“Escucha la canción” y “Pinball 1973”, las primeras novelas de Murakami ahora en español

“Muchas personas ­– y con ello me refiero, en la mayoría de los casos, a la sociedad japonesa – terminan primero sus estudios, después encuentra un empleo y, por último, tras un corto intervalo de tiempo, se casan. Esto era lo que yo también, en un principio, tenía la intención de hacer. Al menos era lo que, a grandes rasgos, pensaba que acabaría haciendo. Pero, en realidad, resultó que primero me casé, empecé luego a trabajar y entonces, por fin (como pude), acabé mis estudios. Es decir, que seguí un orden completamente inverso al habitual.

Estaba casado, pero me desagradaba la idea de trabajar para un empresa, así que decidí abrir un negocio. Un establecimiento donde se pusieran discos de jazz y se sirvan cafés, bebidas y comidas. Me movía la idea, muy simple y en algún sentido optimista, de que, como me gustaba el jazz, me iría como anillo al dedo un trabajo donde pudiera escuchar música de la mañana a la noche. Pero un estudiante casado no tiene dinero, por supuesto. Así que, durante tres años, mi esposa y yo estuvimos trabajando para varios sitios a la vez y ahorrando tanto como pudimos. Y también fuimos pidiendo dinero prestado aquí y allá. Con la cantidad que conseguimos reunir abrimos un local en Kookubunji (una ciudad donde residen muchos  estudiantes), en la periferia al oeste de Tokio. Esto ocurría en 1974.

En aquellos tiempos, una persona joven no le costaba una suma de dinero tan exorbitante como ahora abrir un negocio. De modo que muchos de los que, como yo, “no querían trabajar para una empresa” abrían pequeños negocios. Cafeterías, restaurantes, bazares, librerías.  Sin ir más lejos, en los alrededores de nuestro local habías muchos establecimientos regidos por gente de mi generación. El recuerdo de la contracultura aún perduraba y abundaban los individuos que parecían recién salidos de las movilizaciones estudiantiles. En aquella época, todavía quedaban espacios libres, una especie de “resquicios”, en el conjunto de la sociedad.

Llevé al bar el viejo piano vertical que había tocado tiempo atrás en casa de mis padres, y los fines de semana ofrecía conciertos de música en vivo. En Kokubunji vivían muchos músicos de jazz jóvenes que, incluso por poco dinero, se prestaban de buena gana (creo) a tocar. Hoy en día muchos de ellos son músicos conocidos y a veces me los encuentro en los clubes de jazz que hay en diversos puntos de Tokio.

Por más que estuviera haciendo lo que me gustaba, debía un montón de dinero y, por lo tanto, ir devolviéndolo era mi mayor empeño. Había solicitado un préstamo al banco, también había pedido dinero prestado a mis amigos. En una ocasión en que no habíamos conseguido apañárnoslas de ninguna de las maneras para reunir la mensualidad que debíamos reembolsarle al banco, mi esposa y yo caminábamos de madrugada cabizbajos cuando nos encontramos el dinero que nos faltaba. No sé si debería llamarlo sincronía o señal de algo, pero era la cantidad exacta que necesitábamos en aquel momento. Era la suma de dinero que debíamos ingresar a la mañana siguiente, así que puede decirse que, realmente, nos salvamos de milagro. (A lo largo de mi vida me han ido sucediendo cosas misteriosas de este tipo). En principio, tendríamos que haberlo llevado a la policía, pero, en aquel momento, no estábamos en situación de quedar bien.

 

 

Así pues, consagré la década de mis veinte años, de la mañana a la noche, el  trabajo físico (hacer sándwiches, preparar cócteles, echar del local a borrachos malhablados.) y a la devolución del préstamo. Entretanto, decidieron reconstruir el edificio de Kokubunji donde se encontraba el local, de modo que tuvimos que dejarlo y trasladarnos a Sendagaya, al centro de la ciudad. Renovamos y ampliamos el bar, y ya pudimos poner un piano de cola, pero, con las reformas, volvieron a aumentar las deudas. Por lo visto, podía vivir tranquilo. Si pienso en aquella época, lo único que recuerdo es: “¡cuánto trabajo!”. Seguro que cuando uno se imaginaba la vida de un veinteañero normal es más divertida, pero yo apenas podía permitirme el lujo, ni en lo que se refería a tiempo ni en lo que se refería a dinero, de “disfrutar de mi juventud”. Sin embargo, incluso entonces, en cuanto disponía de un momento libre cogía un libro y leía. Por mas trabajo que tuviera, por más dura que fuese la vida, por mas agotado que estuviese, leer un libro, lo mismo que escuchar música, continuó  siendo, siempre, un gran placer. El único placer que nadie podía arrebatarme.

Cuando me acercaba al final de la veintena, la gestión del local de Sendagaya empezó a mostrar por fin síntomas de estabilidad. Aún tenía dudas, había altibajos en los ingresos según la temporada y todavía no podía confiarme, por supuesto, pero evidente que, si continuaba esforzándome como lo estaba haciendo, lograría salir adelante.

Una radiante tarde de abril de 1978 fui a ver un partido de beisbol al estadio Jingu-kyujo, que estaba cerca de mi casa, en Tokio. Era el primer encuentro de la temporada de la Central League de aquel año y jugaban los Yakult Swallows contra los Hiroshima Carp. Un partido diurno que empezaba a la una de la tarde. Yo soy seguidor de Swallows desde aquella época y, cuando daba un paseo, a menudo iba a para al campo de beisbol.

En aquellos tiempos, el Swallows era un equipo débil (su nombre, golondrina, ya lo indica),  eterno miembro de la clase B; el club era pobre y no tenía ningún jugador estrella que llamara la atención. Así que era lógico que no gozara de una gran popularidad. Por más partido de inicio de temporada que fuese, en las localidades del área de outfield casi no había nadie. Yo estaba solo, tumbado en el área de outfield , mirando el partido mientras me tomaba una cerveza. En aquella época, en las localidades del área de outfield del estadio Jingu-kyujo no había asientos de ningún tipo, sólo una pendiente cubierta de césped. El cielo estaba completamente despejado; la cerveza a presión, muy fría; en el césped verde del campo, la pelota blanca brillaba destacándose con nitidez. El bateador en  cabeza del Swallows era un tipo esbelto, un jugador desconocido, llegado de Estados Unidos, que se llamaba Dave Hilton. Fue el primero en el turno de los bateadores. El cuarto sería Charlie Manuel, quien más adelante adquiriría fama como entrenador de los Indians y los Phillies, pero que ya en aquella época era un bateador muy poderoso y viril, a quien los aficionados al beisbol japoneses llamaban “Diablo rojo”.

El lanzador inicial de Hiroshima creo que Sotokoba. El inicial de Yakult due Yasuda. En la segunda parte de la primera vuelta, cuando Sotokoba realizó el primer lanzamiento, Hilton bateó con un bonito golpe efectuado hacia el ala izquierda y logró avanzar hasta la segunda base. El sonido limpio del bate dándole a la pelota resonó por todo el estadio Jingu-kyujo, y se oyeron unos pocos y dispersos aplausos por los alrededores. En aquel instante, sin antecedente ni fundamento alguno, pensé de pronto: “Si. Quizá también yo pudiera convertirme en novelista.”

Todavía recuerdo con la claridad lo que sentí en aquel momento. Fue como si algo descendiera despacio, revoloteando, del cielo y yo pudiese cogerlo limpiamente con ambas manos. ¿Por qué razón fue a parar aquello por casualidad a las palmas de mis manos? No lo se. No lo sabia entonces y sigo sin saberlo ahora. Pero, fuera cual fuese la razón, aquello, en definitiva, ocurrió. Aquello, no sé muy bien cómo llamarlo, supuso una especie de revelación. Quizá la palabra que mejor lo defina sea “epifanía”. Y,  a raíz de aquello, mi vida cambió por completo. En el instante en que Dave Hilton dio, como prime bateador, aquel hermoso y certero golpe en el Jingu-kyujo.

Después del partido (recuerdo que ganó Yakult) cogí el tren, fui a Shinjuku y compré papel de escribir y una pluma estilográfica. En aquella época no se había generalizado el uso de los procesadores personales, así que no quedaba más remedio que ir escribiendo a mano una letra tras otra. Pero también encontré en ello una sensación fresca y novedosa. Recuerdo que mi corazón palpitaba de emoción. Porque ir trazando caracteres  con una estilográfica era algo que hacía  por primera vez en mucho tiempo.

Por la noche, ya tarde, después de trabajar en el local, me sentaba frente a la mesa dela cocina y escribía una novela. Porque aparte de aquellas horas que precedían al amanecer, apenas disponía de  tiempo libre. De este modo invertí alrededor de medio año en acabar Escucha la canción del viento. Cuando terminé el primer borrador, estaba acabando también la temporada de beisbol. Dicho sea de paso, aquel año, y contra todo pronóstico, los Yakult Swallows fueron campeones de liga y derrotaron a los Hankyu Braves, un equipo que contaba con los mejores lanzadores de las competición de Campeones de Japón. Aquella temporada de beisbol fue realmente emocionante y milagrosa.  

Pinball 1973 la escribí al año siguiente como continuación de Escucha la canción del viento. También esta novela la escribí mientras llevaba el bar, sentado ante la mesa de la cocina a altas horas de la noche. A estas obras yo las llamo, con afecto y cierto pudor “las novelas de la mesa de la cocina”. Poco después de escribir Pinball 1973 tomé la decisión de vender el local, me convertí en novelista a tiempo completo empecé a escribir una autentica novela  larga: La caza  del carnero salvaje. Creo que ésta es la obra que marca el verdadero inicio de mi carrera como novelista.

Pero, al mismo tiempo, las dos “novelas de la mesa de la cocina” son también  obras decisivas, difícilmente reemplazables, dentro de mi carrera como novelista. Son como las viejas amistades del pasado. Quizás  ya no podemos y charlemos, pero jamás olvido su existencia. Porque en aquellos tiempos fueron algo inestimable, insustituible para mi. Me alentaron, reconfortaron mi corazón.

Aun recuerdo claramente el tacto de aquello que bajó revoloteando y se posó  sobre las palmas de mis manos una radiante tarde de primavera de hace mas de treinta años en el estadio Jingu-kyujo: y en esas mismas palmas aún permanece igualmente el recuerdo de la tibieza de la paloma herida que recogí cerca de la escuela primaria de Sendagaya, también un día de primavera poco después de mediodía. Y cuando pienso en el sentido de “escribir una novela”, siempre aflora el recuerdo de aquellas sensaciones. Porque el significado que tiene para mi este recuerdo es creer en algo que debe de existir dentro de ti y soñar con la posibilidad de cultivarlo. Seguir conservando estas sensaciones todavía ahora es algo maravilloso.

                                                                                                                       Junio de 2014″

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El germen del universo literario de Murakami.

¡Adriana Esteva te reta: Día 21!

Adriana Esteva, autora de En la comida como en la vida, te invitó a hacer un ejercicio de 21 días.  Cada uno de ellos hubo un pequeño reto para hacer cambios en tu forma de pensar, comer y actuar. ¡Terminamos, este es el día 21!

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Reto # 21:

Hoy terminamos con este ejercicio que espero te haya ayudado.

COMIDA21

Escribe un recuento de lo que fue para ti, lo que más trabajo te costó, lo que descubriste, lo que lograste y obtuviste.

Define qué vas a hacer (acciones concretas) para convertirte en la persona con la que deseas pasar el resto de tu vida.

¡Gracias por dejarme acompañarte estos 21 días!

Escribe cómo te sentiste con esta experiencia y recupera los textos de los días anteriores. Ahora debes mandar un correo electrónico a [email protected] escribiendo tu experiencia completa en una cuartilla.

Comparte con nosotros cómo te fue en este primer reto, en Twitter utilizando el hashtag #ComidayVida e inclúyenos en tus publicaciones @Planetalibrosmx, o comparte en nuestra página de Facebook, Planeta de libros México.

Envía tu texto para participar por una beca completa para el diplomado “Comiéndome mis emociones”, que imparte Adriana Esteva.

Consulta las bases de la dinámica dando click aquí, y no te pierdas En la comida como en la vida, un libro en donde encontrarás muchas herramientas para enriquecer esta experiencia.

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Entiende el lenguaje de tu hambre y recupera el manejo de tus sentimientos.

¡Adriana Esteva te reta: día 20!

Adriana Esteva, autora de En la comida como en la vida, te quiere invitar a hacer un ejercicio de 21 días.  Cada uno de ellos habrá un pequeño reto para hacer cambios en tu forma de pensar, comer y actuar. ¡Ya casi termina, vamos por el día 20!

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RETO #20

Cuando tenemos hambre, acudimos a lo primero que nos encontramos. Si es hambre física, acudimos a la alacena, si es mental, a nuestros pensamientos, si es emocional a nuestras emociones y percepciones, si es de compañía a nuestros amigos…

COMIDA20

Revisa qué tienes en tu alacena, qué pensamientos ocupan tu mente, qué emociones rondan generalmente en ti, de que compañías te rodeas… ¿Son lo más recomendado para proveerte en el momento que lo necesites?

Escribe cómo te sentiste con esta experiencia, guarda el texto y sigue con los demás días. Recuerda que al finalizar los 21, debes mandar un correo electrónico a [email protected] escribiendo tu experiencia completa en una cuartilla.

Comparte con nosotros cómo te fue en este primer reto, en Twitter utilizando el hashtag #ComidayVida e inclúyenos en tus publicaciones @Planetalibrosmx, o comparte en nuestra página de Facebook, Planeta de libros México.

Quienes completen los 21 retos y envíen su texto podrán participar por una beca completa para el diplomado “Comiéndome mis emociones”, que imparte Adriana Esteva.

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Entiende el lenguaje de tu hambre y recupera el manejo de tus sentimientos.

¡Adriana Esteva te reta: día 19!

Adriana Esteva, autora de En la comida como en la vida, te quiere invitar a hacer un ejercicio de 21 días.  Cada uno de ellos habrá un pequeño reto para hacer cambios en tu forma de pensar, comer y actuar. ¡Día 19!RETOBANNER19

Reto #19

Dicen que como hacemos una cosa hacemos las demás. Hemos movido muchas cosas en estos días y es hora de comenzar a ordenarlas. Y para ayudar a que esto suceda en otros niveles más profundos, vamos a llevar a cabo acciones concretas en algo palpable.

COMIDA19

¡A ordenar el clóset!

Saca todo lo que no pertenezca a tu tamaño, gusto y necesidades actuales. Ordena lo que quede.

Ahora que todo lo que hay en tu clóset corresponde a tu hoy, aquí y ahora, experimenta una combinación de ropa diferente y mándanos foto de tu súper look con el hashtag #ComidayVida copiando a @adriesteva

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Entiende el lenguaje de tu hambre y recupera el manejo de tus sentimientos.

¡ADRIANA ESTEVA TE RETA: DÍA 18!

Adriana Esteva, autora de En la comida como en la vida, te quiere invitar a hacer un ejercicio de 21 días.  Cada uno de ellos habrá un pequeño reto para hacer cambios en tu forma de pensar, comer y actuar. ¡Día 18!

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Reto # 18:

Hoy es día de ponerle atención a tu cuerpo.

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Cada hora (si es necesario programa una alarma) haz una pausa y revisa si tienes frío, si estas en una postura incómoda, si te duele algo, si estás cansada, tienes hambre, sed, etcétera, y haz lo necesario para atender eso que tu cuerpo necesita.

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Entiende el lenguaje de tu hambre y recupera el manejo de tus sentimientos.

Lee un extracto de “Las Crónicas de Magnus Bane”

Lo que realmente pasó en Perú

Así que siguió con el charango, a pesar de que le habían prohibido tocar en la casa. También lo hicieron desistir de tocar en la calle un niño que se echó a llorar, un hombre con uno papeles que le hablaban de la legislación municipal y una pequeña revuelta.

Como último recurso, se fue a las montañas y tocó allí. Magnus estaba seguro de que la estampida que presenció fue una coincidencia. Las llamas no podían juzgar cómo le hacía.

Lo que realmente pasó en Perú

Fue un momento triste en la vida de Magnus Bane cuando el Consejo Superior de los brujos peruanos le prohibió la entrada en Perú. No sólo porque los carteles con su foto que se distribuyeron por el submundo de aquel país lo mostraran tan poco favorecido, sino sobre todo porque Perú era uno de sus lugares favoritos. Allí había vivido muchas aventuras, y tenía montones de recuerdos fantásticos, empezando por aquella vez en 1791, cuando había invitado a Ragnor Fell a acompañarlo en una festiva escapada por Lima.

1791

Magnus se despertó en la posada de carretera a las afueras de Lima, y una vez que se hubo ataviado con un chaleco bordado, calzas y brillantes zapatos de hebillas, fue en busca del desayuno. En su lugar se encontró con la posadera, una mujer robusta con una larga melena cuierta por una mantilla negra, que mantenía una preocupada conversación con una de las criadas sobre alguien que había llegado hacía poco.

  • Me parece que es un monstruo marino –oyó susurrar a la posadera-. O un tritón. ¿Cómo puede sobrevivir en tierra?
  • Buenos días señora – Saludó Magnus–. Por lo que oigo, parece que mi invitado ha llegado.

Ambas mujeres parpadearon dos veces. Magnus supuso que el primer parpadeo se debía a su vistoso atuendo, y el segundo, un parpadeo mas lento, a lo que acababa de decir. Les dedicó a ambas un alegre gesto de despedida; traspasó las amplias puertas de madera que daban al patio y lo cruzó hasta la sala común, donde se encontró con su colega brujo, Ragnor Fel, enfurruñado al fondo de la sala con un tazón de chicha de molle.

  • Tomaré lo mismo que él– dijo Magnus a la mesera–. No, espere un momento. Tráigame tres.
  • Diles que yo tomaré lo mismo– intervino Ragnor Fell –. He conseguido esta bebida señalando con insistencia.

Así lo hizo Magnus, y cuando volvió a mirar a Ragnor vio que su viejo amigo volvía a ser el de siempre: horrorosamente vestido, profundamente melancólico e intensamente verde de piel. Magnus a menudo daba gracias de que su marca de brujo no fura tan evidente.

A veces resultaba muy incómodo tener los ojos verde dorado y pupilas verticales como un gato, pero, por lo general, los podía disimular fácilmente con un pequeño glamour, y si no, bueno, había bastantes damas y caballeros que no lo consideraban  un inconveniente.

–¿Sin glamour? –preguntó Magnus.

–Dijiste que me uniera  ti en viajes que serían un incesante tour de desenfreno –le contestó Ragnor.

Magnus sonrió irradiante.

–¡Sí que lo dije! –Calló un  momento–. Perdóname, pero no veo la relación.

–He  descubierto que tengo mas suerte con las damas en mi estado natural –le explico Ragnor–. A las damas les gusta la variedad. Había una mujer en la corte de Luis, el Rey Sol, que decía que nada se podía comparar a su “querida lechuguita”. He oído que en Francia se ha convertido en un apelativo cariñoso muy popular. Y todo gracias a mí.

Hablaba en el mismo tono melancólico de siempre. Cuando llegaron las seis copas, Magnus se apropió de ellas.

­–Me harán falta de todas éstas. Por favor, traiga más para mi amigo.

–También hubo una mujer que me llamaba su “dulce ejotito de amor” –continuó Ragnor.

Magnus bebió un largo y reconfortante trago, miró el brillante sol del exterior y luego las copas que tenía delante, y se sintió mucho mejor.

–Felicidades. Y bienvenido a Lima, ciudad de reyes,  mi dulce ejotito.

Después del desayuno, que consistió en cinco copas para Ragnor y diecisiete para Magnus, éste guio a Ragnor en un recorrido por Lima, desde la fachada dorada, sinuosa y tallada del palacio del arzobispo hasta los edificio de brillantes colores de la plaza, con sus casis obligatorios y elaborados soportales, sonde hubo un tiempo en que los españoles ejecutaban a los criminales.

–He pensado que estaría bien comenzar por la capital. Además, yo he estado aquí antes –explicó Magnus–. Hará unos quince años. Me la pasé estupendamente, si no tenemos en cuenta lo del terremoto que casi se tragó la ciudad.

–¿Tuviste algo que ver en el terremoto?

–Ragnor –le reprochó Magnus–, ¡no puedes echarme la culpa de cualquier catástrofe natural que ocurra!

–No has contestado la pregunta –insistió Ragnor, y suspiró–.

Confío que serás…más formal y menos como tú de lo que sueles ser –le advirtió mientras caminaban–. No hablo el idioma.

–¿Así que no hablas español? –preguntó Magnus–. ¿O no hablas quechua? ¿O es que no hablas aimara?

Magnus sabía a la perfección que, fuera a donde fuese, era un forastero, y aseguraba de aprender todos los idiomas que podía para viajar a donde le apeteciera. El español había sido el primero después de su lengua materna. Y ésta no la hablaba con frecuencia. Le recordaba a su madre y a su padrastro; le recordaba el amor, la oración y la desesperación de su niñez. Las palabras de su país le pesaban en la lengua, como si cuando las pronunciara tuviera que hacerlo con toda la intención, como si tuviera que ponerse serio.

(Había otros idiomas, como el pulgarcito, el gehennic y el tártaro, que había aprendido para poder comunicarse con los habitantes de los reinos demoniacos; eran idiomas que se veía obligado a usar con frecuencia trabajo, pero éstos le recordaban a su padre biológico, y tales recuerdos eran aún peores.)

En opinión de Magnus, la sinceridad y la seriedad estaban muy sobrevaloradas, al igual que lo estaban verse obligado a revivir momentos desagradables. Prefería con mucho divertirse y mostrarse divertido.

–No hablo ninguno de eso idiomas –le contestó Ragnor–.

Aunque debo de saber idiótico chapurrero, porque te entiendo a ti.

–Eso ha sido innecesario e hiriente –observó Magnus–. Claro que puedes confiar en mí totalmente.

–Lo único que te pido es que no me dejes aquí solo. Tienes que jurármelo, Bane.

Magnus alzó las cejas.

–¡Te doy mi palabra de honor!

–Te encontraré –le advirtió Ragnor–. Encontraré cualquier baúl de prendas absurdas que poseas. Y meteré una llama donde duermas  y me aseguraré de que se orine sobre todo lo que tengas.

–No hace falta que nos pongamos desagradables –replicó Magnus–. No te preocupes. Te enseñaré todas las palabras que necesites.

Una es “fiesta”[1]

Ragnor frunció el ceño.

–¿Y qué quiere decir?

Magnus alzó las cejas.

–Quiere decir “diversión”. Otra palabra importante es “juerga”

–¿Y qué significa esa palabra?

Magnus guardó silencio.

–Magnus– reclamó su atención Ragnor con todo molesto­–.

¿Esa palabra también significa “fiesta”?

Magnus no pudo evitar la sonrisa irónica que se fue dibujando en su rostro.

–Me disculparía –dijo–. Pero no lo lamento en absoluto.

–Intenta ser un poco serio –le sugirió Ragnor.

–¡Estamos de vacaciones!

–Tú siempre estás de vacaciones –le recordó Ragnor–. ¡Hace treinta años que estás de vacaciones!

Era cierto. Magnus no se habían asentado en ningún lugar desde la muerte de su amante; no había sido su primera amante, pero sí la primera que había vivido con él y que había muerto entre sus brazos. Magnus había pensado en ella con la suficiente frecuencia como para mencionarla ya no le doliera. Su rostro, en el recuerdo, era como la distante belleza de las estrellas: imposible de tocar, pero brillando ante sus ojos por las noches.

–No me  canso de las aventuras –respondió Magnus sin darle gran importancia–. Y las aventuras no se cansan de mí.

No tenía idea de por qué Ragnor volvía a suspirar.

El carácter suspicaz de Ragnor siguió entristeciendo a Magnus y lo decepcionó, como cuando visitaron el lago Yarinococha, y Ragnor entrecerró los ojos mientras preguntaba: “¿Esos delfines son de color rosa?”

–¡Ya eran así cuando llegué aquí!. –exclamó Manguis indignado.

Calló un momento para reflexionar–. Estoy casi seguro.

Fueron de las costa a la sierra contemplando todos los paisajes de Perú. Quizá el favorito de Magnus fuera la ciudad de Arequipa, hecha de piedras labradas que, al ser tocadas por el sol, brillaban con un blanco tan deslumbrante y resplandeciente como la luz de luna al chocar contra el agua.

Allí también había una joven muy atractiva, pero al final ésta prefirió a Ragnor. Magnus podría haberse pasado la vida sin involucrarse en un triángulo amoroso de brujos, o sin oír el apelativo supuestamente cariñoso de “adorable planta carnívora” dicho en francés, idioma que Ragnor sí entendía. Sin embargo, éste se mostraba muy complacido y por primera vez no parecía lamentar haber acudido a la llamada de Magnus.

Al final, la única manera que tuvo Magnus de persuadir a Ragnor de dejar Arequipa fue presentándole a otra jovencita, Giuliana, que conocía los caminos de las selva y les aseguró a ambos que podía guiarlos hasta la ayahuasca, una planta con grandes propiedades mágicas.

Más tarde, Magnus tuvo motivos para lamentar haber escogido esa opción, al verse arrastrado por los verdes caminos abiertos a machetazos de la selva tropical del Manu. Todo era verde, verde, verde, allí a donde mirara. Incluso su compañero de viaje.

–No me gusta la selva tropical –dijo Ragnor tristemente.

–Eso es porque no estás abierto a nuevas experiencias del mismo modo que yo.

–No, es porque es más húmeda que el sobaco de un oso y dos veces mas apestosa.

Magnus se apartó de los ojos una rama de helecho que goteaba.

–Admito que, con tus palabras, has dado en el clavo y al mismo tiempo has creado una imagen muy impactante.

Era verdad que la selva no era cómoda de transitar, pero sí era impresionante. El intenso verde del sotobosque no se parecía al de las delicadas hojas en lo alto de los árboles, las brillantes formas sutiles de algunas plantas que se agitaban entre las ramas como cuerdas. El verde que lo envolvía todo quedaba roto por repentinas interrupciones brillantes: el intenso color de las flores y el rápido movimiento que indicaba la presencia de animales.

A Magnus le gustaron especialmente los monos araña, refinados y relucientes, con largos brazos y patas que extendían sobre los árboles como estrellas, y también el salto veloz y tímido de los monos ardilla.

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Para Magnus sería imposible contar todas y cada una
de sus historias. Nadie le creería. Aquí hay once relatos que descubren algunos secretos… que seguro él no querría que se hubieran revelado.