Lee un extracto de «Pasado Perfecto», el libro de Leonardo Padura

«No necesito pensarlo para comprender que lo más difícil seria abrir los ojos, Aceptar en las pupilas la claridad de la mañana que resplandecía en los cristales de las ventanas y pintaba con su iluminación gloriosa toda la habitación, y saber entonces que el acto esencial de levantar los parpados es admitir que dentro del cráneo se asienta una masa resbaladiza, dispuesta a emprende un baile doloroso al menor movimiento de su cuerpo. Dormir, tal vez soñar, se dijo, recuperando la frase machacona que lo acompaño cinco horas antes, cuando cayo en la cama, mientras respiraba el aroma profundo y oscuro de su soledad. Vio en una penumbra remota su imagen de penitente culpable, arrodillado frente al inodoro, cuando descargaba oleadas de vomito ambarino y amargo que parecía interminable. Pero el timbre del teléfono seguía sonando como ráfagas de ametralladora que perforaban sus oídos y trituraban su cerebro, lacerado en una tortura perfecta, cíclica, sencillamente brutal. Se atrevió. Apenas movió los parpados y debió cerrarlos: el dolor le entro por las pupilas y tuvo la simple convicción de que quería morirse y la terrible certeza de que su deseo no iba a cumplirse. Se sintió muy débil, sin fuerzas para levantar los brazos y apretarse la frente y entonces conjurar la explosión que cada timbrazo maligno hacia inminente, pero decidió enfrentarse al dolor y alzo un brazo, abrió la mano y logro cerrarla sobre el auricular del teléfono para moverlo sobre la horquilla y recuperar el estado de gracia del silencio.

Sintió deseos de reír por su victoria, pero tampoco pudo. Quiso convencerse de que estaba despierto, aunque no podía asegurarlo. Su brazo colgaba a un costado de su cama, como una rama partida, y sabia que la dinamita alojada en su cabeza lanzaba burbujas efervescentes y amenazaba con explotar en cualquier momento. Tenia miedo, un miedo demasiado conocido y siempre olvidado. También quiso quejarse, pero la lengua se le había fundido en el fondo de la boca y fue entonces cuando se produjo la segunda ofensiva del teléfono. No, no, coño, no, ¿por qué?, ya, ya, se lamento y llevo su mano hasta el auricular y, con movimientos de grúa oxidada, lo trajo hasta su oreja y lo soltó.

Primero fue el silencio: el silencio es una bendición. Luego vino la voz, una voz espesa y rotunda y creyó que temible.

-Oye, oye, ¿me oyes?- parecía decir-, Mario, aló, Mario, ¿tu me oyes?- Y le falto valor para decir que no, que no, que no oía ni quería oír, o, simplemente, esta equivocado.

-Si, jefe- logro susurrar al fin, pero antes necesito aspirar hasta llenarse los pulmones de aire, obligar a sus dos brazos a trabajar y llegar a la altura de la cabeza y conseguir que sus manos distantes apretaran las sienes para aliviar el vértigo de carrusel desatado en su cerebro.

-Oye, ¿qué te pasa?, ¿eh? ¿Qué cosa es lo que te pasa?- era un rugido impío, no una voz.

Volvió a respirar hondo y quiso escupir. Sentía que la lengua le había engordado, o no era la suya.

-Nada jefe, tengo migraña. O la presión alta, no sé…

-Oye, Mario, otra vez no. Aquí el hipertenso soy yo, y no me digas más jefe. ¿Qué te pasa?

-Eso, jefe, dolor de cabeza.

-Hoy amaneciste vestido de jodedor, ¿verdad? Pues mira, oye esto: se te acabo el descanso.

Sin atreverse a pensarlo abrió los ojos. Como lo había imaginado, la luz del sol atravesaba los ventanales y a su alrededor todo era brillante y cálido. Fuera, quizás, el frio había cedido y hasta podría ser una linda mañana, pero sintió deseos de llorar o algo que se le parecía bastante.»

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Una novela del reciente ganador del Premio Princesa de Asturias en Literatura, otorgado al conjunto de su obra.

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