos en Estados Unidos, un país en donde se es inocente hasta que se demuestre lo contrario para poder ser procesado penalmente, fui absuelto de todos los cargos en mi contra tan sólo un par de meses después de haber comenzado el juicio. Voy a ser claro y voy a decirlo ahora, para que no quede ninguna duda al respecto: yo no maté ni tuve nada que ver con la desaparición de mi amigo. Al contrario, yo lo apreciaba muchísimo, por lo que la noticia de su muerte me fue devastadora.

No puedo negar que la situación tuvo un alto impacto en mi vida. No importa haber sido encontrado inocente: el simple hecho de haber sido enjuiciado cambia tu vida para siempre. La gente a tu alrededor comienza a verte de manera extraña y desagradable, como si padecieras una enfermedad contagiosa. Automáticamente, y como si fuera regla general, la gente deja de confiar en ti.

¿Cómo me afectó todo esto? Les explico. Los socios del laboratorio decidieron retirar su inversión, argumentando que corrían riesgo si el capital permanecía en la empresa. Traté de buscar nuevos inversionistas, pero, debido a que la noticia del juicio había tenido una difusión nacional, me fue sumamente difícil conseguir cita alguna para exponer mis proyectos con la gente de dinero. Esto provocó que finalmente cerrara mi laboratorio.

Para mi desgracia, la devastadora muerte de mi mejor amigo no fue suficiente, sino que tuve que cancelar la investigación más importante de mi vida. Si hubiera encontrado la manera de continuarla, sin duda alguna lo hubiese hecho, pero, en aquel entonces, ninguna solución me vino a la mente. En ese momento, lo que me atormentaba era la muerte de mi querido amigo y el hecho de saber que, si hubiéramos tenido más tiempo, hubiéramos logrado nuestro objetivo.

Después de varios meses de pensar y planear, hice lo que cualquier genio millonario sin trabajo y con una mala reputación hubiera hecho en mi situación: aceptar un puesto de maestro en el pequeño pueblo de Templeville.

Era el escenario perfecto, un pueblo remoto, a varios kiló- metros de Portland, pero aún dentro del estado de Maine: un lugar en el que la noticia de mi juicio o el hecho de quién era yo pasaban desapercibidos. Inmediatamente acepté la propuesta de ser maestro de ciencias en la escuela primaria. Ese trabajo me permitiría tener acceso a un laboratorio, algo que puede ser muy conveniente cuando eres científico de profesión. Así que empaqué mis maletas y me mudé al pueblo. El director de la escuela se sorprendió al ver mi currículum, el cual de ninguna manera incluía información indeseada o que hiciera referencia a lo acontecido. Nada mal para un exconvicto, ¿verdad? (lo sé: ni siquiera estuve preso ni fui declarado culpable, pero la palabra suena intrigante, ¿no? Exconvicto). Pasaron un par de semanas hasta que terminé de instalarme. El pueblito no estaba tan mal. Si tuviera que describirlo, comenzaría por decir que, al verlo por primera vez, parecía que hubiese viajado en una máquina del tiempo a los años cincuenta. Sus diminutas casas estaban rodeadas de altos pinos; creaban la ilusión de ser una decoración navideña, de fechas decembrinas. El centro del pueblo era precioso, y desde ahí se admiraban las enormes montañas que circundaban a la comunidad.

En el invierno, Templeville quedaba cubierto de nieve y la gente salía a las calles a cantar villancicos y a tomar chocolate caliente. Cuando llegaba el otoño, adquiría tonos amarillos y marrones. El ayuntamiento parecía tener prohibido recolectar las hojas caídas de los árboles, así que se veía prácticamente como una tarjeta postal. Las flores prosperaban maravillosamente durante la primavera y el mejor lugar para admirar la lluvia caer era desde el porche de tu propia casa.

No menos atractivo era el verano: era el tiempo perfecto para salir a nadar al lago, así como la mejor época del año para los granjeros que tenían sus rancherías en los límites de la ciudad. En una simple frase: Templeville era el típico pueblo americano. Sus habitantes aún se reunían en el ayuntamiento, y hasta la gente adulta gritaba «dulce o truco» cuando llegaba la temporada en que todos se disfrazan para asustar al prójimo.

No puedo mentir, al inicio, mi trabajo como maestro de ciencias era muy aburrido. No, «aburrido» no es la palabra que estaba buscando, la palabra es «insoportable». Como todos, había escuchado las historias sobre lo difícil que puede ser la vida de un catedrático, pero, si en verdad quiero ser realista, debo decir que cualquier historia que puedan haber escuchado no es nada comparada con la realidad. Fue entonces cuando cambié mi perspectiva acerca de esos hombres y mujeres que dedican su vida a la docencia; desde ese momento en adelante, para mí, quien dedica su vida a la educación del prójimo es un héroe.

Otra de las razones por las que este cambio fue muy difícil para mí, fue que estaba acostumbrado a trabajar en un lugar donde a diario se manejaban diferentes cepas de toxinas peligrosas o diferentes tipos de vacunas genéticas. Mi trabajo, en aquellos años, era mucho más, cómo puedo decirlo, ¿trascendente? Y aquí, el mayor de mis problemas era conseguir suficientes sapillos para la clase de disección o recaudar fondos para poder comprar equipo nuevo para el laboratorio. Así que, sí, tuve momentos difíciles mientras me acostumbraba a mi nueva vida. Pero todo cambió la tarde que tuve que visitar el pequeño hospital del pueblo para recoger los suministros de la clase del día siguiente. Sí, esa noche, mi vida dio otro giro hacia lo inesperado».

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Nuevas hazañas y desafíos cambiarán las vidas de estos cinco jóvenes al descubrir los talentos que oculta el cerebro humano.

‘En la corte del lobo’ de Hilary Mantel

Putney 1500

-Vamos, levántate.

Ha caído derribado, aturdido, mudi: desplomado cuan largo es en el empedrado del patio. Ladea la cabeza, vuelve los ojos hacia el portón, como si pudiese llegar alguien a ayudarle. Un solo golpe, en el lugar adecuado, podría matarla ahora.

Le cae por la cara la sangre del corte de la cabeza (el primer objetivo de su padre). Se añade a esto que no puede abrir el ojo izquierdo; aunque, de reojo, puede ver con el derecho a su padre se le ha descosido una costura de la bota. El bramante se ha soltado del cuero y un nudo duro que hay en él le ha alcanzado en la ceja y le ha abierto otro corte.

-¡Vamos, levántate! –le grita Walter mientras estudia dónde asestar la patada siguiente. Él alza un poco la cabeza y avanza sobre el vientre, procurando hacerlo sin sacar las manos, que a Walter le encanta pisotear.

-¿Qué eres, una anguila? –pregunta su padre. Luego retrocede, toma impulso y le asesta otra patada.

Exhala con ella el último aliento; eso piensa él, que debe de ser el último. La frente vuelve al suelo. Espera, tendido, que Walter salte sobre él. La perra, Bella, está ladrando, encerrada en un cobertizo. <<La echaré de menos>>, piensa él. El patio huele a cerveza y a sangre. Alguien grita abajo, en la orilla del río. Nada duele, o tal vez sea que duele todo, porque no hay ningún dolor diferenciado que pueda señalar. Pero nota el frío en un punto exacto: justo en el pómulo que tiene apoyado en las piedras.

-Mira, mira –vocifera Walter. Salta a la pata coja como si estuviese bailando-. Mira lo que he hecho. Reventar la bota dándote patadas en la cabeza.

Palmo a palmo. Palmo a palmo, hacia adelante. <<No importa que te llame anguila, gusano o culebra. No alces la cabeza, no le provoques>>. La sangre le tapona la nariz y tiene que abrir la boca para respirar. Aprovecha la distracción momentánea de su padre por la pérdida de su excelente bota para vomitar.

-Eso es. Vomítalo todo  -grita Walter. Vomítalo todo, en mi buen estado empedrado-. Vamos, muchacho, arriba. Veamos cómo te levantas. ¡Por la sangre de Cristo reptante, ponte de pie!

<<¿Cristo reptante? –se pregunta él- ¿Qué quiere decir?>> Ladea la cabeza, apoyando el pelo en el vómito. La perra ladra, Walter vocifera y las campanas repican al otro lado del río. Tiene una sensación de movimiento, como si el suelo sucio se hubiese convertido en el Támesis. Su superficie cede y se balancea. Él deja escapar el aliento, un gran jadeo final. <<Esta vez lo has hecho>>, le dice una voz a Walter. Pero él cierra los oídos, o Dios los cierra por él. Se ve arrastrado corriente abajo, en una marea negra y profunda.

Extracto de ‘En la corte del lobo’ de Hilary Mantel

CORTE

SINOPSIS 1520. Inglaterra. Si el rey muere sin un heredero varón, la guerra civil amenaza con destruir el país. Enrique VII quiere divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena. Pero la oposición del papa es tajante. En este tiempo problemático y de necesidad llega Thomas Cromwell, hijo de un herrero, asciende al poder que se enfrenta al Parlamento, a la nobleza, a la clase política, al papa, y perfila una Inglaterra a su medida y a la de los deseos del rey.

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Una novela que despliega el gran espectáculo de la depredación humana. Un fascinant edesfile de deseos, ambiciones y sentimientos.

‘Una reina en el estrado’ de Hilary Mantel

Sus hijas caen del cielo. Él observa desde la silla del caballo, atrás se extienden acres y más acres de Inglaterra; caen, las alas doradas, una mirada llena de sangre cada una. Grace Comwell revolotea en el aire tenue. Es silenciosa cuando atrapa su presa, y silenciosa cuando se desliza en su puño. Pero los ruidos que hace entonces, el susurrar y el crujir de plumas, el suspiro y el roce del ala, el pequeño cloqueo de la garganta, ésos son sonidos de reconocimiento, íntimos, filiales, casi reprobatorios. Tiene franjas de sangre en el pecho y le cuelga carne de las garras.

Más tarde Enrique dirá: <<Tus niñas vuelan bien hoy>>. El halcón Anne Cromwell salta en el guante de Rafe Sadler, que cabalga al lado del rey en tranquila conversación. Están cansados; cae el sol y regresan cabalgando a Wolf Hall, las riendas flojas sobre el cuello de las monturas. Mañana saldrán su esposa y sus dos hermanas. Esas mujeres muertas, sus huesos sepultados hace mucho en el barro de Londres, han transmigrado ahora. Se deslizan ingrávidas por las corrientes superiores del aire. No da lástima a nadie. No responden a nadie. Llevan vidas sencillas. Cuando miran abajo no ven más que su presa, y las plumas prestadas de los cazadores: ven un universo revoloteando en fuga, un universo ocupado todo él por su comida. Todo el verano ha sido así, un torbellino de desmembramiento, piel y pluma volando; pegando a los perros de caza para que se retiren y fustigándolos para estimularlos, acariciando los caballos cansados, los cuidados, por los gentilhombres, de contusiones, torceduras y ampollas. Y durante unos cuantos días al menos, ha brillado sobre Enrique el sol. En algún momento de antes del mediodía, llegaron presurosas nubes del oeste y cayó la lluvia en grandes gotas perfumadas; pero volvió a salir el sol con un calor tórrido, y tan claro está ahora que si miras arriba puedes ver el Cielo por dentro y observar lo que están haciendo los santos.

Cuando desmontan, entregando los caballos a los mozos de establo y aguardando al rey, su pensamiento está ya trasladándose a los asuntos del gobierno: despechos de Whitehall, traídos al galope por las rutas de correo que se trazan por dondequiera que la corte va. Durante la cena con los Seymour escuchará respetuosamente cualquier historia que sus anfitriones quieran contar: cualquier cosa que el rey pueda aventurar, desgreñado, feliz y cordial como parece estar esta noche. Cuando el rey se haya ido a la cama, empezará su noche de trabajo.

Aunque ha terminado ya el día, enrique no parece inclinado a entrar en la casa. Se queda inmóvil mirando alrededor, aspirando el sudor del caballo, con la ancha franja rojiza de una quemadura del sol cruzándole la frente. Ese día, a primera hora, perdió el sombrero, así que, siguiendo la costumbre, los otros cazadores de la partida se vieron obligados a quitarse el suyo. El rey rechazó todos los sombreros que le ofrecieron para sustituir el perdido. Mientras la oscuridad invade furtiva bosques y campos, habrá sirvientes buscando el temblor de una pluma negra entre la hierba oscura, o el brillo de su enseña de cazador, un san Huberto con ojos de zafiro.

Extracto de ‘Una reina en el estrado’ de Hilary Mantel

REINA

SINOPSIS Thomas Cromwell es el primer ministro de Enrique VIII y sabe que la seguridad de la nación está en juego. Ana Bolena, segunda esposa del rey por cuyo amor Enrique ha roto con Roma, no ha cumplido su promesa y no le ha dado un heredero a Inglaterra para asegurar la línea de los Tudor. Durante la visita de Enrique a Wolf Hall, Cromwell observa los amores del rey con Jane Seymour. Ni el ministro ni el rey saldrán indemnes del teatro sangriento de los últimos días de Ana.

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Un juego de tronos apasionante.
                                                                                Ganadora del Man Booker Prize 2012. 

‘¡Quemen Barcelona!’ de Guillem Martí

Ciudad de México, septiembre de 1946

El sol pega de lo lindo en el D.F. No es que a él eso lo haya cogido por sorpresa. Hace un par de años, cuando llegó a México, lo hizo con la cabeza llena de imágenes flamígeras. De hombres echándose sofocantes siestas cobijados bajo enormes sombreros de colorines; de pueblecitos polvorientos y requemados por un viento asfixiante y de desiertos de piedras afiladas y cactus a punto de arde en llamas. Luego resultó que en la capital charra, el tiempo era más templado de lo que parecía en las películas. Pero este verano del 46 ha salido especialmente riguroso. Nota el sudor formándose en la frontera entre el pelo y la piel goteando lentamente por la nuca, hasta empaparle el cuello de la camisa blanca, recién planchada.

Pero no es el sol el que lo hace sudar como un pecador en un confesionario. Es la angustia.

Ignorando el calor, camina a buen paso hasta llegar a una avenida el triple de ancha que su añorado paseo de Pi i Margall y se detiene, incómodo. Nunca conseguirá acostumbrarse a aquellas vías tan extensas. Ríos formados por corrientes de coches embravecidos, donde a los peatones no les queda otra que encomendarse a aquellas lucecitas rojas y verdes que regulan el flujo del tráfico inhumano. A pesar de su recelo, cuando el semáforo madura, el chorro de automóviles se detiene igual que  lo haría un niño a indicación de un maestro severo, cediéndole el paso con mansedumbre.

Cruza sin dilación. Por nada del mundo quiere saber cómo sería encontrarse en mitad de la calzada cuando la luz cambie de color. Las ciudades deberían ser lugares para vivir, reflexiona una vez más. Y en la capital de México, él, de momento, sólo está consiguiendo sobrevivir.

Y gracias.

Aunque no debería quejarse. Tal y como le ha ido en la vida, sobrevivir ya es mucho.

Llega al otro lado de una pieza, mientras siente la riada de metal y caucho retomando la marcha a su espalda. No le ha sobrado tiempo. Ignora los coches que pasan por su lado y sigue, resuelto, por la acera. Pronto vislumbra la gran explanada salpicada de marquesinas, cada una identificada con un número, que se abre escasamente a un centenar de metros a su izquierda. Atracados en muchos de aquellos muelles distingue coches de línea de colores y compañías diferentes, de los que suben y bajan pasajeros en tránsito. Y, más allá, los surtidores de carburante alineados bajo un porche de cemento pintado de amarillo, frente a la terminal. Éste es un edificio enorme, con tejado a dos aguas, de paredes encaladas y con la palabra MEXOLUB rotulada en elegantes caracteres de color rojo que recuerdan a los conductores cuál es el mejor lubricante para el motor de su vehículo.

Extracto de ‘¡Quemen Barcelona!’ de Guillem Martí

BARCELONA

SINOPSIS Esta es la historia olvidada de un héroe que salvó Barcelona.  A días antes de la entrada del ejército rebelde en Barcelona, llega la orden del Komintern de arrasar la ciudad y será Miquel Serra i Pámies, miembro del PSUC y conseller de la Generalitat, el encargado de llevar a cabo esta orden de tierra quemada. Pero Miquel se jugará la vida y el amor para boicotear estos planes.

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Guillem Martí

Historia basada en hechos reales, a partir de que durante la Guerra Civil española se ordena hacer tierra rasa de la ciudad de Barcelona ante la inminente llegada de las tropas franquistas.

‘Geek Girl de Holly Smale

Me llamo Harriet Manners y soy una freaky o una geek, que viene a ser lo mismo.

Sé que soy una geek porque lo acabo de buscar en el diccionario. Puse una crucecita al lado de los síntomas que reconocía y creo que los tengo todos. Lo cual –debo reconocer honestamente- no me sorprendió demasiado. El hecho de que tenga el diccionario en mi mesita de noche debió ser una pista. Que tenga un lápiz del museo de Historia Natural y una regla al lado del mismo para poder subrayar las entradas más interesantes sin torcerme tendría que haber sido otra.

Ah, y también está la palabra GEEK escrita en rotulador rojo en el bolsillo exterior de mi mochila. Eso pasó ayer.

No lo escribí yo, claro. Si yo misma decidiese pintarrajear un objeto de mi propiedad, escogería alguna frase impactante de un libro realmente bueno, o un hecho que no demasiada gente conociese. Y, sobre todo, no lo escribiría en rojo. Lo haría en negro, en azul o incluso en verde. No soy una gran fan del color rojo, aunque sea el que tiene la mayor longitud de onda dentro del espectro visible por el ojo humano.

Para ser totalmente franca contigo, debo decir que no tengo ni idea de quién decidió escribir en mi mochila –aunque tengo mis sospechas-, pero puedo confirmar que su letra es casi indescifrable. Sin duda no debí escuchar en clase de lengua el otro día cuando nos dijeron que la escritura es una forma muy importante de expresión del yo. Lo cual es casi mejor, porque así si encuentro un rotulador del mismo tono quizá pueda escribir una R entre la G y la E, cambiar la segunda E por una C, y agregar una C, una I y una A. Y así podré insinuar que se trata de una referencia a mi interés por la historia antigua y, posiblemente, el queso griego.

Personalmente prefiero el cheddar, pero bueno, nadie tiene por qué saberlo.

En fin, para resumir: como parece que mi mochila, el vándalo anónimo que la pintarrajeó y el diccionario coinciden, sólo puedo concluir que soy, en efecto, una geek.

¿Sabes que hace varios siglos la palabra “geek” se empezó a utilizar para designar a una persona que participaba en los carnavales y cuya atención consistía en arrancar la cabeza de un mordisco a un pollo vivo, una serpiente o un murciélago?

En efecto. Sólo una geek sabría una cosa así.

Creo que esto lo llaman ironía.

Extracto de ‘Geek Girl de Holly Smale’

GEEK

SINOPSIS Harriet Manners es la chica geek de su escuela y parece que no le agrada a nadie. Así que, cuando alguien le da la oportunidad de reinventarse Harriet no lo duda ni un momento. ¿Podrá pasar a ser la chica geek que sabe muchas cosas curiosas a ser chic?