«El poder de las tinieblas» El segundo título de la serie detective Charlie Parker.

«El poder de las tinieblas» El segundo título de la serie detective Charlie Parker, del escritor, John Connolly.

Aquí puedes leer el primer capítulo.

«La navaja de Billy Purdue se hundió un poco más en mi mejilla y un  hilo de sangre me recorrió la cara. Me tenía apresado contra la pared con su cuerpo, me inmovilizaba los hombros con los codos y mantenía las piernas tensas y pegadas a las mías para protegerse la entrepierna. Cerró más los dedos alrededor de mi cuello, y pensé: «Billy Purdue. Tendría que haber sabido con quién trataba…».
Billy Purdue era pobre, pobre y peligroso, a lo que, por si fuera poco, se añadía cierto resentimiento y frustración. En él la amenaza de violencia era siempre inminente. En torno a él flotaba como una nube, que ofuscaba su juicio e influía en las acciones de los demás, de modo que cuando entraba en un bar y tomaba una copa o alcanzaba un taco de billar para jugar una partida, tarde o temprano empezaban los problemas. Billy Purdue no necesitaba buscar pelea. La pelea lo buscaba a él.

Parecía que sucedía como por contagio, tanto era así que, aun si el propio Billy conseguía evitar el conflicto -por lo general él no lo perseguía, pero cuando lo encontraba rara vez lo rehuía-, uno podía apostar diez contra cinco a que el nivel de testosterona aumentaría en el bar lo suficiente como para inducir a cualquier otra persona a plantearse la posibilidad de iniciar un altercado. Billy Purdue habría provocado una pelea en un cónclave cardenalicio con sólo echar un vistazo al interior de la sala. Se lo mirara por donde se lo mirase, la presencia de Billy Purdue nunca auguraba nada bueno.

Hasta la fecha no había matado a nadie y nadie había logrado matarlo a él. Cuanto más se prolonga una situación así, mayores son las probabilidades de que acabe mal, y Billy Purdue un mal principio en espera de un final peor. Algunos lo describian como un accidente que se estuviera incubando como larga y lenta muerte de una estrella. El suyo era un imparable descenso hacia la vorágine.

Yo no sabía gran cosa acerca del pasado de Billy Purdue, no por aquel entonces. Sabía que siempre andaba metido en líos con la policía. Tenía unos antecedentes penales que parecían un catálogo de delitos menores: desde causar alborotos en el colegio y pequeños hurtos hasta conducir bajo los efectos del alcohol, pasando por la venta de objetos robados, agresión, allanamiento de morada, alteración del orden público, impago de pensión alimenticia… La lista era interminable. Al ser huérfano, había pasado por sucesivas familias de acogida en su infancia, y en ninguna se lo quedaban más tiempo del que sus nuevos padres tardaban en descubrir que causaba tantos problemas que el dinero de los servicios sociales no compensaba. Así son algunas familias de acogida: ven a los niños como un negocio, como ganado o pollos, hasta que se dan cuenta de que si un pollo se pone inaguantable se le puede cortar la cabeza y guisarlo para la comida del domingo. Con un delincuente infantil, en cambio, las opciones se reducen. Hubo pruebas de negligencia por parte de muchos de los padres de acogida de Billy Purdue, y sospechas de malos tratos graves en los dos últimos casos como mínimo.

Billy encontró algo parecido a un hogar en la casa de un viejo y su esposa, en el norte del estado, una pareja especializada en chicos difíciles. El hombre había acogido a unos veinte niños antes de Billy y, cuando conoció a éste un poco, quizá pensó que ya había tenido suficiente. No obstante, intentó hacer entrar en vereda a Billy y durante un tiempo éste fue feliz, o tan feliz como podía llegar a ser. Después una temporada vagando sin rumbo. Acabó en Boston y anduvo en compañía de la banda de Tony Celli, hasta que se pasó de la raya con quien no debía y lo mandaron de regreso a Maine, donde conoció a Rita Ferris, siete años menor que él, y se casó con ella. Tuvieron un hijo pero, verdadero niño en aquella relación fue siempre Billy.

En la actualidad tenía treinta y dos años ya la constitución de un toro, los músculos de los brazos como enormes jamones, las manos anchas y fuertes, los dedos casi hinchados de tan robustos. Tenía los ojos pequeños y porcinos y los dientes desiguales, y el aliento  le olía a licor de malta y pan de masa fermentada. Tenía mugre bajo las uñas y una erupción en el cuello, granos con puntas blancas, por afeitarse con una hoja vieja y mellada.

Tuve oportunidad de observara a Billy Purde cerca tras  fracasar en mi intento de inmovilizarlo con una llave de judo, entonces él me empujo contra la pared de su caravana Airstream, un ruinoso vehículo de diez metros instalado en las inmediaciones de Scarborough Downs, que apestaba a ropa sucia, a comida y a semen de varios días. Sujetándome con fuerza por el cuello con una mano, me tenía levantado en el aire de modo que apenas rozaba el suelo con las puntas de los pies. Con la otra mano sostenía la navaja de hoja corta con la que me había cortado a un par de centímetros por debajo del ojo izquierdo. Sentía el goteo de mi propia sangre desde el mentón.

Probablemente, tratar de hacerle una llave no había sido buena idea. De hecho, en la escala de las buenas ideas, se situaba en algún punto entre votar a Ross Perot e invadir Rusia en invierno. Habría tenido más posibilidades si me hubiese propuesto inmovilizar con una llave a la propia caravana; aun recurriendo a todas mis fuerzas para apartar de mí el brazo de Billy Purdue, éste permanecía tan rígido e inamovible como la estatua del poeta en Longfellow Square. Mientras tomaba conciencia de hasta qué punto había sido mala idea optar por la llave, Billy tiró de mí, me golpeó en la cabeza con la palma abierta de su enorme mano derecha y volvió a empujarme contra la pared de la caravana, utilizando sus grandes muñecas para impedirme que moviera los brazos. Aún me zumbaba la cabeza por efecto del manotazo y me dolía el oído. Pensé que me había reventado el tímpano, pero de pronto noté que aumentaba la presión en el cuello y comprendí que quizá ya no tendría que preocuparme por el tímpano durante mucho más tiempo.

Hizo girar la navaja y sentí una nueva punzada de dolor. Ahora la sangre corría copiosamente y me caía en el cuello de la camisa blanca desde el mentón. Casi morado de ira, con la respiración entrecortada, Billy escupía saliva entre los dientes apretados cada vez que resoplaba.

Mientras concentraba su atención en asfixiarme, deslicé la mano derecha bajo mi chaqueta y percibí la fría empuñadura de la Smith & Wesson. A punto de perder el conocimiento, conseguí desenfundarla y mover el brazo lo suficiente para hundir la boca del cañón en la carne blanda de la papada de Billy. En sus ojos, una luz roja destelló brevemente y comenzó a apagarse. Noté que la presión en el cuello se reducía y la navaja se apartaba de la herida, y me desplomé. Cuando intenté llenar de aire mis pulmones vacíos con inspiraciones estertóreas y poco profundas, me dolió la garganta. Mantuve a Billy encañonado, pero se habia dado media vuelta. Ahora que el acceso de rabia empezaba a remitir, parecía haber perdido interés en el arma y también en mí. Sacó un cigarrillo de un paquete de Marlboro y lo encendió. Me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y el dolor de oído se intensificó de nuevo. Decidí no mover más la cabeza.

-¿Por qué has intentado hacerme una llave? -preguntó Billy con tono dolido. Me miró y advertí auténtico disgusto en su expresión-. No deberías haberlo hecho.

Desde luego era todo un personaje. Tomé aire unas cuantas veces, aspirando ya más profundamente, y hablé. La voz me salió ronca y tuve la sensación de que me habían restregado gravilla en la garganta. Si Billy no hubiese sido tan pueril, quizá le habría asestado un culatazo.

-Has dicho que ibas a por un bate de béisbol y sacudirme el polvo, si no recuerdo mal -respondí.

-Eh, has sido tú el maleducado -replicó, y la luz roja pareció brillar otra vez por un instante.

Yo seguía apuntándole con la pistola y él seguía sin mostrar la menor preocupación. Me pregunté si sabía algo acerca del arma que yo ignoraba. Quizá, mientras hablábamos, el hedor procedente de la caravana estaba descomponiendo las balas.

«Maleducado.» Me disponía a negar otra vez con la cabeza. cuando me acordé del oído y decidí que, dadas. la. s circunstancias, quizá me conviniese más no moverla. Había visitado a Billy Purdue por hacerle un favor a Rita, ahora su ex esposa, que vivía en un pequeño apartamento de Locust Street, en Portland, con Donald, su hijo de dos años. Rita había obtenido el divorcio hacía seis meses, y desde entonces Billy no había pagado ni un centavo para el mantenimiento del niño. Durante mi adolescencia, conocí a la familia de Rita en Scarborough. El padre había muerto en un atraco frustrado a un banco en el año 83 y la madre,pese pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido mantener unida a la familia. Un hermano fue a prisión; otro, acusado de trafico de drogas se había fugado, y la hermana mayor de Rita vivía en Nueva York y había roto todo vínculo con sus hermanos.

Rita era rubia, guapa y esbelta, pero los malos tragos de la vida empezaban a pasarle factura a su aspecto físico. Billy Purdue nunca le había pegado ni la había maltratado pero, propenso a los arrebatos de ira ciega, había destruido los dos apartamentos donde vivieron durante su matrimonio; a uno de ellos le prendió fuego después de una juerga de tres días en South Portland. Rita despertó justo a tiempo de llevarse de allí a su hijo, que por entonces contaba un año, antes de regresar para sacar a rastras a Billy, inconsciente, y dar la alarma para evacuar el resto del edificio. Al día siguiente solicitó el divorcio.

En la actualidad, Billy aguardaba una oportunidad para mejorar y vivía al borde de la pobreza. En invierno trabajaba como leñador, cortando árboles de Navidad o trasladándose a los bosques de la compañía maderera más al norte. El resto del tiempo hacía lo que podía, que no era mucho. Tenía la caravana en un terreno propiedad de Ronald Straydeer, un indio penobscot de Old Town que se había establecido en Scarborough al regresar de Vietnam. Ronald formó parte del cuerpo K-9 durante la guerra y había guiado patrullas del ejército por los senderos de la selva con Elsa al lado, su perra pastora alemana. La perra era capaz de oler a los guerrilleros del Vietcong en el aire, me contó Ronald, e incluso en una ocasión encontró agua potable cuando un pelotón quedó peligrosamente desprovisto de reservas. Al retirarse las tropas estadounidenses, dejaron allí a Elsa como «excedente militar» para el ejército de Vietnam del Sur. Ronald llevaba una fotografía del animal en la cartera, con la lengua fuera y un par de placas de identificación colgando del cuello. Imaginaba que los vietnamitas se la habían comido en cuanto se marcharon los americanos, y nunca quiso otro perro. Al final se quedó con Billy Purdue en su lugar.

Billy sabía que su ex esposa quería trasladarse a la Costa Oeste e iniciar allí una nueva vida, y que, para hacerlo, necesitaba el dinero que Billy le debía. Billy no quería que se fuera. Todavía creía  que era posible salvar la relación, y ni el divorcio ni una orden que le prohibía acercarse a menos de treinta metros de su ex posa es habían hecho cambiar de opinión.

Yo había accedido a abordar a Billy como favor a Rita después de que ella me telefonease y nos reuniésemos en su apartamento. Y cuando le dije a Billy Purdue que Rita no volvería a su lado y que tenía la obligación legal de pagarle el dinero que le debía, él se fue a por el bate de béisbol y las cosas se complicaron.

-La quiero -dijo. Dio una calada al cigarrillo y de sus orificios nasales se elevaron dos columnas de humo como exhalaciones de un toro especialmente irascible-. ¿Quién va a cuidar de ella en San Francisco?

Me levanté como pude y me enjugué parte de la sangre del cuello con la manga de la chaqueta, que quedó húmeda y manchada. Por suerte la chaqueta era negra, aunque el hecho mismo de que eso me pareciera una suerte decía mucho acerca del día que estaba teniendo.
-Billy, ¿cómo van a sobrevivir ella y Donald si no le das el dinero que has de pagarle por orden del juez? -pregunté-. ¿Cómo  va a arreglárselas Rita sin eso? Si te preocupas por ella, tienes que pagarle.

Me miró y luego bajó la vista. Deslizó la puntera del zapato por el mugriento linóleo.

-Siento haberte hecho daño, tío, pero… -Se llevó la mano a la nuca y se rascó entre el pelo oscuro y desgreñado-. ¿Vas a ir a la policía?

Si hubiera tenido intención de «ir a la policía», no habría informado de ello a Billy Purdue. El arrepentimiento de Billy era tan sincero como el de Exxon cuando naufragó el Exxon Valdez. Además, si acudía a la policía, meterían a Billy en chirona y Rita seguiría sin recibir su dinero. Pero había algo raro en el tono de su voz cuando preguntó por la policía, algo que yo debería haber percibido pero pasé por alto. Billy tenía la camiseta negra empapada de sudor, y manchas de barro seco en los bajos del pantalón. Por su organismo corría tal cantidad de adrenalina que a su lado las hormigas parecían tranquilas. Eso debería haberme hecho deducir que a Billy no le preocupaba la  policía de una posible denuncia por agresión o por impago de la pensión para el mantenimiento de su hijo. No hay n las cosas en retrospectiva.

-Si le pagas el dinero, te dejaré en paz -dije.

Se encogió de hombros.

-No tengo mucho. No llego a los mil dólares.

-Billy, le debes casi dos mil dólares. Me parece que no acabas de entender la situación.

O quizá sí la entendía. La caravana era un estercolero; conducía un Toyota con agujeros en el suelo, y ganaba cien dólares semanales, o a lo sumo ciento cincuenta, con el transporte de basura y madera. Si dispusiera de dos mil dólares, estaría en otra parte. Sería además otra persona, porque Billy Purdue nunca tendría dos mil dólares en su haber.

-Tengo quinientos -admitió por fin, pero en su mirada se reflejó algo nuevo cuando lo dijo, un vago asomo de astucia. -Dámelos -respondí.

Billy no se movió.

-Billy, si no me pagas, vendrá la policía y te encerrará hasta que pagues. Si te encierran, no ganarás dinero para pagarle a nadie, y eso me parece un círculo vicioso.

Pensó en ello durante un momento y al final metió la mano bajo el inmundo sofá al fondo de la caravana y sacó un sobre arrugado. Me dio la espalda, contó quinientos dólares y volvió a guardar el sobre. Me tendió el dinero con gran artificio, como un mago que hace aparecer el reloj de un espectador después de un truco especialmente impresionante. Eran billetes nuevos, con números de serie consecutivos. A juzgar por el aspecto del sobre, habían dejado atrás a muchos amigos.

-¿Vas al cajero automático del Fleet Bank, Billy? -pregunté. Me parecía poco probable. La única manera de que Billy Purdue sacase dinero de un cajero automático era arrancándolo de la pared con un bulldozer.

-Dile algo de mi parte -pidió-. Dile que quizás haya más en el sitio de donde ha salido éste, ¿queda claro? Dile que quizá ya no soy un perdedor. ¿Me entiendes? -Esbozó una sonrisa de superioridad, la clase de sonrisa que te dirige un tonto de remate cuando cree saber algo que tú ignoras. Sospeché que si Billy Purdue lo sabía, se trataba de algo que no me interesaba compartir con él. Me equivocaba.

-Te entiendo, Billy. Dime que no sigues trabajando para Tony Celli. Dímelo.

Aunque el brillo de opaca astucia permaneció en su mirada, su  sonrisa vaciló un poco.

-No conozco a ningún Tony Celli.

-Permíteme que te refresque la memoria. Un mafioso de Boston, un fulano alto que se hace llamar Tony «el Limpio». Empezó controlando putas, y ahora quiere controlar el mundo. Anda metido en drogas, porno, préstamos con usura, todo aquello contra lo que existe alguna ley, así que hoy por hoy sus esperanzas de recibir un premio al mérito civil son tan bajas que ni entran en la clasificación. -Guardé silencio por un instante-. Trabajaste para él, Billy. Te estoy preguntando si aún lo haces.

Sacudió la cabeza como si intentase expulsar un tapón de agua del oído y a continuación desvió la mirada.

-Bueno, en fin, puede que de vez en cuando haya hecho alguna que otra cosa para Tony. Sí, por supuesto. Sale más a cuenta que transportar basura. Pero no veo a Tony desde hace mucho tiempo. Mucho mucho tiempo.

-Más vale que digas la verdad, Billy, si no, mucha gente va a querer hablar muy seriamente contigo.

No respondió y yo no insistí. Cuando agarré los billetes de su mano, se acercó y volví a levantar la pistola. Su cara quedó a un par de centímetros de la mía, y el cañón del arma contra su pecho.

-¿Por qué haces esto? -preguntó, y me llegó su aliento y vi avivarse de nuevo las ascuas del resplandor rojo de antes. La sonrisa había desaparecido por completo-. Rita no puede permitirse un detective privado.

-Es un favor -contesté-. Conocía a su familia.

Dudo que me oyese siquiera.

-Cómo va a pagarte? -Volvió la cabeza a un lado mientras reflexionaba sobre su propia pregunta. Luego añadió-: Te la estás tirando?

Le sostuve la mirada.

-No. Y ahora retrocede.

Continuó donde estaba y, al cabo de un momento, con expresión ceñuda, se apartó despacio.

-Más te vale -dijo mientras yo abandonaba la caravana y salía a la oscura noche de  diciembre.

El dinero debería haberme  puesto sobre aviso, claro está. Era imposible que Billy Purdue lo hubiese ganado honradamente, y tal vez tendría que haberle presionado al respecto, pero estaba dolorido y deseaba alejarme de él.

Mi abuelo, que fue también policía hasta que topó en el norte con aquel tétrico árbol de extraños frutos que le marcaría de por vida, contaba a veces un chiste que era algo más que un chiste. Un hombre le dice a un amigo que se marcha a una partida de cartas «Pero si está amañada», afirma el amigo. «Lo sé», dice él. «Pero es la única partida del pueblo.»

Ese chiste, el chiste de un muerto, volvería a acudir a mi memoria en los días posteriores, cuando las cosas empezaron a torcerse. Me acordaría también de otros comentarios de mi abuelo, comentarios que distaban mucho de ser chistes, aunque habían sido motivo de risa para muchos. Menos de setenta y dos horas después de las muertes de Emily Watts y varios hombres en Prouts Neck, Billy Purdue se convertiría en la única partida del pueblo, y las fantasías de un viejo cobrarían vida de forma violenta.
Al pasar por Oak Hill, me detuve en el banco y saqué doscientos dólares de mi cuenta por el cajero automático. El corte que tenía debajo del ojo ya no sangraba, pero supuse que, si intentaba limpiarme la costra, la hemorragia empezaría de nuevo. Fui a la consulta de Ron Archer en Forest Avenue, que visitaba dos noches por semana, y me dio tres puntos.

-¿Qué estabas haciendo? -preguntó mientras se preparaba para inyectarme un anestésico.

Iba a decirle que no se molestara, pero temí que pensase que pretendía hacerme el héroe. El doctor Archer, a sus sesenta años, era un hombre apuesto, de aspecto distinguido, elegante cabello plateado y tan buen trato con sus pacientes que algunas mujeres solitarias deseaban acostarse con él para que las sometiera a un reconocimiento médico íntimo e innecesario.

-Intentaba sacarme una pestaña del ojo -contesté.

-Utiliza un colirio. Comprobarás que no duele tanto y, después, aún conservarás el ojo.

Limpió la herida con una torunda y se inclinó hacia mí con la jeringuilla. Hice una mueca cuando me puso la inyección.

-Un chico mayor y valiente -masculló-. Si no lloras, cuando hayamos terminado te daré una chocolatina.

-Seguro que en la facultad de Medicina todos hablaban de lo gracioso que es en su trato con los pacientes.

-En serio, ¿qué te ha pasado? -preguntó a la vez que comenzaba a coser-. Esto parece una herida de arma blanca y te e saliendo moretones en el cuello.

-He intentado hacerle una llave a Billy Purdue y no he salido precisamente airoso.

-¿Purdue? ¿Ese chiflado que estuvo a punto de matar a su mujer y a su hijo en un incendio? -Archer enarcó las cejas, que se alzaron en su frente como dos cuervos asustados-. Debes de estar aún más loco que él. -Continuó cosiendo-. Como médico tuyo, es mi deber advertirte que, si sigues cometiendo estupideces como ésa, es muy posible que en el futuro necesites un tratamiento más especializado que el que yo pueda ofrecerte. -Pasó la aguja una vez más y cortó el hilo-. Aunque imagino que la transición a la senilidad a ti no te representará un problema grave. -Se apartó un paso y examinó con orgullo su obra-. Magnífico -dictaminó con un suspiro-. Un bordado precioso.

-Si me miro en el espejo y veo que me ha cosido un corazoncito en la cara, no me quedará más remedio que prenderle fuego a su consulta.

Envolvió con cuidado las agujas usadas y las metió en un recipiente de protección.

-Los puntos se disolverán dentro de unos días -dijo-. Y no juguetees con ellos. Ya sé cómo sois los niños.

Lo dejé allí riéndose y me dirigí en coche al apartamento de Rita Ferris, cerca de la catedral de la Inmaculada Concepción y del cementerio del Este, donde están enterrados Burrows y Blythe, ese par de jóvenes necios. Murieron durante un innecesario combate naval en el que se enfrentaban el bergantín Enterprise de Estados Unidos y el británico Boxer de los que eran los respectivos capitanes, frente a las costas de la isla de Monhegan durante la guerra de 1812. Recibieron sepultura ulltura en el cementerio del Este tras un multitudinario funeral dobleque acabó con un desfile por las calles de Portland. Cerca de ellos se alza un momumento de mármol dedicado al teniente Kervin Waters, que resultó  herido en la misma batalla y tardó en morir dos atroces anos. Contaba solo dieciséis años cuando le hirieron y dieciocho cuando murió. No sé por qué me acordé de ellos mientras me dirigía al apartamento de Rita Ferris. Después de conocer a Billy Purdue, quizá tenía plena conciencia de lo que malgastar una una vida joven.

Doblé por Locust y dejé atrás la iglesia anglicana de San Pablo a mi derecha y el mercadillo de beneficencia d San Vicente de Paúl a la izquierda. Rita Ferris vivía al final de la calle, frente a la escuela Kavanagh. Era un ruinoso edificio blanco de tres plantas al que se accedía por unos peldaños de piedra que conducían hasta una puerta, flanqueada a un lado por los timbres y los números de los apartamentos, y al otro por una hilera de buzones abiertos.

Una mujer negra acompañada de una niña pequeña, probablemente su hija, abrió la puerta de entrada cuando me acercaba y me miró con recelo. En Maine la población negra es escasa si se compara con otros estados: el noventa y nueve por ciento era aún blanco a principios de los arios noventa. Se requiere mucho tiempo para salvar semejante diferencia, así que quizá su cautela fuese justificada.

Le dediqué a la mujer mi mejor sonrisa en un intento de tranquilizarla.

-He venido a ver a Rita Ferris. Está esperándome.

Si en algo cambió su expresión, fue para endurecerse aún más. Su perfil parecía labrado en ébano.

-Si le espera, llame al timbre -replicó, y me cerró la puerta en la cara.

Dejé escapar un suspiro y llamé. Rita Ferris contestó; se oyó el chasquido del pestillo, y subí por la escalera hasta el apartamento.

A través de la puerta cerrada del apartamento de Rita, en la segunda planta, oí que daban Seinfeld en el televisor y la tos blanda de un niño. Llamé dos veces con los nudillos y la puerta se abrió. Rita se hizo a un lado para dejarme entrar. Sostenía a Donald sobre la cadera derecha, vestido con un pelele azul. Llevaba el pelo recogido en un moño, una deformada sudadera azul, vaqueros y sandalias negras. La sudadera estaba manchada de comida y baba del niño. El apartamento, pequeño y bien arreglado pese a los gastados muebles, también olía a niño.

A varios pasos por detrás de Rita había una mujer. Mientras yo las observaba, ésta colocó una caja de cartón llena de pañales, latas de comida y verdura fresca en el pequeño sofá. En el suelo había una bolsa de plástico con ropa de segunda mano y un par de juguetes, y advertí que Rita tenía unos billetes en la mano.

Cuando me vio, se sonrojó, arrugó el dinero y se lo metió en el
bolsillo del pantalón.

La otra mujer me miró con curiosidad y, me pareció, con cierta hostilidad debía de rondar los setenta años, tenia el cabello blanco, con permanente, y los ojos grandes y castaños. Llevaba un abrigo largo de lana, de aspecto caro, sobre un jersey de seda y unos pantalones de algodón entallados. Discretamente, en sus orejas, muñecas y cuello se veían destellos de oro.

Rita cerró lapuerta cuando entré y se volvió hacia la mujer mayor.

-Éste es el señor Parker -dijo-. Ha ido a hablar con Billy por mí. -Se llevó la mano al bolsillo posterior del vaquero y señaló tímidamente con la cabeza a la mujer-. Señor Parker, le presento a Cheryl Lansing. Una amiga.

Le tendí la mano para saludarla.

-Encantado de conocerla -dije.

Tras vacilar por un instante, Cheryl Lansing me estrechó la mano con sorprendente fuerza.

-Igualmente.

Rita suspiró y decidió ampliar un poco su presentación.

-Cheryl nos echa una mano -explicó-. Nos trae comida, ropa y otras cosas. Sin ella no saldríamos adelante.

Ahora fue la mujer de mayor edad quien pareció incomodarse. Levantó la mano como quitándole importancia y dijo una o dos veces «Calla, criatura». Luego se ciñó el abrigo y besó a Rita suavemente en la mejilla antes de concentrar su atención en Donald. Le alborotó el pelo, y el pequeño sonrió.

-Me pasaré otra vez por aquí dentro de una o dos semanas -anunció a Rita.

Una expresión de pena apareció en el rostro de Rita, como si tuviera la sensación de que en cierto modo trataba con descortesía a su invitada.

-¿Seguro que no quiere quedarse? -preguntó.

Cheryl Lansing me lanzó una mirada sonrió.

-No, gracias. Esta noche aún me queda un largo camino por delante, y sin duda el señor Parker y tú tenéis mucho de que hablar.

Dicho esto, me dirigió un gesto de despedida y se marchó. La observé mientras bajaba por la escalera: servicios sociales, supuse, quizas, icluso, una asistente de San Vicente al fin y al cabo, estaban en la acera de enfrente. Rita pareció adivinarme el pensamiento.

-Es un amiga, sólo eso -dijo en voz baja-. Ahora quiere asegurarse de que estemos bien. 

Cerró la puerta y echó la llave. A continuación me miró el ojo.

-¿Eso se lo ha hecho Billy?

-Surgieron ciertas diferencias.

-Lo siento. No pensaba que fuese a agredirle -Una expresión de sincera preocupación se reflejó en su cara, que de pronto me pareció hermosa pese a las ojeras y las arrugas que se abrían paso entre sus facciones al igual que grietas a través de yeso antiguo.

Se sentó y se puso a Donald en equilibrio sobre la rodilla. Era un niño grande, con enormes ojos azules y una permanente ex-presión de ligera curiosidad. Me sonrió, levantó un dedo, lo bajó otra vez y miró a su madre. Ella le sonrió, y el niño soltó una carcajada y le dio hipo.

-¿Le traigo un café? -dijo Rita-. Le ofrecería una cerveza, pero no tengo.

-No bebo, gracias. Sólo he venido para darle esto.

Le entregué los setecientos dólares. Pareció paralizada de asombro hasta que Donald intentó agarrar un billete de cincuenta dólares para llevárselo a la boca.

-Eh, eh -dijo Rita y alejó el dinero de su hijo-. Bastante caro resulta ya mantenerte. -Separó dos billetes de cincuenta y me los ofreció-.Acéptelos, por favor. Por lo que ha pasado, por favor.

Le cerré la mano que me tendía con el dinero y la aparté con delicadeza.

-No lo quiero -respondí-. Como le dije, se trata de un favor. He tenido una charla con Billy. Me parece que en estos momentos dispone de un poco de efectivo y quizás comience a cumplir con sus obligaciones. Si no lo hace, el asunto podría quedar en manos de la policía.

Rita asintió con la cabeza. -Billy no es mala persona, señor Parker. Simplemente esta confuso, y muy resentido, pero quiere a Donnie más que a nada en el mundo. Creo que haría cualquier cosa para impedir que lo alejase de él.

Eso era lo que a mí me preocupaba. Aquella llama roja el la mirada de Billy se encendía con excesiva facilidad, y en su interior habían anidado rabia y rencor suficientes para mantenerla viva durante mucho tiempo.

Me levanté para irme. En el suelo, junto a mis pies, vi uno de los juguetes de Donald, un camión rojo de plástico con capó amarillo que chirrió cuando lo recogí y lo dejé en una silla. El ruido distrajo a Donald por un instante, pero enseguida centro de nuevo su atención en mí.

-Pasaré por aquí la semana que viene, para ver cómo van las cosas.

Le tendí un dedo a Donald, y el me lo agarro con su pequeña mano. De pronto me asaltó la imagen de mi propia hija haciendo eso mismo y me invadió una profunda tristeza. Jennifer estaba muerta. Había muerto con mi esposa a manos de un asesino que, convencido del escaso valor de ambas, las había destrozado y exhibido a modo de advertencia para otros. También el estaba muerto, capturado y abatido e Louisiana, pero eso no me proporcionaba el menor consuelo. Así no se cuadran los libros de cuentas.

Con delicadeza,retiré el dedo del puño de Donald  y le di una palmadita en la cabeza. Rita me siguió hasta la puerta con Donald otra vez en la cadera.

-Señor Parker… -empezó a decir.

-Bird -dije a la vez que abría la puerta-. Así me llaman mis amigos.

-Bird, quédate, por favor. -Con la mano libre me toco la mejilla-. Por favor ahora voy a acostar a Donald. No tengo otra manera de agradecértelo.

Cuidadosamente le aparté la mano y le besé la palma. Olía a crema para las manos y Donald.

-Lo siento, no puedo -dije.

Pareció un poco desilusionada.

-¿Por qué no? ¿No me encuentras guapa?

Alargué el brazo y le acaricie el pelo, y ella inclinó la cabeza bajo mi mano.

-No es eso contesté-. No es eso ni mucho menos.

Rita sonrió. Fue una sonrisa débil pero una sonrisa al fin y al cabo.

-Gracias -dijo, y me rozó la mejilla con los labios.

Nuestra ensoñación se vio perturbada por Donald, a quien se le ensombreció el rostro cuando toqué a su madre y de repente empezó a pegarme con su manita.

-¡Eh! -dijo Rita-. Basta ya.

Pero el niño continuó pegándome hasta que aparté la mano.

-Se muestra muy protector conmigo -aclaró ella-. Seguro que ha pensado que querías hacerme daño.

Donal, con el pulgar en la boca, hundió la cabeza en el pecho de su madre y me miró con recelo. Rita, enmarcada por la luz de apartamento, permaneció en el rellano a oscuras  cuando bajé por la escalera. Le levantó la mano a Donald parta despedirse de mi, y yo le devolví el gesto.

Fue la última vez que los vi vivos».

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