Murakami en el centro del mundo

Juan David Correa
“Me sorprende que tanta gente quiera verme. Sobretodo porque no soy Bruce Springsteen”, fue lo primero que dijo Haruki Murakami (Kyoto, 1949) ayer ante dos mil personas en Quito. Como un explorador perdido en las antípodas de su mundo, el autor de La muerte del comendador (Tusquets) había llegado a la capital ecuatoriana tras un viaje de veinticuatro horas y una insistencia de ocho meses.
A la 1 de la mañana del miércoles 7 de noviembre, un pequeño grupo del Ministerio de Cultura, gestores de su invitación, lo recibió y lo llevó a un hotel de uno de los centros históricos más bellos de Suramérica. Murakami venía acompañado de Yoko, su esposa, y su periplo hasta Ecuador supuso una larga correspondencia que, como confesó alguno de los organizadores, por poco se cae varias veces. ¿Qué lo convenció? “Galápagos”, diría él propio autor al terminar su conversación en el auditorio a las 8:30 de la noche.
Murakami paseó en la mañana por las iglesias del centro de la ciudad: “me sorprendió que nadie fuma”, dijo cuando una de las dos preguntas del público resultó ser sobre si incluiría algo de lo visto en Quito en alguno de sus próximos libros. Tras recorrer algunas calles, almorzó con un grupo de treinta personas en un hotel en la plaza central de la ciudad. Silencioso, acompañado de Yoko y su intérprete, Murakami agradeció la invitación y poco más.
A las seis y media de la tarde una lluvia fina comenzaba a caer sobre Quito. El auditorio de la Casa de la Cultura anunciaba con un inmenso cartel el evento que trajo a centenas de personas desde Colombia, Perú y Chile, y por supuesto desde Guayaquil y Quito. Un periodista de la televisión ecuatoriana le preguntaba a algunos asistentes si Murakami era un autor para millenials, pero la asistencia masiva, y la larga fila, comprobaban lo contrario. Había lectores de todas las edades.
A las siete en punto Raúl Pérez, Ministro de Cultura de Ecuador, saludó al público y leyó un esbozo biográfico que comenzó con los antepasados budistas de Murakami y terminó con sus historias. Sin ambages, Pérez dijo que al escritor japonés era amado u odiado sin reservas por ser considerado ligero, pero que nadie podía ser indiferente a sus libros que venden millones de ejemplares en países tan distintos como Japón o Alemania.
Murakami comenzó hablando de las historias. Se refirió a cómo cada pueblo tenía las suyas y cuán importantes eran para cada tradición. “He intentado contar algunas: soy un escritor, eso es todo. Los escritores somos personas que tenemos la habilidad de traer noticias de un mundo que todos saben que existe, pues todos soñamos, y nos enajenamos de la realidad. Es decir que somos conscientes de que existen otras realidades plausibles. Los escritores tenemos la habilidad para soñar despiertos, para entender que junto a nosotros ocurren cosas que pasan desapercibidas y que nosotros describimos”. Por eso, continuó Murakami, su método es despertar antes del amanecer, a eso de las cuatro de la mañana y comenzar a describir lo que ha visto en sus sueños: “Me siento ante la computadora y describo, eso es todo. Me esfuerzo por traer esas noticias, ese después será material para mis historias”. Trabaja hasta las 9 de la mañana cuando sale a correr, una de sus aficiones más conocidas.
El escritor japonés, que comenzó su carrera en 1978 con la publicación de Pinball 1973, se refirió a varios de los temas que le propuso el ministro de cultura. A ratos sorprendido, a ratos en desacuerdo, pero siempre se tomó el trabajo de meditar sus respuestas y hablar despacio para que su intérprete pudiera traducir al público. Vestido como un hombre de la multitud, con una americana beige, camiseta roja, pantalones verde militar y zapatillas de deporte, Murakami sonrió cuando le recordaron que había dicho preferir a Puig que a Borges. Cuando los temas se pusieron más graves, alzó los brazos para dar una lección desapasionada sobre lo que le concierne a un narrador. “Cuando escribo soy un escritor de historias, no un ensayista, ni apologista”. Sobre el suicidio, tema que aparece en una de sus más famosas novelas, Tokio Blues, dijo: “Quitarse la vida no es un pecado en nuestra sociedad, como en culturas católicas como las de ustedes. Tengo amigos que se suicidaron cuando yo estaba en mis veintes y treintas, Tokio Blues es un poco sobre eso, aunque mis libros no son en absoluto autobiográficos. En esa novela creé seis personajes y decidí que tres de ellos morirían. Y así emprendo todos mis libros: no sé quién morirá y quién sobrevivirá”.
Amante de los gatos, personajes en casi todos sus libros, habló sobre la violencia y cierto brutalismo presente en sus libros. Enfático siempre con la idea de hablar como un escritor de ficciones insistió en que nada le era ajeno. “Describo escenas crueles y violentas que mis traductores detestan traducir. Me dicen, “señor Murakami, ¿no habría podido ahorrarse desollar a tal o cual persona? Podría haberme ahorrado a mí unas cuantas pesadillas”. Lo que ellos no saben es que yo también tengo pesadillas. La violencia es algo que existe y no la podemos evitar. Aunque mi padre –un profesor de literatura japonesa—trataba de evitar las historias de la guerra con China, a la que fue como soldado, muchas veces escuché como niño cosas horrorosas que le habían pasado allí. Yo era un niño pequeño y aún recuerdo muy vivamente esos relatos. Heredé esas memorias de mi padre y me siento en la obligación de escribir al respecto. Puede que no me guste, pero es inevitable”.
Sexo, personajes femeninos, Orwell y Huxley, Borges y García Márquez, y los ismos fueron algunos de los temas de la conversación que se prolongó por una hora y media. ¿Cree que sus libros se venden muy bien en razón de un mundo cada vez más caótico y brutal? “No lo había pensado, pero es verdad que dos de los lugares en donde más aprecian y leen mis libros, en donde se han convertido en bestsellers son Alemania y Rusia. La caída del muro, y de la Unión Soviética, quizás tenga que ver, no lo sé. Insisto en que no soy un tratadista y por eso no coincido en comparar mi novela 1Q84 con la de Orwell, que me parece más una tesis que una buena novela, porque mi propósito es contar historias. Historias que, insisto, salen de universos que parecen fantásticos pero que existen, porque los sueños dan fe de ellos”.
Las dos mil personas que lo escucharon en absoluto silencio se levantaron y lo aplaudieron largamente. Murakami agradeció, recibió un sombrero de jipi japa, una de las artesanías ecuatorianas por antonomasia, y con una venia evitó demasiadas fotos. Menudo y ligero, como un explorador de setenta años, se metió detrás de las cortinas del teatro y despareció. Hoy debe estar en Galápagos, buscando noticias en ojos prehistóricos.