‘Autorretrato de familia con perro’, una historia familiar no apta para toda la familia

Que no se me confunda con el hombre que firma este libro tras el seudónimo de “Álvaro Uribe”. Yo no he publicado novelas ni cuentos, ni ensayos afligidos de opiniones subjetivas. Yo no pienso que todo texto redactado en primera persona del singular tenga por fuerza que contaminarse de ficción. Yo no he llegado a un punto, o tal vez a una edad, en que no sepa si me gusta menos escribir que haber escrito. Yo no ignoro que esa duda, planteada hace varios años en una revista*, era retórica, porque quien la planteó ha seguido escribiendo hasta ahora. A diferencia de “Uribe”, a quien daré de aquí en adelante su verdadero nombre de Alberto Urquidi Jr., yo en estas páginas no deseo mentir adrede. O para valerme de una expresión que él saqueó de Vargas Llosa: no quiero fabular. Soy historiador y a ratos cronista y me propongo ofrecer un testimonio escrupulosamente verídico acerca de la mujer que Alberto Jr. y yo evitábamos llamar madre.

No todo es desacuerdo entre él y yo. Por convicción profesional y por experiencia personal, sostengo como Alberto Jr. que el otro, el ser semejante y ajeno que los católicos denominan con razón el prójimo, es apenas cognoscible. Los pocos datos que tenemos de los demás proceden de tres fuentes únicas: lo que vivimos con ellos, lo que ellos nos cuentan de sí mismos y lo que terceras personas nos cuentan de ellos. Con esa información siempre sesgada, siempre fragmentaria, siempre insuficiente, debemos construir un trasunto de cada individuo.

Así con Malú, a quien todo el mundo, sin excluir a sus hijos, llamaba sólo por ese apelativo. Nunca mamá ni mucho menos madre: simplemente Malú. Nunca María Luisa ni señora Manterola: nada más Malú, doña Malú. Pese a haber sido una de las primeras personas de quienes tuve noticia, pese a que al principio de mi vida fue una de las personas que más frecuenté, pese a que ya avanzado en la edad adulta seguía siendo una de las personas cercanas a mí, no sé casi nada de ella. Lo poco que sé, y que a veces hubiera preferido no saber, puede resumirse en esta frase que le tomo prestada a Henry James: Malú tenía su propia manera de hacer todo lo que hacía.

Si este libro fuera de mi autoría exclusiva, yo no lo habría empezado con las discutibles opiniones de Felipa Teutle. Que no se me malentienda. No tengo nada en contra de las sirvientas en general ni de Felipa en particular. Al contrario. Estoy consciente de que apenas hay relación humana más íntima que la de las patronas con sus sirvientas y de que nadie pasó más tiempo que Felipa con Malú al final de su vida. Aun así, me parece injusto presentar de entrada a Malú, o a cualquier otro individuo, no como fue en sus mejores momentos sino como era al final.

Puesto a ser biógrafo, yo hubiera comenzado por el principio. Por el principio del principio. Por los padres de Malú. Por la impetuosa juventud de Adán Manterola, mi tocayo e ignoto abuelo, cuya muerte prematura le impediría conocer a sus nietos. Por la adolescencia provinciana de Alicia Godínez, Licha para propios y extraños, cuya legendaria belleza era enemiga natural de la felicidad. Por el noviazgo precoz de un muchacho de diecinueve, más propenso a los negocios que a los estudios, y una muchacha de dieciséis, recién llegada a la Ciudad de México, quienes según la versión oficial no podían salir juntos a ninguna parte, ni siquiera con chaperón, y debían acariciarse y besarse a escondidas entre los barrotes de un zaguán infranqueable. Por el apresurado matrimonio, cuando ninguno de los dos alcanzaba los veintiún años que definían entonces la mayoría de edad. Por la instalación de la pareja en un minúsculo departamento en la colonia Juárez, que a fines de la década de 1920 no era ya el lujoso barrio residencial que había sido a principios del siglo pasado, aunque tampoco parecía condenada a ser la hoy también disminuida Zona Rosa.

Mi relato saltaría de allí al principio propiamente dicho: el advenimiento el 7 de mayo de 1929, luego de cinco o seis meses de vida conyugal, de una niña tan graciosa que de inmediato reconcilió al joven padre con su destino y a la joven madre con su intemperancia. La transmutación de ese bebé sano y corpulento en la pequeña Malú, cuya gran cabeza enriquecida por grandes ojos oscuros y enmarcada por coquetos rizos negros podría haber sido el modelo de la protagonista de una famosa caricatura que empezó a circular por el mundo en 1935. La pequeña Malú, que sin ser una bella indiscutible como su madre, era lo bastante bonita como para seducir incondicionalmente a su padre. La pequeña Malú, que no estaba descontenta, sino más bien satisfecha y hasta agradecida, de ser hija única.

De esa niñez casi olvidada, incluso para la misma Malú, pasaría a la adolescencia. El desarrollo temprano de un cuerpo que nunca rebasaría el metro con cincuenta y cuatro centímetros de su plena estatura, pero compensaría esa brevedad con unos senos rotundos de los que Malú iba a jactarse aun en su vejez y que le valieron el apodo, ideado por su padre lujurioso y difundido por su madre tolerante, de “Chicharra”: conjunción de chichona y chaparra. El internado por un año o por dos, según la desmemoria de Malú cuando lo contaba, en un colegio de monjas en San Antonio, Texas: lujo posible gracias a la creciente prosperidad de su padre, que a mediados de la década de 1930 fundó en los bajos del hotel Regis, junto a la Alameda, una farmacia y fuente de sodas y tienda departamental, todo en uno, concebida a imagen y semejanza del Sanborns, que imitaba a su vez a un tipo de establecimiento muy popular entonces en Estados Unidos. El hallazgo, con el auxilio de sus condiscípulas más avezadas, de una necesidad o una libertad humana que de ahí en adelante se convertiría en la obsesión no siempre inconfesada de Malú: el sexo. La puesta en práctica de ese saber no siempre teórico con los muchachos texanos que, favorecidos por su propia audacia o por la negligencia de las monjas, lograban aproximarse a Malú.

Llegaría de este modo a una fecha que, para Malú como para tantas adolescentes de aquel entonces, constituyó un parteaguas: los quince años. El regreso a México, luego de haber cursado sin galardones pero sin tropiezos una junior high-school de la que Malú conservaría hasta su muerte, junto con otros conocimientos menos intangibles, un manejo correcto del inglés. La fiesta, celebrada en un salón de baile con dos orquestas y una fuente inagotable de hielo seco, en que su padre orgulloso y en el apogeo de sus treinta y cinco danzó repetidamente con una Malú peinada de salón y sofocada de felicidad, mientras su madre medio marchita y con un kilo o dos de sobrepeso los observaba sin condescender a bailar con su marido una sola vez. La noticia, impartida en una tensa reunión familiar pocos días después, de que su padre se había enamorado de la cajera del negocio, apenas tres años mayor que Malú, e iba a separarse de su madre. La mudanza de las dos hembras abandonadas, en 1945, a una casa recién construida en la calle de Tula, en la colonia Condesa, con un jardín sombreado por una higuera y cuatro exiguas recámaras en los altos: propiedad que el padre de Malú, en represalia porque la madre de Malú se rehusaba de manera terminante a darle el divorcio, puso a nombre de su hija en común.

Procedería en seguida a relatar cómo, en los años siguientes, Malú se fue volviendo una mujer seductora. Su primer trabajo remunerado, de telefonista, en la época de oro en que la conexión entre dos números telefónicos debía efectuarse a mano, y la persona que la efectuaba podía escuchar con impunidad lo que se dijera en uno y otro extremo de la línea. Las citas casi clandestinas, casi románticas, en la fuente de sodas de la Farmacia Regis, donde su padre la presentaba a los parroquianos con palabras ambiguas, para sugerir sin afirmar que esa muchacha de senos desafiantes y sonrisa pecaminosa no era su hija sino su “pato”, vale decir: su amiguita íntima. El segundo empleo, conseguido con la connivencia de su padre y contra la voluntad de su madre, como aeromoza en una compañía aérea que administraba vuelos cortos, de dos horas cuando mucho, y cuyas tripulaciones volvían a la Ciudad de México el mismo día y en el mismo avión. La serie de novios por lo común sucesivos, aunque alguna vez simultáneos, con los que Malú se besuqueaba hasta quedar con la boca hinchada y se manoseaba generalmente por encima de la ropa hasta que de su pantaleta empezaba a trasminarse la humedad.

Entonces seguiría con los tres o cuatro acontecimientos que puntuaron su paso a la vida adulta. A los dieciocho: la cirugía plástica para reducirle la nariz, practicada con la oposición de su madre y que Malú, por más que todos sus parientes y allegados la achacáramos sin dudarlo a su ingobernable vanidad, atribuyó siempre a una decisión de su padre, surgida de la conveniencia de corregir un tabique desviado. A los diecinueve: el primer varón, de nombre desconocido por lo menos para mí, con quien compartió la plena desnudez en la cama, aunque nunca, según juraba Malú con vehemencia persuasiva, llegaron a la penetración. A los veinte: no la ruptura pero sí el distanciamiento de su padre, a quien Malú dejó plantado una tarde fogosa para irse a un hotel con su novio, y que le prometió, y le cumplió sin falta, que jamás volverían a tener una de sus citas casi románticas, casi clandestinas, en el bar que se había añadido a los diversos servicios de la Farmacia Regis. Y a los veintiuno: la reconciliación o, mejor dicho, porque no había entre ellas ningún pleito declarado: el establecimiento de una complicidad natural pero largamente postergada con su madre, quien retraída en una gordura creciente y en la determinación de no volverse a ayuntar con ningún otro hombre, veía acaso en Malú, preterida por su galán en favor de una muchacha menos astuta y menos sexual, una posible compañera vitalicia en su empecinada soltería.

En este punto entraría por fin en escena el hombre que a lo largo de mis contribuciones a este libro, que espero no sean tan escasas como Alberto Jr. desearía, llamaré Alberto Sr. o, sin rodeos, padre. Su encuentro por amigos interpuestos con Malú, ella una joven casadera de veintidós años y él un solterón de treinta y ocho. El noviazgo formal, demasiado formal para Malú, quien sin embargo, escarmentada por el rechazo de su novio anterior, no hacía cuando estaba a solas con Alberto Sr. nada que no quisiera él, obviamente experimentado en materia sexual pero no menos obviamente resuelto a casarse por todas las leyes con una virgen. Los reparos nunca atendidos del padre de Malú, a quien le parecía que un dentista sin consultorio propio y sólo cuatro años menor que él, como era en efecto Alberto Sr., resultaba muy poca cosa para los méritos de su hija. Las escapadas de la pareja, cuyo compromiso se había formalizado con recíprocos juramentos solemnes y unívoco anillo de brillantes en el anular de Malú, en viajes de ida y vuelta el mismo día a Acapulco, adonde se transportaban en un avión bimotor poseído y piloteado con presumible imprudencia por un amigo de Alberto Sr. que también llevaba a su novia, y en donde Malú podía contemplar sin desdoro el cuerpo firme y flexible de su inminente marido.

El primer capítulo de mi relato culminaría, por supuesto, en la boda. La insólita propuesta del padre de Malú, quien luego de conceder la mano de su hija instó con toda seriedad a los prometidos a que en vez de malgastar una pequeña fortuna en una fiesta ociosa, emplearan el dinero que él de cualquier modo iba a poner para fugarse adonde les diera la gana. La negativa de Alberto Sr., por principio, y de Malú, por creer con razón que su madre se moriría de vergüenza si ella cohabitaba con un hombre sin mediar matrimonio. El banquete posterior a la misa, en que los convidados de la familia Manterola, advertidos de la modestia del novio por el quisquilloso padre de Malú, protagonizaron el ridículo de asistir al convivio con sus ropas más usadas y discretas, mientras que los de la familia de Alberto Sr., sobre todo las damas, vestían con lujo aparatoso y hasta con pieles de chinchilla y de zorro absolutamente superfluas en el calor del 23 de mayo de 1952 en la Ciudad de México. La luna de miel, prevista para Acapulco, dónde si no allí, pero consumada a medio camino a la costa, en Taxco, porque los recién casados viajaban en coche y la carretera era entonces muy larga y muy sinuosa, y Malú, secundada al fin en sus deseos por Alberto Sr., ya no podía más.

Éstas y algunas otras cosas habría referido yo para delinear un perfil justo de Malú al principio del libro. Pero Alberto Jr., con base en la idea subjetivamente atendible aunque historiográficamente cuestionable de que la memoria es caprichosa y rara vez opera de modo lineal, prefiere entreverar los hechos y las fechas sin parar mientes en que así no sólo enrarece la vida de su protagonista sino que complica la del lector.

Extracto de Autorretrato de familia con perro, de Álvaro Uribe.

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SINOPSIS: Por el hecho azaroso de nacer unos minutos antes que Adán, siete minutos para ser exactos, su gemelo, Alberto Urquidi Jr., fue siempre considerado el mayor de los dos. Y no sólo eso, sino el hermano más inteligente, sensato, desenvuelto, maduro y tenaz. Para decirlo sin rodeos: todo lo que Malú, su madre, siempre quiso ser y reflejó en una descarada predilección por el primogénito. Pero no nos dejemos engañar: ¿no es este tan sólo el punto de vista de un desdichado hermano menor? Para conocer a Malú, con todo y su personalidad caprichosa y exuberante, y descubrir la causa de esta persistente injusticia familiar, habrá que leer también la versión de quienes la conocieron de cerca: su amiga más íntima, su sirvienta, su contador, su cirujano plástico, su nuera, sus vecinos y, no menos importante, Canuto, el perro y rey de la casa. Un tumultuoso y placentero meandro de testimonios acompasado por la eterna pregunta: ¿qué hermano, después de toda una vida de pleitos, podría considerarse más cercano a su madre y, por ende, más feliz? Dejemos que el lector sea quien juzgue, sin dejarse influenciar por la indiscreta opinión de todos sus personajes, qué es verdad y qué es mentira en esta historia magistralmente estructurada y narrada de esta familia.

Autorretrato de familia con perro, de Álvaro Uribe, está disponible en librerías y tiendas en línea bajo el sello Tusquets.

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Álvaro Uribe

¿Qué es verdad y qué es mentira?

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