“El guante de cobre”, segunda parte de la saga “Magisterium”

Lee el primer capítulo del segundo libro de la saga Magisterium, El guante de cobre, de las autoras Holly Black y Cassandra Clare.

CALL TOMÓ UN TROZO de aceitoso pepperoni de su pizza y metió la mano bajo la mesa. Al instante, notó la lamida de la húmeda lengua de Estrago, y el lobo caotizado se tragó la comida. —No des de comer a esa cosa —le dijo su padre, de mal humor—. Uno de estos días te arrancará la mano de un mordisco. Call le acarició la cabeza a Estrago sin hacer caso a su padre. Últimamente, Alastair no estaba muy contento con él. No quería oírlo hablar de los días que había pasado en el Magisterium. No le gustaba nada que Rufus, su antiguo maestro, lo hubiera escogido como aprendiz. Y había estado a punto de arrancarse los cabellos cuando Call había regresado a casa con un lobo caotizado. Durante toda su vida, su padre y él habían estado juntos y solos, acompañados por las historias de su padre sobre lo malvada que era su antigua escuela, la misma a la que ahora asistía Call, a pesar de haber hecho todo lo posible por no ser admitido. Cuando volvió a casa después de su primer año en el Magisterium, ya sabía que estaría enfadado, pero no había pensado en cómo sería vivir con un padre tan enfadado. Antes todo era fácil entre ellos; ahora todo resultaba… tenso. Call confiaba en que eso sólo se debiera al Magisterium. Porque la alternativa sería que Alastair supiera que Call era secretamente malvado. Además, todo el asunto de ser «secretamente malvado» lo inquietaba. Y mucho. Había comenzado a hacer una lista mental: cualquier prueba de que era un Señor del Mal iba en una columna y cualquier prueba en contra iba en otra. Se había acostumbrado a repasar esa lista antes de tomar cualquier decisión. ¿Un Señor del Mal se tomaría el resto del café? ¿Qué libro sacaría de la biblioteca un Señor del Mal? ¿Vestir todo de negro era algo propio de un Señor del Mal o sólo una elección normal en el día de lavar la ropa? Lo peor era que estaba seguro de que su padre jugaba al mismo juego, contando y recontando, siempre que lo miraba, los Puntos de Señor del Mal que acumulaba. Pero Alastair únicamente podía tener sospechas. No podía estar seguro. Había cosas que sólo sabía Call. No podía dejar de pensar en lo que el Maestro Joseph le había dicho: que él, Callum Hunt, tenía el alma del Enemigo de la Muerte; que él era el Enemigo de la Muerte y su destino era el Mal. Incluso en la acogedora cocina pintada de amarillo en la que su padre y él habían comido juntos miles de veces, las palabras le resonaban en los oídos. El alma de Callum Hunt está muerta. Expulsada del cuerpo, aquella alma se marchitó y murió. El alma de Constantine Madden ha echado raíces y ha crecido, renacida e intacta. Desde entonces, sus seguidores han trabajado para que pareciera que no había dejado este mundo, para que tú estuvieras a salvo. Protegido. Para que tuvieras tiempo de madurar. Para que pudieras vivir. —¿Call? —lo llamó su padre, mirándolo de forma extraña. «No me mires —quiso decir Call. Y al mismo tiempo deseó preguntarle—: ¿Qué ves cuando me miras?»

Alastair y él estaban compartiendo la pizza favorita de Call, pepperoni y piña, y en circunstancias normales habrían estado charlando sobre la última escapada del chico al pueblo o sobre cualquier arreglo que Alastair estuviera haciendo en su garaje, pero éste no hablaba y a Call no se le ocurría nada que decir. Extrañaba a sus mejores amigos, Aaron y Tamara, pero no podía hablar de ellos delante de su padre porque eran parte del mundo de la magia, el que Alastair odiaba. Call se levantó de la silla. —¿Puedo salir al patio con Estrago? Ceñudo, Alastair miró al lobo, antes un adorable cachorro que había crecido hasta convertirse en un monstruo adolescente y patilargo que ocupaba un territorio considerable debajo de la mesa. El lobo miró al padre de Call con sus ojos caotizados y la lengua colgando. Gimió suavemente. —Muy bien —contestó Alastair con un suspiro de resignación—. Pero no tardes mucho. E intenta que no te vean. La mejor manera de evitar que los vecinos monten un escándalo es controlar las circunstancias en las que ven a Estrago. Estrago se levantó de un salto, y sus uñas repicaron sobre el piso de linóleo mientras se dirigía a la puerta. Call sonrió. Sabía que sentir una extraña devoción por una bestia caotizada le daba un montón de Puntos de Señor del Mal, pero no podía arrepentirse de haberse quedado con el lobo. Claro que seguramente ése era el problema de ser un Señor del Mal: no te arrepentías de lo que deberías arrepentirte. Call intentó no pensar en eso. Era una cálida tarde de verano. El patio estaba cubierto de hierba ya muy larga; Alastair no era especialmente meticuloso en su cuidado, siendo como era la clase de persona más interesada en mantener alejados a los vecinos que en compartir trucos sobre cómo cortar el pasto. Call se entretuvo tirándole un palo a Estrago, que éste le devolvía meneando la cola y con los ojos chispeantes. Habría corrido con Estrago de haber podido, pero su maltrecha pierna le impedía moverse deprisa. Estrago parecía entenderlo, y pocas veces se apartaba de él. Después de que Estrago recogiera el palo unas cuantas veces, cruzaron juntos la calle hasta un parquecillo, y el lobo corrió hacia los arbustos. Call buscó una bolsa de plástico en los bolsillos. Seguro que los Señores del Mal no recogían la popó de sus perros, así que cada paseo contaba como un punto en la columna buena. —¿Call? Éste se volvió sorprendido. Aún fue más su sorpresa al ver quién le hablaba. Kylie Myles se había recogido el pelo con dos pinzas con unicornios y sujetaba una correa rosa. En el otro extremo había lo que parecía ser una pequeña peluca blanca, aunque también podría haber sido un perro. —¿Sa…? Humm —repuso Call—. ¿Sabes cómo me llamo? —Creo que no te he visto por aquí últimamente —contestó Kylie, que parecía decidida a no hacer caso de la sorpresa de Call. Puso una voz más grave—. ¿Te has cambiado de colegio? ¿Vas a la escuela de ballet? Call se vio atrapado por la duda. Kylie había estado con él en la Prueba de Hierro, el examen de acceso al Magisterium, pero él había pasado y ella había reprobado. Los magos se la habían llevado a otra sala, y no había vuelto a verla. Era evidente que recordaba a Call, ya que lo miraba con una expresión de confusión, pero éste no estaba muy seguro de lo que ella creía que le había pasado. Sin duda, habían cambiado los recuerdos de Kylie antes de devolverla a su casa. Durante un instante de locura, se imaginó explicándoselo todo. Contándole que habían hecho una prueba para entrar en una escuela de magia, no de ballet, y que el Maestro Rufus lo había elegido a él, aunque había sacado peor calificación que ella. ¿Le creería si le decía cómo era la escuela y la sensación de ser capaz de hacer fuego con las manos o de volar por el cielo? Pensó comentarle que Aaron era su mejor amigo y también un makaris, lo que era algo muy importante porque significaba que era uno de los pocos magos vivos que podía hacer magia con el elemento caos. —La escuela está bien —masculló mientras se encogía de hombros, sin saber muy bien qué otra cosa decir. —Me sorprende que entraras —repuso ella, mirándole la pierna, y luego se hizo un incómodo silencio. Call notó su acostumbrado ataque de rabia y recordó exactamente cómo había sido ir a su antigua escuela y que nadie creyera que podía ser bueno en cualquier cosa que comportara un esfuerzo físico. Desde que podía recordar, su pierna izquierda había sido más corta y más débil que la otra. Caminar le causaba dolor, y ninguna de las incontables operaciones que había tenido que soportar le había ayudado. Su padre siempre le había dicho que había nacido así, pero el Maestro Joseph le había contado otra cosa. —Es cuestión de fuerza en la parte superior del cuerpo —replicó Call, altivo, sin saber muy bien qué quería decir. Pero ella asintió, con ojos de asombro. —¿Y cómo es la escuela de ballet? —Muy dura —contestó Call—. Nadie para de bailar hasta caer rendido. Sólo comemos licuados de huevos crudos y proteínas de trigo. Todos los viernes hay una especie de competencia, y los que quedan en pie reciben un chocolate. También tenemos que ver pelis de baile todo el tiempo. Ella estaba a punto de contestarle algo, pero lo interrumpió Estrago que salía de entre los arbustos. El lobo llevaba un palo entre los dientes, y tenía los ojos muy abiertos, con tonos naranjas, amarillos y rojos como si tuviera el fuego del infierno girándole dentro. Mientras Kylie lo miraba con los ojos saliéndosele de las órbitas, Call se dio cuenta de lo enorme que debía de parecerle Estrago, y lo evidente que resultaba que no era ningún perro ni ninguna mascota normal. Kylie soltó un grito. Antes de que Call pudiera decir algo, salió corriendo del parque y se fue a toda velocidad por la calle, con su bola blanca de perrito haciendo esfuerzos por no quedarse atrás. Eso sí que era llevarse bien con los vecinos. Cuando Call llegó a casa, ya había decidido que por mentir a Kylie y asustarla, se tenía que restar todos los puntos buenos que había conseguido por recoger la popó de Estrago. Ese día, la columna de Señor del Mal estaba ganando. —¿Todo bien? —le preguntó su padre al verle la cara, mientras Call cerraba la puerta. —Sí, claro —contestó él tristemente. —Bien. —Alastair carraspeó para aclararse la garganta—. He pensado que esta tarde podríamos salir —propuso—. Ir al cine. Call se sorprendió. No habían hecho muchas cosas juntos desde que había vuelto del colegio para pasar el verano. Día tras día, Alastair, que parecía sumido en la tristeza, había estado yendo de la sala de la tele al garaje, donde arreglaba coches viejos y los dejaba reluciendo como nuevos, para luego venderlos a los coleccionistas. A veces, Call agarraba su patineta y paseaba sin demasiado entusiasmo por la ciudad, pero nada parecía muy divertido comparado con el Magisterium. Incluso había comenzado a extrañar el liquen. —¿Qué peli quieres ver? —preguntó Call, que suponía que a los Señores del Mal no les importaba qué película querrían los demás. Eso tenía que contar algo. —Hay una nueva. Con naves espaciales —contestó su padre, y lo sorprendió con esa elección—. Y de camino quizá podríamos dejar ese monstruo tuyo en la perrera. Cambiarlo por algo bonito, como un poodle. O incluso un pit bull. Cualquier cosa que no tenga la rabia. Estrago miró a Alastair con espresión indignada, con los colores de sus extraños ojos dándole vueltas. Call pensó en el perrito peluca de Kylie. —No tiene la rabia —replicó, mientras acariciaba a Estrago en el cuello. El lobo se tiró al suelo y se puso patas arriba, con la lengua colgando, para que Call le pudiera rascar la barriga—. ¿Puede venir? Podría quedarse en el coche con los cristales abajo.

Alastair negó con la cabeza, frunciendo el ceño. —Pues claro que no. Ata esa cosa en el garaje. —No es una cosa. Y seguro que le gustan las palomitas —replicó Call—. Y los ositos de gomita. Alastair miró su reloj y luego señaló el garaje. —Bueno, pues puedes traer unos cuantos para esa cosa. —¡Para él! Con un suspiro, Call llevó a Estrago al taller de Alastair en el garaje. Era un espacio grande, más que la habitación más grande de la casa, y olía a aceite, gasolina y madera vieja. El chasis de un Citroën, sin ruedas ni asientos, se hallaba sobre unos soportes. Montones de amarillentos manuales de reparaciones se apilaban en viejos taburetes, y había faros pendiendo de las vigas. Un rollo de cuerda colgaba sobre un surtido de llaves inglesas. Call la agarró y se la ató al cuello del lobo, sin apretársela. Se arrodilló junto a Estrago. —Pronto empezaremos la escuela otra vez —le susurró—. Con Tamara y Aaron. Y entonces todo volverá a ser como siempre. El lobo gañó como si le hubiera entendido, como si extrañara el Magisterium tanto como él.

A Call le costó prestar atención a la pantalla en el cine, a pesar de las naves espaciales, los extraterrestres y las explosiones. No dejaba de pensar en la forma en que veían las películas en el Magisterium, con un mago del aire proyectando las imágenes sobre la pared de una cueva. Como las controlaban los magos, podía pasar cualquier cosa. Había visto La guerra de las galaxias con seis finales diferentes, y pelí­ culas en las que los chicos del Magisterium se veían proyectados en la pantalla, luchando contra monstruos, volando en coches y convirtiéndose en superhéroes. Comparándola, esa película le parecía un poco sosa. Call se concentró en los trozos que él habría cambiado mientras se zampaba tres raspados de manzana amarga y dos cubetas grandes de palomitas. Alastair miraba la pantalla con una expresión un poco horrorizada, y ni siquiera se volvió hacia Call cuando éste le ofreció unos cacahuates garapiñados. Como tuvo que comerse él solo todas las golosinas, cuando volvieron al coche estaba cargado de azúcar.

—¿Te ha gustado? —preguntó Alastair.

—Es muy buena —contestó Call, porque no quería que Alastair pensara que no agradecía que lo hubiera llevado a ver una peli que nunca hubiera ido a ver él solo—. La parte en la que la estación espacial saltaba en pedazos estuvo genial.

Se hizo un silencio, aunque no lo suficientemente largo para ser incómodo, y luego Alastair volvió a hablar.

—¿Sabes? No hay ninguna razón para que tengas que volver al Magisterium. Ya has aprendido lo básico. Podrías practicar aquí, conmigo. A Call se le cayó el alma a los pies. Ya habían tenido esa conversación, o alguna de sus variantes, cientos de veces, y nunca acababa bien.

—Creo que debería volver —repuso el chico en un tono tan indiferente como pudo—. Ya he pasado la Primera Puerta, y debería acabar lo que he empezado.

A Alastair se le cambió la cara.

—No es bueno que los niños estén bajo tierra. En la oscuridad, como los gusanos. La piel se te irá poniendo pálida y gris. Te bajarán los niveles de vitamina D. La vitalidad se te irá escapando del cuerpo…

—¿Se me ve gris? —Call pocas veces prestaba atención a su aspecto más allá de lo básico, como asegurarse de que no llevaba los pantalones al revés o el pelo de punta, pero estar de color gris sonaba mal. Se echó una disimulada mirada a la mano, pero aún parecía conservar su habitual color entre rosado y beige.

Alastair aferraba el volante, molesto, mientras giraban hacia su calle.

—¿Qué es lo que te gusta tanto de esa escuela?

—¿Qué te gustaba a ti? —replicó Call—. Estuviste allí, y sé que no la odiabas todo el rato. Conociste a mamá…

—Sí —repuso Alastair—. Tenía amigos. Eso era lo que me gustaba. Era la primera vez que Call recordaba oírlo decir que le gustaba algo de la escuela de magia.

—Yo también tengo amigos —dijo Call—. Aquí no los tengo, pero allí sí.

—Todos los amigos con los que fui a la escuela ya están muertos, Call —soltó Alastair, y Call notó que se le erizaban los pelos de la nuca. Pensó en Aaron, en Tamara, en Celia… y tuvo que parar. Era demasiado horrible.

No era sólo pensar en que pudieran morir.

Sino pensar que pudieran morir por su culpa.

Por su secreto.

Por la maldad que había en su interior.

«Para», se dijo Call. Ya habían llegado a casa. Le pareció que algo no andaba bien. Algo raro. Tuvo que mirar durante un minuto antes de darse cuenta de qué era. Había dejado la puerta del garaje cerrada, con Estrago atado dentro, pero ahora estaba abierta: un gran rectángulo negro.

—¡Estrago! —Call jaló la manija de la puerta del coche y casi se cayó al suelo cuando le falló la pierna mala. Oyó que su padre lo llamaba, pero no le importó.

Medio cojeó, medio corrió hasta el garaje. La cuerda seguía ahí, pero un extremo estaba deshilachado, como si lo hubieran cortado con un cuchillo… o con los afilados dientes de un lobo. Intentó imaginarse a Estrago solo en el garaje, a oscuras. Ladrando y esperando a que Call apareciera. Una sensación fría le fue cubriendo el pecho. Estrago no había estado atado muchas veces en casa de Alastair, y seguramente se habría asustado. Quizá había mordido la cuerda y se había tirado contra la puerta hasta conseguir abrirla.

—¡Estrago! —volvió a llamar más fuerte—. ¡Estrago, ya estamos en casa! ¡Ven aquí!

Se dio media vuelta, pero el lobo no salió de entre los arbustos, ni surgió de entre las sombras que comenzaban a amontonarse entre los árboles. Se estaba haciendo de noche.

El padre de Call se le acercó por detrás. Miró la cuerda rota y la puerta abierta, y suspiró mientras se pasaba la mano por el cabello negro y gris. —Call —dijo con suavidad—. Call, se ha ido. Tu lobo se ha ido.

—¡Eso no lo sabes! —gritó Call mientras se volvía de cara a Alastair.

—Call…

—¡Siempre has odiado a Estrago! —le soltó—. Seguro que te alegras de que se haya marchado.

Alastair lo miró muy serio.

—No me alegro de que te pongas así, Call. Pero sí, ese lobo nunca debería haber sido una mascota. Podría haber matado o malherido a alguien. A uno de tus amigos, o, Dios no lo quiera, a ti. Lo que espero es que corra hacia el bosque y no se dirija al pueblo para empezar a merendarse a los vecinos.

—¡Cállate! —le gritó Call, aunque había algo vagamente reconfortante en la idea de que Estrago se comiera a alguien; así podría encontrar al animal en medio de todo el jaleo. Apartó esa idea de la cabeza, porque sin duda iba en la columna de Señor del Mal.

Ideas como ésa no servían de nada. Tenía que encontrar a Estrago antes de que pasara algo.

—Estrago nunca ha hecho daño a nadie — dijo.

—Lo siento, Call —repuso Alastair. Y para su sorpresa, parecía sincero—. Ya sé que hace mucho tiempo que querías tener una mascota. Quizá si te hubiera dejado quedarte con el topo… —Suspiró otra vez. Call se preguntó si su padre no lo había dejado tener mascotas porque los Señores del Mal no debían tenerlas. Porque los Se­ ñores del Mal no le tenían cariño a nada, y menos aún a las cosas inocentes, como los animales. Como Estrago.

Se imaginó lo asustado que debía de sentirse Estrago… No había estado solo desde que Call lo había encontrado de cachorro.

—Por favor —le rogó Call—. Por favor, ayúdame a buscarlo.

Alastair asintió una vez, con un seco movimiento del mentón.

—Entra en el coche. Podemos ir llamándolo mientras damos una vuelta a la manzana despacio. Quizá no haya ido muy lejos.

—De acuerdo —repuso Call. Miró el garaje y tuvo la sensación de que se le estaba escapando algo, como si fuera a ver al lobo si miraba con la suficiente intensidad.

Pero por muchas veces que dieran la vuelta a la manzana y por muchas veces que lo llamaran, Estrago no aparecía. Se fue haciendo cada vez más de noche y tuvieron que volver a casa. Alastair preparó espaguetis para cenar, pero Call no pudo comer ni uno. Consiguió que su padre le prometiera que, al día siguiente, harían unos carteles de Perro perdido, aunque Alastair opinaba que poner una foto de Estrago haría más mal que bien.

—Los animales caotizados no pueden ser mascotas, Callum —insistió después de retirarle el plato que no había probado—. No quieren a la gente. No pueden quererla.

Call no dijo nada, pero se fue a la cama con un nudo en el estó­ mago y la sensación de que algo malo iba a pasar.

Un gemido agudo despertó a Call de un sueño inquieto. Se sentó de golpe y fue a agarrar a Miri, el cuchillo que siempre tenía en la mesita de noche. Sacó las piernas de la cama e hizo una mueca de dolor cuando tocó el suelo frío con los pies.

—¿Estrago? —susurró.

Le pareció oír otro gemido, distante. Miró por la ventana, pero sólo pudo ver sombras de árboles y oscuridad.

Salió sigilosamente al pasillo. La puerta de la habitación de su padre estaba cerrada y por la rendija de debajo no se veía luz.

Pero Call sabía que podía estar despierto; a veces, Alastair se quedaba toda la noche trabajando en su taller.

—¿Estrago? —susurró de nuevo.

No hubo ningún ruido en respuesta, pero a Call se le puso la piel de gallina. Podía sentir que el lobo estaba cerca, que Estrago estaba nervioso y asustado. Se movió en la dirección que le indicaba esa sensación, aunque no podía explicarla. Lo llevó por el pasillo hasta la escalera del sótano. Call tragó saliva, agarró a Miri con fuerza y comenzó a bajar.

El sótano siempre le había dado un poco de miedo, con todas esas viejas piezas de coche, muebles rotos, casitas de muñecas, mu­ ñecas que necesitaban un arreglo y antiguos juguetes de hojalata, que de vez en cuando comenzaban a moverse chirriando.

Una raya de luz amarilla se colaba por debajo de la puerta que daba a otra de las habitaciones que Alastair utilizaba de almacén, una que estaba aún más llena de trastos que nunca había llegado a arreglar. Call se armó de valor, atravesó la habitación cojeando y empujó la puerta.

No se abrió. Su padre debía de haberla cerrado con llave.

El corazón se le aceleró.

No había ninguna razón por la que su padre quisiera encerrar un montón de trastos viejos a medio arreglar. Ninguna razón en absoluto.

—¿Papá? —llamó Call hacia la puerta, pensando que igual Alastair estaba allí por alguna razón.

Pero oyó algo muy diferente moverse al otro lado. De repente sintió una furia terrible y asfixiante. Intentó meter el cuchillo entre el marco y la puerta, tratando de abrir la cerradura.

Después de un tenso momento, la punta de Miri presionó el punto correcto y la cerradura saltó. La puerta se abrió.

El sótano ya no era como Call recordaba. Habían sacado los trastos y habían dejado sitio para lo que parecía un despacho de mago muy austero. Un escritorio en un rincón, rodeado de montones de libros viejos y nuevos. Al otro lado había un camastro. Y en el centro, atado con cadenas y amordazado con un bozal de cuero horroroso, Estrago.

El lobo se lanzó hacia Call, gimiendo, pero sólo consiguió que las cadenas lo jalaran. Call se arrodilló y le pasó los dedos por el pelaje mientras tanteaba en busca del cierre del collar. Estaba tan contento de ver a Estrago y tan furioso con su padre por lo que había hecho que, por un momento, no se fijó en el detalle más importante.

Pero mientras recorría la habitación con la mirada, buscando dónde habría dejado Alastair las llaves, vio finalmente lo que debería haber visto desde el principio.

El camastro que había contra la pared del fondo también tenía cadenas y grilletes.

Grilletes de la medida justa para un chico que estaba a punto de cumplir los trece años.

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Mientras los misterios de Magisterium se intensifican y complican, Holly Black y Cassandra Clare nos sumergen en una aventura extraordinaria en la que están en juego el destino de un niño y el de un mundo entero.

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