‘El metal y la escoria’, la nueva novela de Gonzalo Celorio

La mujer de gruesas carnes, olorosas a pesebre y a morcilla, le dio la bendición sin llantos ni palabras: sólo con el ademán de aquellas manos curtidas por el bálago y el carbón, las almaradas y la piedra pómez, tan diestras para ordeñar vacas como para bordar sábanas y servilletas. Del padre tampoco recibió palabra alguna; sólo una caricia enérgica en la nuca. 

Emeterio vio por última vez aquellos bultos negros contra el sol del amanecer. De saber que así habría de recordarlos siempre -parados en medio del patio terregoso de La Texa, recortados por la luz rasante a sus espaldas-, hubiera vuelto la cabeza para clavarse en la memoria el semblante, la expresión, la piel de aquellos rostros que el sol le impedía ver con precisión y que el tiempo iría cubriendo de neblina, pero el miedo de arrepentirse y quedar convertido en estatua de sal le mantuvo la mirada adelante, fija en el punto en el que pensó que se encontraba el porvenir.

Sus padres se quedaron inmóviles en el patio, entre el revoloteo de las gallinas y el ladrido de los perros, hasta que Emeterio se perdió, cuesta abajo, entre los vericuetos del caserío. Un poco más de tiempo todavía, hasta que se hicieron a la idea de que ese agujero de sus carnes no se taparía con suspiros deshilvanados, sino haciendo todo lo que su hijo hacía: sacar el agua del pozo, recoger la leña del castañedo, cargar el burro con el saco de maíz para llevarlo a la tahona, afilar la guadaña y segar la mala hierba del huerto, cuidar a las gallinas de la constante amenaza de los raposos, triturar la paja para alimentar a las vacas y al pollino, sacar el estiércol del establo y volcarlo en el prado, custodiar la ya hipotecada pomarada por las noches con la escopeta cargada con cartuchos de sal para espantar a los ladrones de manzanas.

En el puente de piedra, por el que se cruza el enjuto río Bedón para llegar a la plazoleta del poblado, Emeterio se topó con la niña Crisanta, a quien se le había adherido el polvo de la pendiente a las mejillas recién lavadas. Llevaba la herrada al hombro para sacar agua del pozo. Él no supo qué decirle; ella, tampoco: lo miró de frente, como nunca lo había visto, pues antes de esa mañana sólo había recibido las miradas penetrantes de Emeterio que se le clavaban en la nuca durante la misa de los domingos. Ella puso el cubo de madera en el suelo. Él la tomó de la mano. A ella, en un parpadeo, se le quedó una lágrima temblando en las pestañas.  Él estuvo a punto de enjugarla y decirle una mentira, pero ella se la secó con el dorso de la mano. Alzada de puntitas, estrenando pantorrillas de mujer, le dio un beso furtivo que le tapó la boca. Y se alejó corriendo, con el rostro encendido y las sienes palpitantes, rumbo a su casa, para estar ahí de regreso antes de que sus padres se percataran de su desmañanada ausencia.

Extracto de El metal y la escoria, de Gonzalo Celorio.

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El metal y la escoria, de Gonzalo Celorio, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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