«Historia de un perro llamado leal» el destino está escrito en su nombre

Aquí puedes leer el un extracto del primer capítulo de, «Historia de un perro llamado leal«, del escritor Luis Sepúlveda.

Kiñé

Un

La manada de hombres tiene miedo. Lo sé porque soy un perro y el olor ácido del miedo me llega al olfato. El miedo huele siempre igual y da lo mismo si lo siente un hombre temeroso de la oscuridad de la noche, o si lo siente waren, el ratón que come hasta que su peso se convierte en lastre, cuando wigña, el gato del monte, se mueve sigiloso entre los arbustos.

Es tan fuerte el hedor del miedo de los hombres que perturba los aromas de la tierra húmeda, de los árboles y de las plantas, de las bayas, de los hongos y del musgo que el viento me trae desde la espesura del bosque.

El aire también me trae, aunque levemente, el olor del fugitivo, pero él huele diferente, huele a leña seca, a harina y a manzana. Huele a todo lo que perdí.

—El indio se oculta al otro lado del río. ¿No deberíamos soltar al perro? —pregunta uno de los hombres.

—No. Está muy oscuro. Lo soltaremos con la primera luz del alba —responde el hombre que comanda la manada.

La manada de hombres se divide entre los que se sientan en torno al fuego, que encienden maldiciendo la leña húmeda, y los que con sus armas de matar en las manos miran hacia la oscuridad del bosque y no ven nada más que sombras.

Yo también me echo sobre las patas, alejado de ellos. Me gustaría estar cerca del calor, pero evito el fuego que han encendido, pues el humo me nublaría los ojos y mi olfato no percibiría los cambiantes olores. Han encendido un mal fuego y se les apagará muy pronto. Los hombres de esta manada ignoran que lemu, el bosque, da buena leña seca, tan sólo hay que pedírsela diciendo mamüll, mamüll, y entonces el bosque entiende que el hombre tiene frío y autoriza a encender un fuego.

Llega hasta mis orejas, que siempre están alerta, el croar de llüngki, la rana, oculta entre las piedras de la otra orilla de leufü, el río que baja de las montañas. A ratos, konkon, el búho, imita al viento desde lo más alto de los árboles; y pinüyke, el murciélago, bate las alas mientras vuela y devora insectos nocturnos voladores.

La manada de hombres teme los ruidos del bosque. Se mueven inquietos y yo siento el penetrante hedor del miedo que no les deja descansar. Intento alejarme un poco de ellos, pero me lo impide la cadena que llevo al cuello y que han atado, por el otro extremo, a un tronco.

—¿Le damos algo de comer al perro? —pregunta uno de los hombres.

—No. Un perro caza mejor cuando está hambriento —contesta el jefe de la manada.

Cierro los ojos, tengo hambre y sed, pero no me importa. No me importa que para la manada de hombres yo no sea más que el perro, y de ellos no espero otra cosa que el látigo. No me importa, porque desde la oscuridad me llega el tenue aroma de lo que perdí.

Historia-de-un-perro-llamado-leal_luis-sepulveda_201604111908

portada_historia-de-un-perro-llamado-leal_luis-sepulveda_201604111908.jpg

Vuelve el autor de Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar Un viejo que leía novelas de amor.

«El club», el amor y el sexo en la web, de la Autora Lauren Rowe.

La tecnología y las diversas plataformas sociales han revolucionado la manera de interactuar de las personas y pueden desencadenar toda una aventura.

El Club, publicado por editorial Planeta es la primera entrega de la exitosa trilogía que ha roto todos los récords de ventas en Estados Unidos hasta transformarse en una popular serie televisiva. La autora Lauren Rowe sorprende con una propuesta que resulta difícil de resistir.

Esta novela, es la oportunidad de ingresar a un exclusivo mundo del erotismo en internet y llevarlo hasta tu propia habitación, ya que mediante la adquisición de una costosa membresía puedes garantizar que harás realidad todas tus fantasías sexuales.

La atractiva oferta no pasa desapercibida para Jonas Faraday, un hombre casi perfecto que siente que su misión está relacionada con el placer sexual femenino y que puede convertirse en el sueño de (casi) cualquier mujer, y que muy en contra de lo que había planeado para su vida se verá ligado a Sarah Cruz, una joven que le resulta todo un misterio y a la que está más que dispuesto a encontrar. 

Ambos tienen en un común una infancia infeliz y traumas que los atormentan, y les provocan gran escepticismo hacia las relaciones románticas, pero pronto descubrirán que “los sentimientos son los que dejan cicatrices en nuestro corazón, Son los riesgos. Es el amor el que deja huella y sin ellas no es posible afirmar que se vivió”.

OOkEl-club-1-el-club_lauren-rowe_201602240247

portada_el-club-1-el-club_lauren-rowe_201602240247.jpg
Lauren Rowe

Una trilogía erótica que dejará a las lectoras con ganas de más…

«El libro de la risa y el olvido» Una novela ya clásica en torno al olvido, el erotismo y el humor.

Lee un extracto del primer capítulo del libro de Milan Kundera «El libro de la risa y el olvido».

Primera parte.

«Las cartas perdidas.

En febrero de 1948, el líder comunista Klement Gottwald salió al balcón de un palacio barroco de Praga para dirigirse a los cientos de miles de ciudadanos que llenaban la plaza de la Ciudad Vieja. Aquél fue un momento crucial en la historia de Bohemia. Un momento fatidico.

Gottwald estaba rodeado por sus camaradas y justo a su lado estaba Clementis. La nieve revoloteaba, hacía frío y Gottwald tenía la cabeza descubierta. Clementis, siempre tan atento, se quitó su gorro de pieles y se lo colocó en la cabeza a Gottwald.

El departamento de propaganda difundió en cientos de miles de ejemplares la fotografía del balcón desde el que Gottwald, con el gorro en la cabeza y los camaradas a su lado, habla al pueblo. En ese balcón comenzó la historia de la Bohemia comunista. Hasta el último niño conocía aquella fotografía por haberla visto en los carteles de propaganda, en los manuales escolares o en los museos.

Cuatro años más tarde a Clementis lo acusaron de traición y lo colgaron. El departamento de propaganda lo borró inmediatamente de la historia y, por supuesto, de todas las fotografías. Desde entonces Gottwald está solo en el balcón. En el sitio en que estaba Clementis aparece solo la pared vacía del palacio. Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald.

Estamos en 1971 y Mirek dice: La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido.

Quiere justificar así lo que sus amigos llaman imprudencia: lleva cuidadosamente su diario, guarda la correspondencia, toma notas de todas las reuniones en las que analizan la situación y discuten sobre lo que se puede hacer. Les explica: No hago nada que esté en contra de la Constitución. Esconderse y sentirse culpable sería el comienzo de la derrota.

Hace una semana, cuando trabajaba con su cuadrilla en el techo de un edifico en construcción, miró hacía abajo y le dio un mareo. Se tambaleó y se cogió de una viga que estaba suelta. La viga se desprendió y le cayó encima. En un primer momento la herida parecía terrible, pero cuando comprobó que se trataba de una simple rotura de brazo pensó con satisfacción que iba a tener un par de semanas de descanso y que por fin iba a poder ocuparse de las cosas para las que hasta el momento no había tenido tiempo.

Por fin les dio la razón a los compañeros más prudentes. Es verdad que la constitución garantiza la libertad de expresión, pero las leyes castigan todo lo que pueda ser definido como atentado contra la seguridad del Estado.

Uno nunca sabe cuándo va a empezar a gritar el Estado que tal o cual palabra atenta contra su seguridad. Por eso se decidió, finalmente, a llevar los escritos comprometedores a un lugar más seguro.

Pero antes quiere arreglar el asunto de Zdena. Lo llamó a la ciudad donde vive , a unos cientos de kilómetros de Praga, pero no consiguió comunicarse. Así perdió cuatro días. Ayer por fin logró hablar con ella. Le prometió que hoy por la tarde lo esperaría.

El hijo de Mirek, que tiene diecisiete años, se opuso a que Mirek condujese con el brazo escayolado. Y, efectivamente, no fue fácil conducir. El brazo herido, en cabestrillo, se balanceaba delante de su pecho, impotente e inservible. Para cambiar las velocidades, tenía que soltar por un momento el volante.

Tuvo relaciones con Zdena hace veinticinco años y solo le quedaron de ella, de aquella época, algunos recuerdos.

Una vez ella llegó a la cita sécandose las lagrimas con un pañuelo y lloriqueando. Él le preguntó qué le pasaba. Le explico que la noche anterior había muerto una gran personalidad rusa. Un tal Zhdanov, Arbuzov o Masturbov.

Considerando la cantidad de lágrimas, la muerte de Maturbov le había afectado más que la muerte de su propio padre.

¿Es posible que aquello hubiera ocurrido? ¿No será el llanto por Masturbov solo un invento de su rencor actual? No, seguro que ocurrió. Claro que las circunstancias inmediatas que hacían entonces de su llanto un llanto creíble y real, ahora ya se le escapaban y el recuerdo se había convertido en algo tan improbable como una caricatura.

Todos los recuerdos que tenía de ella eran del mismo tipo. Volvían una vez en tranvía de la casa en que por primera vez habían hecho el amor (Mirek comprobaba con especial satisfacción que había olvidado por completo  aquellas escenas amorosas y que era incapaz de rememorar ni siquiera un solo segundo). Más robusta, más grande que él (él era pequeño y frágil), estaba sentada en una esquina del asiento, el tranvía traqueteaba y su cara estaba como ensombrecida, ensimismada, curiosamente envejecida. Cuando le preguntó por qué estaba tan callada se enteró de que no había quedado satisfecha con la forma en que le había hecho el amor,. Le dijo que le había hecho el amor como un intelectual.

Intelectual era, en el lenguaje político de aquella época, un insulto. Designaba a las personas que no comprendían el sentido de la vida y estaban alejados del pueblo.

Todos los comunistas que por entonces fueron colgados por otros comunistas se vieron obsequiados con este insulto. A diferencia de aquellos que estaban firmes sobre la tierra, éstos, al parecer, flotaban por los aires. Por eso fue en cierto modo justo que los castigasen quitándoles definitivamente la tierra de debajo de los pies y que quedasen colgando un poco por encima de ella.

Pero ¿qué era lo que quería decir Zdena cuando lo acusaba de que hacía el amor como un intelectual?

En cualquier caso, no había quedado satisfecha de él, y de la misma manera en que era capaz de colmar la relación más abstracta (su relación con el desconocido Masturbov) con el sentimiento más concreto (materializado en forma de lágrimas), sabía también dar significado abstracto al acto más concreto y dar a su insatisfacción una denominación política.

Mira por el espejo retrovisor y se da cuenta de que tiene detrás siempre el mismo coche. Nunca dudó de que lo seguían, pero hasta ahora lo habían hecho con una discreción perfecta. Hoy ha habido un cambio sustancial: quieren que sepa que lo siguen.

A unos veinte kilómetros de Praga hay una gran valla en medio del campo y detrás de la valla un taller mecánico. Tiene allí un amigo y quiere que le cambie el arranque, que funciona mal. Detuvo el coche frente a la entrada, cerrada por una barrera a rayas rojas y blancas. Junto a la barrera estaba una vieja gorda. Mirek pensó que iba a abrir la barrera, pero ella se quedó mirándole, sin hacer el menor movimiento. Tocó  el claxon, pero sin resultado. Sacó la cabeza por la ventanilla. La vieja dijo:

-¿Aún no lo han metido en la carcel?

-No, aún no me han metido en la cárcel -contestó Mirek-. ¿Podría levantar la barrera?

Se quedó mirándolo impasible durante unos largos segundos y luego bostezó y se metió en la portería. Se aposentó detrás de la mesa y ya no volvió a mirarlo.

Bajó del coche, pasó junto a la barrera y entró en el taller a buscar a su amigo el mecánico. Éste le acompañó y levantó la barrera (la vieja seguía impasible en la portería con la misma mirada ausente) para que pudiera entrar con el coche en el patio.

-¿Ves?, eso te pasa por haber salido tanto en televisión -dijo el mecánico-. Todas las viejas te conocen de vista.

.¿Y quién es? -pregunto Mirek, y se enteró de que la invasión del ejército ruso, que había ocupado Bohemia e imponía su influencia en todas partes, había despertado en ella una vitalidad poco corriente. Vio a personas que estaban situadas por encima de ella (y todo el mundo estaba situado por encima de ella) a las que la menor acusación les quitaba el poder, la posición, el empleo y hasta el pan, y eso la excitó: empezó a delatar por su cuenta.

-¿Y cómo es que sigue de portera? ¿Ni siquiera la ascendieron?

El mecánico se sonrió:

-No sabe contar hasta diez. No la pueden ascender. Lo único que pueden es confirmarle su derecho a denunciar. Ésa es toda la retribución  -levantó el capó y se puso a revisar el motor.

En ese momento Mirek se dio cuenta de que a su lado, a dos pasos de distancia, había un hombre. Se volvió hacía él: llevaba puesta una chaqueta gris, una camisa blanca con corbata y pantalones marrones. Sobre el cuello grueso y la cara hinchada se rizaba el pelo canoso ondulado de permanente. Estaba de pie mirando al mecánico agachado bajo el capó.

Al cabo de un rato el mecánico  se dio cuenta de su presencia, se levantó y dijo:

-¿Busca a alguien?

El hombre del cuello grueso y la cara hinchada contestó:

-No. No busco a nadie.

El mecánico volvió a agacharse sobre el motor y dijo:

-En la plaza de Wenceslao. en Praga, hay un hombre vomitando. Otro hombre pasa a su lado, lo mira y hace un triste gesto afirmativo con la cabeza: <<Le acompaño en el sentimiento…>>.

El asesinato de Allende eclipsó rápidamente el recuerdo de la invasión de Bohemia por los rusos, la sangrienta masacre de Bangladesh hizo olvidar a Allende, el estruendo de la guerra del Sinaí, etcétera, etcétera, etcétera, hasta el más completo olvido de todo por todos.

En las épocas en las que la historia avanzaba aún lentamente, los escasos acontecimientos eran fáciles de recordar y formaban un escenario bien conocido, delante del cual se desarrollaba el palpitante teatro de las aventuras privadas de cada cual. Hoy el tiempo va a paso ligero. Un acontecimiento histórico, que cayó en el olvido al cabo de la noche, resplandece a la mañana siguiente con el rocío de la novedad, de modo que no constituye en la versión del narrador un escenario, sino una sorprendente aventura que se desarrolla en el segundo plano de la bien conocida banalidad de la vida privada de la gente.

La historia se evapora de la memoria y tengo que relatar hechos que sucedieron hace unos pocos años como si hubieran transcurrido hace más de mil: en el año 1939, el ejército alemán, entró en Bohemia y el Estados de los checos dejó de existir. En el año 1945 entró en Bohemia el ejército ruso y el país volvió a llamarse república independiente. La gente estaba entusiasmada con Rusia, que había expulsado del país a los alemanes y como veía en el Partido Comunista checo el fiel aliado de Rusia, le transfirió sus simpatías. Así fue como los comunistas no se apoderaron del gobierno en febrero de 1948 por la sangre y la violencia, sino en medio del júbilo de aproximadamente la mitad de la nación. Y ahora presten atención: aquella mitad que se regocijaba era las más activa, la más lista y la mejor.

Ustedes digan lo que quieran, pero los comunistas eran más listos. Tenían un programa grandioso. Un plan para construir un mundo completamente nuevo en el que todos encontrarían su lugar. Los que estaban contra ellos no tenían ningún sueño grandioso, sino tan solo un par de principios morales, gastados y aburridos, con los que pretendían coser unos remiendos para los pantalones rotos de la situación existente. Por eso no es extraño que los entusiastas y los valientes triunfaran fácilmente sobre los conciliadores y los cautelosos y comenzaran rápidamente a hacer realidad su sueño, aquel idilio justiciero para todos.

Lo subrayo una vez más: idilio y para todos, porque todas las personas desde siempre anhelan lo idílico, anhelan aquel jardín en el que cantan los ruiseñores, el territorio de la armonía en el que el mundo no se yergue como algo extraño contra el hombre ni el hombre contra los demás, en el que por el contrario el mundo y todas las personas están hechos de una misma materia. Todos son allí notas de una maravillosa fuga de Bach, y los que no quieren serlo no son más que puntos negros, inútiles y carentes de sentido, a los que basta con coger y aplastar entre las uñas como una pulga.

Desde el comienzo hubo gente que se dio cuenta de que no servía para el idilio y que quiso irse del país. Pero como la esencia del idilio consiste en ser un mundo para todos, los que quisieron emigrar se mostraron como impugnadores del idilio y en lugar de irse al extranjero acabaron entre rejas. Pronto los siguieron otros miles y decenas de miles y finalmente muchos comunistas, como por ejemplo el ministro de Asuntos Exteriores, Clementis, que le había prestado una vez su gorro a Gottwald. En las pantallas de los cines los tímidos amantes se cogían de la mano, la infidelidad matrimonial se castigaba severamente en los tribunales de honor compuestos por simples ciudadanos, los ruiseñores cantaban y el cuerpo de Clementis se balanceaba como una campana que llama al nuevo amanecer de la humanidad.

Y entonces fue cuando aquella gente joven, lista y radical tuvo de repente la extraña impresión de que sus propios actos se habían ido a recorrer el vasto mundo y habían comenzado a vivir su propia vida, habían dejado de parecerse a la imagen que de ellos tenía aquella gente, sin ocuparse de quienes les habían dado el ser. Aquella gente joven y lista comenzó entonces a gritarle a sus actos, a llamarlos, a reprocharles, a intentar darles caza y a perseguirlos. Si escribiese una novela sobre la generación de aquella gente capaz y radical, le pondría como título La persecución del acto perdido.

El mecánico cerró el capo y Mirek le preguntó cuánto le debía.

-Una mierda -dijo el mecánico.

Mirek se sienta al volante y está conmovido. No tiene la menor gana de seguir su camino. Preferiría quedarse con el mecánico escuchando historias curiosas. Él mecánico se inclinó hacia él y le dio una palmada en el hombro. Después se dirigió a la portería a levantar la barrera.

Cuando Mirek pasó a su lado, el mecánico le señalo con un movimiento de cabeza el coche aparcado frente a la entrada del taller.

Inclinado junto a la puerta abierta del coche estaba el hombre del cuello grueso y el pelo ondulado. Contemplaba a Mirek. El que estaba sentado al volante también los observaba. Los dos lo miraban con descaro y sin el menor asomo de vergüenza y Mirek, al pasar a su lado, se esforzó por mirarlos del mismo modo.

Los adelantó y vio en el espejo retrovisor al hombre entrando en el coche y al coche dando la vuelta para poder seguirlo.

Pensó que debería haberse desecho ya antes de esos papeles tan comprometedores para él y sus amigos. Si lo hubiese hecho el primer día de su accidente y no hubiera esperado a localizar a Zdena. En realidad, hace ya varios años que piensa en eso. Pero en las últimas semanas tiene la sensación de que ya no puede seguir postergándolo, porque su destino se acerca a toda prisa a su fin y hay que hacer todo lo posible por que sea perfecto y hermoso.

En aquellas épocas lejanas en que rompió con ella, lo embriagó una sensación de libertad inmensa y de repente todo empezó a salirle bien. Pronto se casó con una mujer cuya belleza forjo su seguridad en sí mismo. Luego aquella beldad murió y él quedó solo con su hijo en una especie de abandono coqueto que le traía la admiración, el interés y los cuidados de muchas otras mujeres.

Tuvo también mucho éxito como científico y ese éxito lo protegía. El estado lo necesitaba y él podía permitirse ciertos sarcasmos con respecto al Estado en una época en la que casi nadie se atrevía  aún a hacer tal cosa. Poco a poco, a medida que aquellos que iban en persecución de sus propios actos obtenían cada vez más influencia, él aparecía cada vez con mayor frecuencia en la pantalla de televisión, hasta convertirse en una personalidad conocida.

Cuando, tras la llegada de los rusos, se negó a retractarse de sus convicciones, lo echaron del trabajo y lo rodearon de policías de paisano. No se derrumbó. Estaba enamorado de su propio destino y le parecía que incluso su marcha hacia la perdición era sublime y hermosa.

Entiéndame bien, no he dicho que estuviese enamorado de sí mismo, sino de su destino. Se trata de dos cosas bien distintas. Era como si su vida se hubiera independizado y tuviera de repente sus propios intereses, que no eran iguales a los de Mirek. Esto es lo que quiero señalar cuando digo que su vida se convirtió en destino. El destino no tenía la intención de mover un dedo por por Mirek (por su felicidad, su seguridad su buen estado de ánimo y su salud) y en cambio Mirek está preparado para hacer todo lo que haga falta por su destino (por su grandeza, su claridad, su belleza, su estilo y su sentido inteligible).  Él se siente responsable de su destino, pero su destino no se siente responsable por él.

Tenía con respecto a su vida la relación que tiene el escultor con la escultura o el novelista con la novela. Uno de los derechos inalienables del novelista es de reelaborar su novela. Si no le gusta el comienzo, puede cambiarlo o tacharlo. Pero la existencia de Zdena le negaba a Mirek ese derecho de autor. Zdena insistía en quedarse en las primeras páginas de la novela y en no dejarse tachar.

Pero ¿por qué se avergüenza tanto de ella?

La explicación más fácil es la siguiente: Mirek fue desde muy pronto uno de aquellos que salieron a perseguir a sus propios actos, mientras que Zdena sigue siendo fiel al jardín en el que cantan los ruiseñores. Últimamente pertenece incluso a ese dos por ciento  de la nación que dio la bienvenida a los tanques rusos.

Eso es cierto, pero no me parece que esta explicación sea convincente. Si solo se tratase de que les dio la bienvenida a los tanques rusos, Mirek despotricaría contra ella públicamente y en voz alta y no negaría haberla conocido.

Pero Zdena le había hecho algo mucho peor. Era fea.

¿Y qué importancia tenía que fuesé  fea, si hacía más, si hacía más de veinte años que no se había acostado con ella?

Eso era importante: la nariz grande de Zdena proyectaba, aun a distancia, una sombra sobre su vida.

Hace años tuvo una amante guapa. En una ocasión, su amante visitó la ciudad de Zdena y volvió disgustada: <<Por favor. ¿cómo has podido salir con esta tía tan fea?>>.

Él dijo que la había conocido muy superficialmente y negó decididamente que hubieran tenido relaciones intimas.

Y es que el gran secreto de la vida no le era desconocido: las mujeres no buscan hombres hermosos. Las mujeres buscan hombres que han tenido mujeres hermosas. Por eso, tener una amante fea es un error fatal. Mirek intentaba borrar todas las huellas de Zdena y, dado que los partidarios de los ruiseñores lo odiaban cada vez más, tenía la esperanza de que Zdena, que se esforzaba en hacer carrera como funcionaria del partido, se olvidara de él rápidamente y por voluntad propia.

Pero se engañaba. Hablaba de él siempre, en todas partes y en cualquier oportunidad. Cuando por desgracia la encontraba la encontraba en compañía de otra gente, ella se apresuraba a hacer valer, costase lo que costase, algún recuerdo que dejase en evidencia que en otro tiempo lo había conocido íntimamente.

Se ponía furioso.

-Si la odias tanto a la tía esa, dime por qué anduviste con ella -le preguntó una vez un amigo suyo que la conocía.

Mirek comenzó a explicarle que entonces era un niño tonto de veinte años y que ella era mayor que él. ¡Era respetada, admirada, todopoderosa! ¡Conocía a todo el mundo en el comité central del partido! ¡Le ayudaba, lo empujaba hacía delante, le presentaba a gente influyente!

-¡Quería hacer carrera, gilipollas! -gritó-: ¡Por eso me pegué a ella y me dio lo mismo que fuese horrible!

Mirek no dice la verdad. Zdena era de su misma edad.

Pese a que lloraba la muerte de Masturbov, Zdena no tenía entonces ninguna influencia seria y no podía decidir ni su propia carrera política ni la de nadie.

Y entonces, ¿por qué se lo inventa? ¿Por qué miente?

Con una mano sostiene el volante, en el retrovisor ve el coche de los de la social y de repente se sonroja. Se ha a acordado de algo de la forma más imprevista.

Después de la primera vez que hicieron el amor, cuando le dijo que se había comportado como un intelectual, él intentó, al día siguiente, corregir la mala impresión y manifestar una pasión espontánea y desatada. ¡No, no es verdad que se haya olvidado de todas las veces que se acostaron! Esta escena la ve ahora delante de él con absoluta claridad: se movía encima de ella con un salvajismo fingido, emitiendo una especie de gruñido prolongado, como el de un perro de lucha contra la zapatilla de su amo, viéndola (con un cierto asombro) acostada debajo de él, tranquila, callada y casi indiferente.

En el coche resonaba aquel gruñido de hace veinticinco años, el insufrible sonido de su dependencia y su servil empeño, el sonido de su complacencia y su adaptabilidad, de su ridiculez y su miseria.

Así es: Mirek está dispuesto a acusarse de arribista con tal de no aceptar la verdad: estuvo liado con una tía fea porque no se atrevía a intentar ligarse a una guapa. No se creía capaz de conseguir nada mejor que Zdena, Aquella debilidad, aquella miseria, ése era el secreto que ocultaba.

En el coche resonaba el furioso gruñido de la pasión, y aquel sonido era la prueba de que Zdena era solo un retrato mágico contra el que pretendía disparar para destruir en él su propia aborrecida juventud.

Se detuvo delante de la casa de ella. El coche que lo seguía paró también.

Los acontecimientos históricos se imitan, por lo general, con escaso talento unos a otros,  pero me parece que en Bohemia la historia puso en escena un experimento fuera de lo corriente. Allí no se levantó, siguiendo las viejas recetas, un grupo de personas (una clase, una nación) contra otro, sino que unas personas (una generación de hombres y de mujeres) se levantaron contra su propia juventud.

Se esforzaron por dar caza y domar a sus propios actos y por poco lo consiguen. Durante los años sesenta obtuvieron una influencia cada vez mayor y a comienzos de1968 tenían ya casi toda la influencia. A este último periodo se le suele llamar la << Primavera de Praga>>: los guardianes del idilio tuvieron que desmontar los micrófonos de las casas particulares, las fronteras se abrieron  y las notas se escaparon de la partitura de la gran fuga de Bach, cantando cada una por su cuenta. ¡Fue una alegría increíble, fue un carnaval!

Rusia, que escribe la gran fuga para todo el globo terráqueo, no podía permitir que en algún sitio se le escapasen las notas. El 21 de agosto de 1968 mandó mandó a Bohemia medio millón de soldados. Inmediatamente abandonaron el país unos 120.000 checos y, de los que se quedaron, unos 50.000 tuvieron que irse de sus trabajos a talleres perdidos en medio del campo, a las cadenas de producción de las fábricas del interior, a los volantes de los camiones, es decir, a sitios desde los cuales ya nunca nadie oirá su voz.

Y para que ni siquiera una sombra del mal del mal recuerdo pudiese distraer al país de su nuevamente renovado idilio, tanto la Primavera de Praga como la llegada de los tanques rusos, esa mancha en la belleza de la historia, tuvieron que ser convertidas en nada. Por eso hoy nadie se ocupa de recordar en Bohemia el aniversario del 21 de Agosto, y los nombres de las personas que se levantaron contra su propia juventud son borrados cuidadosamente de la memoria del país como un error en los deberes de un colegial.

A Mirek también lo borraron de este modo. Si ahora sube por la escalera hacia la puerta de Zdena, se trata de una mancha blanca, no es más que un trozo delimitado de vacío que asciende por la espiral de la escalera.

Está sentado frente Zdena, el brazo le cuelga del cabestrillo. Zdena mira hacia un lado, evita sus ojos y habla con precipitación:

-No sé por qué has venido. Pero estoy contenta de que estés aquí. He hablado con los camaradas. No tiene sentido que termines tu vida como peón en la construcción. Yo sé que el partido aún no te ha cerrado las puertas. Aún estás a tiempo,

Él preguntó qué era lo que tenia que hacer.

-Tienes que pedir una entrevista. Tú mismo. Tienes que ser tú el que de el primer paso.

Sabía de qué iba la cosa. Le dan a entender que aún le quedan los últimos cinco minutos para declarar públicamente que se retracta de todo lo que dijo e hizo. Conoce este tipo de negocio. Están dispuestos a venderle su futuro a cambio de su pasado. Quieren obligarlo a hablar con voz compungida en televisión y a explicar a la nación que se equivocó al hablar contra Rusia y los ruiseñores. Quieren obligarlo a desechar su vida ya convertirse en una sombra, un hombre sin pasado, un actor sin papel, a convertir también en una sombra de su propia vida desechada, el papel abandonado por el actor. Así, convertido en una sombra, lo dejarían vivir.

Se fija en Zdena: ¿Por qué habla con tanta precipitación y tan insegura? ¿Por qué mira hacía un lado y evita su mirada?

Está todo demasiado claro: le ha tendido una trampa. Habla en nombre del partido o de la policía. Le han encargado que lo convenza para que se rinda.

¡Pero Mirek se equivoca! Nadie le ha encargado a Zdena que negocie con él. No, hoy ya ninguno de los poderosos recibiría a Mirek, por mucho que rogase. Ya es tarde.

Y Zdena le aconseja, sin embargo, que haga algo para su propio bien y afirma que se lo han dicho  los camaradas de la dirección, no en más que un deseo impotente y confuso de ayudarle de algún modo. Y si habla tan apresuradamente y evita su mirada no es porque tenga en las manos un trampa preparada, sino porque tiene las manos completamente vacías.

¿la comprendió alguna vez Mirek? 

Siempre pensó que Zdena era tan furiosamente al partido porque era una fanática.

No era así. Fue fiel al partido porque amaba a Mirek. Cuando el la abandonó, lo único que ella quería era demostrar que la fidelidad es un valor que está por encima de todos los demás. Quería demostrar que él era infiel en todo y ella en todo fiel. Lo que parecía fanatismo político era solo un pretexto una parábola, un manifiesto de fidelidad, el reproche secreto de un amor traicionado.

Me imagino como se despertó una mañana de agosto, con el horrible ruido de de los aviones, Salió corriendo a la calle y la gente excitada le dijo que el ejercito ruso había ocupado Bohemia. ¡Estalló en una risa histérica! Los tanques rusos habían venido a castigar a todos los infieles.

¡Por fin podrá presenciar la perdición de Mirek! ¡Por fin lo verá de rodillas! Por fin podrá inclinarse sobre él -ella, que sabe lo que es la fidelidad- y ayudarle.

Mirek se decidió a interrumpir brutalmente una conversación que iba por mal camino: 

-Hace tiempo te mandé un montó de cartas. Me gustaría llevarmelas.

Levantó la cabeza sorprendida:

-¿Cartas?

-Sí, mis cartas. Tengo que haberte mandado más de cien.

-Sí, tus cartas ya  sé -dice, y de repente ya no rehúye a su mirada y lo mira fijamente a los ojos. Mirek tiene la incómoda sensación de que le ve hasta el fondo del alma y de que sabe perfectamente lo que quiere y por qué lo quiere- . Tus cartas, sí, tus cartas -repite-. no hace mucho que he vuelto a leerlas. Me pregunto cómo es posible que hayas sido capaz de semejante explosión de sentimientos.

Y vuelve a repetir varias veces esas palabras, explosión de sentimientos, y no las dice con rapidez ni precipitación, sino lenta y meditadamente, como si apuntase a un objetivo que no quiere errar, y no le quita los ojos de encima, como si quisiese comprobar si ha dado en el blanco.

Junto al pecho se balancea el brazo escayolado y las mejillas le arden como si hubiera recibido un bofetada.

Si, claro tus cartas han tenido que ser terriblemente sentimentales. ¡Tenía que demostrar a cualquier precio que no era la debilidad y la miseria sino el amor lo que le ataba a ella! Y solo una pasión inmensa podría justificar una relación con una mujer tan fea.

-Me escribiste que era tu compañera de lucha, ¿te acuerdas?

Se pone más colorado aún si cabe. La infinitamente ridícula palabra lucha. ¿Cuál era su lucha? Se pasaban la vida sentados en reuniones interminables, tenían ampollas en el trasero, pero en el momento que se levantaban para manifestar una opinión muy radical (es necesario castigar aún más al enemigo de clase, hay que formular de un modo aún más inflexible tal o cual idea) les daba la impresión de que parecían personajes de escenas heroicas: él cae al suelo, con una pistola en la mano y una herida sangrante en el brazo y ella, con otra pistola en la mano, sigue hacía adelante, hasta donde él no fue capaz de llegar.

Él tenía entonces la piel llena de tardías erupciones puberales y para que no se notase se ponía en la cara la máscara de la rebelión. Les contaba a todos que había roto con su padre, que era un campesino rico. Al parecer, había escupido en la cara a las tradiciones seculares del campo, atadas a la tierra y a la propiedad. Contaba la escena de la disputa y el dramático abandono de la casa. Todo mentira. Cuando hoy mira hacía atrás, no ve más que leyendas y mentiras.

-Entonces eras otro hombre – dice Zdena .

Y él se imagina que se lleva las cartas. Se para junto al cubo de basura más cercano, coge el paquete con prudencia, con dos dedos , como si fuese un papel manchado de mierda, y lo tira a la basura.

-¿Para qué te sirven las cartas? -le preguntó-. ¿Para que las quieres?

No podia decirle que para tirarlas al cubo de la basura,.

Puso una voz melancólica y comenzó a contarle que estaba en la edad de volver la vista hacía atrás.

(Se sintió incomodo al decirlo, le pareció que su fábula era poco convincente y sintió vergüenza.)

Sí, mira hacía atrás, porque ya se ha olvidado de cómo era cuando era joven. Se da cuenta de que ha fracasado . Por eso quisiera saber de dónde salió para comprender mejor en qué punto cometió el error. Por eso quiere volver a su vieja correspondencia, en la cual está el secreto de su juventud, de sus comienzos y de sus raíces.

Ella hizo un gesto negativo con la cabeza:

-No te las daré nunca.

-Solo quiero que me las prestes -mintió.

Ella siguió negando con la cabeza.

En algún sitio de aquella casa, pensó en él, están sus cartas y puede dárselas a leer en cualquier momento a cualquiera. Le resultaba insoportable la idea de que un pedazo de su vida quedara en manos de Zdena y tenía ganas de pegarle en la cabeza con el pesado cenicero cristal que estaba en la mesa en medio de los dos y llevarse las cartas. En lugar de eso le explicó una vez más que quería volver la vista atrás y saber de donde había partido.

Levantó la vista hacía él y lo hizo callar con una mirada :

-Nunca te las daré. Nunca.

Cuando lo acompañó hasta la puerta de la calle, los dos coches estaban aparcados, uno tras otro, frente a la casa de Zdena. Los de la social se paseaban por la acera de enfrente. En ese momento se detuvieron y se quedaron mirándolos.

Se los señaló:

-Esos dos señores me siguen durante todo el camino.

-¿De verdad? -dijo ella con desconfianza y en su voz se notó un tono irónico artificialmente forzado-: ¿Todo el mundo te persigue?

¿Cómo puede ser tan cínica y decirle en la cara que los dos hombres que la observan de forma ostentativa descarada son solo transeúntes casuales?

No hay más que una explicación. Juega al mismo juego que ellos. Un juego que consiste en que todos ponen cara de que la policía secreta no existe y de que no persigue a nadie.

Mientras tanto, los sociales cruzaron la carretera y se sentaron en su coche seguidos por las miradas de Mirek y Zdena.

-Que te vaya bien -dio Mirek , y ya no volvió a mirarla. Se sentó al volante. En el espejo vio el coche de los policías que le seguía. A Zdena no la vio. No quiso verla. No quería verla nunca más.

Por eso no vio que se había quedado en la acera de durante un largo rato, siguiéndolo con la mirada. Tenía cara de susto.

No, no era cinismo el negarse a ver a dos de la social en los hombres de la acera de enfrente. Era miedo ante algo que iba más allá de su alcance. Quiso esconder la verdad ante él y ante sí misma.

Entre su coche y el de los hombres de la social apareció de repente un automóvil deportivo rojo, conducido por un chofer salvaje. Mirek pisó el acelerador. Estaban llegando a una ciudad pequeña. Entraron en una curva. Mirek se dio cuenta de que en ese momento sus perseguidores no lo veían y dobló hacía una calle secundaria. Los frenos chirriaron y un niño que quería cruzar la calle apenas tuvo tiempo de saltar hacía un lado. Por el retrovisor vio pasar por la carretera principal al coche rojo. Pero el coche de los perseguidores todavía no había llegado. Consiguió doblar rápidamente por otra calle y desaparecer así de su vista definitivamente.

Salió de la ciudad por una carretera que iba en una dirección completamente distinta. Miró hacía atrás por el retrovisor . Nadie lo seguía, la carretera estaba vacía.

Se imagino a los pobres de la social buscándolo , con miedo de que el comisario les eche la bronca. Se rió en voz alta. Disminuyó la velocidad y miró el paisaje. Siempre iba a alguna parte a resolver y a discutir algo, de manera que el espacio del mundo se había convertido para él solo en algo negativo, en una pérdida de tiempo, en un obstáculo que frenaba su actividad.

A corta distancia se inclinan lentamente hacía el suelo dos barreras a rayas blancas y rojas. Se detiene.

De repente siente que está inmensamente cansado. ¿Por qué fue a casa de ella? ¿Por qué quería que le devolviese las cartas?

Todo lo absurdo, lo ridículo y lo pueril de su viaje se le viene encima. No lo había hasta allí ningún propósito o un interés práctico, sino tan solo un deseo invencible. El deseo de llegar con la mano hasta muy lejos en el pasado y pegar un puñetazo. El deseo de apuñalar la imagen de su juventud. Un deseo apasionado que era incapaz de controlar y que iba a quedar ya insatisfecho.

Se sentía tremendamente cansado. Probablemente ya no iba a poder sacar de su casa los escritos comprometedores. Todo terminará mal. Le siguen los pasos y ya no lo soltarán. Es tarde. Si, ya es tarde para todo.

A lo lejos oyó el jadeo del tren. Junto a la caseta estaba una mujer con un pañuelo rojo en la cabeza. El tren llegó, un tren lento de pasajeros; a una de las ventanas se asomaba un viejo con una pipa y escupía hacía afuera. Después sonó la campana de la estación y la mujer del pañuelo rojo fue hacía las barreras y dio vueltas a la manivela. Las barreras se levantaron y Mirek puso el coche en marcha. Entró en un pueblo que no era más que una sola calle interminable y al final de la calle estaba la estación: una casa pequeña, baja y blanca, a su lado un cerco de madera a través del cual se veían el anden y las vías.

Las ventanas de la estación están adornadas con tiestos con begonias. Mirek paró el coche. Está sentado al volante mirando la casa, la ventana y las flores rojas. De un remoto tiempo olvidado le llega la imagen de otra casa blanca cuyas cornisas si enrojecían con las flores de las begonias. Es un pequeño hotel en un pueblecito de montaña durante las vacaciones de verano. En la ventana, entre las flores aparece una gran nariz. Y Mirek, Con sus veinte años, mira hacía arriba a esa nariz y siente dentro de sí un amor inmenso.

Quiere apretar rápidamente el acelerador y huir de ese recuerdo. Pero yo no me dejo engañar esta vez y llamo de vuelta a ese recuerdo para retenerlo. Repito: en la ventana, entre las begonias, está la cara de Zdena con su enorme nariz y Mirek siente dentro de sí un amor inmenso.

¿Es posible?

Claro. ¿Por qué no iba a serlo? ¿No puede un chico débil sentir un amor verdadero por una chica fea?

Le cuenta como se rebeló contra el padre reaccionario, ella despotrica contra los intelectuales , tienen ampollas en el trasero y se cogen de la mano. Van a las reuniones denuncian a sus conciudadanos, mienten y se aman. Ella llora la muerte de Masturvob, él gruñe como un perro sobre ella y no pueden vivir el uno sin el otro.

La borró de la fotografía de su vida, no porque no la hubiese amado, sino, precisamente, porque la quiso. La borró junto con el amor que sintió por ella, la borró igual que el departamento de propaganda del partido borró a su Clementis del balcón en el que Gottwald pronunció su discurso histórico. Mirek es un corrector de la historia igual que lo es el Partido Comunista, igual que todos los partidos políticos, que todas las naciones, que el hombre.

La gente grita que quiere crear un futuro mejor, pero eso no es verdad. El futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro solo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar en el laboratorio en el que se retocan las fotografías y se reescriben las biografías y la historia.

¿Cuanto tiempo estuvo en aquella estación?

¿Y qué significó aquella parada?

No significo nada.

La borró inmediatamente de su pensamiento, de modo que ahora mismo ya no sabe nada de la casa blanca con las begonias. Cruza el campo a toda velocidad y sin contemplar el paisaje. El espacio del mundo ha vuelto a ser un obstáculo que dificulta su actividad.

El coche cuya vigilancia había logrado escapar estaba aparcado aparcado frente a su casa. Los dos hombres estaban un poco más allá.

Detuvo el coche detrás de ellos y descendió.  Le sonrieron casi con alegría, como si la escapada de Mirek no hubiese sido más que un juego caprichoso para  divertir agradablemente a todos. Cuando pasó frente a ellos, el hombre del cuello grueso y el pelo gris ondulado se rió y le hizo un gesto con la cabeza. Mirek se sintió angustiado por esa familiaridad que prometía que en adelante iban a estar ligados aún más estrechamente.

Impasible, Mirek entró en la casa. Abrió con la llave la puerta del piso. Lo primero que vio fue a su hijo y su mirada llena de emoción contenida .Un desconocido con gafas se acercó a Mirek y le enseñó su credencial.

-¿Quiere ver la autorización judicial para el registro domiciliario?

-Sí -dijo Mirek.

En el piso había otros dos desconocidos. Uno estaba de pie junto a la mesa de escribir, en las que se amontonaban pilas de papeles, cuaderno y libros. Cogía las cosas una tras otra mientras que el otro, sentado a la mesa, escribía lo que esté le dictaba.

El de las jafas sacó de su bolsillo un papel doblado y se lo dio a Mirek:

-Aquí tiene la orden del procurador y ahí -señaló a los dos hombres- se prepara la lista de objetos incautados. El suelo estaba lleno de papeles y libros, las puertas del armario estaban abiertas, los muebles apartados de las paredes. 

Su hijo se inclinó hacía el y le dijo: 

-Llegaron cinco minutos después de que te fueras.

Los dos que estaban junto al escritorio seguían con la lista de objetos incautados: cartas de los amigos de Mirek, documentos de los primeros días de la ocupación rusa, textos en los que se analizaba la situación política, notas de reuniones.

-No es usted demasiado considerado con sus amigos -dijo el hombre de las gafas señalándolo con la cabeza hacía las cosas incautadas.

Los que han emigrado (son cerca de ciento veinte mil), los que han sido acallados y echados de sus trabajos (son medio millón), desaparecen como una procesión que se aleja en medio de la niebla, no se les ve, se les olvida.

Pero la cárcel, a pesar de estar rodeada de muros por todas partes, es un escenario histórico magníficamente iluminado.

Mirek lo sabe desde hace tiempo. La idea de la cárcel lo ha atraído irresistiblemente a lo largo del último año. Igual que tuvo que haber atraído a Flaubert el suicidio de Madame Bovary. No sería capaz de de imaginar un final mejor para la novela de su vida.

Quisieron borrar la memoria de cientos de miles de vidas para que quedase solo un único tiempo inmaculado para un idilio inmaculado. Pero Mirek está dispuesto a tumbarse sobre el idilio con todo su cuerpo como una macha. Quedará allí como quedó el gorro del Clementis en la cabeza de Gottwald.

Le dieron a firmar a Mirek la lista de los objetos confiscados y luego les pidieron a él y a su hijo que los acompañaran. Después de un año de prisión preventiva se celebró el juicio. A Mirek lo condenaron a seis años, a su hijo dos y a unos diez amigos suyos les tocaron condenas de uno a seis años de prisión».

El-libro-de-la-risa-y-el-olvido_9788483834749

 

 

 

 

 

146644_el-libro-de-la-risa-y-el-olvido_9788483834749.jpg

Una novela ya clásica en torno al olvido, el erotismo y el humor.

«El poder de las tinieblas» El segundo título de la serie detective Charlie Parker.

«El poder de las tinieblas» El segundo título de la serie detective Charlie Parker, del escritor, John Connolly.

Aquí puedes leer el primer capítulo.

«La navaja de Billy Purdue se hundió un poco más en mi mejilla y un  hilo de sangre me recorrió la cara. Me tenía apresado contra la pared con su cuerpo, me inmovilizaba los hombros con los codos y mantenía las piernas tensas y pegadas a las mías para protegerse la entrepierna. Cerró más los dedos alrededor de mi cuello, y pensé: «Billy Purdue. Tendría que haber sabido con quién trataba…».
Billy Purdue era pobre, pobre y peligroso, a lo que, por si fuera poco, se añadía cierto resentimiento y frustración. En él la amenaza de violencia era siempre inminente. En torno a él flotaba como una nube, que ofuscaba su juicio e influía en las acciones de los demás, de modo que cuando entraba en un bar y tomaba una copa o alcanzaba un taco de billar para jugar una partida, tarde o temprano empezaban los problemas. Billy Purdue no necesitaba buscar pelea. La pelea lo buscaba a él.

Parecía que sucedía como por contagio, tanto era así que, aun si el propio Billy conseguía evitar el conflicto -por lo general él no lo perseguía, pero cuando lo encontraba rara vez lo rehuía-, uno podía apostar diez contra cinco a que el nivel de testosterona aumentaría en el bar lo suficiente como para inducir a cualquier otra persona a plantearse la posibilidad de iniciar un altercado. Billy Purdue habría provocado una pelea en un cónclave cardenalicio con sólo echar un vistazo al interior de la sala. Se lo mirara por donde se lo mirase, la presencia de Billy Purdue nunca auguraba nada bueno.

Hasta la fecha no había matado a nadie y nadie había logrado matarlo a él. Cuanto más se prolonga una situación así, mayores son las probabilidades de que acabe mal, y Billy Purdue un mal principio en espera de un final peor. Algunos lo describian como un accidente que se estuviera incubando como larga y lenta muerte de una estrella. El suyo era un imparable descenso hacia la vorágine.

Yo no sabía gran cosa acerca del pasado de Billy Purdue, no por aquel entonces. Sabía que siempre andaba metido en líos con la policía. Tenía unos antecedentes penales que parecían un catálogo de delitos menores: desde causar alborotos en el colegio y pequeños hurtos hasta conducir bajo los efectos del alcohol, pasando por la venta de objetos robados, agresión, allanamiento de morada, alteración del orden público, impago de pensión alimenticia… La lista era interminable. Al ser huérfano, había pasado por sucesivas familias de acogida en su infancia, y en ninguna se lo quedaban más tiempo del que sus nuevos padres tardaban en descubrir que causaba tantos problemas que el dinero de los servicios sociales no compensaba. Así son algunas familias de acogida: ven a los niños como un negocio, como ganado o pollos, hasta que se dan cuenta de que si un pollo se pone inaguantable se le puede cortar la cabeza y guisarlo para la comida del domingo. Con un delincuente infantil, en cambio, las opciones se reducen. Hubo pruebas de negligencia por parte de muchos de los padres de acogida de Billy Purdue, y sospechas de malos tratos graves en los dos últimos casos como mínimo.

Billy encontró algo parecido a un hogar en la casa de un viejo y su esposa, en el norte del estado, una pareja especializada en chicos difíciles. El hombre había acogido a unos veinte niños antes de Billy y, cuando conoció a éste un poco, quizá pensó que ya había tenido suficiente. No obstante, intentó hacer entrar en vereda a Billy y durante un tiempo éste fue feliz, o tan feliz como podía llegar a ser. Después una temporada vagando sin rumbo. Acabó en Boston y anduvo en compañía de la banda de Tony Celli, hasta que se pasó de la raya con quien no debía y lo mandaron de regreso a Maine, donde conoció a Rita Ferris, siete años menor que él, y se casó con ella. Tuvieron un hijo pero, verdadero niño en aquella relación fue siempre Billy.

En la actualidad tenía treinta y dos años ya la constitución de un toro, los músculos de los brazos como enormes jamones, las manos anchas y fuertes, los dedos casi hinchados de tan robustos. Tenía los ojos pequeños y porcinos y los dientes desiguales, y el aliento  le olía a licor de malta y pan de masa fermentada. Tenía mugre bajo las uñas y una erupción en el cuello, granos con puntas blancas, por afeitarse con una hoja vieja y mellada.

Tuve oportunidad de observara a Billy Purde cerca tras  fracasar en mi intento de inmovilizarlo con una llave de judo, entonces él me empujo contra la pared de su caravana Airstream, un ruinoso vehículo de diez metros instalado en las inmediaciones de Scarborough Downs, que apestaba a ropa sucia, a comida y a semen de varios días. Sujetándome con fuerza por el cuello con una mano, me tenía levantado en el aire de modo que apenas rozaba el suelo con las puntas de los pies. Con la otra mano sostenía la navaja de hoja corta con la que me había cortado a un par de centímetros por debajo del ojo izquierdo. Sentía el goteo de mi propia sangre desde el mentón.

Probablemente, tratar de hacerle una llave no había sido buena idea. De hecho, en la escala de las buenas ideas, se situaba en algún punto entre votar a Ross Perot e invadir Rusia en invierno. Habría tenido más posibilidades si me hubiese propuesto inmovilizar con una llave a la propia caravana; aun recurriendo a todas mis fuerzas para apartar de mí el brazo de Billy Purdue, éste permanecía tan rígido e inamovible como la estatua del poeta en Longfellow Square. Mientras tomaba conciencia de hasta qué punto había sido mala idea optar por la llave, Billy tiró de mí, me golpeó en la cabeza con la palma abierta de su enorme mano derecha y volvió a empujarme contra la pared de la caravana, utilizando sus grandes muñecas para impedirme que moviera los brazos. Aún me zumbaba la cabeza por efecto del manotazo y me dolía el oído. Pensé que me había reventado el tímpano, pero de pronto noté que aumentaba la presión en el cuello y comprendí que quizá ya no tendría que preocuparme por el tímpano durante mucho más tiempo.

Hizo girar la navaja y sentí una nueva punzada de dolor. Ahora la sangre corría copiosamente y me caía en el cuello de la camisa blanca desde el mentón. Casi morado de ira, con la respiración entrecortada, Billy escupía saliva entre los dientes apretados cada vez que resoplaba.

Mientras concentraba su atención en asfixiarme, deslicé la mano derecha bajo mi chaqueta y percibí la fría empuñadura de la Smith & Wesson. A punto de perder el conocimiento, conseguí desenfundarla y mover el brazo lo suficiente para hundir la boca del cañón en la carne blanda de la papada de Billy. En sus ojos, una luz roja destelló brevemente y comenzó a apagarse. Noté que la presión en el cuello se reducía y la navaja se apartaba de la herida, y me desplomé. Cuando intenté llenar de aire mis pulmones vacíos con inspiraciones estertóreas y poco profundas, me dolió la garganta. Mantuve a Billy encañonado, pero se habia dado media vuelta. Ahora que el acceso de rabia empezaba a remitir, parecía haber perdido interés en el arma y también en mí. Sacó un cigarrillo de un paquete de Marlboro y lo encendió. Me ofreció el paquete. Negué con la cabeza y el dolor de oído se intensificó de nuevo. Decidí no mover más la cabeza.

-¿Por qué has intentado hacerme una llave? -preguntó Billy con tono dolido. Me miró y advertí auténtico disgusto en su expresión-. No deberías haberlo hecho.

Desde luego era todo un personaje. Tomé aire unas cuantas veces, aspirando ya más profundamente, y hablé. La voz me salió ronca y tuve la sensación de que me habían restregado gravilla en la garganta. Si Billy no hubiese sido tan pueril, quizá le habría asestado un culatazo.

-Has dicho que ibas a por un bate de béisbol y sacudirme el polvo, si no recuerdo mal -respondí.

-Eh, has sido tú el maleducado -replicó, y la luz roja pareció brillar otra vez por un instante.

Yo seguía apuntándole con la pistola y él seguía sin mostrar la menor preocupación. Me pregunté si sabía algo acerca del arma que yo ignoraba. Quizá, mientras hablábamos, el hedor procedente de la caravana estaba descomponiendo las balas.

«Maleducado.» Me disponía a negar otra vez con la cabeza. cuando me acordé del oído y decidí que, dadas. la. s circunstancias, quizá me conviniese más no moverla. Había visitado a Billy Purdue por hacerle un favor a Rita, ahora su ex esposa, que vivía en un pequeño apartamento de Locust Street, en Portland, con Donald, su hijo de dos años. Rita había obtenido el divorcio hacía seis meses, y desde entonces Billy no había pagado ni un centavo para el mantenimiento del niño. Durante mi adolescencia, conocí a la familia de Rita en Scarborough. El padre había muerto en un atraco frustrado a un banco en el año 83 y la madre,pese pese a todos sus esfuerzos, no había conseguido mantener unida a la familia. Un hermano fue a prisión; otro, acusado de trafico de drogas se había fugado, y la hermana mayor de Rita vivía en Nueva York y había roto todo vínculo con sus hermanos.

Rita era rubia, guapa y esbelta, pero los malos tragos de la vida empezaban a pasarle factura a su aspecto físico. Billy Purdue nunca le había pegado ni la había maltratado pero, propenso a los arrebatos de ira ciega, había destruido los dos apartamentos donde vivieron durante su matrimonio; a uno de ellos le prendió fuego después de una juerga de tres días en South Portland. Rita despertó justo a tiempo de llevarse de allí a su hijo, que por entonces contaba un año, antes de regresar para sacar a rastras a Billy, inconsciente, y dar la alarma para evacuar el resto del edificio. Al día siguiente solicitó el divorcio.

En la actualidad, Billy aguardaba una oportunidad para mejorar y vivía al borde de la pobreza. En invierno trabajaba como leñador, cortando árboles de Navidad o trasladándose a los bosques de la compañía maderera más al norte. El resto del tiempo hacía lo que podía, que no era mucho. Tenía la caravana en un terreno propiedad de Ronald Straydeer, un indio penobscot de Old Town que se había establecido en Scarborough al regresar de Vietnam. Ronald formó parte del cuerpo K-9 durante la guerra y había guiado patrullas del ejército por los senderos de la selva con Elsa al lado, su perra pastora alemana. La perra era capaz de oler a los guerrilleros del Vietcong en el aire, me contó Ronald, e incluso en una ocasión encontró agua potable cuando un pelotón quedó peligrosamente desprovisto de reservas. Al retirarse las tropas estadounidenses, dejaron allí a Elsa como «excedente militar» para el ejército de Vietnam del Sur. Ronald llevaba una fotografía del animal en la cartera, con la lengua fuera y un par de placas de identificación colgando del cuello. Imaginaba que los vietnamitas se la habían comido en cuanto se marcharon los americanos, y nunca quiso otro perro. Al final se quedó con Billy Purdue en su lugar.

Billy sabía que su ex esposa quería trasladarse a la Costa Oeste e iniciar allí una nueva vida, y que, para hacerlo, necesitaba el dinero que Billy le debía. Billy no quería que se fuera. Todavía creía  que era posible salvar la relación, y ni el divorcio ni una orden que le prohibía acercarse a menos de treinta metros de su ex posa es habían hecho cambiar de opinión.

Yo había accedido a abordar a Billy como favor a Rita después de que ella me telefonease y nos reuniésemos en su apartamento. Y cuando le dije a Billy Purdue que Rita no volvería a su lado y que tenía la obligación legal de pagarle el dinero que le debía, él se fue a por el bate de béisbol y las cosas se complicaron.

-La quiero -dijo. Dio una calada al cigarrillo y de sus orificios nasales se elevaron dos columnas de humo como exhalaciones de un toro especialmente irascible-. ¿Quién va a cuidar de ella en San Francisco?

Me levanté como pude y me enjugué parte de la sangre del cuello con la manga de la chaqueta, que quedó húmeda y manchada. Por suerte la chaqueta era negra, aunque el hecho mismo de que eso me pareciera una suerte decía mucho acerca del día que estaba teniendo.
-Billy, ¿cómo van a sobrevivir ella y Donald si no le das el dinero que has de pagarle por orden del juez? -pregunté-. ¿Cómo  va a arreglárselas Rita sin eso? Si te preocupas por ella, tienes que pagarle.

Me miró y luego bajó la vista. Deslizó la puntera del zapato por el mugriento linóleo.

-Siento haberte hecho daño, tío, pero… -Se llevó la mano a la nuca y se rascó entre el pelo oscuro y desgreñado-. ¿Vas a ir a la policía?

Si hubiera tenido intención de «ir a la policía», no habría informado de ello a Billy Purdue. El arrepentimiento de Billy era tan sincero como el de Exxon cuando naufragó el Exxon Valdez. Además, si acudía a la policía, meterían a Billy en chirona y Rita seguiría sin recibir su dinero. Pero había algo raro en el tono de su voz cuando preguntó por la policía, algo que yo debería haber percibido pero pasé por alto. Billy tenía la camiseta negra empapada de sudor, y manchas de barro seco en los bajos del pantalón. Por su organismo corría tal cantidad de adrenalina que a su lado las hormigas parecían tranquilas. Eso debería haberme hecho deducir que a Billy no le preocupaba la  policía de una posible denuncia por agresión o por impago de la pensión para el mantenimiento de su hijo. No hay n las cosas en retrospectiva.

-Si le pagas el dinero, te dejaré en paz -dije.

Se encogió de hombros.

-No tengo mucho. No llego a los mil dólares.

-Billy, le debes casi dos mil dólares. Me parece que no acabas de entender la situación.

O quizá sí la entendía. La caravana era un estercolero; conducía un Toyota con agujeros en el suelo, y ganaba cien dólares semanales, o a lo sumo ciento cincuenta, con el transporte de basura y madera. Si dispusiera de dos mil dólares, estaría en otra parte. Sería además otra persona, porque Billy Purdue nunca tendría dos mil dólares en su haber.

-Tengo quinientos -admitió por fin, pero en su mirada se reflejó algo nuevo cuando lo dijo, un vago asomo de astucia. -Dámelos -respondí.

Billy no se movió.

-Billy, si no me pagas, vendrá la policía y te encerrará hasta que pagues. Si te encierran, no ganarás dinero para pagarle a nadie, y eso me parece un círculo vicioso.

Pensó en ello durante un momento y al final metió la mano bajo el inmundo sofá al fondo de la caravana y sacó un sobre arrugado. Me dio la espalda, contó quinientos dólares y volvió a guardar el sobre. Me tendió el dinero con gran artificio, como un mago que hace aparecer el reloj de un espectador después de un truco especialmente impresionante. Eran billetes nuevos, con números de serie consecutivos. A juzgar por el aspecto del sobre, habían dejado atrás a muchos amigos.

-¿Vas al cajero automático del Fleet Bank, Billy? -pregunté. Me parecía poco probable. La única manera de que Billy Purdue sacase dinero de un cajero automático era arrancándolo de la pared con un bulldozer.

-Dile algo de mi parte -pidió-. Dile que quizás haya más en el sitio de donde ha salido éste, ¿queda claro? Dile que quizá ya no soy un perdedor. ¿Me entiendes? -Esbozó una sonrisa de superioridad, la clase de sonrisa que te dirige un tonto de remate cuando cree saber algo que tú ignoras. Sospeché que si Billy Purdue lo sabía, se trataba de algo que no me interesaba compartir con él. Me equivocaba.

-Te entiendo, Billy. Dime que no sigues trabajando para Tony Celli. Dímelo.

Aunque el brillo de opaca astucia permaneció en su mirada, su  sonrisa vaciló un poco.

-No conozco a ningún Tony Celli.

-Permíteme que te refresque la memoria. Un mafioso de Boston, un fulano alto que se hace llamar Tony «el Limpio». Empezó controlando putas, y ahora quiere controlar el mundo. Anda metido en drogas, porno, préstamos con usura, todo aquello contra lo que existe alguna ley, así que hoy por hoy sus esperanzas de recibir un premio al mérito civil son tan bajas que ni entran en la clasificación. -Guardé silencio por un instante-. Trabajaste para él, Billy. Te estoy preguntando si aún lo haces.

Sacudió la cabeza como si intentase expulsar un tapón de agua del oído y a continuación desvió la mirada.

-Bueno, en fin, puede que de vez en cuando haya hecho alguna que otra cosa para Tony. Sí, por supuesto. Sale más a cuenta que transportar basura. Pero no veo a Tony desde hace mucho tiempo. Mucho mucho tiempo.

-Más vale que digas la verdad, Billy, si no, mucha gente va a querer hablar muy seriamente contigo.

No respondió y yo no insistí. Cuando agarré los billetes de su mano, se acercó y volví a levantar la pistola. Su cara quedó a un par de centímetros de la mía, y el cañón del arma contra su pecho.

-¿Por qué haces esto? -preguntó, y me llegó su aliento y vi avivarse de nuevo las ascuas del resplandor rojo de antes. La sonrisa había desaparecido por completo-. Rita no puede permitirse un detective privado.

-Es un favor -contesté-. Conocía a su familia.

Dudo que me oyese siquiera.

-Cómo va a pagarte? -Volvió la cabeza a un lado mientras reflexionaba sobre su propia pregunta. Luego añadió-: Te la estás tirando?

Le sostuve la mirada.

-No. Y ahora retrocede.

Continuó donde estaba y, al cabo de un momento, con expresión ceñuda, se apartó despacio.

-Más te vale -dijo mientras yo abandonaba la caravana y salía a la oscura noche de  diciembre.

El dinero debería haberme  puesto sobre aviso, claro está. Era imposible que Billy Purdue lo hubiese ganado honradamente, y tal vez tendría que haberle presionado al respecto, pero estaba dolorido y deseaba alejarme de él.

Mi abuelo, que fue también policía hasta que topó en el norte con aquel tétrico árbol de extraños frutos que le marcaría de por vida, contaba a veces un chiste que era algo más que un chiste. Un hombre le dice a un amigo que se marcha a una partida de cartas «Pero si está amañada», afirma el amigo. «Lo sé», dice él. «Pero es la única partida del pueblo.»

Ese chiste, el chiste de un muerto, volvería a acudir a mi memoria en los días posteriores, cuando las cosas empezaron a torcerse. Me acordaría también de otros comentarios de mi abuelo, comentarios que distaban mucho de ser chistes, aunque habían sido motivo de risa para muchos. Menos de setenta y dos horas después de las muertes de Emily Watts y varios hombres en Prouts Neck, Billy Purdue se convertiría en la única partida del pueblo, y las fantasías de un viejo cobrarían vida de forma violenta.
Al pasar por Oak Hill, me detuve en el banco y saqué doscientos dólares de mi cuenta por el cajero automático. El corte que tenía debajo del ojo ya no sangraba, pero supuse que, si intentaba limpiarme la costra, la hemorragia empezaría de nuevo. Fui a la consulta de Ron Archer en Forest Avenue, que visitaba dos noches por semana, y me dio tres puntos.

-¿Qué estabas haciendo? -preguntó mientras se preparaba para inyectarme un anestésico.

Iba a decirle que no se molestara, pero temí que pensase que pretendía hacerme el héroe. El doctor Archer, a sus sesenta años, era un hombre apuesto, de aspecto distinguido, elegante cabello plateado y tan buen trato con sus pacientes que algunas mujeres solitarias deseaban acostarse con él para que las sometiera a un reconocimiento médico íntimo e innecesario.

-Intentaba sacarme una pestaña del ojo -contesté.

-Utiliza un colirio. Comprobarás que no duele tanto y, después, aún conservarás el ojo.

Limpió la herida con una torunda y se inclinó hacia mí con la jeringuilla. Hice una mueca cuando me puso la inyección.

-Un chico mayor y valiente -masculló-. Si no lloras, cuando hayamos terminado te daré una chocolatina.

-Seguro que en la facultad de Medicina todos hablaban de lo gracioso que es en su trato con los pacientes.

-En serio, ¿qué te ha pasado? -preguntó a la vez que comenzaba a coser-. Esto parece una herida de arma blanca y te e saliendo moretones en el cuello.

-He intentado hacerle una llave a Billy Purdue y no he salido precisamente airoso.

-¿Purdue? ¿Ese chiflado que estuvo a punto de matar a su mujer y a su hijo en un incendio? -Archer enarcó las cejas, que se alzaron en su frente como dos cuervos asustados-. Debes de estar aún más loco que él. -Continuó cosiendo-. Como médico tuyo, es mi deber advertirte que, si sigues cometiendo estupideces como ésa, es muy posible que en el futuro necesites un tratamiento más especializado que el que yo pueda ofrecerte. -Pasó la aguja una vez más y cortó el hilo-. Aunque imagino que la transición a la senilidad a ti no te representará un problema grave. -Se apartó un paso y examinó con orgullo su obra-. Magnífico -dictaminó con un suspiro-. Un bordado precioso.

-Si me miro en el espejo y veo que me ha cosido un corazoncito en la cara, no me quedará más remedio que prenderle fuego a su consulta.

Envolvió con cuidado las agujas usadas y las metió en un recipiente de protección.

-Los puntos se disolverán dentro de unos días -dijo-. Y no juguetees con ellos. Ya sé cómo sois los niños.

Lo dejé allí riéndose y me dirigí en coche al apartamento de Rita Ferris, cerca de la catedral de la Inmaculada Concepción y del cementerio del Este, donde están enterrados Burrows y Blythe, ese par de jóvenes necios. Murieron durante un innecesario combate naval en el que se enfrentaban el bergantín Enterprise de Estados Unidos y el británico Boxer de los que eran los respectivos capitanes, frente a las costas de la isla de Monhegan durante la guerra de 1812. Recibieron sepultura ulltura en el cementerio del Este tras un multitudinario funeral dobleque acabó con un desfile por las calles de Portland. Cerca de ellos se alza un momumento de mármol dedicado al teniente Kervin Waters, que resultó  herido en la misma batalla y tardó en morir dos atroces anos. Contaba solo dieciséis años cuando le hirieron y dieciocho cuando murió. No sé por qué me acordé de ellos mientras me dirigía al apartamento de Rita Ferris. Después de conocer a Billy Purdue, quizá tenía plena conciencia de lo que malgastar una una vida joven.

Doblé por Locust y dejé atrás la iglesia anglicana de San Pablo a mi derecha y el mercadillo de beneficencia d San Vicente de Paúl a la izquierda. Rita Ferris vivía al final de la calle, frente a la escuela Kavanagh. Era un ruinoso edificio blanco de tres plantas al que se accedía por unos peldaños de piedra que conducían hasta una puerta, flanqueada a un lado por los timbres y los números de los apartamentos, y al otro por una hilera de buzones abiertos.

Una mujer negra acompañada de una niña pequeña, probablemente su hija, abrió la puerta de entrada cuando me acercaba y me miró con recelo. En Maine la población negra es escasa si se compara con otros estados: el noventa y nueve por ciento era aún blanco a principios de los arios noventa. Se requiere mucho tiempo para salvar semejante diferencia, así que quizá su cautela fuese justificada.

Le dediqué a la mujer mi mejor sonrisa en un intento de tranquilizarla.

-He venido a ver a Rita Ferris. Está esperándome.

Si en algo cambió su expresión, fue para endurecerse aún más. Su perfil parecía labrado en ébano.

-Si le espera, llame al timbre -replicó, y me cerró la puerta en la cara.

Dejé escapar un suspiro y llamé. Rita Ferris contestó; se oyó el chasquido del pestillo, y subí por la escalera hasta el apartamento.

A través de la puerta cerrada del apartamento de Rita, en la segunda planta, oí que daban Seinfeld en el televisor y la tos blanda de un niño. Llamé dos veces con los nudillos y la puerta se abrió. Rita se hizo a un lado para dejarme entrar. Sostenía a Donald sobre la cadera derecha, vestido con un pelele azul. Llevaba el pelo recogido en un moño, una deformada sudadera azul, vaqueros y sandalias negras. La sudadera estaba manchada de comida y baba del niño. El apartamento, pequeño y bien arreglado pese a los gastados muebles, también olía a niño.

A varios pasos por detrás de Rita había una mujer. Mientras yo las observaba, ésta colocó una caja de cartón llena de pañales, latas de comida y verdura fresca en el pequeño sofá. En el suelo había una bolsa de plástico con ropa de segunda mano y un par de juguetes, y advertí que Rita tenía unos billetes en la mano.

Cuando me vio, se sonrojó, arrugó el dinero y se lo metió en el
bolsillo del pantalón.

La otra mujer me miró con curiosidad y, me pareció, con cierta hostilidad debía de rondar los setenta años, tenia el cabello blanco, con permanente, y los ojos grandes y castaños. Llevaba un abrigo largo de lana, de aspecto caro, sobre un jersey de seda y unos pantalones de algodón entallados. Discretamente, en sus orejas, muñecas y cuello se veían destellos de oro.

Rita cerró lapuerta cuando entré y se volvió hacia la mujer mayor.

-Éste es el señor Parker -dijo-. Ha ido a hablar con Billy por mí. -Se llevó la mano al bolsillo posterior del vaquero y señaló tímidamente con la cabeza a la mujer-. Señor Parker, le presento a Cheryl Lansing. Una amiga.

Le tendí la mano para saludarla.

-Encantado de conocerla -dije.

Tras vacilar por un instante, Cheryl Lansing me estrechó la mano con sorprendente fuerza.

-Igualmente.

Rita suspiró y decidió ampliar un poco su presentación.

-Cheryl nos echa una mano -explicó-. Nos trae comida, ropa y otras cosas. Sin ella no saldríamos adelante.

Ahora fue la mujer de mayor edad quien pareció incomodarse. Levantó la mano como quitándole importancia y dijo una o dos veces «Calla, criatura». Luego se ciñó el abrigo y besó a Rita suavemente en la mejilla antes de concentrar su atención en Donald. Le alborotó el pelo, y el pequeño sonrió.

-Me pasaré otra vez por aquí dentro de una o dos semanas -anunció a Rita.

Una expresión de pena apareció en el rostro de Rita, como si tuviera la sensación de que en cierto modo trataba con descortesía a su invitada.

-¿Seguro que no quiere quedarse? -preguntó.

Cheryl Lansing me lanzó una mirada sonrió.

-No, gracias. Esta noche aún me queda un largo camino por delante, y sin duda el señor Parker y tú tenéis mucho de que hablar.

Dicho esto, me dirigió un gesto de despedida y se marchó. La observé mientras bajaba por la escalera: servicios sociales, supuse, quizas, icluso, una asistente de San Vicente al fin y al cabo, estaban en la acera de enfrente. Rita pareció adivinarme el pensamiento.

-Es un amiga, sólo eso -dijo en voz baja-. Ahora quiere asegurarse de que estemos bien. 

Cerró la puerta y echó la llave. A continuación me miró el ojo.

-¿Eso se lo ha hecho Billy?

-Surgieron ciertas diferencias.

-Lo siento. No pensaba que fuese a agredirle -Una expresión de sincera preocupación se reflejó en su cara, que de pronto me pareció hermosa pese a las ojeras y las arrugas que se abrían paso entre sus facciones al igual que grietas a través de yeso antiguo.

Se sentó y se puso a Donald en equilibrio sobre la rodilla. Era un niño grande, con enormes ojos azules y una permanente ex-presión de ligera curiosidad. Me sonrió, levantó un dedo, lo bajó otra vez y miró a su madre. Ella le sonrió, y el niño soltó una carcajada y le dio hipo.

-¿Le traigo un café? -dijo Rita-. Le ofrecería una cerveza, pero no tengo.

-No bebo, gracias. Sólo he venido para darle esto.

Le entregué los setecientos dólares. Pareció paralizada de asombro hasta que Donald intentó agarrar un billete de cincuenta dólares para llevárselo a la boca.

-Eh, eh -dijo Rita y alejó el dinero de su hijo-. Bastante caro resulta ya mantenerte. -Separó dos billetes de cincuenta y me los ofreció-.Acéptelos, por favor. Por lo que ha pasado, por favor.

Le cerré la mano que me tendía con el dinero y la aparté con delicadeza.

-No lo quiero -respondí-. Como le dije, se trata de un favor. He tenido una charla con Billy. Me parece que en estos momentos dispone de un poco de efectivo y quizás comience a cumplir con sus obligaciones. Si no lo hace, el asunto podría quedar en manos de la policía.

Rita asintió con la cabeza. -Billy no es mala persona, señor Parker. Simplemente esta confuso, y muy resentido, pero quiere a Donnie más que a nada en el mundo. Creo que haría cualquier cosa para impedir que lo alejase de él.

Eso era lo que a mí me preocupaba. Aquella llama roja el la mirada de Billy se encendía con excesiva facilidad, y en su interior habían anidado rabia y rencor suficientes para mantenerla viva durante mucho tiempo.

Me levanté para irme. En el suelo, junto a mis pies, vi uno de los juguetes de Donald, un camión rojo de plástico con capó amarillo que chirrió cuando lo recogí y lo dejé en una silla. El ruido distrajo a Donald por un instante, pero enseguida centro de nuevo su atención en mí.

-Pasaré por aquí la semana que viene, para ver cómo van las cosas.

Le tendí un dedo a Donald, y el me lo agarro con su pequeña mano. De pronto me asaltó la imagen de mi propia hija haciendo eso mismo y me invadió una profunda tristeza. Jennifer estaba muerta. Había muerto con mi esposa a manos de un asesino que, convencido del escaso valor de ambas, las había destrozado y exhibido a modo de advertencia para otros. También el estaba muerto, capturado y abatido e Louisiana, pero eso no me proporcionaba el menor consuelo. Así no se cuadran los libros de cuentas.

Con delicadeza,retiré el dedo del puño de Donald  y le di una palmadita en la cabeza. Rita me siguió hasta la puerta con Donald otra vez en la cadera.

-Señor Parker… -empezó a decir.

-Bird -dije a la vez que abría la puerta-. Así me llaman mis amigos.

-Bird, quédate, por favor. -Con la mano libre me toco la mejilla-. Por favor ahora voy a acostar a Donald. No tengo otra manera de agradecértelo.

Cuidadosamente le aparté la mano y le besé la palma. Olía a crema para las manos y Donald.

-Lo siento, no puedo -dije.

Pareció un poco desilusionada.

-¿Por qué no? ¿No me encuentras guapa?

Alargué el brazo y le acaricie el pelo, y ella inclinó la cabeza bajo mi mano.

-No es eso contesté-. No es eso ni mucho menos.

Rita sonrió. Fue una sonrisa débil pero una sonrisa al fin y al cabo.

-Gracias -dijo, y me rozó la mejilla con los labios.

Nuestra ensoñación se vio perturbada por Donald, a quien se le ensombreció el rostro cuando toqué a su madre y de repente empezó a pegarme con su manita.

-¡Eh! -dijo Rita-. Basta ya.

Pero el niño continuó pegándome hasta que aparté la mano.

-Se muestra muy protector conmigo -aclaró ella-. Seguro que ha pensado que querías hacerme daño.

Donal, con el pulgar en la boca, hundió la cabeza en el pecho de su madre y me miró con recelo. Rita, enmarcada por la luz de apartamento, permaneció en el rellano a oscuras  cuando bajé por la escalera. Le levantó la mano a Donald parta despedirse de mi, y yo le devolví el gesto.

Fue la última vez que los vi vivos».

El-poder-de-las-tinieblas_9788483102848

 

 

 

Gabo regresa a Colombia

En abril de 2014, Gabriel García Márquez falleció en la Ciudad de México. El día de hoy (21 de mayo), sus cenizas regresaron a la ciudad de Cartagena en Colombia.

Gabriel Garcia Marquez

Un homenaje para recibirlas se llevará a cabo con familiares y conocidos del autor, entre ellos el presidente Juan Manuel Santos. La ceremonia se llevará a cabo en el claustro de la Universidad de Cartagena.

Gabo nació en Aracataca  e inició su carrera como periodista en Cartagena, hogar actual de su familia.

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: Malaymailonline

«La eternidad no tiene futuro», la nueva novela del escritor y diplomático mexicano Enrique Berruga Filloy.

La eternidad no tiene futuro es la nueva novela del escritor y diplomático mexicano Enrique Berruga Filloy, publicado en el sello Planeta.

Un alma joven llega al paraíso y se asombra de lo que ahí ve. Se sabe que no tiene un cuerpo material y se aferra al recuerdo de su viaje por la tierra, no se conforma en el mundo de los muertos. La Eternidad no lo convence y su sueño más anhelado es  regresar, aunque no sabe bien por qué y en el cielo no pueden explicárselo. A lo mejor su inquietud por estar vivo es por una mujer.

Haciendo referencias a Nietzsche, el lector encontrará un texto crítico y reflexivo pero con buen humor acerca de la muerte y la eternidad.

Berruga Filloy invita a asomarnos a la mirada de un muerto, donde vamos descubriendo aspectos inimaginables sobre el significado de la vida y las posibilidades que desperdiciamos en la existencia. La eternidad no tiene futuro es una novela que nos lleva a cuestionar la esencia misma del tiempo, el sentido de la vida, las absurdas reglas que rigen a la muerte, y que además tiene como gran protagonista al amor.

La-eternidad-no-tiene-futuro_enrique-berruga_201602240253

portada_la-eternidad-no-tiene-futuro_enrique-berruga_201602240253.jpg

Enrique Berruga Filloy logra una difícil combinación de buen humor y reflexiones y críticas profundas.

Minecraft. La invasión de los endermen.

Una emocionante novela ambientada en el universo Minecraft. Del autor con el seudónimo de Winter Morgan.

 

Lee el primer capítulo:

«La invitación.

Aquel día, Steve había recibido un invitación para participar en una competencia de construcción.

-Dice que solo somos cinco participantes  -le comentó Steve a su amigo Max- . Tenemos que construir una casa  y después, unos jueces valorarán cuál es la mejor.

Max estaba muy contento por su amigo.

-¿Solo cinco participantes? ¡Qué padre que te hayan elegido entre ellos!

-La competencia es en pocos días y está bastante lejos -le explicó Steve a Max, al tiempo que le daba un mapa de su inventario-. así que me gustaría que me acompañaras.

-¡Claro que iré! ¡Será una gran aventura! Ya quiero celebrar tu victoria -exclamó Max con una sonrisa.

-No sé si ganaré, pero es un honor formar parte de de la competencia  -dijo Steve.

En ese mismo momento, Lucy y Henry entraron en la habitación y Max no tardó en ponerlos al corriente de la nueva noticia.

-¿Es la famosa competencia de construcción de la Isla Champiñón? -preguntó Lucy.

-Sí -respondió Max, tras echarle un vistazo al mapa.

-He oído hablar de ella. ¡Es increíble! ¡Felicidades! -dijo Lucy.

-¿Y qué tienes que construir? -preguntó Henry.

-A ver somos cinco concursantes y cada uno debemos construir una casa, Y luego los jueces elegirán la mejor -le explicó Steve.

-¡Suena genial! -comentó Henry.

-Sí, y quiero que ustedes vengan conmigo también -pidió Steve.

Todos acordaron acompañar a Steve en su viaje. Prometía ser una gran aventura y todos querían apoyar a su amigo en ella.

-¡Esto hay que celebrarlo! -dijo Henry, dirigiéndose al resto del grupo.

Steve se dio cuenta de que el entusiasmo de sus amigos lo distraía. Quería ganar la competencia y para eso debía estar concentrado, pero tampoco quería herir los sentimientos de sus amigos. Había muchísimas cosas que preparar antes. Ademas, tenia alunas ideas sobre la casa que iba a construir y no iba a ser nada fácil. Pese a todo, Steve quería demostrarles a sus amigos que se preocupaba por ellos  y lo feliz que estaba de que lo fueran a acompañar.

-Tengo que ir a la aldea para conseguir provisiones. Debo asegurarme de llenar mi inventario. No creo que tengamos mucho tiempo para celebrar, pero en cuanto acabe la competencia les prometo que haré la mayor fiesta del mundo  -les aseguró Steve.

-¡Claro, tendremos que celebrar tu victoria! -exclamó Lucy.

-Lucy -comenzó Steve-, ya te he dicho que cualquiera de los otros cuatro participantes puede ganar también. Yo me conformo con formar parte de ello y más si ustedes vienen conmigo.

-También podemos hacer una fiesta si pierdes. Así te animas -señaló Henry.

-Qué considerado por tu parte -le reprochó Max.

-No te preocupes. Me parece una buena idea, ademas ¡yo quiero una fiesta! -aseguró Steve.

De repente, alguien llamó a la puerta. Era Kyra, la vecina de Steve. Antes siquiera de entrar, Lucy la asaltó con la noticia. Por un momento, Kyra trató de sonreír. pero era una sonrisa forzada. Un par de lágrimas corrían por sus mejillas.

-¿Estás bien? -preguntó Lucy.

-Creí que me escogerían para la competencia. Lo intenté pero al final no fui elegida -confesó Kyra entre lágrimas.

Steve trató de consolarla.

-Kyra, no seas tonta, eres muy buena construyendo. De hecho ¿por qué no vienes con nosotros? Este año me ha tocado a mí, pero quizá el año que viene te toque a ti. Y seguro que te las pasas bien con nosotros.

-Ademas, Kyra, mira el mapa -dijo Max -. Hay un montón de sitios geniales para visitar de camino a la Isla Champiñón.

-Y nos hace falta alguien como tú. Eres una experta construyendo barcos y los necesitaremos para llegar a la isla -destacó Steve.

-Seguro que cuando los jueces vean el barco que construyas, te elegirán el año que viene -añadió Lucy.

Kyra dejó de llorar.

-Con amigos como ustedes siento que ya he ganado la mayor competencia del mundo. Son los mejores. Acepto tu propuesta, Steve. Siento haber sido tan egoísta, me alegro muchísimo por ti.

-Entonces… ¿Construirás los barcos? -le preguntó Steve.

-¡Por supuesto! -le aseguró Kyra.

-Vamos a ver a Eliot, el herrero, para intercambiar trigo por provisiones -comentó Steve.

Steve y Kyra caminaron a través de la aldea hasta llegar a la herrería.

-¡Felicidades  Steve! -le dijo Eliot tan pronto lo vio entrar-. Ya me he enterado de que te han seleccionado para la competencia de construcción. Todo el mundo en la aldea habla de ello.

-Gracias -contestó Steve-. Kyra y mis amigos vendrán conmigo. Ella nos va a ayudar a construir los barcos que nos llevarán hasta la Isla Champiñón.

-Eso es una gran responsabilidad -le dijo Eliot a Kyra, asombrado -. Eres una muy buena amiga, Kyra.

Tras negociar con Eliot, Steve y Kyra se dirigieron de vuelta a casa.

-¿Estás nervioso? -le preguntó Kyra, mientras paseaban por los campos de camino a la granja de Steve.

-Nunca he estado en la Isla Champiñón… y ya sabes que no soy un gran aficionado a los viajes, soy muy casero. Pero estoy deseando construir la casa para la competencia. Tengo un montón de ideas estupendas.

-Yo tampoco he estado nunca en la Isla Champiñón, pero dicen que no hay criaturas hostiles allí,  así que debe ser  un sitio bastante seguro -dijo Kyra.

-Lo habrán elegido, precisamente, para que los participantes no se tengan que preocupar por ataques  y puedan centrarse en construir sus casas -razonó Steve.

-¡Dios mío! -exclamó Kyra-. ¡Steve, mira! -dijo señalando a una cabaña de bruja que había justo delante de ellos.

-Me pregunto qué pensarían los jueces de su cabaña… -bromeó Steve al mismo tiempo que intentaban pasar desapercibidos por un lado, esperando no encontrarse con la bruja.

-¡Shhh! -Kyra regañó a Steve mientras retomaban su camino hacia la granja-. Creo que no nos ha oído.

Pero se equivocaba. En cuestión de segundos, una bruja salió corriendo de la cabaña hacia ellos. Con la mirada perversa clavada en sus enemigos, se bebió una poción.

-¡Corre! -gritó Steve, pero no fueron lo suficientemente rápidos. La bruja ya estaba justo detrás de ellos. Steve sacó su espada de diamante y arremetió contra la bruja, que sujetaba una poción. Durante la lucha, la bruja vertió la poción sobre Steve.

-¡No! -exclamó Kyra, alarmada. 

Steve se quejó debilitado Kyra corrió hacia él a darle un poco de leche para ayudarle a recuperar su fuerza.

Entonces, la bruja se abalanzó contra Kyra, pero esta la golpeó con todas sus fuerzas y consiguió derrotarla.

-Ahora tendrás la fuerza suficiente para ganar la competencia -le dijo Kyra a Steve, dándole un poco más de leche.

-Ojalá fuera tan sencillo… -se lamentó Steve-. Por lo pronto, tenemos que regresar sin falta a la casa. Se está haciendo de noche y las criaturas hostiles no tardarán en salir a merodear. 

Ambos empezaron a correr, pero la casa aún quedaba lejos y había empezado a anochecer. De repente se oyó un estruendo en la distancia.

-¿Qué habrá sido eso? -preguntó Kyra.

-Pues espero que no haya sido mi casa.

Preocupados, se apresuraron en llegar a la casa, esperando que todo estuviera en orden y así poder iniciar sin contratiempos su viaje a la competencia».

La-invasion-de-los-endermen_winter-morgan_201601282104

 

 

 

portada_minecraft-la-invasion-de-los-endermen_winter-morgan_201601282104.jpg

Una apasionante novela de aventuras en el universo Minecraft.

«La romana indómita», La lucha entre padre e hija va más allá de intereses políticos.

El futuro del Imperio romano. «La romana indómita» de la autora  Anacristina Rossi es la historia de un tirano a quien el poder trastorna de tal modo que destruye lo que más ama.

En tiempos de internet pensar en una orden tan autoritaria que impida a las personas escribir sobre algo o alguien se antoja imposible; sin embargo, en el año 27 antes de Cristo, la vida transcurría de otra manera y, a partir de la Batalla de Accio, el Augusto prohibió que se escribiera sobre su imperio y acabó con los historiadores que había en Roma.

La romana indómita, publicada en el sello Planeta, va más allá de la historia de esa transformación dictatorial que afecta no solo al Imperio sino a sus dependientes, entre ellos a Julia, la hija de Augusto, ya que pese al amor que se profesan no pueden evitar confrontarse por sus ideas y acciones políticas.

“Soñaba con Julia, no con la mujer adulta, voluntariosa y terca que insitía en enseñarle cómo gobernar; no con la hija arrogante que pretendía tener los mismos derechos que él. Soñaba con una Julia invariable que estaba detrás de ésas y que él había amado desde que nació. Hasta que obtuvo la respuesta: porque en algún momento Julia cambió”

De ahí que esta novela histórica, La romana indómita, sea resultado de una enorme labor realizada por la autora  Anacristina Rossi, para investigar exhaustivamente la Roma de los últimos años antes de Cristo y los primeros después de él, cuando el gran imperio y todos los territorios que lo conformaban estaban bajo la orden de un solo hombre, con un poder tan inmenso que se transformó en un tirano: Julio César Octaviano, recién designado Augusto.

La romana(s) 11.53.54

portada_la-romana-indomita_anacristina-rossi_201602050249.jpg

El futuro del Imperio romano. La romana indómita es la historia de un tirano a quien el poder trastorna de tal modo que destruye lo que más ama

«Paidós Empresa», El objetivo es llegar a nuevos lectores.

Grupo Planeta lanza una colección para comprender las ideas que mueven al mundo.

Es un orgullo para esta casa editorial la creación de la colección: Paidós Empresa. El objetivo es llegar a nuevos lectores interesados en conocer herramientas que les permitan desarrollar de manera eficaz e innovadora su trabajo, así como ofrecer opciones para alcanzar el éxito en los negocios.

Paidós Empresa tiene el compromiso de que, quien se acerque a este nuevo sello editorial podrá encontrar respuestas a inquietudes de verdaderos emprendedores: qué hacer para convertir un nuevo producto en un éxito de ventas, cuáles son las habilidades que llevan a un líder a sobresalir entre los demás, cómo aprovechar el coeficiente emocional para ser eficaz en las ventas o cómo descubrir en los hechos cotidianos los insumos para que las empresas creen marcas nuevas. Paidós Empresa rompe con los contenidos tradicionales y brindará ideas frescas para liderar, triunfar, crecer e innovar.

Los temas generales girarán en torno a: dirección ejecutiva y alta gerencia, marketing, liderazgo y motivación, estrategia y negociación, ventas y servicio al cliente, casos empresariales, innovación y emprendimiento, economía y negocios internacionales.

Paidós Empresa ofrecerá diferentes temáticas en administración, negocios, gerencia y crecimiento profesional, cuyo fondo editorial se nutrirá de una selección de obras globales y regionales de alta calidad. Entre los autores que pertenecen a este nuevo sello están: Guy Kawasaki, pionero en aplicar el concepto “evangelizar” a los negocios tecnológicos, los premio Nobel de economía: George A. Akerlof y Robert J. Shiller y la reconocida asesora de empresas y agencias gubernamentales, Sandra Janoff .

Banner-paidos

 

«Balacera», de Armando Alanís Pulido, Una reflexión de los tiempos violentos.

A 20 años del movimiento “Acción Poética”, reproducido en más de 30 ciudades del mundo, llega este libro de poemas que presenta un doble interés: por una parte constituye una antología de algunos de los poemas visuales que el autor ha pintado en numerosas bardas de Monterrey a lo largo de la temporada más violenta en la historia de esta ciudad, y de modo simultáneo es una colección de poemas breves, algunos muy divertidos, todos profundamente humanos, que retratan las distintas catástrofes que han asolado recientemente a esta capital norteña. Es, al mismo tiempo, un testimonio muy potente sobre cómo la poesía puede transformar al ser humano y ayudarlo a resistir incluso en momentos de alto riesgo.

Balacera recibió una mención honorífica en el premio internacional de poesía Gilberto Owen Estrada 2015.

Armando Alanís Pulido. Ha publicado veinticinco libros de poesía, dos de los cuales han sido traducidos al francés y uno al portugués. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Experimental en el año 2009 y el Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillen en 2008. Es el fundador y coordinador del proyecto Acción Poética, que está presente en más de treinta países y en 2016 cumple veinte años de existencia. En 2005 la Universidad Autónoma de Nuevo León le concedió el Premio a las Artes por su trayectoria literaria y en 2010 la ciudad de Monterrey lo reconoció con la medalla al mérito cívico Diego de Montemayor, y lo declaró ciudadano distinguido.

Balacera_armando-alanis-pulido_201602041618

portada_balacera_armando-alanis-pulido_201602041618.jpg

Una reflexión de los tiempos violentos.