‘La leona blanca’, un perturbadora novela de la saga Wallander

La corredora de fincas Louise Åkerblom salió del banco Sparbanken de Skurup poco después de las tres de la tarde del viernes, 24 de abril. Se detuvo unos instantes en medio de la acera e inspiró profundamente el aire fresco, mientras pensaba qué iba a hacer. Lo que más le apetecía era dar ya por concluida la jornada laboral y dirigirse en automóvil hasta su casa en Ystad. Por otro lado, le había prometido a una viuda que la llamó por la mañana que se pasaría a ver una casa que la señora tenía intención de poner en venta. Intentaba calcular cuánto tiempo le llevaría la visita. «Una hora más o menos», se dijo, «seguro que no más de una hora». Además, tenía que ir a comprar pan. En condiciones normales, era su marido, Robert, quien se encargaba de hornear todo el pan que necesitaban; pero precisamente aquella semana el hombre no había tenido tiempo, así que Louise cruzó la plaza y giró a la izquierda hacia la panadería. Un timbre anticuado tintineó cuando abrió la puerta. Era la única cliente y la dependienta, Elsa Person, recordaría más tarde su aparente buen humor y sus comentarios acerca de lo agradable que era el que la primavera se hubiese decidido a llegar por fin.

Compró pan de centeno y se le ocurrió dar una sorpresa a la familia con unos bollos de merengue y caramelo para el postre. Hecho esto, regresó al banco, en cuyo aparcamiento, situado a la espalda del edificio, había dejado el coche. Se cruzó por el camino con la joven pareja de Malmö que acababa de comprarle una casa y que había estado en el banco hasta entonces, concretando los detalles de la compra, pagando al vendedor y firmando el contrato de compraventa y la hipoteca. Se alegraba con ellos por la sensación de ser dueños de su propia vivienda, aunque al mismo tiempo le preocupaba el que quizá no pudiesen satisfacer los pagos. Eran tiempos difíciles en los que casi nadie podía sentirse seguro en su puesto laboral. ¿Qué ocurriría si él se quedaba sin trabajo? Con todo, ella se había tomado la molestia de realizar un análisis exhaustivo de la economía de los dos jóvenes. A diferencia de otras muchas personas de su edad, ellos no se habían cargado de insensatas deudas contraídas por el uso inmoderado de las tarjetas de crédito. Por otro lado, la joven esposa parecía ser de esa clase de mujeres ahorrativas, así que no les costaría sacar adelante su crédito hipotecario. En caso contrario, podía llegar el día en que viese la casa puesta en venta otra vez. Quizás incluso ella misma, o quién sabe si Robert, fuesen los encargados de venderla de nuevo, ya que no habían sido pocas las ocasiones en que, en el transcurso de unos cuantos años, había vendido la misma casa dos y hasta tres veces.

Abrió el coche y marcó el número de la oficina de Ystad desde el teléfono del automóvil, pero Robert ya se había marchado a casa. Escuchó su voz en la grabación del contestador automático, en la que se informaba de que la Agencia Inmobiliaria Åkerblom había cerrado hasta el lunes a las ocho de la mañana.

Al principio se sorprendió de que Robert se hubiese ido a casa tan pronto, pero recordó enseguida que tenía una cita con el contable justamente aquella tarde. «Hasta luego, voy a ver una casa en Krageholm, después saldré para Ystad. Son las tres y cuarto, así que estaré en casa para las cinco.» Una vez grabado el mensaje, volvió a colocar el teléfono en su soporte. Era posible que Robert regresase a la oficina después de la reunión con el contable.

Echó mano de una carpeta de plástico que había en el asiento del acompañante y sacó un plano que ella misma había garabateado siguiendo las instrucciones de la viuda. La casa se encontraba en un desvío entre Krageholm y Vollsjö. Le llevaría poco más de una hora llegar hasta allí, inspeccionar la casa y la parcela, y regresar a Ystad.

Sin embargo, empezó a dudar de su decisión. «La inspección puede esperar», pensó. «Mejor me voy a casa por la carretera de la costa y me paro un rato a contemplar el mar. Al fin y al cabo, ya he vendido una casa hoy, así que ya está bien.»

Mientras tarareaba un salmo, puso en marcha el motor del coche y se disponía a salir de Skurup cuando, a punto de girar hacia la calle de Trelleborgsvägen, volvió a cambiar de parecer. Cayó en la cuenta de que ni el lunes ni el martes tendría tiempo de inspeccionar la casa de la viuda, que tal vez quedase decepcionada y encomendase la venta de su casa a otra inmobiliaria, un lujo que no podían permitirse. Eran tiempos bien difíciles, en que la competencia resultaba cada día más dura. En realidad, nadie podía permitirse dejar escapar un objeto de venta, a menos que fuese evidente que sería imposible deshacerse de él.

Lanzó, pues, un suspiro y torció hacia el lado contrario: la carretera de la costa y el mar tendrían que esperar. Miraba el plano de vez en cuando, y pensó que la semana siguiente compraría una pinza sujetapapeles, para no tener que estar girando la cabeza cada vez que quisiera asegurarse de que no se había equivocado de camino. La casa de la viuda no parecía muy difícil de localizar y, pese a que nunca antes había pasado por el desvío que la dueña del inmueble le había mencionado, conocía la zona con los ojos cerrados, pues el año siguiente haría diez desde que ella y Robert abrieron la inmobiliaria.

«¡Vaya!», se sorprendió. «Diez años ya.» El tiempo había pasado muy rápido, demasiado. Durante esos diez años había tenido dos hijos y había trabajado con Robert con denuedo y ahínco para establecer la inmobiliaria. Era consciente de que habían empezado en un buen momento para poner en marcha ese tipo de negocio. De haberlo intentado hoy, jamás habrían logrado ganarse un lugar en el mercado. Por tanto, debería sentirse satisfecha, ya que Dios había sido generoso con ella y con su familia. Decidió que hablaría de nuevo con Robert sobre la posibilidad de aumentar sus donativos a la asociación benéfica infantil. Él se mostraría reticente, claro, pues pensaba más que ella en el dinero, pero al final lograría convencerlo, como siempre.

De repente, se dio cuenta de que se había equivocado de carretera y detuvo el vehículo. Las reflexiones sobre la familia y los diez últimos años la habían hecho saltarse el primer desvío. Sonrió moviendo la cabeza al tiempo que prestaba atención al camino antes de dar la vuelta y retroceder por la misma carretera por la que había llegado.

Pensó que Escania era una región hermosa, hermosa y abierta, aunque también llena de misterio. Todo aquello que, a primera vista, parecía plano, podía transformarse de pronto en profundas hondonadas donde las casas y las granjas quedaban incomunicadas como islas. Nunca dejaban de sorprenderla las variaciones radicales del paisaje cuando viajaba por la región para inspeccionar viviendas o para mostrarlas a posibles compradores.

Justo después de haber pasado Erikslund, se detuvo en el arcén para consultar la descripción de la viuda y comprobó que iba por buen camino. Giró a la izquierda con la esperanza de divisar cuanto antes el hermoso trayecto que conducía hasta Krageholm. Era una carretera ondulante que serpenteaba con suavidad hacia el bosque de Krageholm, donde el lago centelleaba abrazado por la fronda. Había hecho aquel trayecto en multitud de ocasiones, pero no se cansaba de verlo.

Después de haber recorrido unos siete kilómetros, empezó a buscar el último desvío. La viuda lo había descrito como un acceso sin asfaltar para tractores, pero fácil de transitar. Cuando llegó a la altura del desvío, aminoró la marcha y giró a la derecha. Se suponía que la casa se encontraría en el lado izquierdo, a un kilómetro más o menos.

Extracto de La leona blanca, un caso del detective Kurt Wallander, escrito por Henning Mankell.

La-leona-blanca-portada

La leona blanca, de Henning Mankell, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

146010_la-leona-blanca_9788483102374.jpg

Una de las novelas políticamente más comprometidas de Henning Mankell.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *