Los miedos, amores y aficiones de Adolfo Bioy Casares: “Bioygrafía”, de Silvia Renée Arias

En este apasionante libro biográfico “Bioygrafía: Vida y obra de Adolfo Bioy Casares”, su autora Silvia Renée Arias cuenta el origen y la historia familiar de Adolfo Bioy Casares, uno de los más importantes escritores del siglo XX en lengua hispana.

Los miedos y deseos de su niñez, su pasión por los caballos y los perros, los desafíos de su juventud, sus primeros textos, la amistad que sostenía con Jorge Luis Borges y sus trabajos en colaboración, su vida entre el campo y la ciudad, la afición que tenía por los deportes, las lecturas, los amigos, las mujeres, el vínculo que establecía con otros escritores, así como su amor con Silvana Ocampo al igual que el romance que mantenía con Elena Garro; sus hijos, las pérdidas afectivas y los triunfos literarios: esto y más vivencias personales del literato argentino oriundo de Recoleta es lo que descubrirás en las 360 páginas que conforman esta imprescindible obra.

Aquí te dejamos un extracto de su ‘Capítulo I (1914-1926)’.

“Un miedo muy profundo

Después de vivir un tiempo con sus padres en casa de su abuela, en Uruguay 1490 –desde cuyo balcón Adolfito le tiraba monedas al Negro Raúl, un personaje que gesticulaba y bailaba en la calle–, los Bioy se mudaron a otra, ubicada en la que supo ser la Calle Larga, la que conducía al cementerio, que era, en realidad, una huerta del antiguo convento Miserere que dio nombre al camposanto y ahora se llamaba del Norte, de la Recoleta. Empedrada desde 1835, esa vía se había convertido en un aristocrático bulevar denominado avenida Quintana. Allí, en el 174, los Bioy establecieron su domicilio, junto a las familias Menditeguy, Balcarce, Saavedra Lamas, Navarro Viola, Elizalde y Bermejo, entre otras. En sus ‘Memorias’, Bioy cuenta que en aquellos tiempos, debido a que cerca de allí se había instalado un tambo, por la calle Quintana pasaba, <<seguida de boyero y ternero, una vaca que recorría el barrio para que la ordeñaran si alguien pedía leche fresca>>.

La casa de los Bioy –actual sede de la Fundación Navarro Viola– imita a los viejos pabellones de caza franceses. Tiene tres pisos –el tercero en buhardilla–, con techo de pizarra. Al frente, en el jardín, supieron florecer una magnolia y dos vigorosas plantas de palta que siguen allí (su madre le hacía comer a Adolfito una todos los días, a las once de la mañana), y al fondo un jacarandá muy alto. Sobre el techo del garaje, estaba edificado el cuarto de los juguetes, en el futuro su cuarto de estudio. Una de las puertas laterales, del siglo XVI, fue traída por sus padres de Francia. La chimenea del pequeño hall era obra del escultor argentino César Sforza, y en el vestíbulo los elementos decorativos eran siimples. Con un amplio comedor, desde uno de los rincones de la sala se tenía una perspectiva de la biblioteca, que a Adolfito le gustaba mucho, ubicada en una especie de sobrepiso. Los muros estaban cubiertos de libros. En su interior, armonizaban <<lo antiguo y lo moderno, en buena medida fruto del gusto y la imaginación creadora>> de Marta  Casares, y cada pieza artística (una pintura, un bronce, un gobelino) contribuía <<a la composición de una atmósfera serena que respondía a su sensibilidad>>.

Pero a raíz de las asiduas reuniones y bailes que sus padres organizaban en esta casa, y que consistían en una mesa de buffet con tulipanes rojos combinados con piezas de plata, muchas veces Adolfito se encontraba solo en su cuarto, en camisón, asustado por los ecos de la música que ejecutaba una orquesta y de las muchas risas de las señoras invitadas. Entonces se acostaba y se tapaba hasta la coronilla. Y aparecían las preguntas. ¿Qué era el universo, qué forma tenía? ¿Qué había más allá? ¿A dónde iban a parar las estrellas? ¿El espacio tenía fin? Muchas veces, cuando iban visitas a la casa, personas grandes o chicos, y él estaba en su cuarto y lo llamaban para que se presentara, sentía que debía vencer una especie de temor. Pero había todavía otro miedo, más profundo.

Cuando a sus trece años le preguntaban a Marcel Proust cuál le parecía el colmo de la desgracia, contestaba que estar separado de su madre. Adolfito podía suscribir a estas palabras. Sus padres salían de noche, asistían a lo que por entonces se denominaba ‘coctel party’ y ‘diner’, bodas de gran resonancia, comidas, recepciones, brillantes fiestas donde se destacaba el don inapreciable de su madre para comunicar su gracia. Y a menudo, por generosa vocación de servir a causas nobles, colaboraba con entusiasmo en actos culturales y artísticos. Adolfito sentía entonces el temor a que no regresaran; sobre todo, a que su madre no lo hiciera. Ella, que se fijaba en las horas que él dormía para que no se debilitara y le ponía bolsitas de alucemas en la ropa, que a él tanto le gustaban; ella, que nunca tenía una palabra de queja aunque tuviera motivos para ello… Bioy refería a menudo que un día, al cabo de un almuerzo, después de que se fueran unos invitados, su madre comentó que se había quemado con un enchufe. No había dicho nada para no importunar. Así era ella. En cualquier caso, con el transcurso del tiempo, este terror a perderla le indicaría a Adolfito que debía estar <<un poco loco>>. Aludiría a este sentimiento en uno de sus cuentos –<<Incesantes naves>>–, donde el narrador despierta y esa ausencia le hace percibir en la casa <<ese aspecto de crujientes, incesantes naves del tiempo que asumen las casas cuando alguien se muere>>”.

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Un libro apasionante sobre uno de los más importantes escritores del siglo XX en lengua hispana.

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