«Sin alas. La Esfera 1». La trilogía que cambiará las reglas del juego.

«Sin alas», el inicio de la trilogía «La Esfera«, de Muriel Rogers.

La Esfera tiene controlada a la población. Para evadirse, los ciudadanos del Nido están enganchados a un entorno virtual que les permite disfrutar de la libertad que ansían. Kala, una chica que rechaza ese modo de vida, se verá obligada a cruzar al Otro Lado para buscar a su mejor amigo, Beo, que lleva días desaparecido. Lo que encontrará allí será algo para lo que no estaba preparada.

Hojea el primer capítulo: 

«ES QUE NO SÉ DÓNDE ESTÁ BEO.

Pero ¿dónde se habrá metido? Por primera vez desde que se conocieron al empezar el colegio a los cinco años —y de eso hace ya diez—, Kala no sabe dónde está Beo. Como cada tarde al salir de clase, se escapa hasta la azotea de cualquier edificio para sentarse en el suelo curvado mientras mira su reflejo en los ladrillos blancos y brillantes. Sin embargo, hoy está sola.

Vestida de un blanco inmaculado y elástico pegado a la piel, como todos los habitantes del Nido, corre entre las casas con forma de huevo hacia los barrios más altos. Le encanta elegir una de las viviendas más elevadas —sobre todo hoy, que no tiene que lidiar con el vértigo de Beo— y sentarse en el tejado a ver caer la tarde. A veces, como hoy, se quita las zapatillas, las sujeta entre los dientes y trepa descalza por los escalones, esas pequeñas plataformas blancas que emergen de la fachada y después, una vez que ella ya ha subido, se esconden de nuevo en la pared abombada. Kala es toda una experta en pasar desapercibida mientras asciende sin hacer ruido. Una vez en la azotea, se acerca a la fina barandilla circular y apoya las manos. Desde esa cima elevada, disfruta hundiendo la mirada en el Abismo, que separa a su ciudad del suelo terrestre, ese gran desconocido desde hace generaciones, miles de metros más abajo; un abismo atravesado por nubes, sujetado por imponentes columnas blancas.

Hoy que Beo no está con ella y que no pueden hablar de las tonterías habituales —hay que ver lo plomo que llega a ser a veces—, Kala cierra sus ojos grises y abre las orejas. Un viento fresco le acaricia los párpados blanquecinos y las mejillas apenas rosadas. La media melena, de un pelirrojo oscuro, se mece sin rozar los hombros. Sus oídos adivinan, a lo lejos, el suave deslizar de los automóviles blancos a un palmo del suelo, pero el aire le llega cargado de recuerdos, de frases de Beo, de sus tontas anécdotas en el Otro Lado: que si hicimos esto, que si hicimos aquello, que si nos conectamos hoy, que si cruzamos de nuevo, que si mi nuevo doble es genial, que si cuándo quedamos en Isla Tropical… Todo ese rollo del entorno virtual, esa asquerosa vida paralela donde todo el mundo se pasa los días, la aburre profundamente. No puede entender la dedicación de sus compañeros, vecinos, mayores y pequeños, a esa especie de juego tan estú- pido, casi infantil, en el que se sienten como en casa. ¿No se dan cuenta de que no es real? Incluso su propio padre, un científico inteligente, un hombre que dedica su vida a traer niños al mundo —¡al mundo real!—, se pasa los fines de semana conectado. ¿Por qué a ella no le gusta el Otro Lado? Las pocas veces que ha entrado allí, una fuerza proveniente de su vientre, como una sensación de haber comido algo en mal estado, la ha escupido afuera. Porque, en rigor, no es un lado, no es el otro lado de ningún sitio, no existe, es basura virtual, y solo está en sus cabezas, como una nube. ¿El otro lado de qué? Parece que se hayan vuelto todos locos.

En fin. A ella lo único que podría hacerle gracia sería tener un par de alas y volar por el cielo siempre soleado del Nido. Le gustaría escaparse un rato, sobrevolar la ciudad y bajar luego en picado para volar bajo los barrios plagados de casas con forma de huevo, bajo las plataformas redondas que las agrupan, y planear a toda velocidad sorteando las columnas forzudas que sostienen el Nido en el aire, tan lejos de la superficie de la Tierra, tapada siempre por esa densa masa de nubes. Entonces, en un giro maestro, volvería a ascender entornando los ojos y llegaría hasta la Esfera, hasta esa esfera inmensa, de diámetro imposible, más grande que el Nido, esa esfera suspendida eternamente sobre sus cabezas como una enorme bola translúcida, casi invisible, que deja entrever el azul del cielo a través de ella. Después volaría lejos, muy lejos. Sí. Si tuviese alas, desaparecería y no tendría que aguantar a Ter 14 ni su actitud de ingeniero sabelotodo ni sus horrendas gafas de mecánico.

Al pensar en Ter, Kala recuerda por qué cada tarde alarga más su estancia en las azoteas. No ha tenido más remedio durante estas últimas semanas, desde que ese parásito se les coló en su huevo y se quedó a vivir con ellos, invitado por su enamorado, que por desgracia no es otro que el padre de Kala. Hace años que Ter y Jon son pareja y, sin embargo, ella no se lo esperaba. La verdad es que no estaba preparada. Debería habérselo imaginado hace tiempo, pero alguna zona de su obstinada cabeza se ha empecinado siempre en negar que esos dos pudiesen amarse. Ahora se da cuenta de que nunca han tenido bastante con verse alguna noche por semana. Incluso es probable que hayan estado esperando por ella, a que se hiciese un poco más mayor entre los brazos de su padre antes de tener que compartirlo.

No. Qué va. No es eso. Al menos esa no es la excusa que le han contado para obligarla a convivir con él. Se supone que ese vago se ha quedado sin ingresos y sin casa. Pero ¿qué culpa tiene ella de que el inútil de Ter se haya quedado sin trabajo? Hubiese preferido una explicación más romántica, la verdad. ¿A ella qué le importa si los servicios de Ter ya no le sirven de nada al Poder, si por fin se han dado cuenta de que no es un ingeniero tan espabilado como parecía? El hecho es que ahora Kala solo tiene ganas de estar en la calle, de llegar tarde a casa, o de no llegar, o de salir volando y no mirar atrás. Pero, vaya, de todos modos, ¿quién puede permitirse unas alas? Las alas son solo para los Búhos, sí, ya lo sabe. Y las que hay están contadas y guardadas bajo estricta vigilancia. Las alas no son en ningún caso para alguien como ella, para una joven aburrida.

Kala frunce el ceño y camina arrastrando los pies hacia el centro de la azotea, donde se tumba, con la espalda extendida sobre la superficie brillante. La curvatura de la cima del huevo bajo sus omóplatos la obliga a abrir los hombros y el pecho y la ayuda a respirar con más profundidad. Pero ¿dónde está Beo?, vuelve a preguntarse. Después coloca las manos sobre su ombligo y, con las puntas de los dedos, acaricia su anillo para sentir el tacto reconfortante de la piedra verde.

A los pocos minutos se incorpora de un salto, estira los brazos y las piernas, delgadas pero no muy largas, y vuelve hacia el extremo de la terraza a grandes zancadas. Ya va siendo hora de volver, pero la verdad es que ella preferiría estrellarse contra el suelo, saltando desde aquí, que ir hacia su hogar, dulce hogar.

A veces piensa que el Nido parece construido sobre la marcha —ahora un huevo pequeño, ahora otro algo más grande…—, sin ningún respeto por una armonía natural. Las columnas blancas se elevan desde la superficie de la Tierra, que queda…, ¿cuántos metros o kilómetros por debajo? Nadie lo sabe. El Poder simula que lo olvidó y hace generaciones que eso ya no se enseña en la escuela. Le fascina que ninguna columna sea igual a otra; cada una tiene su altura y su grosor. Cada tres sostienen una plataforma circular, un  mininido con un determinado número de edificios ovoides. Nunca ha intentado contar cuántas debe de haber, pero calcula que más de quince. Visto desde el cielo, y seguramente también desde la Esfera, el Nido debe de parecer un terreno irregular sembrado de huevos con caminos curvos y circulares sin orden ni concierto.

Da un pasito más hacia el límite, hacia la barandilla cilíndrica y baja, y saca un poco el cuerpo hacia el Abismo. Fuerza la vista apretando los párpados inferiores para ver un poco más abajo, cuando un pie se le resbala por la pendiente redondeada y casi pierde el equilibrio. Ay, si la llega a ver el exagerado de su padre. Ya lo está oyendo, con su voz profunda y sus labios carnosos más abiertos de la cuenta: «Pero, Kala, ¿qué te crees?, ¿que tienes alas? ¡El día que te caigas…! ¿Por qué no te entretienes en el Otro Lado, como la gente normal? ¿Quieres que te ayude a diseñarte una doble?». Qué aburrimiento de tío. Todavía la trata como a una niña.

Vuelve a mirar las columnas dejando colgar su cuerpo más allá de la baranda. Es que no hay duda, piensa: lo único que le falta al ser humano para ser perfecto son unas alas. ¿De qué les sirve el Otro Lado? Si quieren escapar del Nido, que vuelen. ¿Para qué necesitan sentarse en una butaca y conectarse a un mundo irreal? Alas para todos, se dice a sí misma en un susurro mientras se rasca la barbilla. Pip-pip. Una franja de la manga derecha, hasta ahora cubierta de minúsculas escamas blancas, se torna de un verde eléctrico. Extrañada por la hora, Kala eleva el antebrazo hasta la altura de sus ojos; sobre el tejido, en una pantalla blanda, emerge la cara delgada y de piel oscura de su padre, cruzada por ese bigote demasiado ancho que se empeña en lucir. Al pie de la imagen, un subtítulo reza: «Jon 35».

—Kala, hija, ¿a qué hora llegas a casa? —le pregunta mientras se coloca mejor las gafas y se acaricia hacia atrás los rizos negros y minúsculos. Aún lleva puesta la bata azul que distingue a los científicos, así que ella supone que acaba de volver del Criadero.

Jon es médico y trabaja para el Poder, en el Área Reproductiva. Hace un par de semanas que la cifra de habitantes del Nido volvió a descender hasta 49.000 —antes o después todo el mundo llega a los cien años de vida y ¡plof!—, así que están preparando una nueva remesa de mil bebés. Por este motivo, últimamente el padre de Kala suele pasar más horas fuera de casa. Lo que le faltaba a ella, ahora que Ter siempre está por allí sermoneando, haciendo de padre, o de amigo, o de lo que sea que esté intentando ejercer.

—Ya voy, ya voy.

¿A qué viene esto ahora?, se pregunta Kala mientras recoge del suelo sus ligeras zapatillas blancas. Tiene que ser cosa de Ter, que le está cambiando al padre, el muy… Hace un mes esa dichosa preguntita controladora no hubiese tenido cabida. En cambio ahora, durante cada comida, los tres montan el numerito de la familia feliz que comparte su «¿Cómo ha ido el día?» alrededor de la mesa. ¿En serio se creen que a ella le interesa lo más mínimo lo que haya podido pasar en ese laboratorio donde fabrican bebés lloricas? ¿Piensan que le importa en qué malgasta sus horas el Máscara-absurda? ¡Venga ya! ¡Pero si se pasa el día metido en el sótano, y encima se cree con derecho a cerrarlo con llave, cuando esa ni siquiera es su casa! Ya los está viendo, esperándola en el sofá, bien pegaditos, con ganas de hablar. Se lo van a notar. Van a saber que le pasa algo y al final le va a tocar decir: «Es que no sé dónde está Beo».

¡No! Beo es cosa suya. Es su amigo. Y no necesita ningún listillo ni ningún papaíto que le ayude. Beo… Lo extraña tanto… Ya hace demasiadas horas que no sabe dónde está. La verdad: habría sido todo un detalle por su parte haberla sinalas.indd 14 29/01/16 12:29 15 avisado si pensaba perderse por ahí. Entiende que esté enfadado con ella después de lo de ayer, pero tampoco hay motivos para faltar a clase, ¿no? Además, ¿cómo puede alguien perderse en el Nido? Es una ciudad con límites que uno no puede cruzar si no quiere caer al suelo en plancha y morir hecho trizas allí abajo, en tierra de nadie. Y menos con el vértigo que él tiene. Si mañana vuelve a saltarse las clases, a media mañana los Búhos irán a la puerta de su casa e interrogarán a sus padres.

Con las cejas hundidas en su rostro níveo y con los labios planos, Kala se incorpora y, avanzando a pasos de gata con plumas, baja escalón a escalón hasta la calle inmaculada y se encamina hacia casa. Al cabo de quince minutos el sol ha descendido y Kala se coloca ante la puerta de su casa, blanquísima y con esa forma de huevo abandonado. El escáner le explora la retina y las puertas de vidrio opaco se abren silenciosas, mientras la voz metálica de Domótica, de una feminidad enlatada, recita:

—Bienvenida a casa, Kala 76 90.

Sube los cuatro peldaños en dos saltos y entra. Después, posa en el centro de su cuello la punta del dedo índice y lo hace descender por el torso, para abrir en dos su traje ajustado y dejar que le entre un poco de aire. Su padre la espera en el comedor con Ter, que lleva como siempre sus horribles gafas cubriéndole medio rostro, esa barba hasta el pecho y una ropa ancha y negra. Fingen charlar animadamente, sentados en cada uno de los dos sofás amarillos, separados por un vacío de cuatro metros. Sabe que fingen porque se han callado de golpe, como si se les hubiera acabado la batería, sin ni siquiera tener la sutileza de acabar la última frase. Están allí solo esperándola.

—¿Dónde estabas?

—No es asunto tuyo, papá. —Kala se frena a una distancia prudencial.

—Déjala, hombre, que haga lo que quiera —interviene Ter sacudiendo una mano—, ¡que ya es toda una mujer!

—Sé defenderme sola. Y tengo quince años. Quince. No soy más que una chica joven. —Lo ha vomitado sin querer, con los pies pegados al suelo, como si la voz de Ter le hubiese tirado de la lengua.

La mirada de su padre cae hacia sus rodillas y Ter aguanta esa cabeza blancuzca con una sonrisa que apunta al techo. Un silencio espeso los envuelve. Nadie tiene ganas de discutir, y menos ella.

—Lo siento. ¿Qué tal en el trabajo?

—Bien, gracias, cariño, como siempre. Estamos sembrando, ya sabes. —Su padre se levanta y se acerca a la plancha metálica enganchada a la pared—. La comida, por favor. Hora de cenar.

—Enseguida —responde la voz fría de Domótica.

La plancha se desprende lentamente hasta quedar en posición horizontal, suspendida en el aire, preparada para hacer de mesa y dejando un agujero en la pared. Unos ligeros zumbidos metálicos avisan de que los robots de cocina ya preparan la comida tras el muro. Después, tres platos se deslizan sobre la plancha metálica y tres taburetes redondos emergen del suelo.

Compartir el momento con su nueva familia le apetece casi tanto como acabarse esa porquería blanca y pastosa, que vete a saber qué gusto tiene hoy. Además, Ter pasa de su padre y se dedica a mirarla a ella, a clavarle los ojos a través de esas gafas de loco, mientras sigue sonriendo y enseñándole la dentadura insolente de remesa sin defectos. Y no la deja en paz, como si lo supiese todo sobre todo y esperase una confesión. No piensa contarles nada y no piensa compartir preocupación por su amigo. La coserían a preguntas y acabarían echándole a ella la culpa al saber de la discusión de ayer. Decide subir a su habitación para quitárselos de encima e intentar llamar a Beo.

—Si me disculpáis, me voy yendo a la cama. Estoy hecha polvo.

La puerta de vidrio blanco se cierra tras su espalda y el aroma a vainilla le masajea la nariz. Se deja caer sobre el colchón de agua, que flota a medio metro de altura. Pide en voz alta que la cama descienda al nivel del suelo y Domótica le concede el deseo mientras su cuerpo se mece pegado al colchón. Da una sola palmada seca y la música reconfortante de los Prama inunda la habitación como un humo invisible. Observa las estrellas fosforescentes del techo, eclipsadas por el último rayo de sol que aún entra por la ventana. Clica en la manga de su traje y, de un golpe de muñeca, arrastra la pantalla hacia la pared blanca de enfrente. «Error de conexión.» Pero ¿dónde está ese Beo que siempre lo abandona todo por hablar un solo minuto con ella? ¿Tan dura fue ayer con él?

Justo allí, a su lado, donde casi puede tocarla, sigue su butaca de conexión al Otro Lado, blanca y lisa, casi sin estrenar. Se le ocurre que quizás… ¿No estará Beo…? ¿Y si ella se…? Pero no, ni hablar, ¡ni hablar! Eso de ningún modo. Por más sola, aburrida y asqueada que se sienta, no piensa meterse en ese sitio patético. Ni por Beo ni por nadie.

Al día siguiente, en clase, la silla de al lado sigue vacía. Hay quien le pregunta por Beo, pero la mayoría ya sabe que ella no habla mucho y que suele ser él quien habla por los dos, así que pasan de intentar establecer una conversación.

Tras acabar la jornada, a media tarde, Kala se planta ante la puerta de casa de su amigo. Sabe que no tiene demasiado tiempo antes de la llamada de su padre reclamándola para que vaya a casa a hacer de hijita modelo ante su querido novio. El escáner le explora la retina con su haz de rayos invisibles, emitiendo un silbido algo más agudo que el de su casa.

—¿Cuál es el motivo de tu visita, Kala 76 90? —pregunta la misma voz metálica de cada rincón del Nido.

—Beo 92 03.

La puerta de vidrio se abre sin rozar el suelo y las luces se encienden a medida que Kala salta los cuatro peldaños. Se cuela en la vivienda ovoide, idéntica a la suya, idéntica a todas las de la zona. A diferencia de en su casa, siempre inundada por la iluminación de balneario —hasta que el cursi de Ter se emperró en imponer esa incómoda luz de cueva marina—, la madre de Beo ha solicitado claridad diurna. Kala pronuncia varias veces el nombre de su mejor amigo. Nada. Saluda en voz alta hacia el hueco abrazado por los dos sofás amarillo cálido. No hay nadie. Entonces, ¿por qué se le ha permitido entrar? Sube las escaleras y se dirige a la habitación de Beo. Abre la puerta sin llamar:

—¡No me digas que aún est…

Pero nadie puede oír sus palabras en la habitación vacía. Kala se acerca a la butaca de conexión de Beo, mucho más desgastada y deformada que la suya; la acaricia levemente y dirige su mirada hacia la mesa blanca del rincón, buscando una nota, una pista, lo que sea que pueda llevarla hasta él. Pero ¿cómo puede ser tan desordenado? Se va a volver loca. Daría lo que fuese por saber algo, ¡algo!, sobre dónde está Beo. La nada, el vacío, la ausencia, ni una pista, ni media pista, ni la sombra de media pista, ¡nada! Le parece tan raro… Esto no es propio de él.

Abre los cajones y rebusca en ellos, inspecciona entre los objetos que cubren la mesa, repasa los espacios libres del suelo, se agacha a mirar bajo la cama flotante. Nada. La normalidad se ríe de ella en su cara mientras un atisbo de culpa se cuela bajo las escamas minúsculas de su traje blanco. ¿Quizás debió dejarlo hablar?

—¡Eh! —No se le ocurre un modo más formal para llamar a Domótica, que le responde con esa voz gélida que les dirige media vida.

—¿Sí, Kala 76 90?

—¿Dónde está? —Se tumba agitada y cruza las piernas sobre esa cama que ha oído tantos secretos, intentando relajarse.

—¿Qué buscas, Kala 76 90?

—Venga ya. —La suponía más lista—. A Beo. ¿Dónde está?

—Beo 92 03 se encuentra en su habitación.

Kala abre los brazos en cruz:

—¿Eso te parece, máquina sabionda? ¿No tienes ojos en la cara? —pregunta al aire entre carcajadas rotas—. Pero ¿quién os programa? —Beo 92 03 entró y no salió por la puerta. Beo 92 03 se encuentra en su habitación —insiste Domótica. Aunque sabe que eso es imposible viniendo de una personalidad programada, Kala percibe un cierto tono de indignación.

Hace un último repaso visual a toda la habitación, llena de cachivaches amontonados entre sucios trajes blancos y zapatillas en desuso. Se muerde con suavidad el labio inferior y encoge las cejas. ¿Cuál es la probabilidad de que una máquina como Domótica, por estúpida que sea, se equivoque? Ter lo sabría, con esas gafas suyas de monstruito ridículo. Casi seguro que esta voz rígida fue programada por él en sus buenos tiempos.

Kala deja caer la vista una vez más sobre la butaca, el ocho inflado que no roza el suelo. Lo que no piensa hacer ni por asomo es conectarse y cruzar al Otro Lado a buscarlo entre todos esos…, ¡bah! Ni siquiera sabe qué pinta tiene su nuevo doble. Le juró a Beo que no volvería a convencerla de nuevo para perder el tiempo así. Aún recuerda aquella vez, hace un par de años, cuando creyó que moriría ahogada en el Vacío. Todavía se estremece al pensar en ese infierno virtual negro y frío, sin aire, ese espacio hueco adonde no llega el Mar Recreativo que baña las costas de las islas, esa nada donde nadie es ya humano, ni doble, ni… ¡Era tan realista! ¡Se sintió a punto de morir! Se incorpora y se queda sentada sobre la cama de agua. No entiende qué gracia puede encontrarle Beo. ¿Acaso está loco? Sí. Él, y su padre, y todos los demás.

Sentada en la punta redondeada de la cama de su amigo, recuerda como si fuese ahora el momento exacto en que vio a Beo por primera vez.

Fue al inicio de su primer día de escuela. Ella tenía cinco años y su padre la acompañaba hasta la puerta altísima del edificio blanco y cúbico. Nunca había visto tan de cerca el centro escolar, una de las construcciones más imponentes del Nido, situada en una de las plataformas más bajas. La pequeña Kala doblaba el cuello hacia atrás e intentaba mirar el techo, pero un rayo de luz blanca le hizo bajar la vista al suelo, en el que vio reflejada su media sonrisa hundida. Miró entonces al oscuro reflejo de su padre, que tocaba un hombro a la Kala del suelo. Quieto, mientras el viento le sacudía sus negros rizos siempre enredados, sonreía bajo su gran bigote:

—Todo irá bien —le aseguró.

Después le dio un empujoncito que la invitaba a seguir sola. Ella, sin mirar atrás, avanzó por el camino luminoso que se adentraba en el cubo. Al cabo de pocos pasos ya se encontraba delante del aula de los más pequeños.

Domótica preguntó:

—¿Nombre?

—Kala.

—Repito: ¿nombre?

Suspiró. Odiaba esos números que nunca entendería y que su padre jamás pronunciaba al llamarla.

—Repito: ¿nombre?

—Kala 76 90.

—Adelante, Kala 76 90.

La puerta, de vidrio casi negro, ascendió. Ante ella se extendía una fila de niños de su edad que esperaban para ser guiados a sus lugares. El techo del aula se elevaba unos cuatro metros sobre sus cabezas dormidas. Ante la fila, flotaban sillas blancas, agrupadas en un desorden ordenado. El primer niño de la fila se sentaba en una de ellas, y esta se elevaba poco a poco hasta una altura concreta del aula. Y pasaba el siguiente. La fila se iba acortando y Kala se veía obligada a dar pequeños pasos hacia las sillas volantes. Su estómago se iba encogiendo. ¿Y si se sentaba mal? ¿Y si escogía la silla más alta? Durante la espera, recordaba las palabras de su padre antes de salir de casa. La ayudaba a meter sus bracitos en aquel uniforme blanco, nuevo y demasiado ajustado para su gusto, mientras le repetía lo de siempre: «No le cuentes a nadie que eres especial, Kala. A los otros niños no les gustará mucho oírlo». Ella, también como siempre, había contestado con la pregunta que él nunca respondía: «¿Por qué, papá? ¿Por qué soy especial? Dime». Y él, una vez más, había evitado darle explicaciones: «Algún día, hija, cuando seas mayor, lo comprenderás».

Había llegado su turno: le tocaba elegir una silla flotante, sentarse en ella y volar alto. Pero se había quedado allí de pie, taponando la cola, con los pies clavados en el suelo. Miró  atrás.

Entre las miradas arrugadas, justo a su espalda, había un niño pálido de ojos negros y grandes y pelo destartalado. Vestía de blanco, como ella, como todos, aunque pronto Kala comprobó que no era uno más. —Pssst —le avisó él—, que tienes que subirte a una silla.

—Es que no lo veo claro.

—Si no subes nos arrestarán.

—¿Y si me toca en lo más alto?

Mientras todos la miraban resoplando, el niño bajó la voz:

—Ya, sí, te entiendo. Da vértigo. ¡Y todos estos locos cruzan así los dedos para que les toque arriba del todo!

Ella sonrió con timidez.

—Me llamo Kala. —Y extendió hacia él su mano derecha.

—Beo.

Como él no le ofreció la suya, Kala dirigió sus ojos hacia el lado derecho de las caderas del niño, para después hacer reptar la vista hacia sus hombros y gritar:

—¡No tienes brazo! —Y se tapó la boca con una mano.

El resto de los niños de la fila se acercaron, entrechocando entre ellos. Suspiraban con los ojos como platos, se tapaban también la boca… Incluso algunos empezaron a reírse en una carcajada creciente que se extendió por el aula. Entonces, Kala miró hacia arriba y se dio cuenta de que los alumnos ya sentados a diferentes alturas también observaban a Beo, con detenimiento, en picado. Mientras tanto, él bajaba los ojos al suelo. Y todo por su culpa, ¡qué lengua tan larga!

De repente, la voz metálica acalló las voces y las risas infantiles:

—Son las cero ocho cinco ocho. Quedan dos minutos para el inicio de la sesión de trabajo de hoy. Todos aquellos que no ocupen posiciones en este margen de tiempo serán arrestados en un plazo máximo de diez minutos y encerrados en sus casas hasta nueva orden. Iniciando cuenta atrás: ciento veinte, ciento diecinueve, ciento dieciocho… Kala corrió hacia la silla más cercana. Blanca. Fría. Flotante. Se sentó sobre ella y ascendió en silencio hacia ese punto del que ya no podría escapar. En el suelo, vio empequeñecerse poco a poco el reflejo de los preciosos ojos de Beo.

A la hora del recreo, Kala salió a la terraza de la escuela. La luz de media mañana, que atravesaba la Esfera y un par de pequeñas nubes altas, la deslumbró. Cuando por fin recuperó la visión y pudo abrir los ojos, encontró ante sí un patio enorme, rectangular, blanco y liso, casi brillante. Bien, tenía media hora para encontrar a ese tal Beo y pedirle disculpas por tener la lengua tan larga. Si hubiese podido volver atrás, habría buscado sin duda otro modo de mostrarle su asombro. Pero no podía. Era demasiado tarde y ahora él ya no le hablaría jamás, jamás en la vida. Sin embargo, tenía que probarlo; su padre siempre le decía que una disculpa a tiempo valía más que una serenata nocturna demasiado tarde. Ella no tenía ni idea de qué era una serenata, y tenía la impresión de que debía de ser una de aquellas palabras antiguas que el Poder había borrado del listado por falta de uso.

Una pequeña Kala cabizbaja escaneó el patio del tejado, en el que ya se habían formado pequeños grupos de niños de diferentes edades. Localizó enseguida la silueta de Beo, sentado a contraluz con la espalda apoyada en la baranda de cristal. Se acercó hasta allí y, aunque él no la miraba, probó suerte con una frase amistosa:

—¿No decías que tenías vértigo?

—Mucho. Intento superarlo. De momento, de espaldas.

—Oye… Que… ¿Me perdonas? —Kala se sentó a su lado—. Me ha salido sin querer, se me ha escapado. Me da igual que te falte un brazo.

—Piensa lo que quieras. No necesito otro brazo. Ya tengo uno. ¿Lo ves?

—¿No crees que los médicos podrían ponerte un…?

—¡Te he dicho que no! ¡No lo necesito! —Beo se volvió hacia el lado contrario—. No es asunto tuyo, ¿vale?

Kala buscaba en su cabeza, a toda velocidad, alguna frase que pudiese llamar la atención del niño, algo que le hiciese entender que a ella no le molestaba que él fuese diferente.

Quería ser su amiga. Si no, ¿de quién? Y ya lo tenía:

—Mi padre me ha dicho que no le diga a nadie que soy especial —le soltó.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí?  Te va a reñir.

—No sé. Para que no estés tan enfadado conmigo.

—¿Y por qué? ¿Por qué eres especial? —Beo seguía sin girarse para mirarla.

—No lo sé. Me lo dirá cuando sea mayor.

Beo se dio la vuelta entonces, con un ojo cerrado por la luz y el otro abierto, y con la duda deformándole los labios.

—No sabes por qué eres especial, pero es lo primero que me cuentas. Eres rara, ¿no?

—Bueno.

—Yo también.

No hablaron más durante un buen rato. Entonces un Búho cruzó el cielo hacia la Esfera, batiendo sus enormes alas metálicas. Kala elevó un dedo hacia la figura humana volante, vestida de un marrón jaspeado.

—¿Crees que podría ser una chica?

—¿Por qué?

—Me gustaría ser ella.

Beo esperó unos segundos para responder:

—Yo no sería Búho jamás —aseguró encogiendo los hombros.

—¿No?

—No.

—Bueno. Yo solo lo decía por las alas.

—Vale.

Domótica los convocó al aula. Beo se levantó y ofreció su mano a Kala para ayudarla a incorporarse. Era un brazo fuerte ya entonces. Sin duda valía por dos.

Caminaron el uno junto al otro hasta la puerta».

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Muriel Rogers

Un mundo perfecto entre barrotes invisibles. Una joven única destinada a romperlos.

«Tal vez mañana», la historia que hará vibrar tu corazón.

Collen Hoover, empezó a escribir a los cinco años. Su primera historia, «Mystery Bob«, fue un gran éxito según su madre. Colleen continuó escribiendo para su familia y amigos hasta que en diciembre de 2011 decidió escribir una historia más larga.

Lee el primer capítulo de esta hermosa novela, «Tal vez«.

«Dos semanas antes

Sydney

Abro la puerta corredera del balcón y salgo. Agradezco que el sol se haya ocultado ya tras el edificio de al lado y que el tiempo se haya refrescado hasta alcanzar una temperatura que podría ser perfectamente otoñal. Casi de inmediato, justo en el momento en que me recuesto en la tumbona, el sonido de su guitarra cruza el patio. Le he dicho a Tori que salgo al balcón a hacer las tareas porque no quiero admitir que la guitarra es el único motivo que me hace salir todos los días a las ocho, puntual como un reloj.

Ya hace varias semanas que el chico del apartamento que está justo enfrente, al otro lado del patio, se sienta en su balcón y toca durante al menos una hora. Todas las noches, yo me siento en el mío y lo escucho.

Me he fijado en que hay otros vecinos que también salen al balcón cuando él empieza a tocar, pero ninguno de ellos es tan fiel como yo. Me parece impensable que alguien pueda escuchar esas canciones y no ansiar volver a oírlas un día tras otro. Pero la música siempre ha sido mi pasión, así que es posible que yo esté un poco más encaprichada de sus melodías que los demás. Toco el piano desde que tengo uso de razón y, aunque jamás se lo he contado a nadie, me encanta componer música. Hace dos años, cambié de carrera y me pasé a Educación Musical. Mi intención es ser profesora de música en una escuela de primaria, aunque si mi padre se hubiera salido con la suya, aún estaría estudiando Derecho.

«Una vida mediocre es una vida desperdiciada», me soltó cuando le dije que iba a cambiar de carrera.

«Una vida mediocre.» Me pareció un comentario más divertido que insultante, puesto que mi padre es la persona más insatisfecha que he conocido jamás. Y es abogado. Qué cosas.

Termina una de las canciones que ya conozco y el chico de la guitarra empieza a tocar algo que no le había oído hasta ahora. Me había acostumbrado a su lista de reproducción no oficial, pues parece que practica las mismas canciones en el mismo orden noche tras noche. Pero nunca le había oído tocar ésta en concreto. Por la forma en que repite los mismos acordes una y otra vez, tengo la sensación de que está componiendo la canción en este preciso instante. Me gusta ser testigo de ello, sobre todo porque, tras apenas unas notas, la canción nueva se convierte en mi preferida. Todos sus temas parecen originales, así que me pregunto si los interpretará en locales de la zona o si sólo los compone por diversión.

Me inclino hacia delante en la tumbona, apoyo los brazos en la barandilla del balcón y lo observo. Su balcón está justo al otro lado del patio, lo bastante lejos para no sentirme incómoda cuando lo miro, pero lo bastante cerca para asegurarme de que nunca lo miro cuando Hunter anda por aquí. Creo que a Hunter no le gustaría saber que estoy un poquitín enamorada del talento de este chico.

Y, sin embargo, no puedo negarlo. Cualquiera que observe la pasión con que ese joven toca la guitarra acabaría por enamorarse de su talento. Mantiene los ojos cerrados mientras toca, completamente concentrado en deslizar sus dedos sobre las cuerdas de la guitarra. Cuando más me gusta es cuando se sienta con las piernas cruzadas y la guitarra de pie entre las rodillas. Se la apoya en el pecho y la toca como si fuera un contrabajo, sin abrir los ojos ni una sola vez. Es tan fascinante observarlo que a veces me quedo mirándolo con la respiración contenida. Y ni siquiera me doy cuenta de que lo estoy haciendo hasta que boqueo en busca de aire.

Tampoco ayuda mucho que sea tan mono. Al menos, desde aquí parece mono. Tiene el pelo castaño claro, tan rebelde que sigue los movimientos de su cuerpo y le cae sobre la frente cuando se inclina a mirar la guitarra. Está demasiado lejos como para distinguir el color de los ojos o los rasgos de su rostro, pero los detalles no tienen importancia comparados con la pasión que siente por la música. Demuestra una confianza en sí mismo que me resulta cautivadora. Siempre he admirado a los músicos que son capaces de desconectar de todo y de todos para concentrarse por completo en su música. Me gustaría tener la suficiente confianza en mí misma para ser capaz de aislarme del mundo y dejarme llevar por completo, pero nunca la he tenido.

Y este chico sí. Posee talento y seguridad. Siempre he sentido debilidad por los músicos, aunque es más que nada una fantasía. Están hechos de otra pasta. Una pasta que no los hace muy recomendables como novios.

Me mira como si pudiera escuchar mis pensamientos y luego, muy despacio, sonríe. No interrumpe la canción ni una sola vez mientras sigue observándome. El contacto visual hace que me ruborice, así que dejo caer los brazos, me apoyo de nuevo el cuaderno en el regazo y clavo la vista en sus páginas. Me molesta que me haya pillado observándolo fijamente. No es que estuviera haciendo nada malo, pero me incomoda que sepa que lo estaba mirando. Levanto de nuevo la vista y me doy cuenta de que él sigue observándome, aunque ya no sonríe. Su mirada hace que se me desboque el corazón, así que agacho la cabeza de nuevo y me concentro una vez más en el cuaderno.

«Te estás convirtiendo en una babosa, Sydney.»

—Aquí está mi chica —dice, detrás de mí, una voz reconfortante. Echo la cabeza hacia atrás y miro hacia arriba justo en el momento en que Hunter sale al balcón. Trato de disimular mi sorpresa al verlo allí, porque supongo que debería haberme acordado de que iba a venir esta noche.

Por si acaso el Chico de la Guitarra continúa mirándome, me empeño en parecer muy concentrada en el beso que me da Hunter, ya que así parezco más una chica que sólo ha salido a su balcón a relajarse y menos una babosa acosadora. Le paso la mano por la nuca a mi novio cuando se inclina sobre el respaldo de la silla y me besa cabeza abajo.

—Déjame sitio —dice Hunter, y me empuja los hombros. Obedezco y me deslizo hacia delante en la tumbona mientras él levanta una pierna y se sienta detrás de mí. Apoyo la espalda en su pecho y él me rodea con los brazos.

Los ojos me traicionan cuando el sonido de la guitarra se interrumpe de forma abrupta y miro una vez más hacia el otro lado del patio. El Chico de la Guitarra, que nos está mirando fijamente, se pone en pie y luego entra en su apartamento. Tiene una expresión extraña. Como si estuviera enfadado.

—¿Qué tal las clases? —me pregunta Hunter.

—Demasiado aburridas para hablar de ellas. ¿Y tú? ¿Qué tal el trabajo?

—Interesante —dice, mientras me aparta el pelo de la nuca con la mano.

Me acerca los labios a la nuca y me deja un rastro de besos hasta la clavícula.

—¿Qué es tan interesante?

Me estrecha entre sus brazos, me apoya la barbilla en el hombro y nos reclinamos los dos en la tumbona.

—Hoy ha pasado una cosa rarísima durante la comida —dice—. Estaba con uno de mis compañeros en un restaurante italiano, comiendo fuera, en la terraza, y yo le acababa de preguntar al camarero qué postre me recomendaba cuando, de repente, ha aparecido un coche de policía en la esquina. Se ha parado justo delante del restaurante y han bajado dos agentes pistola en mano. Han empezado a gritar órdenes en nuestra dirección y entonces nuestro camarero ha dicho en voz baja «Mierda». Ha levantado las manos muy despacio, los polis han saltado la valla de la terraza, han echado a correr hacia donde estaba el camarero, lo han obligado a echarse al suelo y le han puesto las esposas. Allí mismo, a nuestros pies. Luego le han leído los derechos, lo han obligado a ponerse de pie y lo han escoltado hasta el coche patrulla. Y entonces, el camarero se ha dado la vuelta y me ha gritado: «¡El tiramisú es excelente!». Después lo han metido en el coche y se lo han llevado de allí.

Ladeo la cabeza para mirarlo.

—¿En serio? ¿Eso ha ocurrido de verdad?

Hunter asiente, riendo.

—Te lo juro, Syd. Ha sido una pasada.

—¿Y al final qué? ¿Habéis probado el tiramisú?

—Joder, desde luego que lo hemos probado. El mejor tiramisú que he comido en mi vida. —Me besa en la mejilla y me empuja hacia delante—. Y hablando de comida, me muero de hambre. —Se pone en pie y me tiende una mano—. ¿Habéis preparado algo?

Acepto su mano y me ayuda a ponerme en pie.

—Hemos comido un poco de ensalada; puedo prepararte una si quieres.

Una vez dentro, Hunter se sienta en el sofá al lado de Tori. Mi compañera de piso tiene un libro de texto abierto sobre el regazo y trata de concentrarse al mismo tiempo —aunque sin demasiado entusiasmo— en sus tareas y en la tele. Saco las fiambreras de la nevera y le preparo la ensalada. Me siento un poco culpable por haber olvidado que Hunter había dicho que iba a venir esta noche. Siempre que sé que va a venir, le preparo algo.

Ya llevamos casi dos años saliendo. Nos conocimos durante mi segundo año en la universidad, cuando él ya estaba en último curso. Tori y él eran amigos desde hacía años. Desde que Tori se mudó a mi residencia de estudiantes y congeniamos, insistió mucho en presentármelo. Dijo que conectaríamos enseguida, y no se equivocaba. Lo hicimos oficial después de tan sólo dos citas y, desde entonces, nos ha ido de maravilla.

Bueno, tenemos nuestros altibajos, especialmente desde que él se ha ido a vivir a más de una hora de aquí. Cuando el semestre pasado consiguió trabajo en una gestoría, me propuso que me fuera a vivir con él. Le dije que no, que quería terminar la carrera antes de dar un paso tan importante. Pero si he de ser sincera, la verdad es que me da miedo.

La idea de irme a vivir con él me parece tan definitiva… como si con ello decidiera mi destino. Sé que en cuanto demos ese paso, el siguiente será casarnos, y luego me arrepentiré de no haber tenido la oportunidad de vivir sola. Siempre he tenido compañeros de piso y, hasta que me pueda permitir vivir sola, seguiré compartiendo apartamento con Tori. Aún no se lo he dicho a Hunter, pero lo que ocurre es que me apetece mucho vivir sola durante un año. Es algo que me prometí hacer antes de casarme. Total, dentro de dos semanas cumplo veintidós años, así que tampoco es que tenga mucha prisa por casarme.

Le llevo la cena a Hunter, que está en la salita.

—¿Por qué estás viendo eso? —le pregunta a Tori—. Lo único que hacen esas mujeres es ponerse verdes unas a otras y perder los papeles.

—Precisamente por eso lo veo —contesta ella sin apartar los ojos de la tele.

Hunter me guiña el ojo, coge la cena y luego apoya los pies en la mesita de café.

—Gracias, nena. —Se vuelve hacia la tele y empieza a comer—. ¿Me traerías una cervecita?

Asiento con la cabeza y vuelvo a la cocina. Abro la nevera y miro en el estante donde Hunter deja siempre sus cervezas. Me doy cuenta, mientras busco en «su» estante, de que probablemente así es como empieza todo. Primero un hueco en la nevera. Luego un cepillo de dientes en el cuarto de baño, un cajón en mi cómoda y, a la larga, sus cosas se habrán infiltrado entre las mías de tal forma que irme a vivir sola se habrá convertido en algo imposible.

Me paso las manos por los brazos para ahuyentar la repentina sensación de malestar que me ha invadido. Me siento como si mi futuro estuviera pasando ante mí. Y no estoy muy segura de que me guste lo que estoy imaginando.

¿Estoy lista para algo así?

¿Estoy lista para que este chico sea el chico al que tendré que servirle la cena todos los días cuando vuelva a casa del trabajo? ¿Estoy lista para sumergirme en una vida tan cómoda con él? ¿Una vida en la que yo doy clase todo el día mientras él calcula los impuestos de otra gente, y luego volvemos a casa, yo preparo la cena y le llevo «cervecitas» mientras él apoya los pies en la mesita de café y me llama «nena»? ¿Estoy lista para que nos vayamos a la cama y hagamos el amor a eso de las nueve de la noche para no estar cansados al día siguiente y poder levantarnos, vestirnos, ir a trabajar y hacer lo mismo otra vez?

—Tierra llamando a Sydney —dice Hunter. Lo oigo chasquear los dedos dos veces—. ¿Cervecita? ¿Por favor, nena?

Cojo rápidamente la cerveza, se la llevo y luego me voy directamente a mi cuarto de baño. Abro el grifo de la ducha, pero no entro. Cierro la puerta con pestillo y me dejo caer al suelo.

Tenemos una buena relación. Es bueno conmigo y sé que me quiere. Lo que no entiendo es por qué, cada vez que me imagino un futuro con él, la idea no me parece demasiado estimulante».

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«Soy una auténtica fan de Colleen Hoover. Tal vez mañana es tan real, apasionada y desgarradora que no puedes perdértela.» ANNA TODD.

«Panamá Papers», la mayor filtración documental sobre la evasión de impuestos.

Este libro es la historia de esta extraordinaria investigación periodística internacional que desvela cómo escondían sus fortunas una pequeña élite de personajes supuestamente incuestionables pero, como se está revelando, dignos de toda sospecha.

La filtración documental más grande y de mayor alcance de la historia empezó una noche con un mensaje anónimo: «Hola. ¿Te interesaría recibir más datos?». Pronto, Bastian Obermayer, periodista de investigación del Süddeutsche Zeitung, y su colega Frederik Obermaier, se dieron cuenta de que estaban ante los datos de miles de empresas offshore, una ventana hacia un mundo paralelo completamente hermético en el que se gestionaban y escondían miles de millones que buscaban el dorado calificativo de «libres de impuestos«. Dinero de grandes empresas, de primeros ministros europeos y de varios dictadores, jeques, emires, reyes y amigos de reyes, la mafia, traficantes y capos de la droga, agentes secretos, directivos de la FIFA, aristócratas, futbolistas estrella, famosos y, en resumen, gente con muchas posibilidades.

La investigación de «Panamá Papers» revela más de 11.5 millones de documentos pertenecientes al bufete panameño Mossack Fonseca. La documentación filtrada al prestigioso rotativo de Múnich fue compartida inmediatamente, pero de manera discreta (400 periodistas llevan un año trabajando), con el ICIJ —el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación—, The Guardian, la BBC, Le Monde y otros medios, en el caso de México, con el semanario Proceso y Aristegui Noticias.

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 ENCUÉNTRALO EN LIBRERÍAS A PARTIR DEL 7 DE JUNIO

Eva Blanch presenta, «Corazón amarillo sangre azul».

Todo lo que no te contaron sobre una de las mujeres más sugerentes y decisivas de la cultura española del siglo XX.

Te compartimos el primer capítulo de «Corazón amarillo sangre azul«, de la autora barcelonesa Eva Blanch

«Nos encontramos cerca del Monasterio de Pedralbes, a unos cien metros de la montañeta que limita la ciudad por el noroeste, en una calle residencial y arbolada con nombre de monja. Una reja rosada cubierta de hiedra cierra el jardín que rodea la casa del Hermano. Delante de la puerta, tres mujeres esperan.

—Te he dicho que llames.

La Escritora vocaliza con dificultad. La mujer menuda, de pelo negro, a quien va dirigida la orden se deshace en risas. Se muestra complaciente y nerviosa. Habla con acento dulzón y alarga las vocales (las aes y las oes con especial intensidad).

—Claro, señora, claro. Ahí voy. El timbre resuena con estrépito y un número indecible de perros responde con alborotados ladridos (ladridos que provienen de jardines de otras casas pero que se oyen muy cerca).

La Escritora, la Señora, la anciana de piel marmórea que ha dado la orden de llamar, tiene mal aspecto; se nos muestra aplastada, más derrumbada que sentada, en una silla de ruedas de apariencia maltrecha y ataviada con un vestido camisero mal abotonado. Las dos mujeres que la acompañan son dos sirvientas de indudable origen latinoamericano (¿bolivianas?, ¿peruanas?), cargan con bolsas de plástico de colores chillones y con dos bolsos negros y viejos, uno de marca y abierto, el otro brillante y de piel falsa. Las acompaña, sujeta con una correa metálica demasiado corta, una perra blanca, una labrador de aspecto tan envejecido como la que sólo puede ser su dueña, como la silla rodante que la traslada, como el bolso Loewe, abierto y manchado, que acarrea la mujer boliviana o Asistenta Uno, que siempre sonríe.

El interfono responde a la llamada con unos ruidos extraños, una especie de pitido y varios crujidos.

—Lisa, contesta, di algo —apremia la Asistenta Dos, que sujeta los mangos de la silla de ruedas, frunce el ceño y no sonríe nada.

—¿Hola? —La Asistenta Uno se acerca mucho al pequeño aparato metálico incrustado en la pared—. Está aquí la señora Emma, venimos de visita.

Se escucha un zumbido sordo como respuesta seguido de varios sonidos ininteligibles. La Escritora o Señora Emma tuerce el semblante, vuelve la cabeza y pierde la mirada hacia lo alto de la calle Sor Eulàlia Olzet. No presta atención al pequeño grupo de gente que está bajando hacia ellas, unas diez personas, en actitud visiblemente alegre, que andan enfrascadas en repartirse bocadillos y botellines de agua. El conjunto es visualmente compacto ya que todos visten la misma camiseta color amarillo. Un niño, portador de una gran bandera (cuatro barras rojas, cinco amarillas y una estrella blanca dentro de un triángulo azul), se desmarca del grupo y corre hacia las tres mujeres. Cuando las alcanza, se detiene bruscamente y agita la bandera por encima de sus cabezas. Un hombre grita:

—¡Marta! ¿Què fa el nano?

Y Marta, la que sólo puede ser su mujer y madre del niño, amonesta a su hijo con una petición de lo menos sugerente, una reprimenda que parece haberse transmitido por generaciones de madres catalanas (cabreadas): —¡Oriol!, vine cap aquí que et pegaré!

La primera cita que tuve relacionada con Emma no fue una entrevista. No llegué al piso de Andrés con la intención de hablar de Emma, porque aún no sabía que hablar de Emma iba a ser el objetivo de mi vida durante los dos años siguientes. Aunque sí cuando me fui. Porque, precisamente allí, en el cuarto primera de un piso con parquet barnizado en el salón y los girasoles de Van Gogh colgados en el dormitorio, fue donde tomé la decisión de que iba a ser así. Quedé con Andrés en su casa para acostarme con él por segunda vez y seguir suspendida en ese estado irreal en el que me encontraba y del que no quería despertar. Andrés me recibió y me desvistió con la brutalidad que yo esperaba, sin saludarme, sin preguntarme cómo estaba, cerrando la puerta con mi cuerpo al aplastarme con el suyo, con esa determinación que me había gustado desde el primer momento en que lo escuché hablar. Me arrastró por el largo pasillo iluminado con halógenas empotradas en el falso techo, sin despegar su cara de la mía, frenético, con prisas, sin decir nada, sin susurrarme al oído lo que, poco a poco, segundo a segundo, fui necesitando escuchar. En su habitación vi colgada la americana que siempre usaba en el hospital y me di cuenta de que lo prefería vestido del médico con autoridad que conocí —aunque la americana me disgustara sobremanera— que informal, con ese polo rosa salmón que se le había ocurrido ponerse para recibirme. Me tumbó en su cama, que estaba deshecha, era domingo y vivía solo, y cerré los ojos para abandonarme a sus besos y a sus grandes manos, diciéndome a mí misma que sólo en ese abandono la pesadilla se alejaba, que sólo en el frenesí de su deseo el horror no volvería. Pero mi cabeza no callaba y le pedí a Andrés que me hablara, necesitaba agarrarme a esa entereza que siempre me había mostrado, para tranquilizarme, para creerme que todo iba a salir bien. Pero Andrés, un Andrés sudado y fuera de sí, soltó lo que la polla le mandó decir y empezó a enrollarse con lo de los cuadros, que iba a comprar uno, un cuadro donde saliera yo desnuda o a punto de estarlo, y que lo colgaría allí mismo, cerca de su cama, en esa habitación. Yo le tapé la boca, le miré con rabia, le dije que no con la cabeza, le mordí dos dedos de la mano y dejé que me embistiera con más fuerza aún. El placer pudo conmigo. Él se corrió unos segundos más tarde.

—Mejor que no toques el Van Gogh este que tienes aquí colgado —le solté, irónica, con mala leche, cuando apenas habíamos recuperado el pulso—. Es un estilo que te pega más.

—Chica, me has hecho daño —atinó a decir. Andrés era robusto y se incorporó con lentitud. Hizo una mueca de dolor. Me enseñó el índice y el pulgar para que viera, blanca y clara, la marca de mi dentadura.

—Te lo merecías —le reproché, de malhumor, tirando de la sábana para cubrirme.

Me miró en silencio. Se levantó. Fue al baño a refrescarse, se lavó la cara, el torso. Cuando volvió, se secaba con una toalla y me preguntó:

—¿Algo va mal?

Contesté a la defensiva:

—¿Hay algo que vaya bien?

—Vaya, chica. Yo me lo acabo de pasar bomba. Cerré los ojos y me entró la risa.

—No me llames chica.

—Bueno, bueno, cómo estamos… Pensaba que esto era el principio de un gran romance. Pero veo que no.

No supe si seguir riendo o ponerme a llorar. Andrés se tumbó a mi lado y me sacudió cariñosamente el hombro.

—Hey, ahora que todo ha terminado tienes que empezar a pasártelo bien…

—Ya. Bueno. Por qué será que a mí no me parece que todo haya terminado.

—Porque sales de un pollo para meterte en otro… Yo no sé si éste era el mejor momento para separarte, chica…

Se me humedecieron los ojos. Él se acercó un poco y siguió hablando: —Te dije que fueras con cuidado, te dije que si no vigilabas te arrastraría con ella. Te avisé.

—¿Tú crees que me ha arrastrado?

—Por ahora ya se ha cargado tu matrimonio…

Nos miramos, callados. Él parecía meditar la respuesta que acababa de soltarme, quizá para matizarla. Yo no quería profundizar en el asunto y, ansiosa por escuchar un sí por respuesta, le pregunté:

—Andrés, hicimos bien, ¿verdad?

—¿Cómo?

—Hicimos lo que teníamos que hacer, ¿verdad?, tú y yo…

—Por supuesto. Yo siempre hago lo que tengo que hacer.

Resoplé divertida.

—Cómo eres…

—Así te quiero ver…, sonriendo, que es como estás más guapa. Tú lo que tienes que hacer es dejar de mirar atrás y empezar a mirar hacia delante. Eso está más claro que el agua. Tienes que hacer planes y empezar a solucionar tu vida.

Cerré los ojos. Él insistió:

—A ver, preciosa. Piensa una cosa que te haga ilusión hacer. Una. Seguro que la encuentras.

Permanecí callada.

—Te voy a preparar un café. —Andrés se levantó de sopetón—. Cuando vuelva, quiero que me des una idea. Un plan de ataque para la nueva vida que vas a empezar a tener en cuanto salgas de aquí.

Se puso unos bermudas con pinzas, unas chancletas de piscina y salió de la habitación arrastrando los pies. Le oí silbar y trastear en su cocina con barra americana. Se me hizo muy raro. Parecía feliz. Cuando volvió yo ya tenía la idea, el plan de ataque, o como quisiera llamarlo él. Andrés me había vuelto a echar una mano, aunque no iba a ser en la dirección que él esperaba. Colocó una bandeja blanca de plástico, con patas, en la cama. El café olía muy bien.

—Yo lo hago de verdad —dijo, orgulloso—. Nada de esas mariconadas en forma de capsulas que tomáis la gente sofisticada. Café italiano auténtico. A ver esos planes. ¿Qué idea tienes? ¿Quieres azúcar?

Le miré con un cariño que hasta ese momento no había sentido por él. Le agradecía inmensamente todo lo que me había ayudado. Pero eso acababa de terminar. En ese preciso instante. Me asaltaron unas terribles ganas de beberme el café, vestirme y largarme de allí.

—Dos cucharadas —le pedí—. Tengo una idea, sí. Sonrió.

—Bien. Suéltala.

Y yo se la solté:

—Contarlo.

Fue un impulso. Una revelación. La única posibilidad de encontrar un alivio a todo el horror que se había instalado en mi cabeza. Emma me había arrastrado desde el minuto cero, sí. Pero lo seguía haciendo. Y yo, tampoco ahora, iba a ser capaz de impedírselo. No me quedaba más remedio que seguir mirando atrás, mucho más atrás, para seguir pegada a ella hasta encontrar un final.

La cuchara de azúcar se quedó suspendida en el aire. Aprecié el ligero temblor de sus pupilas. Andrés estaba desconcertado. Pero no le duró nada, apenas un breve instante. Su trabajo diario consistía en bregar con las reacciones más incomprensibles, estúpidas, salvajes, de la especie humana.

—¿Contarlo? —Andrés vertió la segunda cucharada en mi taza y añadió—: Tú sabrás dónde te metes, chica. Sorbió su café y yo enarqué las cejas. Por supuesto, no lo sabía».

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Todo lo que no te contaron sobre una de las mujeres más sugerentes y decisivas de la cultura española del siglo XX.

«Mente y Materia», del investigador Ganador del Premio Nobel de Física.

Te invitamos a leer el primer capítulo de «Mente y materia» del investigador ganador del premio Nobel de Física Erwin Schrödinger.

Las bases físicas de la conciencia.

«El problema.

El mundo es una construcción de nuestras sensaciones, percepciones y recuerdos. Conviene considerar que existe objetivamente por sí mismo. Pero no se manifiesta, ciertamente, por su mera existencia. Su manifestación está condicionada por acontecimientos especiales que se desarrollan en lugares especiales de este mundo nuestro, es decir por ciertos hechos que tienen lugar en un cerebro. Se trata de un tipo muy peculiar de implicación, que sugiere la siguiente pregunta: ¿qué propiedades específicas distinguen estos procesos cerebrales y los capacita para producir esta manifestación? ¿Podemos averiguar qué procesos materiales tienen esta capacidad y cuáles no? O más simplemente: ¿qué clase de procesos materiales están directamente relacionados con la conciencia?

Un racionalista se inclinaría por liquidar rápidamente la cuestión, más o menos en la forma siguiente. La conciencia está asociada, por nuestra experiencia y por analogía con los animales superiores, a cierto tipo de procesos en la materia organizada y viva, o sea a ciertas funciones nerviosas. Las formas más primitivas de la conciencia, o el problema de cuánto podemos retroceder o «descender» en el reino animal para encontrar todavía algún tipo de conciencia, no son sino especulaciones gratuitas, preguntas sin respuesta que deben dejarse para los soñadores ociosos. Más gratuito aún es entregarse a reflexiones sobre la posibilidad de que incluso otros fenómenos, orgánicos o materiales en general, puedan asimismo relacionarse de alguna manera con la conciencia. Todo ello es pura fantasía, irrefutable por indemostrable, y por lo tanto sin valor alguno para el conocimiento.

Pero no puede mantenerse esta visión del mundo sin resignarse a admitir al mismo tiempo una fantástica laguna. La aparición de las células nerviosas y de los cerebros en muchos organismos es un acontecimiento muy especial, cuyo sentido y significado se comprenden bastante bien. Se trata de un mecanismo particular con el que el individuo responde a situaciones cambiantes con un comportamiento adecuadamente cambiante, un mecanismo para adaptarse a un entorno. Es el más elaborado e ingenioso de todos los mecanismos y alcanza rápidamente un papel preponderante allí donde aparece. No es, sin embargo, sui generis. Grandes grupos de organismos, como las plantas, consiguen funciones similares en forma muy distinta.

¿Estamos acaso dispuestos a creer que esta circunstancia de los animales superiores, circunstancia que muy bien podría no haberse dado, fue condición necesaria para que el mundo se iluminase a sí mismo a la luz de la conciencia? Si las cosas hubiesen ido de otro modo, ¿no se hubiera quedado todo en una representación en un teatro vacío, en algo para todos inexistente o, mejor dicho, en algo simplemente inexistente? Esto sería para mí el hundimiento de una imagen del mundo. La urgencia por encontrar una salida a este impasse no debe amortiguarse por el temor a la astuta burla de los racionalistas.

Según Spinoza, cada ente particular es una modificación de la sustancia infinita, esto es, de Dios. Se manifiesta a sí mismo mediante cada uno de sus atributos, en particular mediante su extensión y su pensamiento. El primero es su existencia corpórea en el espacio y en el tiempo, el segundo es —en el caso de un animal o de un hombre vivo— su mente. Pero, para Spinoza, cualquier cuerpo inanimado es al mismo tiempo «un pensamiento de Dios», es decir, también existe mediante el segundo atributo. Encontramos aquí la audaz idea de la animación universal, una idea que no es nueva, ni siquiera para la filosofía occidental. Dos mil años antes, los filó- sofos jónicos tomaron de ella el sobrenombre de hilozoístas. Después de Spinoza, el genio de Gustav Theodor Fechner no se negó a atribuir el alma a una planta, a la tierra como cuerpo celestial, al sistema planetario, etc. No comulgo con estas fantasías, pero tampoco desearía tener que juzgar quién se ha acercado a una verdad más profunda, Fechner o el desastre racionalista.

Una respuesta posible.

Vemos que todo intento por extender el dominio de la conciencia, según el criterio de que algo así puede razonablemente relacionarse con algo distinto a un proceso nervioso, necesariamente se precipita hacia especulaciones indemostradas e indemostrables. Pero pisamos suelo más firme si empezamos en dirección opuesta. No todo proceso nervioso, ni en absoluto todo proceso cerebral, van acompañados de conciencia. A muchos procesos no les pasa, aunque lógica y biológicamente se parezcan a procesos conscientes. En realidad, no son sino un conjunto de impulsos aferentes, seguidos de otros eferentes cuya significación biológica está en regular y sincronizar acciones, parte en el interior del sistema y parte a través de un entorno cambiante. Tenemos, en primer lugar, los actos reflejos en los ganglios vertebrales y las regiones del sistema nervioso que éstos controlan. Pero también existen (y aquí nos detendremos a hacer nuestro análisis) muchos procesos reflexivos que sí pasan por el cerebro, pero que de ningún modo caen en la conciencia o que apenas lo hacen. Así pues, la distinción no es nítida en el último caso; existen grados intermedios entre lo puramente consciente y lo totalmente inconsciente. Las características distintivas que buscamos no deben ser demasiado difíciles de encontrar si observamos y estudiamos algunos procesos representativos, fisiológicamente muy similares, que tienen lugar en el interior de nuestro propio cuerpo.

En mi opinión, la clave debe encontrarse en los bien conocidos hechos siguientes. Cualquier serie de acontecimientos, en la que intervenimos con sensaciones, percepciones y quizá acciones, se escapa gradualmente del dominio de la conciencia si se repite de igual modo y con mucha frecuencia. Pero salta inmediatamente a la región consciente si el acontecimiento o las condiciones ambientales experimentan alguna variación con respecto a todas las incidencias previas. En principio, sólo estas modificaciones o diferencias entran en la esfera consciente que distingue la nueva incidencia de las anteriores, y suelen requerir por ello «nuevas consideraciones». Todos podemos ofrecer docenas de ejemplos extraídos de la experiencia personal, por lo que, de momento, renunciaré a citar alguno.

Esta fuga gradual de la conciencia es de capital importancia para la estructura global de nuestra vida mental, fundamentada en el proceso de adquirir experiencia por repetición, un proceso que Richard Semon generalizara mediante el concepto de Mneme y sobre el que luego hablaremos. Una experiencia única que no se repite es biológicamente irrelevante. El valor biológico reside únicamente en aprender una reacción adecuada a una situación que se presenta una y otra vez, en muchos casos periódicamente, y que requiere siempre la misma respuesta, si el organismo pretende mantenerse vivo. De nuestra propia experiencia interior sabemos, pues, lo siguiente: un nuevo elemento surge en nuestra mente tras las primeras repeticiones. «Lo ya visto» o lo «notal», según Richard Arenasius. Con las frecuentes repeticiones la cadena de acontecimientos se hace cada vez más rutinaria y menos interesante; las respuestas se hacen cada vez más fiables a medida que escapan a la conciencia. El niño recita su poema, o toca una sonata al piano, casi dormido. Recorremos nuestro trayecto habitual a la oficina cruzando las calles en los puntos acostumbrados, doblando las mismas esquinas, etc., mientras nuestros pensamientos están en cosas muy distintas. Pero, siempre que la situación exhibe una diferencia relevante —digamos que se ha levantado la calzada por donde solemos cruzar, lo que nos obliga a un rodeo—, esta diferencia y nuestra respuesta se introducen en la conciencia, de la que, sin embargo, pronto desaparecen si esta novedad se hace constante en el futuro. Con las alternativas cambiantes se desarrollan bifurcaciones que deben fijarse de un modo análogo. Nos desviamos hacia la sala de conferencias de la Universidad o hacia el laboratorio de Física en el punto preciso y sin pensarlo demasiado porque ambos son frecuentes puntos de destino.

Así, de una forma inevitable, se almacenan las diferencias, las variantes de respuesta, las bifurcaciones, etc., pero en el dominio de la conciencia sólo permanecen las más recientes, aquéllas respecto de las que la sustancia viva todavía está en fase de aprender o practicar. Se puede decir, metafóricamente, que la conciencia es el tutor que supervisa la educación de la materia viva, pero que libera a su discípulo de aquellas tareas para las que ya está suficientemente entrenado. Pero quiero subrayar, con tinta roja y por triplicado, que me refiero a ello sólo como metáfora. El hecho es simplemente así, las situaciones nuevas y las nuevas respuestas se incorporan rápidamente a la conciencia, lo que ya no sucede con las antiguas o bien experimentadas.

Cientos y cientos de manipulaciones y logros de la vida cotidiana tuvieron que ser aprendidos un día con gran cuidado y esmerada atención. Consideremos, por ejemplo, los primeros intentos de un niño por andar. Estos intentos están en el foco mismo de la conciencia; los primeros éxitos son celebrados con gritos de júbilo por el personaje en cuestión. El adulto anuda sus botas, acciona el interruptor de la luz, se desnuda por la noche, come con cuchillo y tenedor…, todos esos logros han tenido que aprenderse penosamente para que no produzcan la menor perturbación en los pensamientos que le ocupan en un momento dado. Esto puede provocar ocasionales y cómicos fracasos. Es el caso de un famoso matemático, cuya mujer encontró, se dice, tumbado en la cama y con las luces apagadas, poco después de que comenzara una reunión cierta tarde en su casa. ¿Qué había pasado? Había ido al dormitorio para ponerse un cuello limpio en la camisa. Pero la simple acción de retirar el cuello usado disparó en este hombre, profundamente sumido en sus pensamientos, una cadena de funciones habitualmente correlativas.

Esta cuestión, bien conocida, de la ontogenia de nuestra vida mental, vierte, en mi opinión, cierta luz sobre la filogenia de los procesos nerviosos inconscientes, tales como los latidos del corazón o los movimientos peristálticos de los intestinos. Los procesos que se enfrentan a situaciones casi constantes o regularmente variables han sido fiablemente practicados y, por lo tanto, hace mucho tiempo que han abandonado la esfera de la conciencia. También aquí encontraremos niveles intermedios, como la respiración. En general, funciona inadvertidamente, pero puede acusar diferencias coyunturales en un ambiente como humo o durante un ataque de asma; entonces, se modifica y se hace consciente. Otro ejemplo es estallar en sollozos (por pena, alegría o dolor corporal), un suceso que, aunque consciente, es difícilmente influenciable por el deseo. También se producen reacciones cómicas de carácter heredado, tales como la detención de la secreción salivar en estados de intensa excitación o el erizar de los cabellos por horror. Son respuestas que debieron de tener un cierto significado en el pasado, pero que en el caso del hombre ya se ha perdido.

Me pregunto si todo el mundo estará dispuesto a aceptar el paso siguiente que consiste en extender estas nociones a otros procesos no nerviosos. De momento, sólo voy a insinuarlo con brevedad a pesar de que lo considero el más importante. Esta generalización aclara nuestro problema inicial: ¿qué hechos materiales están asociados o acompañan la conciencia, y cuáles no? La respuesta que sugiero es la siguiente: todo lo que, en lo que antecede, hemos citado como propiedad de los procesos nerviosos es una propiedad de los procesos orgánicos en general, por lo que debe asociarse con la conciencia.

Según la noción y terminología de Richard Semon, la ontogenia del cerebro y de todo el soma individual no es sino la repetición «bien memorizada» de una cadena de hechos que han ocurrido antes, muchas veces y de idéntica manera. Las primeras etapas son, lo sabemos por propia experiencia, inconscientes; primero en el seno materno, pero incluso las siguientes semanas y meses de vida se pasan durmiendo durante la mayor parte del tiempo. Durante esta etapa, el niño sigue una evolución de vieja tradición en la que se encuentra con condiciones que varían muy poco de un caso a otro. El desarrollo orgánico subsiguiente empieza a relacionarse con la conciencia sólo porque ciertos órganos inician gradualmente una interacción con el entorno, adaptan sus funciones a las condiciones cambiantes, sufren influencias, experimentan y son de alguna manera modificados por el mundo exterior. Los vertebrados superiores disponemos de un órgano así, sobre todo en nuestro sistema nervioso. La conciencia se asocia entonces con aquellas funciones que se adaptan al entorno cambiante por eso que llamamos experiencia. El sistema nervioso es el lugar donde nuestra especie aún se ocupa de la transformación filogenética; metafóricamente hablando, es el «extremo vegetal» (Vegetationspitze) de nuestro tronco. Resumiría mi hipótesis general en la forma: la conciencia se asocia con el aprendizaje de la sustancia viva; su «facultad de saber» (Können) es inconsciente.

Ética.

Incluso sin esta última generalización, muy importante para mí, quizás algo dudosa para otros, la teoría de la conciencia que he esbozado parece preparar el camino para una comprensión científica de la ética.

El fundamento de todo código ético serio (Tugendlehre) ha sido siempre y para todo el mundo un autodominio (Selbstüberwindung). La enseñanza de la ética siempre toma la forma de una existencia, un desafío al «tú debes», que de alguna manera se opone a nuestro deseo primitivo. ¿De dónde viene este peculiar contraste entre el «yo quiero» y el «tú debes»? ¿No es absurdo que reprima mis apetitos primitivos, que rechace mi verdad y que sea distinto a lo que realmente soy? En efecto, escuchamos (en nuestros días quizá más que en otros tiempos) esta reivindicación frecuentemente ridiculizada: «Yo soy como soy. ¡Haced sitio a mi individualidad! ¡Vía libre para los deseos que la Naturaleza ha puesto en mí! Todo lo que se opone a ello no tiene sentido, es un fraude de curas. Dios es Naturaleza, y debemos confiar en que la Naturaleza me ha hecho según su deseo para que sea como soy». De vez en cuando suenan slogans como éstos, y no es fácil refutar su brutal evidencia. El imperativo de Kant es declaradamente irracional.

Pero el fundamento científico de estos slogans está afortunadamente apolillado. Nuestra penetración en el concepto del «devenir» (das Werden) de los organismos nos permite comprender fácilmente que nuestra vida consciente es necesariamente una lucha continua contra nuestro ego primitivo. Pues nuestro yo natural, nuestro deseo primitivo, con sus deseos innatos, es obviamente el resultado mental del legado material recibido de nuestros ancestros. Ahora bien, nosotros nos desarrollamos como especie y avanzamos en la línea fronteriza de las generaciones; cada día de la vida de un hombre representa una pequeña porción de la evolución de la especie que aún está en pleno movimiento. Es cierto que un sólo día de la vida, e incluso una vida individual entera, no es sino un brevísimo soplo de cincel para la siempre inacabada estatua. Pero la enorme evolución global que hemos atravesado en el pasado ha sido esculpida con millones de esos minúsculos toques de cincel. El material para esta transformación, el presupuesto de que ésta tenga lugar, está naturalmente en las mutaciones espontáneas heredables. El comportamiento del portador de la mutación, sus hábitos en la vida, tienen no obstante una importancia capital y una decisiva influencia para la posterior selección de estas mutaciones. De otro modo no podríamos comprender el origen de las especies ni las tendencias aparentemente dirigidas que sigue la selección, ni siquiera en los largos espacios de tiempo que están, después de todo, limitados y cuyos límites conocemos bastante bien.

Y así, a cada paso, en cada día de nuestra vida, algo de la forma que hasta entonces poseíamos debe cambiar, algo en ella debe ser vencido, suprimido y sustituido por algo nuevo. La resistencia de nuestro deseo primitivo es el resultado psíquico de la resistencia que la forma existente opone al cincel transformador. Somos al mismo tiempo cincel y escultura, conquistadores y conquistados, se trata de una auténtica autoconquista (Selbstüberwindung).

Pero ¿no es absurdo sugerir que este proceso de la evolución deba caer directa y significativamente en la conciencia, considerando su desmedida lentitud en relación, no sólo a la brevedad de una vida individual, sino incluso con respecto a las épocas históricas? ¿No se desarrolló inadvertidamente?

No. No a la luz de nuestras anteriores consideraciones que han culminado al asociar la conciencia con aquellos hechos fisiológicos en proceso de transformación por mutua interacción con el entorno cambiante. Además, hemos concluido que sólo se hacen conscientes aquellas modificaciones que todavía se están poniendo a prueba, hasta que, después de mucho tiempo, se convierten en un bien experimentado patrimonio inconsciente de la especie fijado hereditariamente. En una frase: la conciencia es un fenómeno del área de la evolución. Este mundo se ilumina sólo donde o sólo porque desarrolla nuevas formas. Las zonas de estancamiento se deslizan desde la conciencia; sólo pueden aparecer en su interacción con zonas de la evolución.

Si esto es así, se deduce que la conciencia y la discordia con nuestro propio yo están inseparablemente unidas, incluso que deben ser proporcionales entre sí. Parece una paradoja, pero los pueblos más sabios de todos los tiempos han dejado testimonio de su confirmación. Los hombres y mujeres que brillaron por un inhabitual acceso al conocimiento de este mundo, y que por su vida y palabra han formado y transformado esa obra de arte que llamamos humanidad, declaran en sus escritos (o por su misma vida) haber sufrido las punzadas de la discordia interior. Sea esto un consuelo para aquel que también la sufre. Sin ella, nada perdurable ha sido jamás engendrado.

Que no se me interprete mal, por favor. Soy un científico, no un profesor de moral. No es mi intención sugerir la idea de una evolución humana hacia una cota cada vez más alta como argumento eficaz para promocionar códigos morales. No puede serlo, ya que se trata de una meta altruista, de un motivo desinteresado, por lo que aceptarlo presupone ya virtuosidad. Me siento tan incapaz como cualquiera para explicar el «deber» del imperativo de Kant. La ley ética en su forma general más simple (¡la no interesada! es sencillamente un hecho, está ahí, y es asumida incluso por la gran mayoría de aquellos que no la respetan demasiado. Considero su compleja existencia como un indicio de nuestro ser en el principio de una transformación biológica que parte de la posición egoísta hacia la actitud altruista general; una forma por la que el ser humano se convierte en animal social. El altruismo es una virtud para el animal social que tiende a preservar y mejorar su especie, no se convierte en un vicio destructivo en ninguna clase de comunidad. Un animal que se embarque en crear sociedades sin reprimir con fuerza el egoísmo perecerá. Creadoras de sociedades mucho más antiguas, como las abejas, las hormigas o las termitas, han excluido filogenéticamente el egoísmo. Sin embargo, en la etapa siguiente, se entregan de lleno al egoísmo nacional o, simplemente, al nacionalismo. Una abeja obrera que se equivoca de colmena es sacrificada sin la menor vacilación.

Pero en el hombre parece que empieza a asomar algo con bastante frecuencia. Por encima de la primera modificación, traza claramente una segunda en la misma dirección que se advierte mucho antes de que la primera se haya siquiera consumado. Si bien todavía somos vigorosamente egoístas, muchos de nosotros empezamos a ver en el nacionalismo un vicio a eliminar. Quizás aparezca aquí una extraña circunstancia. La segunda etapa, la pacificación de los conflictos entre los pueblos, puede facilitarse por el hecho de que la primera etapa todavía está lejos de haberse cubierto, de modo que los motivos egoístas tienen todavía un fuerte atractivo. Todos y cada uno de nosotros estamos amenazados por las nuevas y terroríficas armas de agresión, lo que invita a una larga paz entre las naciones. Si fuésemos abejas, hormigas o guerreros lacedemonios, para los que el miedo personal no existe y para los que la cobardía es la cosa más vergonzosa del mundo, el enfrentamiento sería para siempre inevitable. Pero afortunadamente sólo somos hombres, y cobardes. Las consideraciones y conclusiones de este capítulo son de vieja factura. Datan de hace más de treinta años. Nunca las he perdido de vista, pero he temido seriamente que tuvieran que ser refutadas por el hecho de que parecen fundamentarse en la «herencia de los caracteres adquiridos», es decir, el lamarckismo. Y no nos inclinamos a aceptar algo así. Incluso rechazando la herencia de los caracteres adquiridos, o sea aceptando la teoría de la evolución de Darwin, se nos antoja que el comportamiento de los individuos de una especie ejerce una gran influencia en el curso de la evolución, esto es, que fingen cierto pseudolamarckismo. Esto, remachado por la autoridad de Julian Huxley, se explica en el capítulo siguiente que, sin embargo, he escrito con un problema ligeramente distinto en mente, y no para proporcionar un soporte a las ideas expuestas más arriba.»

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Una brillante reflexión multidisciplinar sobre la mente y la materia por uno de los científicos más importantes de todos los tiempos.

«El Azar y la necesidad», Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna.

Del escritor francés, Jacques Monod, uno de los más polémicos textos jamás escritos sobre la relación entre Ciencia y Filosofía.

 

Primer capítulo:

«Lo natural y lo artificial.

La distinción entre objetos artificiales y objetos naturales nos parece inmediata y sin ambigüedad. Un peñasco, una montaña, un río o una nube son objetos naturales; un cuchillo, un pañuelo, un automóvil, son objetos artificiales, artefactos. Que se analicen estos juicios, y se verá sin embargo que no son inmediatos ni estrictamente objetivos. Sabemos que el cuchillo ha sido configurado por el hombre con vistas a una utilización, a una performance2 considerada con anterioridad. El objeto materializa la intención preexistente que lo ha creado y su forma se explica por la performance que era esperada incluso antes de que se cumpliera. Nada de esto ocurre para el río o el peñasco, que sabemos o pensamos han sido configurados por el libre juego de fuerzas físicas a las que no sabríamos atribuir ningún «proyecto». Todo ello suponiendo que aceptamos el postulado base del método científico: la Naturaleza es objetiva y no proyectiva.

Por referencia a nuestra propia actividad, consciente y proyectiva, por ser nosotros mismos fabricantes de artefactos, calibramos lo «natural» o lo «artificial» de un objeto cualquiera. ¿Sería entonces posible definir por criterios objetivos y generales las características de los objetos artificiales, productos de una actividad proyectiva consciente, por oposición a los objetos naturales, resultantes del juego gratuito de las fuerzas físicas? Para asegurarse de la entera objetividad de los criterios escogidos, lo mejor sería sin duda preguntarse si, utilizándolos, se podría redactar un programa que permitiera a una calculadora distinguir un artefacto de un objeto natural.

Un programa así podría encontrar aplicaciones de sumo interés. Supongamos que una nave espacial deba posarse próximamente en Venus o en Marte; una cuestión importantísima sería el conocer si nuestros vecinos están o han sido habitados por seres inteligentes capaces de una actividad proyectiva. Para descubrir tal actividad, presente o pasada, son evidentemente sus productos lo que se debería reconocer, por diferentes que pudieran ser de los frutos de la industria humana. Desconociéndolo todo de la naturaleza de tales seres, y de los proyectos que podrían haber concebido, sería necesario que el programa no utilizara más que criterios muy generales, basados exclusivamente en la estructura y la forma de los objetos examinados, prescindiendo de su eventual función.

Vemos que los criterios que habría que emplear serían dos: 1.º regularidad; 2.º repetición.

Mediante el criterio de regularidad se trataría de aprovechar el hecho de que los objetos naturales, configurados por el juego de las fuerzas físicas, no presentan casi nunca estructuras geométricamente simples: superficies planas, aristas rectilíneas, ángulos rectos, simetrías exactas por ejemplo; mientras que los artefactos presentarían en general tales características, aunque sólo fuera de forma aproximada y rudimentaria.

El criterio de repetición sería sin duda el más decisivo. Materializando un proyecto renovado, artefactos homólogos, destinados al mismo uso, reproducen, de modo muy aproximado, las intenciones constantes de su creador. A este respecto, el descubrimiento de numerosos ejemplares de objetos de formas bastante bien definidas sería pues muy significativo.

Tales podrían ser, definidos brevemente, los criterios generales utilizables. Debe precisarse, además, que los objetos a examinar serían de dimensiones macroscópicas, pero no microscópicas. Por «macroscópicas» hemos de entender las dimensiones medibles, digamos, en centímetros; por «microscópicas» las dimensiones que se expresarían normalmente en Angström (1 cm = 108 Angström). Esta precisión es indispensable porque, a escala microscópica, se tendría acceso a estructuras atómicas o moleculares cuyas geometrías simples y repetitivas no testimoniarían evidentemente una intención consciente y racional, sino las leyes químicas.

Las dificultades de un programa espacial

Supongamos el programa escrito y la máquina realizada. Para someter sus performances a la prueba, no habría nada mejor que hacerla operar sobre objetos terrestres. Invirtamos nuestras hipótesis, e imaginemos que la máquina ha sido construida por los expertos de la NASA marciana, deseosos de detectar en la Tierra los testimonios de una actividad organizada, creadora de artefactos. Y supongamos que la primera nave marciana aterriza en el bosque de Fontainebleau, por ejemplo cerca de Barbizon. La máquina examina y compara las dos series de objetos más destacables de los alrededores: las casas de Barbizon por un lado y las peñas de Apremont por otro. Utilizando los criterios de regularidad, de simplicidad geométrica y de repetición, decidirá fácilmente que las peñas son objetos naturales, mientras que las casas son artefactos. Centrando ahora su atención sobre objetos de dimensiones más reducidas, la máquina examina unos pequeños guijarros, al lado de los cuales descubre unos cristales, por ejemplo de cuarzo. Según los mismos criterios, deberá evidentemente decidir que, si los guijarros son naturales, los cristales de cuarzo son objetos artificiales. Juicio que parece delatar un «error» en la estructura del programa. «Error» cuyo origen además es interesante: si los cristales presentan formas geométricas perfectamente definidas, es porque su estructura macroscópica refleja directamente la estructura microscópica, simple y repetitiva de los átomos o moléculas que los constituyen. El cristal, en otros términos, es la expresión macroscópica de una estructura microscópica. Este «error» sería por otra parte fácil de eliminar ya que todas las estructuras cristalinas posibles son conocidas.

Pero supongamos que la máquina estudia ahora otro tipo de objeto: una colmena de abejas silvestres, por ejemplo. Encontraría evidentemente todos los criterios de un origen artificial: estructuras geométricas simples y repetitivas del panal y de las células constituyentes, por lo que la colmena sería clasificada en la misma categoría de objetos que las casas de Barbizon. ¿Qué pensar de este juicio? Sabemos que la colmena es «artificial» en el sentido que representa el producto de la actividad de las abejas. Mas tenemos buenas razones para creer que esta actividad es estrictamente automática, actual pero no conscientemente proyectiva. Además, como buenos naturalistas, consideramos a las abejas como seres «naturales». ¿No hay pues una contradicción flagrante al considerar como «artificial» el producto de la actividad automática de un ser «natural»?

Prosiguiendo la encuesta pronto se vería que si hay contradicción no es por un error de programación, sino por la ambigüedad de nuestros juicios. Porque si la máquina examina ahora no la colmena, sino las mismas abejas, sólo podrá ver objetos artificiales altamente elaborados. El examen más superficial revelará evidentes elementos de simetría simple: bilateral y translacional. Además y sobre todo, examinando abeja tras abeja, el programa notará que la extrema complejidad de su estructura (número y posición de los pelos abdominales por ejemplo, o nervaduras de las alas) se encuentra reproducida en todos los individuos con una extraordinaria fidelidad. Prueba segura de que estos seres son los productos de una actividad deliberada, constructiva y del orden más refinado. La máquina, sobre la base de tan decisivos documentos, no podría más que señalar a los oficiales de la NASA marciana su descubrimiento, en la Tierra, de una industria mucho más evolucionada que la suya.

El rodeo que hemos efectuado, a través de lo que sólo es en pequeñísima parte ciencia ficción, estaba destinado a ilustrar la dificultad de definir la distinción que, sin embargo, nos parece intuitivamente evidente, entre objetos «naturales» y «artificiales». En efecto, sobre la base de criterios estructurales (macroscópicos) es sin duda imposible llegar a una definición de lo artificial que, incluyendo todos los «verdaderos» artefactos, como productos de la industria humana, excluya objetos tan evidentemente naturales como las estructuras cristalinas, así como los seres vivientes mismos, que no obstante querríamos igualmente clasificar entre los sistemas naturales.

Reflexionando sobre la causa de las confusiones (¿aparentes?) a las que conduce el programa, se pensará sin duda que surgen por la limitación a que lo hemos sometido al ceñirnos a consideraciones de forma, de estructura, de geometría, privando así a la noción de objeto de su contenido esencial: que un objeto de este tipo se define, se explica ante todo, por la función que está destinado a cumplir, por la performance que de él espera su inventor. Sin embargo se verá enseguida que programando en adelante la máquina para que estudie no sólo la estructura, sino las performances eventuales de los objetos examinados, se llegaría a resultados aún más engañosos. Objetos dotados de un proyecto.

Supongamos por ejemplo que este nuevo programa permite efectivamente a la máquina analizar correctamente las estructuras y las performances de dos series de objetos, tales como caballos corriendo en un campo y automóviles circulando por una carretera. El análisis llevaría a la conclusión de que estos objetos son estrechamente comparables, en cuanto están concebidos unos y otros para ser capaces de desplazamientos rápidos, aunque sobre superficies diferentes, lo que demuestra sus diferencias de estructura. Y si, para tomar otro ejemplo, propusiéramos a la máquina comparar las estructuras y las performances del ojo de un vertebrado con las de un aparato fotográfico, el programa sólo podría reconocer las profundas analogías; lentes, diafragma, obturador, pigmentos fotosensibles: los mismos componentes sólo pueden haber sido dispuestos en los dos objetos, con vistas a obtener performances muy parecidas.

He citado este ejemplo, clásico, de adaptación funcional en los seres vivos, para subrayar lo estéril y arbitrario de querer negar que el órgano natural, el ojo, representa la culminación de un «proyecto» (el de captar imágenes) tan claro como el que llevó a la consecución del aparato fotográfico. Esto sería tanto más absurdo cuanto que en último análisis, el proyecto que «explica» el aparato sólo puede ser el mismo al que el ojo debe su estructura. Todo artefacto es un producto de la actividad de un ser vivo que expresa así, y de forma particularmente evidente, una de las propiedades fundamentales que caracterizan sin excepción a todos los seres vivos: la de ser objetos dotados de un proyecto que a la vez representan en sus estructuras y cumplen con sus performances (tales como, por ejemplo, la creación de artefactos). En vez de rechazar esta noción (como ciertos biólogos han intentado hacer), es por el contrario indispensable reconocerla como esencial para la definición misma de los seres vivos. Diremos que éstos se distinguen de todas las demás estructuras de todos los sistemas presentes en el universo, por esta propiedad que llamaremos teleonomía.

Se notará sin embargo que esta condición, aunque necesaria para la definición de los seres vivos, no es suficiente ya que no propone criterios objetivos que permitirían distinguir los seres vivientes de los artefactos, productos de su actividad.

No basta con señalar que el proyecto que da origen a un artefacto pertenece al animal que lo ha creado, y no al objeto artificial. Esta noción evidente es todavía demasiado subjetiva, y la prueba de ello es que sería difícil utilizarla en el programa de una calculadora: ¿cómo decidiría que el proyecto de captar imá- genes —proyecto representado por un aparato fotográfico— pertenece a un objeto distinto del aparato mismo? Por el solo examen de la estructura acabada y el análisis de sus performances, es posible identificar el proyecto, pero no su autor.

Para lograrlo, es preciso un programa que estudie no sólo el objeto actual, sino su origen, su historia y, para empezar, su modo de construcción. Nada se opone, al menos en principio, a que un programa así pueda ser formulado. Aunque fuera bastante primitivo, ese programa permitiría discernir, entre un artefacto por muy perfeccionado que sea y un ser vivo, una diferencia radical. La máquina no podría en efecto dejar de constatar que la estructura macroscópica de un artefacto (se trate de un panal, de una presa erigida por castores, de un hacha paleolítica, o de una nave espacial) es el resultado de la aplicación, a los materiales que lo constituyen, de fuerzas exteriores al objeto mismo. La estructura macroscópica, una vez acabada, no atestigua las fuerzas de cohesión internas entre átomos o moléculas que constituyen el material (y sólo le confieren sus propiedades generales de densidad, dureza, ductilidad, etc.), sino las fuerzas externas que lo han configurado.

Máquinas que se construyen a sí mismas.

El programa, en contrapartida, deberá registrar el hecho de que la estructura de un ser vivo resulta de un proceso totalmente diferente en cuanto no debe casi nada a la acción de las fuerzas exteriores, y en cambio lo debe todo, desde la forma general al menor detalle, a interacciones «morfogenéticas» internas al objeto mismo. Estructura que atestigua pues un determinismo autónomo, preciso, riguroso, que implica una «libertad» casi total respecto a los agentes o condiciones exteriores, capaces seguramente de trastornar ese desarrollo, pero no de dirigirlo o de imponer al objeto viviente su organización. Por el carácter autónomo y espontáneo de los procesos morfogenéticos que construyen la estructura macroscópica de los seres vivos, éstos se distinguen absolutamente de los artefactos, así como también de la mayoría de los objetos naturales, cuya morfología macroscópica resulta en gran parte de la acción de agentes externos. Esto tiene una excepción: los cristales, cuya geometría característica refleja las interacciones microscópicas internas al objeto mismo. Por este único criterio, los cristales serían pues clasificados junto a los seres vivientes, mientras que artefactos y objetos naturales, configurados unos y otros por agentes exteriores, constituirían otra clase. Que por ese criterio, así como por los de regularidad y de repetitividad, deban ser agrupadas las estructuras cristalinas y las de los seres vivos, podría hacer meditar al programador, aunque ignorara la moderna biología: debería preguntarse si las fuerzas internas que confieren su estructura macroscópica a los seres vivos no serían de la misma naturaleza que las interacciones microscópicas responsables de las morfologías cristalinas. Que es realmente así constituye uno de los principales temas desarrollados en los siguientes capítulos del presente ensayo. Por el momento, buscamos definir por criterios absolutamente generales las propiedades macroscópicas que diferencian los seres vivos de todos los demás objetos del universo. Habiendo «descubierto» que un determinismo interno, autónomo, asegura la formación de las estructuras extremadamente complejas de los seres vivientes, nuestro programador, ignorando la biología, pero experto en informática, debería ver necesariamente que tales estructuras representan una cantidad considerable de información de la que falta identificar la fuente: porque toda información expresada, o recibida, supone un emisor. Máquinas que se reproducen Admitamos que, prosiguiendo su investigación, haga por fin su último descubrimiento: que el emisor de la información expresada en la estructura de un ser vivo es siempre otro objeto idéntico al primero. Habrá identificado ahora la fuente y descubierto una tercera propiedad destacable de estos objetos: el poder de reproducir y transmitir ne varietur la información correspondiente a su propia estructura. Información muy rica, ya que describe una organización excesivamente compleja, pero integralmente conservada de una generación a la siguiente. Designaremos esta propiedad con el nombre de reproducción invariante, o simplemente de invariancia. 24 El azar y la necesidad (QXP) 8/5/07 00:23 Página 24 Se verá aquí que, por la propiedad de la reproducción invariante, los seres vivos y las estructuras cristalinas se encuentran una vez más asociados y opuestos a los demás objetos conocidos en el universo. Se sabe en efecto que ciertos cuerpos, en solución sobresaturada, no cristalizan, a menos que no se hayan inoculado gérmenes de cristales a la solución. Además, cuando se trata de un cuerpo capaz de cristalizar en dos sistemas diferentes, la estructura de los cristales que aparecerán en la solución será determinada por la de los gérmenes empleados. Sin embargo las estructuras cristalinas representan una cantidad de información muy inferior a la que se transmite de una generación a otra en los seres vivos más simples que conocemos. Este criterio, puramente cuantitativo, permite distinguir a los seres vivientes de todos los otros objetos, incluidos los cristales.

* * *

Abandonamos ahora al programador marciano, sumido en sus reflexiones y supuesto ignorante de la biología. Esta experiencia imaginaria tenía por objeto el constreñirnos a «redescubrir» las propiedades más generales que caracterizan a los seres vivos y los distinguen del resto del universo. Reconozcamos ahora que sabemos la suficiente biología (en la medida en que hoy pueda ser conocida) para analizar de más cerca e intentar definir de forma más precisa, si es posible cuantitativa, las propiedades en cuestión. Hemos encontrado tres: teleonomía, morfogénesis autónoma, invariancia reproductiva.

Las propiedades extrañas: invariancia y teleonomía.

De estas tres propiedades, la invariancia reproductiva es la más fácil de definir cuantitativamente. Ya que se trata de la capacidad de reproducir una estructura de alto grado de orden, y ya que el grado de orden de una estructura puede definirse en unidades de información, diremos que el «contenido de invariancia» de una especie dada es igual a la cantidad de información que, transmitida de una generación a otra, asegura la conservación de la norma estructural específica. Veremos que es posible, mediante ciertas hipótesis, llegar a una estimación de esta magnitud.

Asentado esto nos permitirá asediar desde más cerca la noción que se impone con la más inmediata evidencia por el examen de las estructuras y de las performances de los seres vivos: la de la teleonomía. Noción que, sin embargo, se revela al análisis profundamente ambigua, ya que implica la idea subjetiva de «proyecto». Recordemos el ejemplo del aparato fotográfico: si admitimos que la existencia de este objeto y su estructura realizan el «proyecto» de captar imágenes, debemos evidentemente admitir que un «proyecto» parecido se cumple en la emergencia del ojo de un vertebrado.

Mas todo proyecto particular, sea cual sea, no tiene sentido sino como parte de un proyecto más general. Todas las adaptaciones funcionales de los seres vivos, como también todos los artefactos configurados por ellos, cumplen proyectos particulares que es posible considerar como aspectos o fragmentos de un proyecto primitivo único, que es la conservación y la multiplicación de la especie.

Para ser más precisos, escogeremos arbitrariamente definir el proyecto teleonómico esencial como consistente en la transmisión, de una generación a otra, del contenido de invariancia característico de la especie. Todas las estructuras, todas las performances, todas las actividades que contribuyen al éxito del proyecto esencial serán llamadas «teleonómicas».

Esto permite proponer una definición de principio del «nivel» teleonómico de una especie. Se puede en efecto considerar que todas las estructuras y performances teleonómicas corresponden a una cierta cantidad de información que debe ser transferida para que estas estructuras sean realizadas y estas performances cumplidas. Llamemos a esta cantidad «la información teleonómica». Se puede entonces considerar que el «nivel teleonómico» de una especie dada corresponde a la cantidad de información que debe ser transferida, por término medio, por individuo, para asegurar la transmisión a la generación siguiente del contenido específico de invariancia reproductiva.

Se verá fácilmente que el cumplimiento del proyecto teleonómico fundamental (es decir, la reproducción invariante) pone en marcha, en las diferentes especies y en los diferentes grados de la escala animal, estructuras y performances variadas, más o menos elaboradas y complejas. Es preciso insistir en el hecho de que no se trata sólo de las actividades directamente ligadas a la reproducción propiamente dicha, sino de todas las que contribuyen, aunque sea muy indirectamente, a la sobrevivencia y a la multiplicación de la especie. El juego, por ejemplo, entre los individuos jóvenes de mamíferos superiores, es un elemento importante de desarrollo físico y de inserción social. Tiene pues un valor teleonómico como coadyuvante a la cohesión del grupo, condición de su supervivencia y de la expansión de la especie. Es el grado de complejidad de todas esas estructuras o performances, concebidas para servir al proyecto teleonómico, lo que se trata de averiguar.

Esta magnitud teóricamente definible no es medible en la práctica. Permite al menos ordenar groseramente diferentes especies o grupos sobre una «escala teleonómica». Para tomar un ejemplo extremo, imaginemos un poeta enamorado y tímido que no osa declarar su amor a la mujer que ama y sólo sabe expresar simbólicamente su deseo en los poemas que le dedica. Supongamos que la dama, al fin seducida por estos refinados homenajes, consiente en hacer el amor con el poeta. Sus poemas habrán contribuido al éxito del proyecto esencial y la información que contenían debe pues ser contabilizada en la suma de las performances teleonómicas que aseguran la transmisión de la invariancia genética.

Está claro que el éxito del proyecto no comporta ninguna performance análoga en otras especies animales, en el ratón por ejemplo. Pero, y este punto es el importante, el contenido de invariancia genética es casi el mismo en el ratón y en el hombre (y en todos los mamíferos). Las dos magnitudes que hemos intentado definir son pues muy distintas. Esto nos conduce a considerar una cuestión muy importante que concierne las relaciones entre las tres propiedades que hemos reconocido como características de los seres vivos: teleonomía, morfogénesis autónoma e invariancia. El hecho de que el programa utilizado las haya identificado sucesiva e independientemente no prueba que no sean simplemente tres manifestaciones de una misma y única propiedad más fundamental y más secreta, inaccesible a toda observación directa. Si éste fuera el caso, distinguir entre esas propiedades, buscar definiciones diferentes, podría ser ilusorio y arbitrario. Lejos de aclarar los verdaderos problemas, de asediar el «secreto de la vida», de diseccionarlo realmente, no estaríamos más que exorcizándolo.

Es absolutamente verdadero que esas tres propiedades están estrechamente asociadas en todos los seres vivientes. La invariancia genética sólo expresa y se revela a través de (y gracias a) la morfogénesis autónoma de la estructura que constituye el aparato teleonómico.

Una primera observación se impone: el estatuto de esas tres nociones no es el mismo. Si la invariancia y la teleonomía son efectivamente «propiedades» características de los seres vivos, la estructuración espontánea debe más bien ser considerada como un mecanismo. Veremos además, en los capítulos siguientes, que este mecanismo interviene tanto en la reproducción de la información invariante como en la construcción de las estructuras teleonómicas. Que ese mecanismo en definitiva dé cuenta de las dos propiedades no implica sin embargo que deban ser confundidas. Es posible, es de hecho metodológicamente indispensable, distinguirlas, y esto por varias razones.

1. Se puede al menos imaginar objetos capaces de reproducción invariante, pero desprovistos de todo aparato teleonómico. Las estructuras cristalinas pueden ser un ejemplo, a un nivel de complejidad muy inferior, por cierto, al de todos los seres vivos conocidos.

2. La distinción entre teleonomía e invariancia no es una simple abstracción lógica. Está justificada por consideraciones  químicas. En efecto, de las dos clases de macromoléculas biológicas esenciales, una, la de las proteínas, es responsable de casi todas las estructuras y performances teleonómicas, mientras que la invariancia genética está ligada exclusivamente a la otra clase, la de los ácidos nucleicos. 3. Como se verá en el capítulo siguiente, esta distinción es, explícitamente o no, supuesta en todas las teorías, en todas las construcciones ideológicas (religiosas, científicas o metafísicas) relativas a la biosfera y a sus relaciones con el resto del universo.

* * *

Los seres vivos son objetos extraños. Los hombres, en cualquier época, han debido saberlo más o menos confusamente. El desarrollo de las ciencias de la naturaleza a partir del siglo XVII, su expansión a partir del siglo XIX, lejos de borrar esta impresión de extrañeza, la volvían aún más aguda. Respecto a las leyes físicas que rigen los sistemas macroscópicos, la misma existencia de los seres vivos parecía constituir una paradoja, violar algunos de los principios fundamentales sobre los que se basa la ciencia moderna. ¿Cuáles exactamente? Esto no es fácil de explicar. Se trata pues de analizar precisamente la naturaleza de esa o esas «paradojas». Ello nos dará ocasión de precisar el estatuto, respecto a las leyes físicas, de las dos propiedades esenciales que caracterizan a los seres vivos: la invariancia reproductiva y la teleonomía.

La «paradoja» de la invariancia.

La invariancia parece en efecto, desde el principio, constituir una propiedad profundamente paradójica, ya que la conservación, la reproducción, la multiplicación de las estructuras altamente ordenadas parecen incompatibles con el segundo principio de la termodinámica. Este principio impone en efecto que todo sistema macroscópico sólo pueda evolucionar en el sentido de la degradación del orden que lo caracteriza.3

No obstante esta predicción del segundo principio sólo es válida, y verificable, si se considera la evolución de conjunto de un sistema energéticamente aislado. En el seno de un sistema así, en una de sus fases, se podrá observar la formación y el crecimiento de estructuras ordenadas sin que por tanto la evolución de conjunto del sistema deje de obedecer al segundo principio. El mejor ejemplo nos lo da la cristalización de una solución saturada. La termodinámica de tal sistema es bien conocida. El crecimiento local de orden que representa el ensamblaje de moléculas inicialmente desordenadas en una red cristalina perfectamente definida es «pagado» por una transferencia de energía térmica de la fase cristalina a la solución: la entropía (el desorden) del sistema en su conjunto aumenta en la cantidad prescrita por el segundo principio.

Este ejemplo muestra que un crecimiento local de orden, en el seno de un sistema aislado, es compatible con el segundo principio. Hemos subrayado sin embargo que el grado de orden que representa un organismo, incluso el más simple, es incomparablemente más elevado que el que define a un cristal. Es preciso preguntarse si la conservación y la multiplicación invariante de tales estructuras es igualmente compatible con el segundo principio. Es posible verificarlo con una experiencia en gran modo comparable a la de la cristalización.

Tomemos un mililitro de agua conteniendo algunos miligramos de un azúcar simple, como la glucosa, así como sales minerales que incluyan los elementos esenciales partícipes de la composición de los constituyentes químicos de los seres vivos (nitrógeno, fósforo, azufre, etc.). Sembremos en este medio una bacteria de la especie Escherichia coli, por ejemplo (longitud 2µ, peso 5 × 10–13 g aproximadamente). En el espacio de 36 horas la solución contendrá miles de millones de bacterias. Constataremos que alrededor del 40 % del azúcar ha sido convertido en constituyentes celulares, mientras que el resto ha sido oxidado en CO2 y H2O. Efectuando el experimento en un calorímetro se puede determinar el balance termodinámico de la operación y constatar que, como en el caso de la cristalización, la entropía del conjunto del sistema (bacterias+medio) ha aumentado un poco más que el mínimo prescrito por el segundo principio. Así, mientras que la estructura extremadamente compleja que representa la célula bacteriana ha sido no solamente conservada sino multiplicada miles de millones de veces, la deuda termodinámica que corresponde a la operación ha sido debidamente regulada.

No hay pues ninguna violación definible o medible del segundo principio. Sin embargo, asistiendo a este fenómeno, nuestra intuición física no puede dejar de turbarse y de percibir, todavía más que antes del experimento, toda su rareza. ¿Por qué? Porque vemos claramente que ese proceso es desviado, orientado en una dirección exclusiva: la multiplicación de las células. Éstas, ciertamente, no violan las leyes de la termodinámica, sino al contrario. No se contentan con obedecerlas; las utilizan, como lo haría un buen ingeniero, para cumplir con la máxima eficacia el proyecto, realizar «el sueño» (F. Jacob) de toda célula: devenir células.

La teleonomía y el principio de objetividad.

Se tratará, en un próximo capítulo, de dar una idea de la complejidad, del refinamiento y de la eficacia de la maquinaria química necesaria para la realización de este proyecto que exige la síntesis de varias centenas de constituyentes orgánicos diferentes, su ensamblaje en varios millares de especies macromoleculares, la movilización y la utilización, allá donde sea necesario, del potencial químico liberado por la oxidación del azúcar, la construcción de los orgánulos celulares. No hay sin embargo ninguna paradoja física en la reproducción invariante de esas estructuras: el precio termodinámico de la invariancia es pagado, lo más exactamente posible, gracias a la perfección del aparato  teleonómico que, avaro de calorías, alcanza en su tarea infinitamente compleja un rendimiento raramente igualado por las máquinas humanas. Este aparato es enteramente lógico, maravillosamente racional, perfectamente adaptado a su proyecto: conservar y reproducir la norma estructural. Y esto, no transgrediendo, sino explotando las leyes físicas en beneficio exclusivo de su idiosincrasia personal. Es la existencia misma de este proyecto, a la vez cumplido y proseguido por el aparato teleonómico lo que constituye el «milagro». ¿Milagro? No, la verdadera cuestión se plantea a otro nivel, más profundo, que el de las leyes físicas; es de nuestro entendimiento, de la intuición que tenemos del fenómeno de lo que se trata. No hay en verdad paradoja o milagro; simplemente una flagrante contradicción epistemológica.

La piedra angular del método científico es el postulado de la objetividad de la Naturaleza. Es decir, la negativa sistemática a considerar capaz de conducir a un conocimiento «verdadero» toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir de «proyecto». Se puede fechar exactamente el descubrimiento de este principio. La formulación, por Galileo y Descartes, del principio de inercia, no fundaba sólo la mecánica, sino la epistemología de la ciencia moderna, aboliendo la física y la cosmología de Aristóteles. Cierto; ni la razón, ni la lógica, ni la experiencia, ni incluso la idea de su confrontación sistemá- tica habían faltado a los predecesores de Descartes. Pero la ciencia, tal como la entendemos hoy, no podía constituirse sobre estas únicas bases. Le faltaba todavía la austera censura impuesta por el postulado de objetividad. Postulado puro, por siempre indemostrable, porque evidentemente es imposible imaginar una experiencia que pudiera probar la no existencia de un proyecto, de un fin perseguido, en cualquier parte de la naturaleza.

Mas el postulado de objetividad es consustancial a la ciencia, ha guiado todo su prodigioso desarrollo desde hace tres siglos. Es imposible desembarazarse de él, aunque sólo sea provisionalmente, o en un ámbito limitado, sin salir del de la misma ciencia.

La objetividad sin embargo nos obliga a reconocer el carácter teleonómico de los seres vivos, a admitir que en sus estructuras y performances, realizan y prosiguen un proyecto. Hay pues ahí, al menos en apariencia, una contradicción epistemológica profunda. El problema central de la biología es esta misma contradicción, que trata de resolver si es que sólo es aparente, o de declararla radicalmente insoluble si así es verdaderamente.»

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Uno de los más polémicos textos jamás escritos sobre la relación entre Ciencia y Filosofía.

«Drogas»: caminos hacia la legalización.

¿Qué es más importante, garantizar el derecho a la salud del 100% del planeta o evitar que el 5% de la población consuma drogas con fines recreativos?

En esta investigación, el autor Jorge Carlos Díaz Cuervo hace un recuento pormenorizado de lo que ha ocurrido en México tras intensificarse el combate a las organizaciones criminales que trafican con drogas y los diversos hechos que han llevado al país a sumergirse en un baño de sangre, sin que ello signifique para el lector encontrarse con una visión policiaca del problema. 

La guerra contra las drogas o el combate al narcotráfico son frases que se han vuelto cotidianas en la vida de los mexicanos, pero pese a lo mediatizado del tema son pocos quienes comprenden las razones de lo fallidas que han resultado hasta ahora las distintas estrategias seguidas por las diferentes administraciones federales.

Drogas, caminos a la legalización, publicado por editorial Ariel, da cuenta de cómo el sistema globalizado llevó a la prohibición del consumo de sustancias psicotrópicas a tal grado que gobiernos, como el mexicano, asumieron una posición paternalista desde la que se concibe a los ciudadanos como seres incapaces de analizar y adoptar sus propias decisiones.

“Se han montado campañas y hasta se han declarado guerras en contra de las plantas y las sustancias que alteran las conciencias, y también se han enarbolado discursos épicos para concientizar sobre el peligro que representan para nuestra salud y para instituciones sociales, como la familia, colocándolas en el pedestal más alto del hemiciclo al mal, al miedo y al horror”.

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Jorge Carlos Díaz Cuervo

¿Qué es más importante, garantizar el derecho a la salud del 100% del planeta o evitar que el 5% de la población consuma drogas con fines recreativos?

¡Gánate “Cazadores de Sombras” firmado por Cassandra Clare!

Como muchos lectores ya saben, Planeta de Libros México y la escritora Cassandra Clare se traen algo entre manos. Y aunque muchos de ustedes pedían a gritos una nueva firma de libros (en la que seguimos trabajando) la sorpresa que les tenemos es igual de emocionantes para los lectores de Cassie.

Estamos regalando un paquete de libros de “Cazadores de Sombras” firmado por la autora.

¿Cómo?

Cassieclare

1- Asiste a la Fiesta del Libro y la Rosa en la UNAM, la cual se llevará a cabo el sábado 23 y domingo 24 de abril.

2- Afuera de las presentaciones de Grupo Planeta habrá una ferma con la leyenda “Creemos en los libros”. Tómate una foto en el lugar y súbela a Instagram usando el HT #CreemosenlosLibros. No olvides etiquetarnos @Planetalibrosmx.

3- La foto que tenga más likes se gana los libros firmados por Cassandra Clare. Tienen hasta el viernes 29 de abril 😉

Y para que tengan claros cuáles son los eventos, aquí les dejamos el programa de presentaciones con horario y lugar.

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ELENA

FISICA

HUESOSSANLORENZO

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¡Mucha suerte y nos vemos en la Fiesta del Libro y la Rosa!

El monstruo de Frankenstein… ¡vive!

Este sábado 23 de abril, miles de lectores darán vida a las palabras que Mary Shelley soñó hace dos siglos.

Este sábado se efectuará en la Rambla Cataluña el maratón de lectura dedicado a Frankenstein, con motivo de la celebración del Día Mundial del Libro. La lectura se realizará en Querétaro, Michoacán y más de cien sedes de Jalisco.

“Había trabajado intensamente durante casi dos años con el fin de infundir vida a un cuerpo inanimado, privándome para ello de descanso y de salud. Había deseado con un ardor superior a toda moderación, y entonces, terminado mi trabajo, se desvanecía la belleza de mi sueño y el corazón se me llenaba de horror y disgusto”.

Su monstruo resurgirá en sus voces durante el maratón de lectura que se efectuará para celebrar el Día Mundial del Libro en la Rambla Cataluña, y que se realizará también en Querétaro, Michoacán, 56 municipios de Jalisco, catorce bibliotecas y centros culturales de Guadalajara, y en las 66 escuelas preparatorias del Sistema de Educación Media Superior de la U de G.

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara coordinará la lectura pública en la Rambla Cataluña, que se llevará a cabo de 10:00 a 20:00 horas con el apoyo del Ayuntamiento de Guadalajara. Las personas interesadas en participar deben inscribirse el día del encuentro directamente en la Rambla (avenida Juárez y Escorza). Los lectores participantes recibirán, según la tradición de Saint Jordi que inspira esta celebración, un ejemplar de Frankenstein o el moderno Prometeo, y una rosa, cortesía del Centro Universitario de Ciencias Biológicas y Agropecuarias de la Universidad de Guadalajara. En esta sede estará también un área de venta de libros con la participación de 24 librerías y editoriales. Habrá, además, un espacio diseñado por FIL inspirado en la novela de Shelley , con apoyo de la Fundación Universidad de Guadalajara, donde los asistentes tendrán la oportunidad de tomarse una fotografía que luego podrán descargar de nuestras redes sociales.

A la celebración en la Rambla Cataluña, y gracias al apoyo de la Dirección de Cultura de Guadalajara, se sumarán el viernes 22 de abril los centros culturales Casa Colomos (10:00 horas), Luis Páez Brotchie (10:00 horas), Atlas (10:00 y 16:00 horas), Hacienda Oblatos (16:00 horas), Santa Cecilia (17:30 horas) y San Andrés (16:30 horas), al igual que en las bibliotecas Beatriz Hernández, Esmeralda Villaseñor de Matute, Carlos Castillo Peraza, Efraín González Morfín, Gabriel Covarrubias, Fernando del Paso, Severo Díaz Galindo, y Manuel Gómez Morín.

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Hitler «Ha vuelto»… y toma Netflix.

La película basada en el exitoso libro de Timur Vermes «Ha  vuelto» de Seix Barral está disponible en la plataforma de streaming.

Vermes presenta a un Adolf Hitler que ha viajado en el túnel del tiempo y llega a Berlín en agosto del 2011, donde no hay símbolos nazis, por las calles se respira paz y se ven extranjeros caminando por doquier además el país es gobernado por una mujer.

Publicado en más de 30 países y con más de un millón de ejemplares vendidos en Alemania. El libro Ha vuelto, triunfó en la pantalla grande y ahora brilla en la plataforma de Netflix.

Ante los ojos incrédulos del dictador de lo que sucede y cómo se vive en el siglo XXI. Tiene que hacer una vida normal y empieza por trabajar vendiendo periódicos, luego se enfrenta al trato con los otros, acude a la tintorería y padece entre otras cosas con algún programa de televisión. Su vida da un giro cuando es descubierto por una productora y se convierte en una estrella de la pantalla chica y desde ahí busca de nuevo el poder.

Narrado en primera persona, el lector disfrutará de una divertidísima novela pero a la vez llena de crítica social con un Adolf Hitler llevado a la parodia.

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El fenómeno literario del año: un éxito sorprendente en Alemania, que ya ha cruzado fronteras.